“La vida es lo que pasó o lo que nos hicieron”.
NO QUIERO SOBREVIVIR. QUIERO VIVIR
"En Venezuela siempre sería de noche"
Enterramos a mi madre con sus cosas: el vestido azul, los zapatos negros sin cuñas y las gafas multifocales. No podíamos despedirnos de otra manera. No podíamos borrar de su gesto aquellas prendas. Habría sido como devolverla incompleta a la tierra. Lo sepultamos todo, porque después de su muerte ya no nos quedaba nada. Ni siquiera nos teníamos la una a la otra. Aquel día caímos abatidas por el cansancio. Ella en su caja de madera; yo en la silla sin reposabrazos de una capilla ruinosa, la única disponible de las cinco o seis que busqué para hacer el velatorio y que pude contratar solo por tres horas. Más que funerarias, la ciudad tenía hornos. La gente entraba y salía de ellas como los panes que escaseaban en los anaqueles y llovían duros sobre nuestra memoria con el recuerdo del hambre.
Si todavía hablo en plural de aquel día es por costumbre, porque el pegamento de los años nos soldó como a las partes de una espada con la cual defendernos la una a la otra. Mientras redactaba la inscripción para su tumba, entendí que la primera muerte ocurre en el lenguaje, en ese acto de arrancar a los sujetos del presente para plantarlos en el pasado. Convertirlos en acciones acabadas. Cosas que comenzaron y terminaron en un tiempo extinto. Aquello que fue y no será más. La verdad era esa: mi madre ya solo existiría conjugada de otra forma. Sepultándola a ella cerraba mi infancia de hija sin hijos. En aquella ciudad en trance de morir, nosotras lo habíamos perdido todo, incluso las palabras en tiempo presente.
Seis personas acudieron al velatorio de mi madre. Ana fue la primera. Llegó arrastrando los pies, sostenida de un brazo por Julio, su marido. Ana parecía atravesar un túnel oscuro que desembocaba en el mundo que habitábamos los demás. Desde hacía meses, se había sometido a un tratamiento con benzodiacepina. El efecto comenzaba a evaporarse. Apenas le quedaban pastillas suficientes para completar la dosis diaria. Como el pan, el Alprazolam escaseaba y el desánimo se abría paso con la misma fuerza de la desesperación de quienes veían desaparecer todo cuanto necesitaban: las personas, los lugares, los amigos, los recuerdos, la comida, la calma, la paz, la cordura. «Perder» se convirtió en un verbo igualador que los Hijos de la Revolución usaron en nuestra contra.
Ana y yo nos conocimos en la Facultad de Letras. Desde entonces, compartimos una sincronía para nuestros propios infiernos. Esta vez también. Cuando mi madre ingresó en la Unidad de Cuidados Paliativos, los Hijos de la Revolución arrestaron a Santiago, su hermano. Ese día apresaron a decenas de estudiantes. Terminaron con la espalda en carne viva por los perdigones, apaleados en una esquina o violados con el cañón de un fusil. A Santiago le tocó La Tumba, una combinación de las tres cosas dosificada en el tiempo.
Pasó más de un mes dentro de aquella cárcel excavada cinco pisos por debajo de la superficie. No había sonidos ni ventanas, tampoco luz natural o ventilación. Solo se escuchaba el paso y el traqueteo de los rieles del metro por encima de la cabeza. Santiago ocupaba una de las siete celdas alineadas, una detrás de la otra, así que no era capaz de ver ni saber quiénes más estaban detenidos junto a él. Cada calabozo medía dos por tres metros. El suelo y las paredes eran blancos. También las camas y las rejas a través de las que hacían pasar una bandeja con alimentos. Jamás les daban cubiertos: si querían comer, debían hacerlo con las manos.
Ana había dejado de tener noticias de Santiago hacía semanas. Ni siquiera recibía ya la llamada por la que pagaban sumas semanales de dinero; tampoco la estropeada fe de vida que le llegaba en forma de fotos, desde un número de teléfono que nunca era el mismo.
No sabemos si está vivo o muerto. «No sabemos nada de él», me contó Julio en voz muy baja, apartándose de la silla en la que Ana se miró los pies durante treinta minutos. En todo ese tiempo, levantó la mirada para hacer tres preguntas.
—¿A qué hora enterrarán a Adelaida?
—A las dos y media.
—Ya —murmuró—. ¿Dónde?
—En el cementerio de La Guairita, en la parte vieja. Mi mamá compró la parcela hace mucho tiempo. Tiene bonitas vistas.
—Ya... —Ana parecía hacer un esfuerzo adicional, como si pronunciar aquellas palabras resultara una tarea titánic—. ¿Quieres quedarte con nosotros hoy, mientras pasa lo más duro?
—Saldré hacia Ocumare mañana muy temprano para ver a mis tías y dejarles algunas cosas —mentí—. Te lo agradezco. Tú tampoco lo estás pasando muy bien.
—Ya. —Ana me dio un beso en la mejilla y se marchó. Quién quiere velar a un muerto ajeno cuando barrunta el suyo.
Aparecieron dos maestras jubiladas con las que mi madre aún mantenía contacto: María Jesús y Florencia. Dieron sus condolencias y se marcharon también rápido, conscientes de que nada de cuanto dijeran corregiría la muerte de una mujer demasiado joven para desaparecer. Salieron de ahí apretando el paso, como si intentaran ganar ventaja a la parca antes de que fuera a buscarlas también a ellas. A la funeraria no llegó ni una sola corona de flores excepto la mía. Un centro de claveles blancos que apenas cubría la mitad superior del ataúd.
Las dos hermanas de mí madre, mis tías Amelia y Clara, no acudieron. Eran mellizas. Una era gorda y la otra flaquísíma. Una comía sin parar y la otra desayunaba una tacita de caraotas negras mientras daba chupadas a un cigarrillo de liar. Vivían en Ocumare de la Costa, un pueblo del estado de Ar·agua cercano a la bahía de Cata y Choroní. Ese lugar donde el agua azul lame la arena blanca y al que separan de Caracas carreteras intransitables que se caían a pedazos.
A sus ochenta años, las tías Amelia y Clara habrían hecho, como mucho, un viaje a Caracas en toda su vida. No salieron de aquel poblacho ni siquiera para ir al acto de grado de mí mamá, la primera universitaria de la familia Falcón. Lucía preciosa en aquellas fotos, de píe, en el aula magna de la Universidad Central de Venezuela:los ojos muy maquillados, el cardado del pelo aplastado bajo el birrete, sujetando el título con las manos rígidas y una sonrisa más bien solitaria, como de mujer con rabia. Mí mamá guardaba aquella fotografía junto con su expediente académico de licenciada en Educación y el anuncio que mis tías contrataron en El Aragüeño, el periódico regional, para que todo el mundo supiera que las Falcón ya tenían una profesional en la familia.
A mis tías las veíamos poco. Una o dos veces al año. Viajábamos al pueblo durante los meses de julio y agosto, a veces en carnaval o Semana Santa. Les echábamos una mano con la pensión y además ayudábamos a aligerar la carga económica. Mí madre les dejaba algún dinero y de paso las chinchaba :a una para que dejara de comer y a la otra para que comiera. Ellas nos agasajaban con desayunos que a mí me daban náuseas: carne mechada, chicharrón frito, tomate, aguacate y café de guarapo, un brebaje con canela y papelón que colaban con una medía de tela y con el que me perseguían por toda la casa. El bebedizo me ocasionó no pocos desmayos, de los que ellas me despertaban con sus quejas de matronas locas.
-¡Adelaida, chica, sí mí mamá viera a esta niña, tan flacuchenta y enclenque, le daba tres arepas con manteca! -decía mí tía Amelia, la gorda-. ¿Qué le haces a esta criatura? Parece un arenque frito. Espérate aquí, m'hija. Ya vengo... ¡No te muevas, muchachita!
Amelia, deja a la niña; que tú tengas hambre todo el tiempo no significa que el resto también -respondía mí tía Clara desde el patio mientras vigilaba sus árboles de mango, fumando un cigarrillo.
Tía, qué haces allá fuera. Entra, ya vamos a comer.
-Espérate, estoy viendo sí los sinvergüenzas del terreno de al lado vienen a tumbar los mangos con una vara. El otro día se llevaron tres bolsas.
Aquí está; cómete solo una sí quieres, pero hay tres más -decía mí tía Amelia, de vuelta de la cocina, con un plato en el que había servido dos bollos de harina rellenos de picadillo de cochino frito-. Falta te hace. ¡Come, come, m'hija, que se enfría!
Después de fregar los platos, se sentaban las tres en el patio a jugar bingo hasta que remitiera la plaga, aquellas nubes de zancudos que aparecían puntuales a las seis de la tarde y que espantábamos con el humo que desprendían las brozas secas al contacto con el fuego. Hacíamos una pira y nos juntábamos para verla arder bajo el sol extinto del día. Entonces alguna de las dos, unas veces Clara y otras Amelia, se revolvían en sus poltronas de esterilla y, refunfuñando, decían la palabra mágica: «Difunto» .
Así se referían a mí padre, un estudiante de Ingeniería al que los planes de boda se le borraron de la cabeza cuando mí madre le dijo que esperaba un bebé. A juzga r por la rabia que destilaban mis tías, cualquiera diría que las dejó plantadas a ellas también. Lo recordaban mucho más ellas que mí madre, a la que jamás escuché pronunciar su nombre. Porque de mí papá nunca más se supo. Al menos así me lo contó ella. Me pareció una explicación más que razonable para no extrañar su ausencia. Sí él jamás había querido saber de nosotras, por qué teníamos que esperar algo de su parte.
Nunca entendí la nuestra como una familia grande. La familia éramos mi madre y yo. Nuestro árbol genealógico comenzaba y acababa en nosotras. Juntas formábamos un junco, una especie de planta de sábila de esas que son capaces de crecer en cualquier lugar. Éramos pequeñas y venosas, casi nervadas, acaso para que no nos doliera si nos arrancaban un trozo o incluso la raigambre entera. Estábamos hechas para resistir. Nuestro mundo se sostenía en el equilibrio que ambas fuésemos capaces de mantener. El resto era algo excepcional, añadido, y por eso prescindible:no esperábamos a nadie, nos bastábamos la una a la otra.
Demolición. Esa fue la sensación que tuve mientras marcaba el número de teléfono de la pensión de las Falcón el día del velatorio de mi mamá. Tardaron en contestar. Dos mujeres achacosas en ese caserón difícilmente podían superar la distancia que iba del patio hasta el salón, donde conservaban un pequeño teléfono de monedas que ya nadie usaba pero que aún marcaba línea y recibía llamadas. Mis tías regentaban su hostal desde hacía treinta años. En todo ese tiempo no habían cambiado ni siquiera un cuadro. Así eran ellas, inverosímiles, como los apamates pintados en telas llenas de polvo que decoraban aquellas paredes cubiertas de grasa y tierra.
Después de varios intentos, al fin atendieron. Recibieron la noticia de la muerte de mi madre con ánimo oscuro y pocas palabras. Las dos se pusieron al teléfono. Primero Clara, la flaca, y luego Amelia, la gorda. Me ordenaron retrasar el entierro, al menos el tiempo que tardaran en comprar un billete para el siguiente autobús que saliera desde Ocumare hacia Caracas.Tres horas de viaje en una vía llena de baches y delincuentes las separaban de la capital. Aquellas condiciones, sumadas a la vejez y las enfermedades -diabetes una y artritis la otra-, las habrían machacado. Me pareció motivo suficiente para disuadirlas de su viaje. Las despedí con la promesa de que iría a verlas -mentí- y que juntas celebraríamos un novenario en la capilla del pueblo. Accedieron de mala gana. Colgué el teléfono con una certeza: el mundo, tal y como lo conocía, había comenzado a desmoronarse.
Ya casi al final de la mañana, dos vecinas del edificio se acercaron para darme el pésame y, de paso, desplegar el repertorio de consolaciones. Algo tan inútil como tirar pan a las palomas.A María, la enfermera del sexto, le dio por hablar de la vida eterna. Gloria, la del "penthouse", parecía más interesada en saber qué iba a ser de mí ahora que me encontraba «sola». Porque, claro, aquel apartamento era demasiado grande para una mujer sin hijos. Porque, claro, tal y como estaban las cosas, ya habría pensado yo en alquilar al menos una de las habitaciones. Que hoy se pagan en dólares, y, bueno, eso si hay suerte con un conocido. Gente decente,buena paga. Porque hay mucho malandro, decía Gloria. Y como la soledad no es buena y tú ahora estás sola, conviene tener gente cerca, al menos por si ocurre alguna emergencia, ¿no? Tendrás conocidos a quienes alquilar, ¿verdad, muchacha? Y si no, claro, ella decía tener una prima lejana que desde hacía tiempo buscaba mudarse a la ciudad. ¡Qué mejor oportunidad!, ¿verdad? Ella se muda a tu casa y así tú ganas un dinero extra. ¿A que es una gran idea?, me espetó ante el ataúd cerrado de mi madre recién muerta. Porque, habrase visto, con esta inflación pagar los médicos, y el funeral, y la parcela del cementerio. Porque todo esto te habrá costado un dineral, ¿no?Algo habrás ahorrado, seguro, pero con tus tías ya tan mayores y tan lejos vas a necesitar ingresos adicionales. Por eso te voy a poner en contacto con mi prima, para que le des uso a esa habitación.
Gloria no dejó de hablar de dinero ni un solo instante. Algo en sus ojitos roedores insistía en detectar qué tajada podía sacar ella de mi situación o al menos enterarse de cómo mejorar la suya a partir de la mía. Así vivíamos todos entonces: mirando qué había en la bolsa de la compra del otro y olisqueando si el vecino llevaba algo que escaseara para buscar dónde conseguirlo. Todos nos convertimos en sospechosos y vigilantes, travestimos la solidaridad en depredación.
Las mujeres se marcharon a las dos horas, harta una de escuchar las indiscreciones de la otra, y cansada ya la otra de no poder averiguar qué sería de mi hacienda ahora que faltaba mi madre.
Vivir se había convertido en salir a cazar y regresar vivo. En eso consistían nuestros actos más elementales, incluso el de sepultar a nuestros muertos.
-El alquiler de la capilla le costará cinco mil bolívares fuertes.
-Cinco millones de bolívares de los de antes, querrá decir.
Sí, eso. -El empleado de la funeraria atildó la vocecita-. Como usted ya trae el certificado de defunción, le sale más barato. De otra forma, costaría siete mil bolívares fuertes, por la emisión del documento.
Siete millones de bolívares de los de antes, ¿no?
Sí, eso.
Ya.
-¿Quiere o no contratar el servicio? -soltó con cierta exasperación.
-¿Le parece que estoy como para elegir?
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Juan Carlos (Yanka)