“Señor, Dios mío,
te daré gracias por siempre”
te daré gracias por siempre”
Figuras bíblicas de la gratitud
El agradecimiento aparece en la Biblia como una de las claves principales para describir la respuesta del ser humano a Dios.
Con el epígrafe que encabeza el título de este artículo concluye uno de los salmos que alimentan la oración cotidiana del pueblo de Israel y son la base de la oración litúrgica de la Iglesia:
“Cambiaste mi luto en danzas, / me desataste el sayal y me has vestido de fiesta; / te cantará mi alma sin callarse. / Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre” (Sal 30, 12 -13).
No solamente en el salterio, sino a lo largo de toda la Sagrada Escritura, expresiones de agradecimiento a Dios como esta aparecen una y otra vez en los más variados tonos. Puede decirse que la gratitud constituye, en la tradición bíblica, una de las actitudes fundamentales, si es que no la actitud fundamental, del ser humano ante Dios.
En el Antiguo Testamento la gratitud por la ayuda divina se expresa sobre todo de dos maneras: en el sacrificio de acción de gracias y en la oración (canto de alabanza). En el Nuevo Testamento el agradecimiento desempeña un papel primordial en la cena eucarística (como es sabido, la palabra griega “eucaristía” significa, precisamente, “acción de gracias”), y en las cartas de Pablo y de otros autores neotestamentarios son frecuentes las manifestaciones de gratitud por el obrar salvífico de Dios en Jesucristo.
Nos aproximaremos en este artículo a cuatro figuras de la gratitud en la tradición bíblica. Dos de ellas pertenecen al Antiguo Testamento y tienen nombre propio:
Naamán, el general sirio curado milagrosamente por la intervención del profeta Eliseo, y Ana, la mujer de Elcaná, de cuya esterilidad Dios hace brotar vida. Las otras dos figuras (también hombre y mujer) las hallamos en el Nuevo Testamento, en concreto en el Evangelio de Lucas, y son anónimas: la pecadora que llora su fracaso a los pies de Jesús y el samaritano curado por él de la lepra. Contemplando estos cuatro “iconos” de la gratitud, podremos tal vez percibir algunos de los matices de esta actitud vital tan fundamental en la tradición bíblica.
*NAAMÁN: POR LA HUMILDAD A LA ADORACIÓN
“Muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio” (Lc 4, 27). Con estas palabras, puestas en boca de Jesús en su primera intervención pública, evoca el evangelista Lucas el relato veterotestamentario (2 Re 5) sobre este personaje, un general de los ejércitos del rey de Siria, poderoso y rico, pero afligido por una desgracia íntima: la lepra.
En la narración sobre Naamán quisiera destacar dos aspectos: en primer lugar, cómo la curación solo es posible por medio de un proceso interior que exige despojarse del propio orgullo y escuchar la invitación de Dios a través de “los pequeños”; en segundo lugar, cómo el agradecimiento por el don recibido se transforma en adoración.
En la historia de Naamán hay dos momentos clave que hacen posible la sanación. El primero es cuando el general acoge el consejo de una joven cautiva hebrea que le propone acudir a un profeta extranjero (“¡Ah, si mi señor pudiera presentarse al profeta que hay en Samaria, pues él le curaría de su lepra!”). El segundo es cuando, venciendo su decepción inicial y sus prejuicios de todo tipo (también nacionalistas), acepta de nuevo el consejo de los “pequeños” (en este caso, de sus siervos) y decide finalmente hacer lo que Eliseo le había indicado:
Se irritó Naamán y se marchaba diciendo: “Yo que había dicho: ‘¡Seguramente saldrá, se detendrá, invocará el nombre de Yahveh, su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra!’. ¿Acaso el Abaná y el Farfar, ríos de Damasco, no son mejores que todas las aguas de Israel? ¿No podría bañarme en ellos y quedar limpio?”. Y, dando la vuelta, partió encolerizado. Se acercaron sus servidores, le hablaron y le dijeron: “Padre mío, si el profeta te hubiera mandado una cosa difícil, ¿es que no lo habrías hecho? ¡Cuánto más habiéndote dicho: lávate y quedarás limpio!”. Bajó, pues, y se sumergió siete veces en el Jordán, según la palabra del hombre de Dios, y su carne se tornó como la carne de un niño pequeño, y quedó limpio (2 Re 5,11-14).
El poderoso y temido general sirio tiene que “bajarse de su pedestal” y aceptar la humildad de las mediaciones de Dios, de un Dios que no actúa de la manera espectacular que a él le gustaría. Solo así puede experimentar la bondad divina para con él. Y, cuando la experimenta, estalla en él el agradecimiento: no solo para con el profeta, al que intenta premiar con un regalo (que Eliseo no acepta), sino, sobre todo, para con Dios.
Es lo que Naamán expresa con su gesto, un poco ingenuo, de llevarse consigo tierra de Israel a su patria para adorar sobre ella a Dios. El reconocimiento del Dios único (“Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel”) se traduce en adoración, en un deseo de vivir la propia vida en referencia a aquel que se ha experimentado como fuente de misericordia (“Tu siervo ya no ofrecerá holocausto ni sacrificio a otros dioses, sino a Yahveh”).
*ANA: EL AGRADECIMIENTO QUE SE HACE DONACIÓN
La figura de Ana, la madre de Samuel (1 S 1, 1— 2, 11), continúa una larga tradición de mujeres del Antiguo Testamento (Sara, Rebeca, Raquel, la mujer de Manóaj) marcadas por el trauma de la esterilidad en una sociedad en que la mujer era valorada casi exclusivamente como madre. Como ellas, también Ana sufre por su falta de hijos (sufrimiento que se ve acentuado por los sarcasmos de Peninná, la otra esposa de su marido) y, como ellas, también invoca a Dios como único refugio. Tal es la vehemencia de su oración que Elí, el sacerdote del santuario de Silo, al ver su agitación, piensa que se ha emborrachado: Pero Ana le respondió: “No, señor; soy una mujer acongojada; no he bebido vino ni cosa embriagante, sino que desahogo mi alma ante Yahveh. No juzgues a tu sierva como una mala mujer; hasta ahora solo por pena y pesadumbre he hablado”. Elí le respondió: “Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que has pedido” (1 S 1, 15-17).
Dios escucha, en efecto, su petición y le hace concebir un hijo, Samuel. Y Ana expresa su agradecimiento por medio del canto (el famoso “Cántico de Ana” en 1 S 2, 1-10), pero también con obras. Y no se conforma con gestos puramente rituales (sacrificios y ofrendas), sino que entrega a Dios lo más precioso, precisamente aquello que ha recibido de él:
Cuando lo hubo destetado, lo subió consigo, llevando además un novillo de tres años, una medida de harina y un odre de vino, e hizo entrar en la casa de Yahveh, en Silo, al niño todavía muy pequeño. Inmolaron el novillo y llevaron el niño a Elí, y ella dijo: “Óyeme, señor. Por tu vida, señor, yo soy la mujer que estuvo aquí junto a ti, orando a Yahveh. Este niño pedía yo, y Yahveh me ha concedido la petición que le hice. Ahora yo se lo cedo a Yahveh por todos los días de su vida; está cedido a Yahveh” (1 S 1, 24-28).
Lo que en el relato del sacrificio de Isaac (Gn 22, 1-19) se expresaba de una manera dramática, casi trágica, se narra aquí de un modo más serenamente espiritual. Ana reconoce el don de Dios y lo agradece desde lo más profundo de sus entrañas, pero no pretende aferrar avaramente ese don, sino que comprende que es de Dios, no suyo. La gratitud se convierte así en fuente de libertad, y Ana parece haber intuido algo de lo que modernamente, y desde otras coordenadas culturales, expresará el poeta cristiano libanés Kahlil Gibran:
Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a través de ti, y aunque estén contigo no te pertenecen.
Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos, pues ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos, pero no sus almas, porque ellas viven en la casa del mañana, que no puedes visitar ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti, porque la vida no retrocede ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual tus hijos como flechas vivas son lanzados.
Deja que la inclinación en tu mano de arquero sea para la felicidad.
*LA PECADORA PERDONADA: LOS GESTOS DE LA GRATITUD
Pasamos al Nuevo Testamento para encontrarnos con otra mujer agraciada y agradecida. Lucas, el único autor bíblico que nos ha transmitido su historia (Lc 7, 36-50), no nos revela su nombre y nos la presenta como “una pecadora en la ciudad”. En una de sus perícopas literariamente más bellas, el evangelista parece recrearse en contrastar las dos miradas masculinas sobre esta mujer: la del fariseo, que etiqueta, da por supuesto y condena, y la de Jesús, que acoge, comprende y perdona.
Desde el punto de vista que nos interesa, el de la gratitud, tenemos en la mujer anónima y en el fariseo Simón dos figuras en neto contraste: la de aquel que cree que no tiene nada que agradecer, hasta el punto de resultar descortés con su huésped, y la de quien expresa su agradecimiento inmenso con gestos que pueden parecer “excesivos” a quien los contempla desde fuera. Jesús mismo pone de manifiesto muy vivamente este contraste:
¿Ves a esta mujer? Cuando yo entré en tu casa no me pusiste agua para los pies; ella, en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama (Lc 7, 44-47).
La inmensidad del agradecimiento de la mujer se pone de manifiesto, en primer lugar, en la audacia de su intervención: se presenta sola en un banquete en el que participaban exclusivamente varones; se suelta el pelo (conducta que una mujer semita habitualmente reservaba para la intimidad conyugal) y se atreve a establecer un contacto físico con Jesús que, sin duda, era considerado inconveniente por las reglas sociales de su cultura. Pero también, y sobre todo, el agradecimiento se hace visible en la expresividad de los gestos mismos: el llanto, los besos, la unción con el perfume. Es de notar que la mujer no dice ni una sola palabra en todo el relato (es Jesús el que, a diferencia del fariseo, interpreta adecuadamente el sentido de sus acciones, como acabamos de señalar): ella expresa su amor y su gratitud con obras y no con palabras. El lenguaje no verbal, la corporalidad y la gestualidad adquieren aquí un protagonismo decidido.
*EL LEPROSO SAMARITANO: LA DIFÍCIL GRATITUD
Para encontrar nuestro cuarto icono bíblico de la gratitud acudimos de nuevo al evangelio de Lucas y también a un texto que pertenece solamente a la tradición de este evangelista: el de los diez leprosos curados por Jesús en los confines entre Samaría y Galilea (Lc 17, 11-19).
En el relato se puede identificar los mismos componentes que en otras narraciones semejantes de milagros: presentación de la situación de enfermedad (Salieron a su encuentro diez hombres leprosos), petición de curación (¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!), intervención de Jesús (Id y presentaos a los sacerdotes), curación (Mientras iban, quedaron limpios) y reacción ante el milagro. Es este último elemento el que en este relato está más desarrollado y en él se pone en contraste la actitud de uno de los leprosos, un samaritano, que vuelve para dar gracias a Jesús, con la de los otros nueve; una vez más, es Jesús el que explicita ese contraste:
Tomó la palabra Jesús y dijo: “¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero”? (Lc 17, 17-18)
En realidad, los otros nueve leprosos curados no hacen sino cumplir las instrucciones de Jesús: ir a presentarse a los sacerdotes. Pero solo uno tiene la suficiente finura espiritual para reconocer profundamente el don recibido y, postergando las prescripciones legales, dar primacía a la expresión del agradecimiento. La gratitud parece presentarse aquí como un plus, como algo que no cabe dar por supuesto ni en las relaciones humanas ni en la vida de fe, y como una actitud más bien minoritaria estadísticamente (uno sobre diez).
El agradecimiento como actitud vital parece requerir, pues, una especial sensibilidad espiritual, precisamente esa que encontramos en los santos (san Ignacio de Loyola y su contemplación para alcanzar amor sería en esto un ejemplo entre mil). Cabría preguntarse cuáles son las razones que nos dificultan esta vivencia de la gratitud, cuando aparentemente esta debería brotar de modo espontáneo y natural ante tanto bien recibido. Volviendo al texto, puede ser interesante analizar cómo expresa su gratitud el samaritano. Según el pasaje de Lucas, “viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias”. Y Jesús acoge su gesto de agradecimiento con estas palabras: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado”.
El samaritano, por lo tanto, alaba a Dios en voz alta, como Ana en su cántico de 1 S 2, 1-10. Al postrarse ante Jesús para darle gracias, expresa corporalmente su adoración, tema que enlaza con el relato de Naamán el sirio. Y, por último, escucha de Jesús las mismas palabras que la mujer de Lc 7: “Tu fe te ha salvado” (ambas perícopas terminan precisamente con esta frase de Jesús).
Con ello, pues, hemos cerrado en cierto modo el círculo. Nuestro recorrido por diversos estratos de la tradición bíblica nos ha llevado a poner de relieve diferentes matices que enriquecen la experiencia, tan humana y tan cristiana, del agradecimiento. En Naamán descubríamos una gratitud que pasa por el camino de la humildad y que desemboca naturalmente en la adoración. Ana nos mostraba cómo el agradecimiento, cuando es auténtico y profundo, se traduce en libertad y en donación de sí. La pecadora nos enseña la valentía del agradecimiento, y también la necesidad de expresarlo en gestos significativos. Y el leproso agradecido nos recordaba que la gratitud no es algo que podamos dar por supuesto en ningún momento de nuestra vida.
Sin duda, cabrían otras aproximaciones bíblicas a este tema, y son muchos más los iconos de la gratitud que podemos encontrar entre las páginas de las Escrituras. Ojalá esta propuesta haya servido para interesarnos y para avivar en nosotros el deseo de vivir “enteramente reconociendo” la acción de Dios en nuestra vida.
Que todo lo que dice mi boca
y el susurro de mi corazón,
sean agradables ante Ti.
Sal 19,15
¡Ojalá… Te agrade mi canción de amor!
Quiero cantar a Dios toda mi vida
y tocar para Él mientras exista.
¡Ojalá que Le agraden mis versos!
Yo encuentro mi alegría sólo en Él.
Sal 104,34
Que toda mi vida sea canción de Amor,
Que sea fragancia de Dios.
¡Ojalá Te agrade mi letra, mi melodía
porque la Música eres Tú…
Tras el canto del Hallel.
Del Rabbí de Berdidshev, se intitula "TÚ"
“BENDITO, ALABADO, CELEBRADO, EXALTADO,
ADORADO, VENERADO, GLORIFICADO,
SEA EL NOMBRE DEL SANTO DE LOS SANTOS.
BENDITO SEA EL NOMBRE DEL QUE ESTÁ
POR ENCIMA DE TODA BENDICIÓN,
DE TODOS LOS CÁNTICOS,
DE TODAS LAS ALABANZAS
QUE PUEDAN SER EXPRESADAS
EN TODOS LOS MUNDOS,
EN TODOS LOS TIEMPOS...
AUN CUANDO NUESTRA BOCA
ESTUVIERA INUNDADA
POR EL CANTO COMO EL MAR,
NUESTRA LENGUA HENCHIDA
POR LOS HIMNOS COMO
LA MULTITUD DE LAS OLAS,
NUESTROS LABIOS LLENOS
DE ALABANZA COMO
LA INMENSIDAD DEL FIRMAMENTO.
AUN CUANDO NUESTROS OJOS
BRILLARÁN COMO EL SOL Y COMO LA LUNA,
Y NUESTRAS MANOS
ESTUVIERAN EXTENDIDAS
COMO LAS ÁGUILAS EN LOS CIELOS.
AUN CUANDO FUESEN NUESTROS PIES
LIGEROS COMO LOS CIERVOS,
NO DARÍAMOS ABASTO,
DIOS ETERNO, A DARTE GRACIAS
NI A BENDECIR TU NOMBRE
POR UNO SOLO DE LOS MILLONES
DE BENEFICIOS QUE NOS CONCEDES.
AMÉN”.
YO ERA UNO DE LOS DIEZ
PERFUME A TUS PIES
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Juan Carlos (Yanka)