No es una dictadura,
estúpidos
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No es una dictadura lo que sufrimos. Es la democracia, que también puede ser totalitaria.
Se lo hemos escuchado a los lidereses y lideresas más bragados de la derecha, sacando pecho. Pero también sacaba pecho aquel valentón cervantino que calaba el chapeo, miraba de soslayo y requería la espada. Sorprende, en primer lugar, que, para denunciar los manejos del partido de Estado en conjunción con 'indepes' y otras finas hierbas, se invoque la 'dictadura', que en el subconsciente popular –después de casi medio siglo de machaque sistémico y sistemático– se asocia indefectiblemente a la franquista, presentada además por la izquierda como fuente nutricia de la derecha española, para acoquinarla y traumatizarla. ¿De veras, para caracterizar la forma política que esta investidura proclama orgullosa, hace falta recurrir a la 'dictadura'? ¿O más bien se trata de una distorsión cognitiva y un acto fallido freudiano?
De una forma muy elemental (pero rigurosamente cierta) se lo explicó Yolandísima a la derecha desde la tribuna parlamentaria: «En una dictadura los opositores estarían en la cárcel, no sentados en el Congreso. Y no estarían recibiendo financiación pública, como la reciben ustedes». En efecto, así es. Y si los partidos de la oposición están sentados en el Congreso y recibiendo una opípara financiación pública es porque nos hallamos en una democracia como la copa de un pino; aunque, desde luego, sea un pino con procesionaria. He aquí lo que deberían denunciar esos políticos de la derecha tan aguerridos, si no fuera porque las premisas de su pensamiento (perdón por la hipérbole) son las mismas que convienen a la izquierda.
En su célebre clasificación de las formas de gobierno, Aristóteles no nos dice que la democracia sea buena y la dictadura mala; nos dice que todas las formas de gobierno pueden ser buenas o malas según cuál sea su objeto. El objeto de un gobierno sano es la consecución del bien común; y el objeto de un gobierno perverso es la consecución de intereses particulares, que es lo que pretende el doctor Sánchez concediendo la amnistía a los 'indepes'. A esta perversión se suma otra que nuestra derecha aguerrida tampoco tiene arrestos de señalar. Afirmaba Ortega que «la democracia exasperada y fuera de sí es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad». Y esto ocurre cuando la democracia deja de ser 'forma de gobierno' que asegura la participación del pueblo en las instituciones, para transformarse en 'fundamento de gobierno' o sucedáneo religioso donde se asume que la aritmética de las mayorías parlamentarias establece lo que es justo y lo que es injusto, mediante leyes sin discernimiento moral alguno que lo mismo apiolan niños en el vientre materno que amnistían delincuentes. Como señalaba Malraux, esta voluntad de regular sin discernimiento moral es lo que caracteriza al totalitarismo. Porque la democracia también puede ser totalitaria.
Súmese a ello que las mayorías parlamentarias que determinan a su gusto lo que es justo y lo que es injusto están usurpando la representación política y haciendo con los votos que reciben lo que les sale de la pepitilla, como acaba de hacer el doctor Sánchez con los votos de sus adeptos, a quienes prometió hasta el aburrimiento que no habría amnistía. Así se llega a esa estación última de la democracia que describe grandiosamente Tocqueville:
Bajo el gobierno absoluto de uno solo, el despotismo, para llegar al alma, golpeaba vigorosamente el cuerpo; y el alma, escapando a sus golpes, se elevaba gloriosa por encima de él. Pero en las repúblicas democráticas la tiranía deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: «Pensad como yo o moriréis», sino: «Sois libres de no pensar como yo. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros. […] Os dejo la vida, pero la que os dejo es peor que la muerte».
Esto es lo que la derecha aguerrida debería denunciar, si sus castraduras mentales se lo permitieran. Pero, claro, la derecha piensa que la democracia siempre es buena, siempre es santa, siempre es relimpia y no le huelen los sobacos; piensa —como el bobalicón de Maritain— que «con la democracia la Humanidad ha iniciado el único camino auténtico». ¡Pobres lidereses y lideresas derechosos! Si en verdad deseáis algo más que seguir aparcados como muebles en el Congreso mientras vuestros partidos reciben una opípara financiación pública, tened el coraje de denunciar estas perversiones democráticas. Y, si no tenéis valor, dejad de martillearnos con vuestras aspaventeras distorsiones cognitivas y callad para siempre, que la mamandurria ya os la asegura el democratísimo doctor Sánchez.
Una cleptocracia en metástasis
«Sin virtud de la justicia, ¿qué son los gobiernos, sino execrables latrocinios?», se preguntaba San Agustín. Puestos a buscar una cleptocracia fetén, creo que no encontraríamos otra tan sólida, tan blindada contra intempestivas acciones de la justicia y a la vez tan plácidamente aceptada por las masas cretinizadas como el Régimen del 78. En cuestión de meses podría darse el caso de que estén incursos en causas penales la mujer y el hermano del presidente del Gobierno, varios ministros o exministros suyos, el fiscal general del Estado, la presidenta del Congreso… Y eso sin contar con el cambalache constante y disgregador que imponen las aritméticas parlamentarias; sin contar con el control político que se ejerce sobre jueces y magistrados a través del llamado Consejo General del Poder Judicial; sin contar con que la interpretación de las leyes se halla siempre en manos del poder ejecutivo a través del llamado Tribunal Constitucional; sin contar con que las más variopintas instituciones –del Ejército a la Universidad– estén por completo gangrenadas, colonizadas, depredadas por los capataces de este «execrable latrocinio».
La partitocracia –que es la forma de gobierno instaurada por el Régimen del 78– se funda sobre la instrumentalización abusiva de las instituciones políticas sin que exista por encima árbitro alguno (sólo entidades o grupos asociados a los intereses de las oligarquías dedicadas al latrocinio). Este poder gigantesco pero inorgánico, carente de legitimidad alguna, no se habría podido lograr, sin embargo, sin el desfondamiento moral de una sociedad que a sus vicios llama derechos; así la corrupción se ha convertido en el líquido amniótico en el que se desenvuelve la vida política, como conviene a una cleptocracia flagrante que ahora ingresa en fase de metástasis despepitada. No es que en los partidos haya más o menos políticos corruptos (aunque, desde luego, la jarca encabezada por el doctor Sánchez es el arca de Noé de la corrupción), sino que los partidos son estructuras oligárquicas concebidas para la rapiña irrestricta del erario público, juntas de ladrones a quienes las leyes garantizan la impunidad en el desempeño de sus latrocinios. Bajo el trampantojo ideológico, con el que enardecen y aturden a los incautos, los partidos políticos son máquinas succionadoras de la riqueza nacional; pero también –y esto es más grave aún– apisonadoras de los bienes espirituales del pueblo, al que pervierten hasta extremos de abyección insoportables.
Decía Aristóteles que la vida buena (la vida noble y plena, la ‘eudaimonía’) sólo podía alcanzarse en el seno de una comunidad que fomente la virtud y promueva el bien común. En su célebre clasificación de las formas de gobierno –ya lo hemos explicado en anteriores artículos–, Aristóteles no actúa como los panolis modernos, que determinan si una forma de gobierno es sana o degenerada según la titularidad del poder está en manos de uno o de muchos, sino que se fija en el ‘objeto’ del gobierno. Un gobierno es saludable si su objeto es la consecución del bien común; y es degenerado si su objeto es la consecución de intereses particulares. La partitocracia está concebida para favorecer irrefrenablemente intereses particulares o sectarios; es, por lo tanto, una forma de gobierno constitutivamente perversa y una amenaza existencial para la comunidad política. Pero, siendo este sectarismo muy pernicioso para el orden político, porque pone las instituciones al servicio de los intereses particulares, lo es todavía más porque causa daños gravísimos sobre las almas.
Aristóteles nos enseña que la corrupción de un régimen político, más allá de su dimensión económica o legal, tiene efectos profundos en el alma humana. En su ‘Ética a Nicómaco’, señala que tanto la virtud como el vicio se desarrollan a través de hábitos y decisiones políticas. Un régimen corrupto no solo actúa de manera injusta, sino que también degrada al pueblo, fomentando una atmósfera donde el vicio se recompensa y la virtud se pisotea; así no sólo los gobernantes, sino toda la comunidad política se corrompe, estableciendo comportamientos inaceptables como norma. Bajo una forma de gobierno corrupta, la envidia y las rencillas gangrenan al pueblo, que no tarda en convertirse en pandemónium de gentes enviscadas entre sí. Un régimen político corrupto alimenta el conflicto y debilita la cohesión social, hasta instaurar una auténtica demogresca, que es el humus fecundo sobre el que actúa cualquier forma de cleptocracia organizada. Pues la adhesión a las banderías o negociados ideológicos acaba nublando cualquier forma de discernimiento; y el entrechocar y rechinar de las banderías en liza permite a las oligarquías cleptocráticas dedicarse más desahogadamente a sus desmanes, sabiendo que el pueblo degradado prefiere los desmanes de ‘los suyos’ antes que el ascenso al poder de ‘los contrarios’.
Por supuesto, la corrupción es una lacra íntimamente vinculada a la naturaleza humana. Pero la partitocracia es un régimen político que garantiza su carácter sistémico e irrestricto; y también el que mejor favorece su impunidad. La partitocracia, en fin, fomenta un ‘ethos’ perverso, que fomenta la demogresca y promueve la demolición de las virtudes privadas y públicas, hasta lograr que la sociedad chapotee en un lodazal. Este «execrable latrocinio», esta consumada cleptocracia, es el régimen político que-nos-hemos-dado; y ahora nos toca disfrutar de su metástasis.
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