Cristo Abandonado
“Cerca de la hora novena (15 hras.), Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”(Mat.27:46).
Es mediodía, y Jesús ha estado en la cruz durante tres horas llenas de dolor. De repente, la oscuridad cae sobre el Calvario y “sobre toda la tierra” (v. 45). Por un acto milagroso de Dios Todopoderoso, al mediodía se convierte en medianoche.
El gran Sumo Sacerdote entra en el Lugar Santísimo del Gólgota sin amigos o enemigos. El Hijo de Dios es el único en la cruz durante tres horas finales, soportando lo que desafía nuestra imaginación. Experimentando todo el peso de la ira de su Padre, Jesús no puede permanecer en silencio. Él clama: “Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado?”
Esta frase representa el nadir, el punto más bajo, de los sufrimientos de Jesús. Aquí Jesús desciende a la esencia del infierno, el sufrimiento más extremo jamás experimentado. Es un momento tan compacto, tan infinito, tan horrendo que es incomprensible y, al parecer, insostenible.
El grito de Jesús de ninguna manera está disminuyendo Su deidad. Jesús no deja de ser Dios, antes, durante o después de esto. El grito de Jesús no divide a su naturaleza humana de su persona divina o destruye la Trinidad. Tampoco le separa del Espíritu Santo. El Hijo carece de los consuelos del Espíritu, pero no pierde la santidad del Espíritu. Y, por último, no le hacen renegar de Su misión. Tanto el Padre y el Hijo desde toda la eternidad sabían que Jesús se convirtió en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Hechos 15:18). Es impensable que el Hijo de Dios podría cuestionar lo que está sucediendo o estar perplejo cuando la presencia amorosa de Su Padre se aparte.
Jesús está expresando la agonía de súplica sin respuesta (Sal. 22:1-2). Sin respuesta, Jesús se siente olvidado de Dios. También esta expresando la agonía de presión insoportable. Es el tipo de “rugiente” que se menciona en el Salmo 22: el rugido de agonía desesperada sin rebelión. Es el grito infernal pronunciado cuando la ira de Dios sin diluir abruma el alma. Es el corazón traspasado, el cielo traspasado, y el infierno traspasado. Además, Jesús expresa la agonía del pecado sin paliativos. Todos los pecados de los elegidos, y el infierno que se merecen por toda la eternidad, se colocan sobre El. Y Jesús está expresando la agonía de la soledad sin ayuda. En su hora de mayor necesidad viene un dolor diferente a todo lo que el Hijo ha experimentado alguna vez: el abandono de su Padre. Cuando Jesús más necesitaba animo, ningún clamor vino desde el cielo “Este es mi Hijo amado.” Ningún ángel es enviado para fortalecerlo; ningún “Bien hecho, buen siervo y fiel” resuena en Sus oídos. Las mujeres que lo apoyaron están en silencio. Los discípulos, cobardes y aterrados, huyeron. Sintiéndose repudiado por todos, Jesús permanece el camino del sufrimiento solo, abandonado y dejado en la oscuridad total. ¡Cada detalle de este abandono terrible declara el carácter atroz de nuestros pecados!
Pero ¿por qué Dios heriría a Su propio Hijo (Isaías 53:10)? El Padre no es caprichoso, malicioso, o es meramente didáctico. El propósito real es penal, es el justo castigo por el pecado del pueblo de Cristo. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.” (2 Corintios 5:21.).
Cristo fue hecho pecado por nosotros, queridos creyentes. Entre todos los misterios de la salvación, la palabra “por” excede todo. Esta pequeña palabra ilumina nuestras tinieblas y une a Cristo Jesús con los pecadores. Cristo estaba actuando en nombre de Su pueblo como su representante y en su beneficio.
Con Jesús como nuestro sustituto, la ira de Dios está satisfecha y Dios puede justificar a aquellos que creen en Jesús (Rom. 3:26). El sufrimiento Penal de Cristo, por lo tanto, es vicario – Él sufrió por nosotros. Él no se limitó a compartir nuestro abandono, sino que Él nos salvó de ello. Él lo soportó por nosotros, no con nosotros. Eres inmune a la condenación (Rom. 8:1) y al anatema de Dios (Gal. 3:13) porque Cristo lo soportó por ti en la oscuridad exterior. El Gólgota asegura nuestra inmunidad, no una mera simpatía.
Esto explica las horas de oscuridad y el rugir de abandono. El pueblo de Dios experimenta sólo una muestra de ello cuando son llevados por el Espíritu Santo ante el Juez del cielo y de la tierra, sólo para experimentar que no se consumen por causa de Cristo. Salen de las tinieblas, confesando: “Debido a que Emmanuel ha descendido a las profundidades del Seol por nosotros, Dios está con nosotros en la oscuridad, bajo la oscuridad, a través de la oscuridad – y nosotros no hemos sido consumidos.”
¡Cuan grande es el amor de Dios! De hecho, nuestros corazones rebosan de amor que nosotros respondemos: “Nosotros le amamos, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19).
Un grito en la oscuridad
He oído algunos gritos humanos. Como padre he oído a mis hijos expresar con gritos su dolor o su temor. Como pastor he recorrido pasillos de hospital y he escuchado los gritos de dolor tras puertas cerradas. Pero nunca he oído el ostensible terror total del grito del Gólgota: «Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?». Ese grito «con voz potente» (el griego pone fone megale, de donde deriva nuestra palabra «megáfono») no fue ningún gimoteo. Sin duda, como grito final suyo, fue un «grito agudo y atroz» (Sings of the time, 14 de abril de 1898).
¿Qué es este terror, procedente del centro la cruz, relacionado con el abandono de Dios? ¿Podría ser que Jesús capta en la oscuridad la aproximación silenciosa y escurridiza de la segunda muerte, esa muerte que es eterna, esa muerte de la que hasta ahora nadie ha sido testigo en lugar alguno del universo? Llamada muerte «segunda» en Apocalipsis 20:6 y muerte «eterna» en Romanos 6: 23 (como antítesis de «vida eterna»), ¿Era el terror anónimo de este enemigo sin nombre lo que desencadenó el ostensible grito de Cristo?
La fúnebre oscuridad sobrenatural que rodeó su cruz era evidencia de que la separación contra la que Jesús había rogado en el huerto se estaba produciendo ahora, «Dios mío, Dios mío» ahora no hay ningún «¡Abba, Padre!», se sentía solo, aquel con el que había compartido la eternidad pasada se había ido. «¿Por qué me has abandonado?». Pero ese grito no recibe respuesta alguna, salvo el silencio de la tumba en la oscuridad de la cruz. Ha sido cortado para siempre. Los prelados burlones y las chusmas tenían razón. «A otros salvó, pero a sí mismo no se puede salvar» (Mat. 27: 42). Y esa es la verdad evangélica. Porque si se hubiese salvado a si mismo aquella tarde de viernes eso sería todo lo que se salvaba. Solo él es la incomprensible verdad del amor divino, el amor de Dios en Cristo, lo que impidió salvarse a sí mismo, llevándolo en lugar de ello a sacrificarse por los siglos de los siglos, solo por salvar a pecadores como tú y yo. Ni siquiera un grito en la oscuridad pudo hacerlo cambiar de opinión ni dar marcha atrás a su elección. El Dios que nos eligió al principio nos escogió al final, cuando para él todo acabó aquella tarde.
"(...) El Señor de gloria estaba muriendo en cruz, en rescate por la familia humana. Al entregar su preciosa vida, Cristo no fue sostenido por un gozo triunfante. Todo era lobreguez opresiva. No era el temor de la muerte lo que le agobiaba. No era el dolor ni la ignominia de la cruz lo que le causaba agonía inefable. Cristo era el príncipe de los dolientes. Pero su sufrimiento provenía del sentimiento de la malignidad del pecado, del conocimiento de que por la familiaridad con el mal, el hombre se había vuelto ciego a su enormidad. Cristo vio cuán terrible es el dominio del pecado sobre el corazón humano, y cuán pocos estarían dispuestos a desligarse de su poder. Sabía que sin la ayuda de Dios la humanidad tendría que perecer, y vio a las multitudes perecer teniendo a su alcance ayuda abundante.
Sobre Cristo como substituto y garante nuestro fue puesta la iniquidad de todos nosotros. Fue contado por transgresor, a fin de que pudiese redimirnos de la condenación de la ley. La culpabilidad de cada descendiente de Adán abrumó su corazón. La ira de Dios contra el pecado, la terrible manifestación de su desagrado por causa de la iniquidad, llenó de consternación el alma de su Hijo. Toda su vida, Cristo había estado proclamando a un mundo caído las buenas nuevas de la misericordia y el amor perdonador del Padre. Su tema era la salvación aun del principal de los pecadores. Pero en estos momentos, sintiendo el terrible peso de la culpabilidad que lleva, no puede ver el rostro reconciliador del Padre. Al sentir el Salvador que de él se retraía el semblante divino en esta hora de suprema angustia, atravesó su corazón un pesar que nunca podrá comprender plenamente el hombre. Tan grande fue esa agonía que apenas le dejaba sentir el dolor físico.
Con fieras tentaciones, Satanás torturaba el corazón de Jesús. El Salvador no podía ver a través de los portales de la tumba. La esperanza no le presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni le hablaba de la aceptación de su sacrificio por el Padre. Temía que el pecado fuese tan ofensivo para Dios que su separación resultase eterna. Sintió la angustia que el pecador sentirá cuando la misericordia no interceda más por la raza culpable. El sentido del pecado, que atraía la ira del Padre sobre él como substituto del hombre, fue lo que hizo tan amarga la copa que bebía el Hijo de Dios y quebró su corazón.
Con asombro, los ángeles presenciaron la desesperada agonía del Salvador. Las huestes del cielo velaron sus rostros para no ver ese terrible espectáculo. La naturaleza inanimada expresó simpatía por su Autor insultado y moribundo. El sol se negó a mirar la terrible escena. Sus rayos brillantes iluminaban la tierra a mediodía, cuando de repente parecieron borrarse. Como fúnebre mortaja, una obscuridad completa rodeó la cruz. “Fueron hechas tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora de nona.” Estas tinieblas, que eran tan profundas como la medianoche sin luna ni estrellas, no se debía a ningún eclipse ni a otra causa natural. Era un testimonio milagroso dado por Dios para confirmar la fe de las generaciones ulteriores.
En esa densa obscuridad, se ocultaba la presencia de Dios. El hace de las tinieblas su pabellón y oculta su gloria de los ojos humanos. Dios y sus santos ángeles estaban al lado de la cruz. El Padre estaba con su Hijo. Sin embargo, su presencia no se reveló. Si su gloria hubiese fulgurado de la nube, habría quedado destruido todo espectador humano. En aquella hora terrible, Cristo no fue consolado por la presencia del Padre. Pisó solo el lagar y del pueblo no hubo nadie con él.
Con esa densa obscuridad, Dios veló la última agonía humana de su Hijo. Todos los que habían visto a Cristo sufrir estaban convencidos de su divinidad. Ese rostro, una vez contemplado por la humanidad, no sería jamás olvidado. Así como el rostro de Caín expresaba su culpabilidad de homicida, el rostro de Cristo revelaba inocencia, serenidad, benevolencia: la imagen de Dios. Pero sus acusadores no quisieron prestar atención al sello del cielo. Durante largas horas de agonía, Cristo había sido mirado por la multitud escarnecedora. Ahora le ocultó misericordiosamente el manto de Dios.
Un silencio sepulcral parecía haber caído sobre el Calvario. Un terror sin nombre dominaba a la muchedumbre que estaba rodeando la cruz. Las maldiciones y los vilipendios quedaron a medio pronunciar. Hombres, mujeres y niños cayeron postrados al suelo. Rayos vívidos fulguraban ocasionalmente de la nube y dejaban ver la cruz y el Redentor crucificado. Sacerdotes, príncipes, escribas, verdugos y la turba, todos pensaron que había llegado su tiempo de retribución. Después de un rato, alguien murmuró que Jesús bajaría ahora de la cruz. Algunos intentaron regresar a tientas a la ciudad, golpeándose el pecho y llorando de miedo.
A la hora nona, las tinieblas se elevaron de la gente, pero siguieron rodeando al Salvador. Eran un símbolo de la agonía y horror que pesaban sobre su corazón. Ningún ojo podía atravesar la lobreguez que rodeaba la cruz, y nadie podía penetrar la lobreguez más intensa que rodeaba el alma doliente de Cristo. Los airados rayos parecían lanzados contra él mientras pendía de la cruz. Entonces “exclamó Jesús a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?” “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Cuando la lobreguez exterior se asentó en derredor del Salvador, muchas voces exclamaron: La venganza del cielo está sobre él. Son lanzados contra él los rayos de la ira de Dios, porque se declaró Hijo de Dios. Muchos que creían en él oyeron su clamor desesperado. La esperanza los abandonó. Si Dios había abandonado a Jesús, ¿en quién podían confiar sus seguidores?
Cuando las tinieblas se alzaron del espíritu oprimido de Cristo, recrudeció su sentido de los sufrimientos físicos y dijo: “Sed tengo.” Uno de los soldados romanos, movido a compasión al mirar sus labios resecos, colocó una esponja en un tallo de hisopo y, sumergiéndola en un vaso de vinagre, se la ofreció a Jesús. Pero los sacerdotes se burlaron de su agonía. Cuando las tinieblas cubrieron la tierra, se habían llenado de temor; pero al disiparse su terror volvieron a temer que Jesús se les escapase todavía. Interpretaron mal sus palabras: “Eloi, Eloi, ¿lama sabachthani?” Con amargo desprecio y escarnio dijeron: “A Elías llama éste.” Rechazaron la última oportunidad de aliviar sus sufrimientos. “Deja—dijeron,—veamos si viene Elías a librarle.”
El inmaculado Hijo de Dios pendía de la cruz: su carne estaba lacerada por los azotes; aquellas manos que tantas veces se habían extendido para bendecir, estaban clavadas en el madero; aquellos pies tan incansables en los ministerios de amor estaban también clavados a la cruz; esa cabeza real estaba herida por la corona de espinas; aquellos labios temblorosos formulaban clamores de dolor.
Y todo lo que sufrió: las gotas de sangre que cayeron de su cabeza, sus manos y sus pies, la agonía que torturó su cuerpo y la inefable angustia que llenó su alma al ocultarse el rostro de su Padre, habla a cada hijo de la humanidad y declara: Por ti consiente el Hijo de Dios en llevar esta carga de culpabilidad; por ti saquea el dominio de la muerte y abre las puertas del Paraíso. El que calmó las airadas ondas y anduvo sobre la cresta espumosa de las olas, el que hizo temblar a los demonios y huir a la enfermedad, el que abrió los ojos de los ciegos y devolvió la vida a los muertos, se ofrece como sacrificio en la cruz, y esto por amor a ti. El, el Expiador del pecado, soporta la ira de la justicia divina y por causa tuya se hizo pecado.
En silencio, los espectadores miraron el fin de la terrible escena. El sol resplandecía; pero la cruz estaba todavía rodeada de tinieblas. Los sacerdotes y príncipes miraban hacia Jerusalén; y he aquí, la nube densa se había asentado sobre la ciudad y las llanuras de Judea. El sol de justicia, la luz del mundo, retiraba sus rayos de Jerusalén, la que una vez fuera la ciudad favorecida. Los fieros rayos de la ira de Dios iban dirigidos contra la ciudad condenada.
De repente, la lobreguez se apartó de la cruz, y en tonos claros, como de trompeta, que parecían repercutir por toda la creación, Jesús exclamó: “Consumado es.” “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” Una luz circuyó la cruz y el rostro del Salvador brilló con una gloria como la del sol. Inclinó entonces la cabeza sobre el pecho y murió.
Entre las terribles tinieblas, aparentemente abandonado de Dios, Cristo había apurado las últimas heces de la copa de la desgracia humana. En esas terribles horas había confiado en la evidencia que antes recibiera de que era aceptado de su Padre. Conocía el carácter de su Padre; comprendía su justicia, su misericordia y su gran amor. Por la fe, confió en Aquel a quien había sido siempre su placer obedecer. Y mientras, sumiso, se confiaba a Dios, desapareció la sensación de haber perdido el favor de su Padre. Por la fe, Cristo venció.
Nunca antes había presenciado la tierra una escena tal. La multitud permanecía paralizada, y con aliento en suspenso miraba al Salvador. Otra vez descendieron tinieblas sobre la tierra y se oyó un ronco rumor, como de un fuerte trueno. Se produjo un violento terremoto que hizo caer a la gente en racimos. Siguió la más frenética confusión y consternación. En las montañas circundantes se partieron rocas que bajaron con fragor a las llanuras. Se abrieron sepulcros y los muertos fueron arrojados de sus tumbas. La creación parecía estremecerse hasta los átomos. Príncipes, soldados, verdugos y pueblo yacían postrados en el suelo.(...)"
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