TESTAMENTO DEL PÁJARO SOLITARIO
José Luis Martín Descalzo
Cántico en el que el pájaro
se pregunta por su existencia
se pregunta por su existencia
Cuando, al fin, entendí que sólo era
un manojo de plumas,
una canción que,
porque nace, muere,
o tal vez la memoria de un beso en un espejo,
¿cómo creer que has sido, que has amado?
Por pura gracia
alguien pasó sus dedos por mis plumas
y me dio la verdad de la existencia.
¡Haber sido querido por Ti,
por Ti, que haces que un pájaro
hasta pueda llegar a creerse que ha vivido!
Al cabo de los años
¡mira el tesoro de todos tus vacíos!
Aquí y allá fuiste dejando algo parecido a una huella;
decían tu nombre, lo escribían incluso,
contaban que algún día cantaste
en una rama
iluminándola,
pero tú bien sabías
que eras sólo una torre de nadas, viento, viento.
En el antiguo álbum,
los retratos
reproducían todos el mismo rostro:
un óvalo vacío, alguien dormido,
alguien que se sospecha que,
con algún esfuerzo, hasta pudo llegar a vivir,
mas no lo hizo.
Un mirlo
que cantó una vez en una rama,
sin que la rama, ni el pájaro,
ni el canto hayan existido jamás.
Y, sin embargo, sí, había un árbol,
un árbol de la vida, frondoso,
con millones de ramas preparadas.
Sí, Tú estabas allí,
un árbol verde,
sin otoños
porque el amor no amarillea nunca.
Pero ¿qué sabes, qué sabes, hombre, tú de amor?
Si te hubieras posado en esa rama
que estuvo preparada para ti,
¿habrías entendido?
Ah, el mendigo cruzó con su escudilla miserable
y si alguien le hubiera arrojado la moneda de oro
¿la habría distinguido de una hoja de otoño
volada por el viento?
Yo recogí mendrugos
que apenas si sabía masticar
con mis pobres dientes de papel.
Llegué, lo más, a chupetear el gozo:
recuerdo aquellos senos blancos
y la gran confusión del amor con un desagüe.
Nos reíamos mucho.
Los relojes del whisky bajaban tambaleándose
las escaleras de la noche mientras
las estrellas miraban asombradas desde el cielo.
Y Tú, Amor, ¿dónde estabas?
Te veo en todas las encrucijadas
de las horas perdidas, gritando:
“Necesito repartir transfusiones de vida”,
mientras ante tus pies desfilaba el entierro
de todas las palomas asesinadas aquella misma noche.
¿Y yo? ¿Y mi pájaro?
No sé si por temor al mundo
o por amor a Ti yo revoloteaba sobre tus hombros.
Me posaba, incluso, sobre ellos.
Y no decía que sí. Y no decía que no.
Y ni siquiera “tal vez”.
O decía: “Me gustaría cantar”,
pero nunca quería acabarme
de enterar
de que cantar no es hilvanar sonidos,
sino sangrar.
Mi pájaro tenía siempre demasiadas razones
para seguir jugando a dos barajas.
A veces hasta llegaba a pronunciar tu nombre,
pero no era de Ti de quien hablaba,
sino de tus suburbios, y así, mientras Tú,
ciervo perseguido, cruzabas la pradera
incandescente en la que yo me carbonizaría
si llegara a pisarla siguiéndote,
mi pájaro hacía encaje de bolillos teológicos
y estaba cerca de Ti, pero jamás en Ti, contigo.
Y, si alguna vez mi cántico
y el tuyo parecían juntarse,
el ayer tentador, se me volvía celoso,
asegurando que elegirte a Ti
era como quedarse sin casco ni velamen:
“Dios sólo tiene noche”, me decía.
Y yo, cobarde pero lúcido,
sabía que eso era cierto y gritaba:
“Flores, cubridme; adormecedme, músicas;
y tú, Beatriz, distiende la miel de tu melena,
y lograd, entre todos, que este celoso Dios se aleje
o que pase de largo, persiguiendo piezas mejores.
¡Ah, bien quisiera apostar por los dos!
Mas, si es inevitable elegir,
¡dame, oh Mundo, tu lecho!”
Pero un día, todo cambió.
No fue que yo despertase,
ni es que cayeran rodando por los suelos
mi indecisión y mi ceguera, es que Él,
el Halcón, se derrumbó en picado sobre mí,
escudriñó mi corazón y mis riñones,
y, con sus dulces garras, me atenazó diciéndome:
“Tú serás mío, porque eres mío”;
me engendró, me poseyó
como un hombre a una mujer
o como una espada el cuerpo que atraviesa.
Y yo no tuve nada que decir ni explicar:
Existía. Existía ya casi tanto como Tú.
Iba volviéndome amor.
Ibas limpiando mi sangre de su escoria,
poniendo verdadera alegría donde
sólo hubo fuegos de artificio,
dándome el misterioso “vino adobado”
de tus besos, dejándome amar ya todo
sin hacer distinciones, sin saber siquiera muy bien
si “Amor” se escribe con mayúscula o no.
Y ya los dos picoteábamos del mismo Pan
y mamábamos del seno misterioso de tu Madre
y “mi caballería a vista de las aguas calladas descendía”.
Ya no conté mis años:
esperarte y amarte era lo mismo,
juntos pastábamos la soledad del mutuo amor herido,
bebíamos “el mosto de granadas”,
y el silencio de estar solos
y acompañados en la feria del mundo.
Y, si ahora me voy, será igual que si me quedo.
Y, si canto, mi voz será de otro.
Y, si late eso que llaman corazón,
no sabré dónde late, ni de quién es. ¡
Oh, Halcón! ¡Oh, pájaro! ¡
Oh, Amor sin apellidos ni riberas!
Y entonces vio la luz
La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura.
Yo, minúsculo ser de plumas y de llanto
a los sesenta años de mi edad,
y en pleno uso de mis facultades mentales,
como suele decirse,
ante el Dios que invisible me escucha,
ante la primavera que vendrá
dentro de seis meses y no sé si veré
(pero que está viniendo,
sí, y cuyos pasos escucho
ya si aplico mis oídos al suelo),
ante la luz que canta y afirma en mi ventana,
ante todos los dolores que
–incluidos los míos incendian el planeta,
quiero confesar mi certeza
de que he sido amado,
de que lo soy,
de que todos los días que tengo
acaban construyendo cada día
un gozo diminuto y suficiente.
Quiero confesar que he sido y soy feliz,
aunque en la balanza de mi vida
sean más los desencantos y fracasos,
porque, aunque todos se multiplicasen,
aún no borrarían la huella de tus besos.
¿De tus besos o de tus uñas, Halcón?
No lo sé. Es lo mismo.
Y en esta última (o penúltima) curva de mi vida
dispongo testamentariamente
de las muy pocas cosas que he tenido.
Ante todo, devuelvo
(como Jorge Manrique nos enseña)
el alma a Quien me la dio.
Usada está. Incompleta.
Se me fueron quedando girones
en las zarzas de la vida,
y a veces regalé sus mejores retazos
a cambio de un beso o un elogio.
Mas nunca, Tú lo sabes, la di entera.
Tú la habías marcado con tu hierro
como los lomos de un animal esclavo,
y siempre sentí tu quemadura
como un dolor bendito.
Ahí la tienes de nuevo.
Sólo sirve porque aún le queda
un poco del olor a tus manos.
Doy mi cuerpo a la tierra,
que es su dueña.
Se lo doy con dolor y desgarrándome,
porque lo he amado mucho,
y porque me ha servido como un cachorro fiel.
Doy mis manos, éstas que ahora escriben,
éstas que tantas veces fueron
como un guante de mi alma,
éstas que amasaron millones de palabras
que iban luego rodando a otros corazones
y me hacían vivir a la vez en muchas almas.
Doy mis ojos también y cuanto almacenaron
durante sesenta años:
soles y nieves, melenas y sonrisas,
llantos y angustias, pájaros y nubes.
Fueron a veces pañuelos de otros ojos
o tiburones de lascivia, o bálsamo en la herida,
o mensajeros de mi soledad.
Dicen que, hasta cuando sonrío,
brota de su último fondo un hilo de tristeza,
pero dicen también que se abrían fácilmente
al amor y a la amistad.
No sé. Que lo averigüen un día los gusanos.
Devuelvo mi pobre corazón con todas sus heridas.
¡Ah, si pudiera yo prestárselo a otro pecho
para que, llagado y todo, siguiera caminando,
incluso con su par de muletas!
Pero, ¿a quién le cabría dentro este hotel,
esta plaza de toros que desborda mi tórax,
este ring de boxeo en el que tantas veces
luché conmigo mismo?
¡Ah, corazón, dulce, querido,
monótono corazón mío!
No dejes que te curen si un día resucitas.
Tú eres así.
Me gustas, incluso con tu cardiomegalia,
La misma que un día hizo dormirse
para siempre el de mi madre.
Y en este testamento
he de dejar aún mi única riqueza:
mi esperanza.
Tengo metros y metros para hacer
con ella millones de banderas,
ahora que tantos la buscan sin hallarla,
cuando está delante de los ojos,
porque Tú, Halcón, bajaste de los cielos
sólo para sembrarla.
No, Mundo, sábelo:
no me resignaré jamás a tu amargura,
no dejaré que el llanto tenga sal,
ni que al dolor le dejen la última palabra,
no aceptaré que la muerte sea muerte
o que un testamento sea un punto final.
Si me muero (que aún está por ver)
envolvedme en su bandera verde
y estad seguros de que mi corazón
sigue latiendo, aunque esté más parado
que una piedra, estad seguros de que,
aunque mi sangre esté ya fría, yo seguiré amando.
Porque no sé otra cosa.
Sólo por eso:
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