"La Verdad os hará libres".
Jesús
"Antes que el amor, que el dinero, que la gloria,
dadme la verdad".
Henry D. Thoreau
"El mayor amigo de la verdad es el tiempo;
su más encarnizado enemigo, el prejuicio;
y su constante compañera, la humildad".
Charles C. Colton
"La característica de la verdad es que no necesita
otra prueba que la verdad".
Jeremy Bentham
"Verdad, bien y belleza son lo mismo".
Isidro Gomá
Cuando Poncio Pilato tuvo ante si a Jesús de Nazaret, después de escucharle decir: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad”, de pronto preguntó: “¿Qué es la verdad?”. El dramatismo de la escena reside en que la tenía allí, ante sus propios ojos. Pero no la vio. No la reconoció en una persona que encarnó la Verdad hasta el punto de dejarse crucificar por ella.
Y, sin embargo, de alguna manera la entendió, al menos en cierta medida,
porque, de otro modo, no se explica que luego de la pregunta – quizás dicha en
un tono algo sarcástico y escéptico – saliese a decirles a los judíos: "Yo no
encuentro ningún delito en él”. Con lo cual Pilato terminó diciendo una
verdad concreta porque, como sabemos, el reo cuya crucifixión le exigían era por
completo inocente.
Toda persona de honor tiene el deber de atenerse a la verdad. De ser veraz. Y
el ser veraz no necesariamente presupone conocer y entender la verdad absoluta
de todas las cosas. Significa, simplemente, reconocer, aceptar y afirmar lo que
es. Poncio Pilato no captó la Verdad teológica representada por Jesús de
Nazaret. Pero percibió la verdad de su inocencia y fue veraz al proclamarla.
Bien es cierto que después cedió a las presiones, pero eso ya pertenece a un
contexto que no corresponde aquí y que he tratado en otra parte. El hecho es que atenerse a la verdad significa atenerse a
lo que es, tal cual es; sin aditamentos ni restricciones; en la total y completa
integridad con la que se nos manifiesta.
Me doy cuenta de que esto se contrapone a la opinión mayoritaria actualmente
vigente. Lo que sucede es que en la actualidad hay una tendencia al relativismo
abusivo. Es como si una extrapolación ilícita de la teoría de la relatividad
justificase una relativización de todo lo que conocemos y percibimos. Hasta la
verdad misma. André Maurois llegó a decir que la única verdad absoluta es que la
verdad es relativa. Y es falso, por más que lo repitan algunos intelectuales y
por más que esté de moda sostenerlo como una especie de prueba de benevolente
tolerancia.
Por de pronto y en primer lugar, la verdad se sostiene a si misma. No depende
de opiniones. No depende de que alguien la descubra, la proclame o la acepte. Ni
siquiera le afecta que alguien la niegue. Para dar un ejemplo muy burdo y
seguramente no del todo apropiado: dos más dos seguirán siendo cuatro aún si
nadie en todo el mundo se da cuenta de ello y aún a pesar de que a alguno se le
dé por insistir machaconamente en que la cuenta da cinco. Lo que es, no necesita
más que su propia condición para ser. El relativismo pretende hacernos creer que
todo el Universo no es más que un conjunto de fenómenos relativos y la realidad
indica que los fenómenos – al menos algunos – podrán ser relativos, pero el
Universo es a pesar de esa relatividad y seguiría siendo ese mismo
Universo (porque no hay otro) si los fenómenos se relacionaran de otra forma. Yo
mismo, con otra educación, con otro entorno, habiendo nacido y vivido en otro
país, seguramente sería distinto. Pero no sería otra persona. Sería la misma
persona que soy. Simplemente quizás – y sólo quizás – lo sería de un modo
diferente.
En segundo lugar, la verdad absoluta existe. Eso que hoy se llama “verdad
relativa” no es más que una expresión incorrecta para indicar una interpretación
personal, o un conocimiento parcial, o hasta podría ser una percepción
equivocada de la verdad absoluta. De hecho, si se lo piensa con seriedad, no
cuesta demasiado comprender que, de no existir la verdad absoluta, las verdades
“relativas” no existirían tampoco. Y, aún existiendo, no tendrían ningún sentido
porque no tendríamos contra qué contrastarlas. Un Universo absolutamente
relativo sería un Universo absolutamente ininteligible.
Ésas que hoy llamamos verdades “relativas” – insisto: de un modo bastante
impropio porque casi nunca queda claro el nexo relacional (¿relativas a qué?) –
no son sino aproximaciones, más o menos perfectas, más o menos logradas, o más o
menos imperfectas y parciales, a esa verdad absoluta que, es cierto, en la
generalidad de los casos complejos o profundos se nos escapa.
El reconocer que la verdad existe; el aceptar la presencia de la verdad y
afirmar la verdad tan como ésta se nos presenta, es justamente lo que nos
permite ser veraces.
No somos veraces recién cuando hemos accedido a una verdad universal. Lo
somos cuando honesta y sinceramente damos testimonio de nuestras vivencias y de
los conocimientos que hemos extraído de ellas. Por el contrario, somos falaces
cuando nuestro testimonio no se condice con nuestra vida o es contrario a
nuestras reales convicciones.
Una persona de honor, comprometida con la verdad, simplemente no predica
aquello en lo que no cree, no se adjudica méritos por lo que no hizo, ni se
comporta en forma contraria a lo que pregona.
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