La suerte de la cultura:
Hacia una reconstrucción
de la cultura y del hombre
Si algún sentido tiene la palabra “cultura” es el que se encuentra relacionado con el cultivo de lo humano. Por eso, lo que trata de mostrar este libro es que la suerte del hombre es también la suerte o el destino de la cultura. El autor de sus páginas, reflexiona sobre la cultura y nos aporta ideas para su reconstrucción a través de tres fuentes clásicas: la verdad, el bien y la belleza. Se trataría, según él, de recuperar una noción amplia de cultura que anhela y busca el punto de encuentro entre las ciencias y las humanidades, entre la alta y la baja cultura.
Como todas las grandes ideas, la de escribir un libro puede surgir en el transcurso de una larga conversación con amigos. O partir de una imagen. No es casual, pues, que La suerte de la cultura empezara a fraguarse justo en el momento en el que todos los que compartíamos una interminable sobremesa mirábamos desconcertados cómo una lengua de fuego y humo devoraba Notre Dame. El incendio fue una fatalidad artística, pero cabía leer también aquellas volutas grises que se enroscaban en la aguja de la catedral como una metáfora conmovedora de la situación de la cultura contemporánea. ¿No está hostigada, cercada, e incluso azotada esta última por llamas y fuegos igual de vivos e intensos?
La pandemia ha arrasado nuestros recuerdos, poniendo a cero el contador de la historia, por lo que es probable que la escena sea hoy tal vez para nosotros como esas pesadillas insustanciales que se desvanecen en el momento de abandonar la cama. Pero es difícil encontrar un símbolo más significativo para expresar la orfandad espiritual en que nos encontramos.
En cualquier caso, para quien escribe este tipo de libros, el riesgo nunca es el exceso de entusiasmo, sino más bien la desesperanza y el pesimismo. Leemos poco y mal, ciertamente, y no se puede negar que nos azota una ola de frivolidad alarmante. Pero mi objetivo era separarme de la prosa malhumorada que firman los agoreros de las humanidades, e insistir en las formas que disponemos para sofocar el incendio.
"La suerte de la cultura es más una reflexión impresionista que un diagnóstico definitivo y concluyente sobre nuestro presente cultural"
Así, en primer lugar, me di cuenta de que llevábamos demasiado tiempo haciendo hincapié en el sentido liberador de la cultura, pero que habíamos arrumbado su dimensión humanizadora, olvidándonos de que lo cultural tiene que ver con la siembra de nuestra humanidad y exige que hagamos el esfuerzo de cultivarnos. Dicho de otro modo: que, sin ella, no podemos reconocernos como seres humanos ni cobijarnos en el universo de sentido que compartimos con el prójimo. En segundo término, tomé conciencia de que era verdad lo que suponía Max Scheler y de nuestra condición de espíritus encarnados, con lo que concluí que, además de agua y alimento, necesitamos música y epopeyas para sobrevivir, así como eso tan grandioso e ineludible que llamamos sabiduría.
Tras la idea inicial y el primer bosquejo, vino el proceso de escritura. Si opté por la concisión fue por respeto hacia el lector, indudablemente, pero también por un motivo más prosaico, puesto que me empeñé en no acabar mis días con el manuscrito inconcluso, de modo que recordaba una y otra vez al pedante Casaubon, el famoso personaje de George Eliot, una especie némesis para todo escritor.
Además, decidí apostar por la sencillez porque el ensayo pone por escrito ideas que llevan años fermentando gracias a mis lecturas, tan obsesivas como desorganizadas, a miles de diálogos con amigos eruditos y a las peleas que he mantenido en el aula para despertar en mis alumnos —en todos— el anhelo por la cultura. No sé si lo habré conseguido, pero quería reflejar mi experiencia, consciente de que las confidencias son igual de importantes que las teorías sobre el supuesto valor de las humanidades.
"La obra es una apología. Más precisamente, una confesión íntima, casi un canto, escrito en un arrebato"
Se puede decir que La suerte de la cultura es, por tanto, más una reflexión impresionista que un diagnóstico definitivo y concluyente sobre nuestro presente cultural. Apunto, de manera breve, las razones de la crisis, como, por ejemplo, la dualidad espuria entre letras y ciencias, el excesivo papel que desempeñan en nuestra existencia las tecnologías o el relativismo estético, que enmaraña lo bueno con lo malo, maridando lo sublime y lo vulgar. Por resumir: explico que andamos desorientados porque vamos a la zaga de lo que es útil y perdemos de vista lo verdaderamente valioso y paradójicamente inútil, como son esos bienes en sí —la verdad, el bien y la belleza— que nos ayudan a realizarnos. Hasta que no nos percatemos de que, además de objetos que sirven, hay cosas que importan, será difícil que salgamos de este atolladero calcinado por las brasas.
Este libro, sin embargo, no habría visto la luz sin la ayuda de mi amigo Álvaro y la calurosa acogida que brindó al proyecto Philippine González-Camino, cuya pasión por la cultura es tan extraordinaria e infinita como su amabilidad. Ella y Patricia, de la editorial La Huerta Grande, pertenecen a esa especie extraña pero exquisita que sabe que la predilección se mide en los detalles y sería un desalmado si no aprovechara la ocasión para reconocer su confianza y ayuda.
La obra es una apología. Más precisamente, una confesión íntima, casi un canto, escrito en un arrebato, aunque corregido con tierna solicitud a lo largo del pasado año. Hay citas, autores, filosofía e ideas a las que se alude solo con la finalidad de orientar al lector hacia bosques más recónditos y hermosos. A fin de cuentas, mi intención era transmitir amor por la cultura, aquello que, precisamente, ensancha nuestro espíritu, lo que nos moldea y humaniza, mostrando, en definitiva, que la suerte de la cultura es, lo queramos o no, nuestra propia suerte.
"Debemos luchar por el hombre mismo,
porque es la evidencia humana
la que hace bambolear los tiranos y falsos dioses.
Y si no sabemos con seguridad que nuestra verdad es la verdad,
sabemos bien, en cambio, donde está la mentira".
Dr. Arturo Umberto Ullia
NOSTALGIA POR LA CULTURA
La cultura es, en definitiva, el camino para la reconstrucción de lo humano, la senda profunda que debemos volver a transitar para rescatar el sentido de nuestra propia naturaleza y de la realidad. Devolver a ambas, su brillo tal vez sea la tarea más urgente que tengamos entre manos. (Ver VERITATIS SPLENDOR)
Como la aguja de Notre Dame, devorada por las llamas una tarde de abril de 2019, también la cultura parece consumirse ante la mirada atónica e incluso indiferente del hombre. Hay fenómenos que no dejan de suscitar preocupación, como la crisisde las humanidades, la mejorable calidad de la cultura de masas o el consumismo,y que parecen dar la razón a los agoreros del espíritu, es decir, a quienes desde hace décadas se han apresurado a denunciar el ocaso de la cultura. En su opinión, habríamos dejado atrás la época dorada del conocimiento para adentrarnos en un período tenebroso e iletrado y estaríamos condenados a vagar desamparados de todo sentido.
Los nuevos populismos, esos remedos de la antigua mentira que son las fake news o la adicción a las conspiraciones se podrían interpretar, asimismo, como frutos de la supuesta agonía de la cultura.
Esta lectura pesimista es muy atractiva para quienes conservamos fotografías en sepia, amamos los libros viejos o tenemos costumbres melancólicas que nos convierten en miembros de una tribu extravagante. Es romántico pertenecer a esa suerte de cofradía de la cultura y salir, pertrechados de infinitas epopeyas e innumerables mitologías, a impugnar el progreso o denunciar la expropiación de los últimos reductos de lo humano.
Los que enseñamos historia, filosofía y literatura -por no hablar de esos titanes que imparten latin, e incluso griego-, nos aprestamos cada septiembre, algo quijotescamente, a vencer la apatia inicial de nuestros alumnos, ensayando una y otra vez argumentos para superar su resistencia y sembrar la inquietud por una región, como la de la cultura, que es para ellos tierra ignota.
La nostalgia espiritual, sin embargo, convive con el optimismo de aquellos que celebran los avances de los últimos siglos. Ha aumentado, señalan, el conocimiento que tenemos acerca del mundo y las nuevas tecnologías lo han puesto al alcance de todos, con independencia del nivel económico. También vivimos mucho más tiempo y aunque las desigualdades, por desgracia, no han desaparecido, estamos mucho más sensibilizados ante ellas y hemos mitigado bastante el lastrede la pobreza.
¿No podríamos interpretar la pugna entre unos y otros como la última batalla que enfrenta a las humanidades con las ciencias? Siempre es difícil datar los mitos, pero sabemos con exactitud cuándo nació el de las dos culturas: fue en una conferencia impartida en Cambridge por el físico y novelista inglés C. S. Snow, en la primavera de 1959. Desde entonces, no solo nos hemos visto obligados a elegir, apenas entrábamos en la adolescencia, entre las letras y los guarismos, con la misma pesadumbre que sentíamos como cuando, de niños, nos preguntaban a quién queríamos más, si a mamá o a papá, sino que la cultura se resiente de una profunda herida que está lejos aún de cicatrizar. A partir de ese fatídico día, se han considerado irreconciliables los dos ámbitos del saber y la disyuntiva ha entrado, sin objeción alguna, en los planes de estudios, difundiéndose la polarización espuria entre, por un lado, el conocimiento científico, con indudables beneficios, y, por otro, el improductivo, conformado por el acervo de leyendas y fábulas propio de las letras.
Este ha sido, entre otros, uno de los motivos por los que la cultura ha estado tambaleándose en las últimas décadas. Probablemente no podamos remontar su declive obcecándonos en descubrir su "utilidad" para contrarrestar el peso de la ciencia, como se ha pretendido, sin antes reconocer que el espíritu, nuestro espíritu, tiene necesidades tan inexcusables como las que importunan al cuerpo. Dicho de otro modo, si insistimos en pasar por alto nuestra condición, como veremos en las páginas que siguen. Porque existe, y es eso lo que desafortunadamente hemos arrumbado, una reciprocidad ineludible entre cultura y naturaleza humana, de manera que, para recuperar el sentido liberador de la primera hemos de partir de quiénes somos. Pero, por otro lado, la cultura, la auténtica cultura, es también el camino más próximo del que disponemos para reconstruirlo humano. Sin ella, caeríamos, una vez más, en la barbarie.
Rebatamos, para empezar, el pernicioso mito de las dos culturas, recalcando que no es cierto que las humanidades miren al pasado o constituyan una fuerza reaccionaria frente al continuo progreso de la esfera científico-técnica. Ambas reflejan dimensiones complementarias e insustituibles de nuestra especie. Si las letras obviaran las contribuciones de la ciencia, si postergaran lo que estas últimas aportan, se con vertirían en una impostura naíf y, lo peor de todo, miope. Pero también las ciencias, desgajadas de la matriz de sentido que proporcionan los saberes humanísticos, supondrían una amenaza,como se desprende de las lecciones de la literatura futurista.
Sea como fuere, la réplica más rotunda a la tesis de Snow se encuentra muy cerca de donde impartió su conferencia. En concreto, a unas manzanas de allí,en la capilla del Trinity College, el lugar en que se le vanta la circunspecta estatua de Isaac Newton. Para el físico inglés, los intereses de la ciencia no estaban en contradicción con las preocupaciones existenciales. Newton ponía el mismo ardor en indagar las causas visibles del orden cósmico que en especular sobre la naturaleza de Dios o en escudriñar los secretos de la Escritura. Sus manuscritos sobre estas últimas cuestiones, que se conservan en la Biblioteca Nacional de Israel, muestran, efectivamente, que su entusiasmo religioso era tan ferviente como el científico.
¿Habría podido desarrollar su vocación en el campo de la física sin la vehemencia espiritual que transmiten esos legajos y que, cegados como estamos por el mito de las dos culturas, suscitan tanta perplejidad en el hombre de hoy?
Newton no fue el único: lo que representa él en el campo de la ciencia, lo es Da Vinci para el arte: figuras en las que reverbera el entrecruzamiento fecundo que acaece cuando la sensibilidad por las letras concurre con una obsesión científica igualmente incontenible.
Hombres demediados
Ciencias y letras forman parte de la cultura, es decir, del conjunto de conocimientos y prácticas que caracterizan la vida del hombre. Tradicionalmente, sus enseñanzas se han impartido bajo el nombre de "saberes liberales", aunque hoy, sintomáticamente, la expresión designa casi siempre la docencia de las humanidades, suponiendo que los planes de estudios universitarios se encargan de dispensar el conocimiento especializado que requerirán los estudiantes en el futuro. Nada más alejado de la realidad, puesto que los alumnos, tanto en facultades desvencijadas como en imponentes centros de estudios saturados de cristaleras y cables, aprenden a lo sumo los rudimentos técnicos de una profesión.
Tal vez por este motivo, justo cuando nos intima por doquier el requerimiento de la utilidad, sea conveniente recordar el origen de las artes liberales. Si en su momento se consideraba que estas disciplinas, entre ellas alguna tan exótica para nosotros como la teología, "liberaban" era porque hacían posible el ejercicio de lo propio del individuo -el ejercicio de la razón, del espiritu-, frente a las llamadas artes serviles, que procuraban la satisfacción de las necesidades. «Únicamente se llaman libres -explicaba Tomás de Aquino en su "Comentario a la Metafísica de Aristóteles"- aquellas artes que están ordenadas al saber; aquellas, en cambio, que están ordenadas al logro de un bien útil, se llaman 'serviles'». Liberal era, ante todo, lo que no poseía aplicación inmediata: lo que no servía, literalmente, para nada, porque no era medio para otros logros. No había diferencia entreciencias y letras, sino entre ambas y la técnica. En esa cualidad, en el hecho de que el conocimiento de estas materias era un fin en sí. estribaba el valor que tenían para la emancipación del hombre. Fue esto precisamente lo que no acertó a adivinar la muchacha tracia que se burló de Tales: que su risa constituia la cadena más hiriente porque es la que uno consiente en ceñirse cuando decide abajar su mirada, mientras que Tales era libre ya que, aun magullado en las profundidades del pozo, podía seguir contemplando las estrellas.
A partir de esa concepción de los saberes liberales, podemos definir la cultura, tan próxima a ellos, como el cultivo de lo humano. Forma parte de ella toda experiencia que posibilite el desarrollo de nuestra humanidad, así como de lo más propio que poseemos: la libertad. Desde hace más de un siglo, no han dejado de existir soñadores que defienden la inclusión de programas de artes liberales en los planes de estudios con el fin de garantizar la formación integral de los alumnos. Que se haya señalado que de esa parte del curriculum académico depende la educación del gentleman debería decirnos mucho de su envergadura y no porque se trate de una enseñanza reservada a un estrato social o constituya la punta de lanza de exclusiones vergonzosas, sino porque son disciplinas que contagian un elitismo cultural poco proclive a las diferencias sociales. De lo que se trata es de insistir en que no es suficiente con que el hombre acumule conocimientos especializados: hay que despertar en él la sensibilidad liberadora de la cultura.
Y es que no hay nada más redentor que la cultura, que el conocimiento. Lo ha comprobado hace muy poco tiempo Tushar Singh, un estudiante de la Escuela Pública de Delhi, DPS Bulandshahr que obtuvo la máxima puntuación de 100 sobre 100 en todas las materias que seleccionó para el examen. Los periódicos se han hecho eco de su historia porque Singh, que es un paria, dalit o excluído, obtuvo la máxima calificación en los exámenes de ingreso en la universidad. En todos. A pesar de la discriminación social a la que se ven expuestos quienes comparten su condición, Singh, que desea estudiar historia y ser funcionario del gobierno, ha podido corroborar que el trabajo de su inteligencia ha logrado algo inusitado en su país: que un paria protagonice una buena noticia.
En nuestra forma de ver el mundo, sin embargo, pesa todavía un prejuicio ilustrado y libresco: pensa mos que la cultura se encuentra en los libros y que podemos alcanzarla acercándose a sus lomos. Que se imparte desde las cátedras o que viaja en esporas por los frondosos campus de las universidades, una creencia que demuestra lo alejada que se encuentra en la actualidad de la vida. Por eso, cuando hablamos de ella, solemos hacerlo como si se tratara de un entretenimiento, el pueril pasatiempo al que nos dedicamos si nos fueran a interrumpir el trabajo.
Será difícil entender la cultura como algo vital -no como una erudición asentada en decrépitos infolios-, si tenemos encuenta que nuestra concepción acerca de lo que constituye una experiencia también se ha estrechado, exiliando de nuestro horizonte existencial la cuestión del sentido y empobreciendo nuestras biografías.
Como indica Giorgio Agamben en "Infancia e historia": «En la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues, así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos cierto de que dispone sobre sí mismo».
Una de las aportaciones singulares del autor de "Homo sacer" es la relativa a la etiología de la pérdida de la experiencia. Él ya no apela al factor extraordinario de la guerra, sino que eleva la vida ordinaria en una megalópolis contemporánea a factor causante de la imposibilidad de hacer y transmitir experiencias. Su argumento desgrana diferentes circunstancias, propias de la vida en una gran ciudad, que explicarían dicha situación. Entre otras, el amontonamiento acelerado de acontecimientos sin el sosiego posibilitador de su conversión en experiencia. Relacionado con ello, la ausencia de figuras dotadas de la autoridad necesaria (es decir, de la experiencia necesaria) para provocar y garantizar, a su vez, una experiencia usando la palabra. En sus propias palabras, “la expropiación de la experiencia estaba implícita en el proyecto fundamental de la ciencia moderna”.
La razón es que, al entronizar la certeza de la ley científica y remitir el conocimiento a ésta, expulsó como incompatible la experiencia en su sentido tradicional, a saber, como acontecimiento de pasibilidad e imprevisibilidad. Desde entonces, la experiencia es inconcebible al margen del conocimiento. No era así en la cultura premoderna, cuando la experiencia se comprendía como indicio de multiplicidad y finitud, y el conocimiento, como una esfera autónoma y diferenciada que apuntaba a la unidad y a lo trascendente. Para el hombre premoderno, la unión de ambas no era un presupuesto, sino un evento misterioso, un punto arquimédico indecible que anticipaba -y por ello se vinculaba- a la ciencia moderna y a su sujeto sustantivado, solo que en ésta ya no era inefable, sino todo lo contrario. Por el contrario, para el sujeto moderno, la experiencia se convirtió en un activismo acelerado y que jamás concluye en una posesión; en otras palabras, un hacer que nunca es un tener.
El autor de "Infancia e historia" desarrolla una sugerente exposición de esta deriva. El primer hito lo halla en don Quijote, que representaría al sujeto que hace experiencia sin tenerla, mientras que Sancho Panza representaría lo opuesto. Con Hegel, la filosofía habría tratado de reunir experiencia y conocimiento en la figura del espíritu absoluto, pero con la consecuencia de reducirla a mera experiencia de la propia conciencia (esto es, a autoconciencia) y, en esta medida, a mero conocimiento. La psicología del siglo XIX y su desarrollo como psicología científica remitieron a la figura de un sujeto sustancial la coexistencia de los fenómenos fisiológicos y los psíquicos, pero de esta manera demostraban la imposibilidad de contemplar la experiencia a la vez como proceso fisiológico y psíquico. Por último, Agamben alude a la filosofía de la vida, que habría tratado de sortear la escisión entre experiencia y conocimiento concibiendo la conciencia no como una realidad sustancial estática, sino como flujo, experiencia vivida ella misma. Pero llegan a callejones sin salida: Dilthey la acaba reduciendo a literatura; Bergson, a intuición mística; Husserl, a experiencia muda pre-subjetiva.
A partir de esta historia de la imposibilidad de “tener” experiencias y su reemplazo por el mero “hacer” experiencias, Agamben se propone elaborar una teoría de la experiencia. Su reto es identificar los rasgos de la experiencia en tanto que realidad anterior al lenguaje, muda, así como su relación con él. Tal reto presupone, y confirma a la vez, que la experiencia pura no puede darse en el sujeto, ya que éste se constituye por el lenguaje (esto es, por su capacidad de ejercer la función de sujeto del discurso) y, en esta medida, por la expropiación de la experiencia. Así lo expresa el autor: “Una experiencia originaria, lejos de ser algo subjetivo, no podría ser entonces sino aquello que en el hombre está antes del sujeto, es decir, antes del lenguaje: una experiencia ‘muda’ en el sentido literal del término, una in-fancia del hombre, cuyo límite justamente el lenguaje debería señalar. Una teoría de la experiencia solamente podría ser en este sentido una teoría de la in-fancia, y su problema central debería formularse así: “¿existe algo que sea una in-fancia del hombre? ¿Cómo es posible la in-fancia en tanto que hecho humano? Y si es posible, ¿cuál es su lugar?”.
Es importante no confundir el sentido del argumento de Agamben. Su teoría de la experiencia ni la remite a la infancia, ni sustancializa ésta como realidad psíquica anterior a la constitución de la subjetividad. Ello implica que la experiencia no es algo anterior al lenguaje en un sentido cronológico y que dejaríamos atrás al adquirirlo. La experiencia coexiste con el lenguaje y emerge en el proceso por el que éste la expropia. Es decir: la experiencia consiste en el mutuo referirse de infancia y lenguaje, naturaleza y cultura; o sea, la unidad de la diferencia entre lo humano y lo no humano. Por ello no es una realidad histórica alcanzable como objeto, sino un proceso inacabable que da lugar a la historia: “Como infancia del hombre, la experiencia es la mera diferencia entre lo humano y lo lingüístico. Que el hombre no sea desde siempre hablante, que haya sido y sea todavía in-fante, eso es la experiencia”.
La teoría agambeniana de la experiencia demuestra que el hombre no se reduce a su ser lingüístico, sino que posee una infancia que le ha sido/es expropiada y que recupera al experimentar: “En este sentido, experimentar significa necesariamente volver a acceder a la infancia como patria trascendental de la historia”. En Agamben esta tesis es crucial porque constituye la base de la ética. La razón es que la voz (phoné) previa al lenguaje (logos) constituye un más allá de la representación y de la historia, esto es, de las formas de vida, vocaciones, limitaciones y órdenes concretos. Y ello es el índice y el factor más claro de una vida más allá de la soberanía y de la biopolítica; de una vida que haga justicia al carácter potencial del hombre, esto es, que renuncie a toda imposición de una forma de vida concreta. Bellamente lo ha expresado en La comunidad que viene:
“El hecho del que debe partir todo discurso sobre la ética es que el hombre no es, ni ha de ser o realizar ninguna esencia, ninguna vocación histórica o espiritual, ningún destino biológico. Solo por esto puede existir algo así como una ética: pues está claro que si el hombre fuese o tuviese que ser esta o aquella sustancia, este o aquel destino, no existiría experiencia ética posible, y solo habría tareas que realizar. (…) Hay, de hecho, alguna cosa que el hombre es y tiene que pensar, pero esto no es una esencia, ni es tampoco propiamente una cosa: es el simple hecho de la propia existencia como posibilidad y potencia”.
Una constante de la filosofía de Agamben es la denuncia de los dualismos que consignan al existente a tener que realizar una propiedad, una esencia, una vocación o forma de vida. Dualismos como phoné-logos o zoé-bios, que son producto de los dispositivos antropogenéticos propios de la cultura occidental (y muy especialmente del lenguaje predicativo, que escinde y reifica al sujeto), conducen a una concepción del existente como cuerpo destinado a encarnar una forma o vocación. A su juicio, por el contrario, el existente no tiene más propiedad que su ser así, ni más deber ético que exhibir su posibilidad o potencia, que ser tal cual es, que identificarse con la exposición de su propia inactualidad. Ésta es la famosa frase que da inicio a La comunidad que viene: “El ser que viene es el ser cualsea”.
Del argumento de Agamben se deduce que la felicidad del hombre exige superar la lógica medios-fines que reproduce la escisión entre la vida y sus formas en orden a culpabilizarla. Dicha lógica instrumental es la que subyace a los diferentes dispositivos biopolíticos y antropogenéticos de la cultura de Occidente. Sustraerse a esa lógica implica concebir la existencia como un hábito, el de exponer en toda forma el propio ser amorfo sin pretender superarlo. Dicho hábito obedece a la lógica del gesto, que no es ni medio con vistas a un fin (poiesis) ni fin sin medios (praxis). “La característica del gesto es que por medio de él no se produce ni se actúa, sino que se asume y se soporta. Es decir, el gesto abre la esfera del ethos como esfera propia por excelencia de lo humano. (…) El gesto es la exhibición de una medialidad, el hacer visible un medio como tal. Hace aparecer el-ser-en-un-medio del hombre y, de esta forma, le abre la dimensión ética”.
Agamben se sirve de las categorías de forma-de-vida, uso e inoperatividad para pensar una alternativa al apresamiento de la vida por parte de los dispositivos soberanos biopolíticos. Aunque dichas categorías están presentes desde el inicio de su obra, donde más explícitamente desarrolla su funcionalidad es en el reciente libro El uso de los cuerpos. Allí reivindica la ontología modal spinoziana como la idónea para pensar la vida como realidad inseparable de su forma; a esto es a lo que llama “forma-de-vida”, una vida que se genera en/por el hábito de ella misma en tanto que potencia: “La forma-de-vida no es algo así como un sujeto, que preexiste al vivir y le da sustancia y realidad. Por el contrario, se genera viviendo, es «producida por eso mismo de lo cual es forma», y no tiene, por tanto, respecto del vivir, prioridad alguna, ni sustancial ni trascendental. Es solo una manera de ser y vivir, que no determina de ninguna manera al viviente, así como tampoco está determinada por él en modo alguno y, no obstante, le es inseparable”.
Agamben comprende la forma-de-vida sirviéndose de la categoría de uso. La forma-de-vida consiste en el uso habitual de la potencia de vivir; en el hábito de existir más allá de la escisión entre potencia y acto, sujeto y objeto; como uso (no utilitarista y sin apropiación) de uno mismo y del mundo. Y, a su vez, explica este concepto de uso recurriendo a una categoría central en su obra: inoperatividad (inoperosità). Ésta consiste en un estado que restaura la potencialidad de los seres y la mantiene intacta, esto es, que convierte a los seres en inoperativos. Y la contemplación sería la actividad que convierte a cada ser en inoperoso, esto es, en puro uso de sí, en forma-de-vida. Selecciono un párrafo significativo:
“El uso es constitutivamente una práctica inoperosa, que puede darse únicamente sobre la base de una desactivación del dispositivo aristotélico potencia/acto, que asigna a la energeia, al ser-en-obra, la primacía sobre la potencia. El uso es, en este sentido, un principio interno a la potencia, que impide que esta se agote simplemente en el acto y la empuja a trastocarse a sí misma, a hacerse potencia de la potencia, a poder la propia potencia (y, por ende, la propia impotencia). La obra inoperosa, que resulta de esta suspensión de la potencia, expone en el acto la potencia que la ha llevado a ser (…). Volviendo inoperosas las obras de la lengua, de las artes, de la política y de la economía, ella muestra qué puede el cuerpo humano, lo abre a un nuevo uso posible”.
Más allá del sesgo ético y ontológico que Agamben otorga a la potencialidad del ser humano, que remite a la esfera de la experiencia que es la infancia, su reivindicación radical y abstracta de dicho carácter potencial es relevante para profundizar en algunas deficiencias y en algunas posibilidades de nuestras instituciones y metodologías educativas. Es lo que examinaré a continuación. En concreto, analizaré una estrategia educativa errónea por cuanto anula una de las conductas que aún son prueba en el niño de habitar ese umbral entre lo semiótico y lo semántico, la lengua y el habla, la infancia y la historia; en suma, prueba (índice y factor) de experiencia. Me refiero al juego. Tras ello, dedico un apartado a presentar alternativas a dicha instrumentalización del juego; en concreto, a mostrar la existencia de actividades que reúnen condiciones para hacer justicia a la ilimitada potencialidad humana y, en esta medida, a evitar la sobredeterminación de cualquier acto por finalidades heterogéneas a ellos: la instrucción, el aprendizaje, la integración, etc.
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Juan Carlos (Yanka)