viernes, 16 de septiembre de 2016

TERRORISMO DEMOCRÁTICO Y POR ENCIMA DE LA LEY NO ESTÁ LA DEMOCRACIA



Normalmente se suele creer que la democracia y la ética van de la mano. Sin embargo, la democracia no es más que un método de solución de conflictos que se basa en la imposición de las ideas de la mayoría y, normalmente, dichas ideas no se sustentan ni en la ética ni en la eficiencia. De ahí que como dice Bastiat, no pocas veces tenemos que decidir entre lo moral y lo legal.“Cuando la ley y la moral se contradicen una a otra, el ciudadano confronta la cruel alternativa de perder su sentido moral o perder su respeto por la ley”, afirma Frédéric Bastiat.Muy alejada de la democracia instaurada en la República de las Dos Naciones, hoy asistimos a la tiranía de la mayoría. En la actualidad parece que tenemos que defendernos del poder de la democracia.

Hace poco más de cuatro siglos, el Reino de Polonia y el Gran Ducado de Lituania se unieron en la que fue conocida como la República de las Dos Naciones. Allí, al margen de utopías griegas, se implementó por primera vez la democracia, salvando las enormes distancias con el concepto que conocemos hoy día. La Democracia de Nobles o la también llamada Libertad Dorada repartía los puestos parlamentarios entre las noblezas polacas y lituanas, administraba el país conforme a los intereses de los propietarios, y más importante aún: limitaba el poder del monarca. De aquellas experiencias fueron desgranándose elementos similares como el Parlamento de Gran Bretaña. La función de esa democracia era la de acotar al poder para controlar su actividad y garantizar seguridad; la de sumar los intereses de los tutelados para limitar al tutor. Hoy, precisamente al contrario, la democracia es el nuevo poder absoluto, y no hay frenos a los designios del 51%. Los tutelados eligen al tutor, y esperan de él que aplique su programa sin fisuras, dejando atrás los intereses de la minoría. Vamos por el camino de que una mayoría parlamentaria sea aún más poderosa que el más despótico de los monarcas.

En estos días asistimos a un sonado debate que parece no dejar a nadie indiferente: la posibilidad de que Arnaldo Otegi, histórico líder de la izquierda nacionalista vasca y de la banda terrorista ETA ocupe un escaño en el Parlamento Vasco. La jurisprudencia parece dudosa, al no quedar claro si puede o no presentarse, por no especificar la última de sus condenas la inhabilitación concreta. Al margen de concreciones positivas, el debate es otro.

El legislador puede retorcer la verdad como le plazca en favor de los intereses partidistas: Batasuna era ETA, pero pocos años después no pasó así con Bildu. La realidad se encuentra distante de lo enunciado por los políticos, y la gravedad del asunto no reside en si éste o aquel pueden legalmente presentarse: el tema es por qué la sociedad lo apoya, y cómo tenemos un sistema político que le dé alas. El que un ser de semejante calaña aspire a seguir en el poder, unas veces con bombas y otras con escaños, no resulta extraño: lo verdaderamente pavoroso, lo terrible y preocupante, es que existan personas dispuestas a votarlo. Desear una independencia no es delito ni debe serlo, pero el terrorismo sí. En una sociedad sana y próspera, el estigma social debería acompañar al terrorista, y no ser este encumbrado como mártir de la causa u hombre de paz, como lo llamó Pablo Iglesias. Si Arnaldo Otegi no pisa el Parlamento Vasco ahora con subterfugios legales, lo hará dentro de cinco años y no habrá -como él mismo dijo- tribunal ni ejército que pueda impedírselo. Porque con la democracia totalitaria que todo lo puede, con los votos que derriban sentencias judiciales y hunden la moral entre porcentajes, es posible.

No hay límite ya a la dictadura de los votos, no hay modo de establecer barreras a la inmoralidad de la tiranía electa. Entre las pocas funciones tolerables y entendibles del Estado se encuentra el monopolio del uso de la fuerza para administrar justicia, de cara a garantizar seguridad y evitar enfrentamientos. Cuando un grupo terrorista que ha dejado cientos de muertos concurre a las elecciones en pie de igualdad con los hijos de los asesinados por esa misma banda, algo no funciona. El Estado ha fallado; buena parte de su presunta legitimidad se desvanece. Una sociedad abierta se enfrenta a enemigos constantemente, y para ser libres hay que defender la libertad, siendo conscientes de que el mal, como tal, existe. El relativismo moral que gangrena la Europa decadente no debe nublar el juicio: los liberticidas no pueden estar en pie de igualdad con los oprimidos, y no se deben respetar las ideas criminales. La sacrosanta democracia, a la que ya hemos hecho referencia en este medio, no puede ser medida de todas las cosas: no es referencia moral, porque de así serlo, la moral sería elegible y modulable. La conciencia no se somete a los votos ni pasa por campañas, y que sea legal no quiere decir que sea justo. Que una ley confirme una situación y otra condene la previa, no hace a la primera aceptable y a la segunda perseguible. Que Otegi tenga apoyos no lo hace menos criminal.

Una parte -cada vez más creciente- de la sociedad española está moralmente perdida, es liberticida hasta el extremo y deshonesta en casi todo: cree que un orgulloso líder terrorista puede ser candidato. Ha olvidado las bombas y el miedo, los tiros en la nuca y los secuestros. Ha llegado a creer que el verdugo tenía explicaciones políticas, y la víctima parte de culpa. Piensa que la libertad puede estar al mismo nivel que la dictadura, y no quiere ver que el malo es quien mata al que piensa diferente. Ya no vivimos en aquella democracia de las Dos Naciones que limitaba al poder en beneficio de los ciudadanos; ahora somos nosotros los que tenemos que defendernos del poder democrático. Nos vemos ante el abismo; conforme a la legalidad, y con escrupuloso respeto a la Constitución, un terrorista compartirá escaño con sus víctimas.

La voluntad del pueblo. La tiranía de los votos.







Por encima de la Ley 

no está la democracia




Hace unas pocas semanas, el número dos de Podemos y licenciado en políticas, Íñigo Errejón afirmaba -referente a Cataluña- que “por encima de la ley está la democracia”. Al hilo de esta insensatez jurídica, conviene tener claros una serie de puntos en la relación ley-legislación-democracia, que sin ánimo de ser exhaustivos nos vemos en la obligación de poner de manifiesto.

Dos mil quinientos años atrás, los sofistas griegos hablaban de la distinción entre los hechos naturales -physei- y artificiales -nomo-, con los cuales se quería distinguir entre lo que existe independientemente de la acción humana en el primer caso, y aquello que precisa de ella en el segundo. En el siglo II d.C., un gramático latino llamado Aulio Gelio[1], traduciría estos términos como naturalis y positivus. Todos conocemos estos vocablos; trasladados a nuestra lengua llevan enfrentando a los estudiosos de la ciencia jurídica desde entonces.

¿Positivo o natural? ¿Creado por hombres concretos en un momento específico, o universal, anterior y superior al ordenamiento jurídico humano? Dos centurias más tarde, en una aciaga tarde de la polis ateniense, Platón hizo una pregunta que ha condicionado la ciencia política desde entonces: ¿qué queremos, un “gobierno de las leyes, o un “gobierno de los hombres”? Mucho después, un verdadero enemigo de la libertad individual como Rousseau, se volvió a plantear este dilema, dando su propia respuesta que -como no podía ser de otro modo- seguía en la línea de aquellos “demócratas” que constantemente buscan a los mejores, a aquellos más sabios, para ser alzados por la mayoría al Gobierno[2]. La sofocracia de la que Platón nos habla en “La República”; escoger al más válido por su condición, para ser quien dirija las vidas de aquellos menos capaces, quienes deberán seguirle con fe ciega. A un paso de la tiranía democrática; una suerte de votación del caudillo. No voy a detenerme más que brevemente en la teoría de las élites que la izquierda e intelectualidad continental lleva propugnando el último siglo y que comenzó a esbozarse en “El Príncipe” de Maquiavelo: Gaetano Mosca y Vilfredo como grandes teóricos[3], y en España -erróneamente- atribuida a Ortega y Gasset. La falsa creencia de que la sociedad debe ser gobernada por aquellos más válidos e inteligentes sin contar con la opinión de los menos dotados, pues son ellos –y no otros- los que deben guiar de forma coactiva a la colectividad hacia las más elevadas cotas de igualdad y seguridad. Desde luego, por su bien. Olvidando que siempre será más honrada la vida con la inseguridad de la libertad, que con las migajas de la servidumbre.

Como en artículos anteriores, las declaraciones de líderes de Podemos no se utilizan en nuestras líneas para criticar al partido -que no necesita mayores críticas, se desacredita sólo- sino para mostrar que existe una creciente tendencia social hacia el totalitarismo de corte democrático. La democracia no puede estar por encima de toda ley, pues aunque dejásemos de lado las leyes naturales que no deben ser objeto de discusión ni votación, nos quedarían otras de vigencia consuetudinaria y basadas en la experiencia y en el conocimiento acumulado a lo largo de los siglos, las cuales no pueden ser vaciadas de contenido de la noche a la mañana por voluntad contemporánea. El concepto de soberanía nacional que manejamos habitualmente no es sólo errado en su propia concepción -los habitantes de un territorio tienen poder constituyente sobre todo y todos los que se encuentren dentro- sino que además, no es válido para el fin que nos ocupa. Por mucho que llegásemos a atribuir validez política a la soberanía nacional de un Estado, esta no llegaría nunca hasta el punto de ser suficientemente vinculante como para que todas sus decisiones democráticas fueran aplicables a todos, de forma irresoluble. Las palabras de Errejón no son más que el sentir cada vez más generalizado de los que nos rodean, que han pasado de tener a la democracia como un instrumento al que acudir para dirimir las cuestiones que afectaban a todos de forma irresoluble (ultima ratio), a ser un arma con la que subyugar al cuarenta y nueve por ciento de los que los rodean. Se ha involucionado; de la democracia como medio (uno de los muchos que pudieran ser útiles para tener una sociedad pacífica) a un fin al que deben aspirar todas las formaciones humanas. La tan manida expresión que se escucha ante cualquier discusión de “pues lo votamos”, sustituye a la actitud coherente de asegurar sólidos principios rectores, ya sean naturales, legales o estatutarios que rijan a las colectividades, y crea la inseguridad ya no sólo jurídica, sino personal, de aquellos que pueden ver cambiar lo que les rodea porque la mitad más uno se lo ordene. No vamos a hablar ahora de la imposibilidad material y moral de la democracia como fin (en la que la mayoría pudiera regular todos los aspectos de vida de la colectividad), pero sí es necesario tener claro que por encima de la Ley, no está la democracia. Y que esta, como medio que es, debe servir para decidir sobre aquello en lo que todos los que están llamados a votar se vieren vinculados, y no una suerte de ensayo error en el que los más, por arte de las matemáticas[4], decidamos sobre la vida privada de los menos. Todo esto hablando por supuesto en términos ideales, suponiendo que la democracia siempre sometiera al voto dos opciones. Cuando pasamos a más, nos encontramos con la Paradoja de Arrow[5] y sobre todo, con el ejemplo práctico de que la gente (los que nos rodean) no vota para que el Candidato X gobierne en consenso con el resto de partidos, sino con el firme deseo de que haga lo que ellos quieren, sin contar con nadie más. Que para eso ha ganado, ¿no?

Los actuales parlamentos han olvidado -maliciosamente- sus orígenes lockeanos, que les daban potestad y obligación de elaborar leyes que desarrollasen el sano derecho natural, y a la par debieran fiscalizar y perseguir la actividad del gobernante. Hoy no son más que extensiones del poder del Ejecutivo, aprobando las leyes que este ha cocinado previamente en un par de despachos, y controlando tan sólo a los partidos de la oposición, si es que se dignan en fiscalizar a alguien. Es por ello que prácticamente todos los colectivos de la sociedad se muestran cada vez más interesados en el proceso legislativo, no por blindar los mínimos derechos que todos precisamos, sino para utilizar para sí el entramado positivo que nos rodea. Ya decía Bastiat en “La Ley” que “(…) desde el momento en que las clases desheredada han recobrado sus derechos políticos, la primera idea que se les ocurre no es liberarse del despojo (esto supondría una ilustración que no tienen), sino organizar contra las demás clases y con detrimento propio, un sistema de represalias, como si fuera preciso que, antes del advenimiento de la justicia, tuvieran que sufrir todos el castigo”.

Esto nos muestra que hace más de siglo y medio, uno de los grandes juristas liberales tuvo claro que si la máquina legislativa servía -como sirve- para otorgar privilegios a unos y quitar derechos a otros, en lugar de para ordenar lo mínimo y necesario para la vida en sociedad, el acceso a esta se regiría por el puro interés corporativo. Y así lo vemos ahora, cuando los que se presentan a los puestos dicen hablar no ya en nombre de sus partidos, ni tan siquiera del “pueblo”, sino contra los demás. Pues las políticas de la izquierda son contra la derecha, las del 15M contra “los de arriba”, y el miedo, una vez más, cambia de bando. La democracia de guerrilla.

Es inevitable reconocer, y de justicia tener en cuenta, que el ideal democrático per se no debe ser reputado negativo. No vamos a usar la manida reductio ad hitlerum[6] para desacreditar la democracia como sistema, aunque podríamos hacerlo. Quien derribó el comunismo (el estatal, pues la batalla ideológica la ganaron) no fue otra cosa que la democracia liberal, a lo que debemos añadir que de ninguna revolución colectivista ha salido avance de la civilización. Ronald Reagan, Margaret Thatcher o San Juan Pablo II[7] como grandes artífices de la caída del Muro de Berlín, tuvieron la democracia liberal como arma y la libertad individual por bandera. Algo demasiado alejado de los vientos de democracia totalitaria que ya soplan por Europa. Quizás sea útil recordar que lo que derrocó al totalitarismo no fue votarlo todo, sino dejar que cada uno fuera quien quisiera ser. No hizo falta referéndum para derrocar al mal.

Hayek años antes ya habla de las bondades de cierta democracia al afirmar que esta, como método de resolución de conflictos generales, no es un mal sistema por su propia naturaleza, sino que se torna peligroso cuando se hace extensiva a todos los ámbitos de la sociedad[8]. Es clave que para tomar decisiones que afecten a la colectividad sean necesarias importantes mayorías cualificadas y, de no lograrlas, aplicar un principio básico; in dubio pro statu quo. El estado minarquista que planteamos en artículos previos con una efectiva separación de poderes se debe complementar con una verdadera democracia de mínimos, que proporcione instrumentos para articular la vida en sociedad, sin dejar en manos de las mayorías el control de vida de las minorías, menos aún con la excusa de que esa dictadura del cincuenta y uno por ciento se llama “interés general” o “voz del pueblo”. 

La verdadera esencia de la democracia reside en tener claro que esta es un medio más -de entre tantos- para alcanzar la paz y la prosperidad de las sociedades, y ordenar los puntos en común de los ciudadanos. Una vez que esto se comprenda y se olvide la idea revanchista que da alas a los partidos “del cambio”, tratando de que sea el pueblo el que los encumbre como élite dictatorial -ya que ellos son los únicos que saben cómo resolver nuestros problemas- la democracia se verá como lo que debe ser: un modo para resolver algunos temas concretos que no pueden ser depurados individualmente, y no un fin social en sí misma. Y que en todo lo demás, seamos libres y responsables de nuestros errores y aciertos.

[1] HAYEK, F.A. “Derecho, Legislación y Libertad” Página 40. 2ª ed. Madrid. Unión Editorial, 2014.
[2] CUBEDDU, R. “Atlas del Liberalismo” Página 65. 1ª ed. Madrid. Unión Editorial, 1999.
[3] A este respecto, es de útil visionado el Seminario “Ideologías y Teorías Políticas Contemporáneas” del Profesor Miguel Anxo Bastos en la Universidad Francisco Marroquín durante el mes de agosto de 2015, disponible en este enlace.
[4] La democracia como abuso de la estadística, como decía Borges.
[5] Esta teoría viene afirmar que cuando a la hora de votar se presentan ante el votante tres alternativas o más, no existirá sistema de voto válido para reflejar lo deseado por los individuos como resultado general.
[6] Falacia ad hominem creada por Leo Strauss por la que cuando algo lo hizo Hitler (en este caso, subir al poder democráticamente), se utiliza de modo asociativo para decir que toda democracia es mala, y a la par, otro argumento ad nauseam para invalidar al interlocutor para el resto de la discusión. Una pena que Schopenhauer no fuera contemporáneo de estas teorías y publicase “El arte de tener razón” un siglo antes, pues hubiera sido una falacia digna de ser la número treinta y nueve en su obra.
[7] Entre otras muchas referencias, SAN JUAN PABLO II, “Encíclica Centesimus Annus”: “(…)Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.” Del mismo modo, COMPTE, T. “Juan Pablo II y la Democracia” en Revista Sociedad y Utopía Nº27 Página 26. Madrid, 2006 : “(…) lo que pretenden las teorías del poder inocente según las cuales no existe, por encima de la ley positiva y el querer de las mayorías, ningún límite al poder político.”
[8] HAYEK, F.A. “Los límites de la democracia” Página 5 y siguientes. Revista Ideas de Libertad nº 115. Ecuador, 2008.





EL PROCESO JURÍDICO DE "LA REVOLUCIÓN" CASTROCHAVISTA


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