MARTIN EL PESCADOR
- ¡Muchacho, sácate ese cigarro de la boca! ¿Te crees ya un hombre pa’ andá con esos vicios? –Umjú ¿Cómo que no soy un hombre mi tía?
- ¡Ja, contestón si eres Cará, igual a tu pai, no le perdiste pisá! –Otra vez usted mi tía, metiéndose con mi pai, deje a ese señor tranquilo. El muchacho estaba remendando la atarraya que acababa de sacar del bote. Un sol radiante se hacía sentir en toda la costa y los rayos centelleantes puyaban la desnuda espalda del joven. –Tu siempre defendiéndolo, mira la hora que es y entoavía no ha recalao por aquí, y hay que sacar el pesacao del bote y limpiar el de Juvenal. –Despreocúpese mi tía, que ya terminé con la atarraya. Ahora mismito los saco, y limpio los de Juvenal, ¡quédese tranquila mi tía! Con destreza increíble manejaba el fino cuchillo y cual experto cirujano abría el vientre baboso del animal, extrayéndole las tripas, y con un cepillo de clavos punzantes los descamaba. Uno a uno, iban cayendo en el balde con agua; luego los seleccionaba; los que iban para laventa, y dejando los necesarios para el sustento del día. Las mañanas eran muy animadas, todo era un jolgorio constante, y los pescadores formaban su algarabía en torno a los botes y las mesas de trabajo. A ello se sumaban los familiares y luego aparecían los compradores. Todos gritaban al hablar, con ese cantadito tan peculiar del oriental. Se gastaban bromas entre ellos, se llamaban por apodos, inventaban anécdotas exageradas que repetían casi todos los días, contaban chistes, inventaban cuentos y hablaban de los espantos de alta mar. Chiflaban, cantaban. La vocinglería era confusa, se reían a carcajadas, enseñando algunas dentaduras orificadas por la acción del yodo.
Era la rutina de todos los días. Los pocos pobladores que vivían en El Morro eran pescadores. Era lo que sabían hacer, lo que habían aprendido de sus padres y lo que les enseñaban a sus herederos como único legado. Todo giraba en torno a la pesca, La familia Alcalá – Marcano, vivían en una modesta casa d este pueblo, levantada con bloques de cemento y techada totalmente de zinc a excepción del porche que tenía un techo rústico de palmas, la cual estaba ubicada frente al mar. Era la familia más corta de la aldea, apenas estaba conformada por tres miembros, a saber: Jesús María Alcalá, un sexagenario, a quien nadie llamaba por su nombre de pila, y era archiconocido popularmente con el remoquete de “Lebranche” un hombre de contextura fuerte, pero encorvado por el peso de las calamidades, cabello corto, completamente canoso, con numerosas arrugas que marcaban su anciano rostro, producto del inclemente paso del tiempo. Con uno ojillos verdes que se asomaban cada vez que separaba los parpados, Nariz aguileña y unos cuarteados labios finos. Era él, uno de los fundadores de aquel empobrecido caserío.
Martín Alcalá Marcano, hijo de Jesús María, un joven que estaba pisando el umbral de la edad mayor, alto, cuadrado de espaldas, de piel blanca, curtida por los implacables rayos del sol, con abundantes lunares en su cuerpo lampiño. Una diversidad de pecas jugueteaba en su rostro. Ojos verdes al igual que su padre, con los cabellos lacios de ocre quemado, que tiene que estar apartándolos a cada momento de la frente, para que no le tapen los ojos. Su nariz recta, con labios finos, saliendo un poco el inferior. Brígida Marcano, tía de Martín y cuñada de Jesús María. Flaca como un garfio, con sus hábitos y achaques de solterona, que la hacían parecer mayor de los cincuenta y siete años, que en realidad tenía su desgarbada humanidad.
–Martín, allá viene tu pai, era la voz rezongona de Brígida, quien siempre protestaba y refunfuñaba por la mala conducta, según ella, del anciano.
- ¡Míralo, viene con su par de compinches! Que me trague la mar, si no viene de la pulpería de Perucho, seguriiito… viene atragantao de aguardiente, en vez de estar pendiente de su negocio.
- ¡Ah mi tía! Cómo le gusta darle a la sin hueso, musitaba Martín mientras limpiaba el bote, que muchos años atrás, antes de que él naciera, fue bautizado con el nombre de La Virgencita.
Ya la mayoría de los pescadores se habían retirado a sus casas, las cuales estaban ubicadas entre la playa y la carretera nacional. Unos pocos, sobre todo los jovencitos se quedaban haciendo la limpieza de los botes, unos chequeando los motores, otros remendando las redes y otros poniendo una nueva mano de pintura en las viejas maderas. Este era el trajín matinal de todos los días. Jesús María hizo su presencia y enseguida se dirigió a Martín. – ¿Qué fue Martin, vendiste todo? Inquirió el viejo pescador. –Si mi pai, fue la respuesta inmediata del joven. – Aquí está la plata, el señor Juvenal dijo que pagaba mañana. –Sí, siii, con el no hay problema, dijo el viejo, él es un buen cliente y además buena paga. Brígida refunfuñaba entre dientes y se retiró apresuradamente del grupo, haciéndose la desinteresada, pero no sin antes fulminar con su mirada destellante a los hombres que habían llegado con el anciano. –¿Otra novedad, mijo? Fue la segunda pregunta del anciano.
-Bueno, mi tía… es la que está con su tibiera de siempre, ¡está prendida! Jesús María observaba a Brígida, quien se retiraba del grupo luchando con sus destartaladas chancletas que se le enterraban en la arena. Un turbante amarillo claro, tapaba sus cabellos grises. En su premura por desaparecer del lugar, no pudo evitar perder el equilibrio, pero sin caer a la ardiente superficie arenosa, no así, fue la suerte de la bolsa que contenía los pescados que llevaba para preparar el almuerzo, los cuales rodaron por el suelo. Esto encolerizo aún más a la mujer, quien con mucho nerviosismo y disimulo recogió los arenosos pescados, los metió de nuevo en la bolsa y salió furibunda, echando chispas y, perdiéndose entre el caserío. Jesús María observaba aquella escena tan cómica, pero no se inmutó, y ni una leve sonrisa, se dibujó en sus agrietados labios, todo lo contrario, aquel evento circunstancial más bien le produjo lástima y pesar.
Brígida había sido un gran apoyo para él. ¿Qué hubiese sido sin ella, desde que su mujer lo abandonó, hace ya trece largos años, qué hubiera sido de Martín sin el amparo de su tía, qué difícil hubiese sido para Jesús María, trabajar tan duro como lo hacía, y cuidar a un niño de apenas cinco años, que era la edad que tenía Martín, cuando su madre se fue con un mayorista de pescados, de esos que llegan todos los días al Morro, a regatear los precios de la mercancía producto de la pesca diaria? Han sido muchos los embates que han soportado los Alcalá – Marcano, principalmente Jesús María, que ha tenido que vivir todos estos años, con la pesada carga del deshonor, con ese trauma tan vergonzoso del hombre traicionado. Fue el hazmerreír de toda la comunidad, en aquella época tan trágica que le tocó vivir y, todavía a estas alturas, no falta alguien que le remueva con insania las heridas de aquel amargo episodio, cuando le hacen preguntas maliciosas removiendo aquel pasado oscuro. Alguna persona quizás sin mala intención le dice que la ha visto en El puerto, pero él no se altera por esas noticias, ya que eso no le importa y cuando algún impertinente le pregunta por ella, siempre recibe la misma respuesta. “A esa, se la tragó la mar”
Martín recuerda vagamente a su madre, pero ni su padre ni su tía hacen el menor esfuerzo por avivar esos recuerdos y el tema se evita en el seno familiar. –No te preocupes por tu tía muchacho, fueron las palabras tranquilizadoras del anciano. –La pobre, ya está muy vieja y acabada, la soltería y los años que no perdonan… la tienen así. ¡Pobrecita! ¿Y usted mi pai, de dónde viene? Preguntó Martín con sorna, mirándolo de pies a cabeza, como midiendo centímetro a centímetro su vetusta humanidad. –Por ahí mijo, casa e’ Perucho, echándome unos guarapazos pa’ que se me quite este resfriado que cogí en la madruga, pero más naaa. –¡Umjú! ¿y le parece poco? Mire que eso no le hace bien, mi pai. Ya usted está muy viejo pa’ la gracia, debe cuidarse un poco más.
- ¿Cuidarme yo, y pa’ que mijo? Si yo, ya estoy viviendo de gratis en este mundo, y enseguida soltó una sonora carcajada, enseñando la encía con su escasa dentadura. Martín lo observaba compasivo y se reía de las ocurrencias de su padre, que quizás en el fondo tenía razón y esto, lo exoneraba de alguna travesura cometida.
Martín había sido un buen hijo, cabal, considerado con su padre y trataba de hacer todo el trabajo, porque sabía que su padre ya no debería estar en estos avatares de la pesca, y él, se consideraba un buen pescador, ya lo quería fuera del bote, y evitarle esas frías madrugadas, cuando salía a mendingarle a las entrañas del mar unos cuantos peces para seguir subsistiendo, para seguir empeñado en esa vida tan miserable.
Esta cotidianidad, esta rutina, ese transitar por el mismo camino trillado, a sabiendas que se va a llegar al mismo destino. Este modus vivendi tan aburrido, en el cual no se vislumbraba ninguna esperanza, ninguna mejoría, ningún futuro promisor y, que era más de lo mismo. Este alud de pensamientos inquietantes lesionaba, cual áncora contundente y tenaz, la mente efervescente de Martín, quien se daba cuenta de la situación en la que estaba inmerso junto con su familia. Él se revelaba ante aquella realidad, se negaba a seguir avanzando por aquel itinerario falso, estaba ahíto de aquel pueblucho. Le aterraba la idea de llegar a la edad de su padre y convertirse en una ostra más de aquellas playas. En fin, quería liberarse de aquel ambiente paupérrimo. Un sentimiento extraño embargaba su mente, removía todo su ser y le llegaba hasta los tuétanos de sus huesos, y lo más importante: Lo hacía pensar y ver las cosas desde otra perspectiva. Esto marcaba la diferencia abismal entre él y los demás amigos de su edad y porque no decirlo, hasta de los más viejos. Él se daba cuenta de aquella ventaja y quería sacarle provecho.
Seis años atrás, la alcaldía del pueblo más cercano, había fundado la Escuela Básica “Luisa Cáceres de Arismendi” y desde entonces, Martín asistía a las clases vespertinas, y todos aquellos muchachos que comenzaron con él, aunque con diferencia de edades iban a culminar su educación primaria. Martín el mayor de la promoción estaba muy orgulloso y contento de sí mismo por ese logro alcanzado, aunque reconocía que, a su edad, ya debería estar saliendo de secundaria, pero también sabía que no era por su culpa aquella tardanza en comenzar su educación. Esta desventaja no le inquietaba y era compensada con saberse el alumno más aventajado y sobresaliente de su clase. Además de las clases ordinarias que recibía en la escuela, Martín se ilustraba a través de cualquier libro, folleto o revista que conseguía en la escuela, o con sus amigos que venían del puerto, era un avaro de la lectura, todo lo devoraba con avidez y luego consultaba con sus maestros, discutía con ellos y no quedaba conforme hasta no estar seguro de haber asimilado el contenido de la lectura. El tema de los viajes al exterior, y los medios de transporte, eran su pasión, especialmente los barcos. Las paredes de su cuarto estaban tapizadas con recortes de revistas o afiches de esas embarcaciones, de ciudades de todas partes del mundo, un mapamundi se destacaba entre todos, el cual era objeto de su observación y estudio todos los días: los continentes, islas, océanos y mares por los cuales eventualmente viajaría, según sus sueños y programaciones.
Un pequeño barco pesquero había encallado hacía mucho tiempo cerca de la playa. Su material ferroso estaba completamente oxidado, y apenas, si se podía leer la inscripción en letras grandes y pintadas de rojo quemado: NOSTRADAMUS. Las cuales estaban rotuladas a ambos lados de la proa, que era la parte visible de la nave, ya que la otra parte, estaba hundida en el mar, pareciendo un gran picacho blanco con bandas negras. Martín frecuentaba con mucha regularidad a su amigo Nostradamus, como el mismo le llamaba,y lo que se podía ver de aquella embarcación, que había surcado allende tantos mares y océanos en su vida útil. Martín se sentaba en la cumbre de la proa, y absorto, se quedaba consumiendo el tiempo, en un recogimiento sacrílego e irracional, no apto para las mentes que se daban cuenta de esta situación inusual. Todos los jóvenes de su edad estaban en otra frecuencia, mientras Martín se encerraba casi todas las tardes en un mutismo absorbente y absurdo para muchos. La noche lo sorprendía muchas veces en esos estados de no-mente, de arrobamiento, se quedaba estático y sin mover un solo músculo. Su mirada escrutadora y sedienta de sueños, se perdía en la tenue línea horizontal donde las masas grises y gaseosas se confunden con el infinito, y la separación entre el cielo y el mar se difumina, formando una sola visual donde no hay separación de los elementos. Pero el éxtasis total lo cautivaba cuando divisaba el paso lento de un enorme barco. En su fantasía llegaba hasta él, cabalgando sobre la cresta de una ola inmensurable, y luego una nube amiga lo bajaba hasta la cubierta, allí ponía a viajar sus pensamientos, sus sueños.
Su mente era un torbellino de ideas, imágenes de lugares exóticos, de rostros diferentes. Ese momento mágico lo trasladaba a otros confines insospechados y alcanzaba un estado de inconsciencia tal, que no se daba cuenta del espacio ni del tiempo. Esa actitud inexplicable, era tomada por la mayoría, como un acto trivial, otros muchos, llegan a pensar en la posibilidad de que Martín estuviera “Tocado” cuando asumía ese comportamiento paradójico. Las conjeturas volaban como gaviotas llevando su mensaje malintencionado de oído en oído, y otros lo hacían de buena fe y preocupados por esa actitud, que para ellos sencillamente era inexplicable. La gente pensaba que Martín caía en ese estado temporal, cuando estaba sobre Nostradamus y en ese sitio sagrado, que se había convertido como un púlpito para él, se trasladaba a estados desconocidos, y hacía contacto con seres del más allá, pero el cuestionamiento fundamental, radicaba en la disyuntiva general, o la duda, sobre si esos entes espirituales eran buenos o perversos. Cada quien hacía su propio análisis, con la óptica desmedida de su propia ignorancia, para colmo, cuando la luna aparecía llena, con todo su esplendor, Martín prolongaba su permanencia de contemplación y ensimismamiento. Quizás simplemente lo hacía para observar en su punto cumbre la luminosidad y belleza de nuestro satélite, que ha sido por siglos inmemoriales, uno de los máximos inspiradores de poetas, enamorados y locos. Los comentarios de las mentes reducidas, se cargaban de misticismo y magia y envolvían la humanidad de Martín en una aureola de santidad y otras veces con un manto diabólico.
Las especulaciones sobre la inusual conducta de Martín, eran el plato fuerte y obligado de los moradores de ese pequeño pueblo pesquero. Delante de Martín no se hacía ningún comentario sobre su comportamiento, pero él sin proponérselo, había escuchado lo suficiente, y muchas veces sorprendía a alguien cuchicheando con otro sobre el tema. El no hacía nada por aclarar esa situación y, al contrario, disfrutaba con aquella coyuntura que le abonaba dividendos. Martín se había convertido en el vigía asiduo de Nostradamus. Se empinaba en lo alto de la proa, con los brazos extendidos, como esperando un abrazo del ángel más elevado del cielo, miraba al infinito buscando las codiciadas puertas del Olimpo, la brisa húmeda lo animaba, sus gritos eran plegarias dirigidas a la inmensidad del mar, a los confines del Universo, hasta donde pudiera llegar el eco de su voz electrizante, con la esperanza de que su Dios, o muchos dioses más, lo escucharan. En ese estado etéreo, sin pensamientos que lo preocuparan, navegaba por los diferentes lugares imaginarios. Su convicción era tal, que hasta podía percibir, ciudades, calles, montañas, personas y hasta olores de comida, es decir su esencia estaba presente por todos lados. Muchas veces, cuando estaba sumergido en ese estado de embriagante excelsitud, era sorprendido por su propia voz consciente, que lo bajaba del empíreo para regresarlo a la realidad y sus palabras brotaban como capullos para confirmar su éxtasis.
- Algún día me marcharé en uno de esos barcos, se decía, quiero conocer otros mundos, otros ambientes, otra gente. Esos países europeos, esas catirotas que he visto en las revistas, Ah… y la comida, la comida, en esos lugares se debe comer muy bien, ya quisiera estar delante de unamesa, disfrutando de un menú francés o italiano, bueno que sé yo, de cualquier país, con tal que no se parezca a la comida que como aquí todos los días.
Le voy a decir a la maestra Aparicia, que me enseñe a hablar mejor, y aprender algunos modales para saber comportarme en una mesa servida. ¡Sí señor, ella puede enseñarme muchas cosas! Ella viene de la ciudad y es la persona con más clase en este pueblo. Seguía sumido en sus reflexiones frenéticas. –Lo que quiero, es trabajar en uno de esos barcos, esa es la oportunidad para viajar, esto lo hacía sugestionado, y con firmeza, con una convicción que se reflejaba en su mirada perdida en la inmensidad, que le estremecía todo su ser y sentía el inefable ardor de la confianza, pero una preocupación perturbaba sus pensamientos.
- ¿Y mi pai? Era la misma interrogante de Martín cada vez que se enfrentaba con su lucha interior por dejarlo todo, era su único dilema. ¿Y si me voy por un tiempo, y después regreso por él y mi tía? Ellos no deben saber nada por ahora de mis planes. Primero me voy al puerto, con los ahorros que tengo, buscaré un sitio donde vivir, luego un trabajo y cuando llegue uno de esos barcos grandotes, abordarlo, pedir un empleo y ¡Adiós!
Todo lo veía tan fácil, claro, todo era un sueño. Los minutos pasaban inadvertidos. Martín de repente volvía en sí, se recobraba y regresaba a su modesta casa, donde terminaban sus sueños por ese día. Su comportamiento era extraño, parecía como si tuviera dos personalidades a la vez, pero muy opuestas, la que asumía en las mañanas donde todo era algarabío y él era uno de los más activos, dándole rienda suelta a su espontaneidad y versatilidad. Le jugaba bromas a todo el mundo, se reía sin inhibiciones, enseñando su blanca y completa dentadura.Daba la impresión que sus pecas saltaran de un lado a otro de su cara, como corpúsculos de vida, siguiendo el compás rítmico de su risa, de esa risa magistral, sonora y pegajosa, que provocaba hilaridad epiléptica en los demás, como cuando se toca la tecla de un piano y hay que tocar otra y otras más para completar la melodía.
Esa actitud ilimitada, abierta a todo, sin complejos, ni prejuicios, sin inhibiciones, contrastaba exponencialmente con la que asumía cuando regresaba de Nostradamus o de la playa, donde también pasaba sus horas de recogimiento, mirando siempre al horizonte infinito que se perdía con la noche. Regresaba de esos sitios enigmáticos envuelto con un manto mágico, embelesado, con la vista perdida, con la sonrisa suave, desconocida, y con un dejo de picardía, que nadie podía comprender. Su padre lo observaba con detenimiento, disimuladamente y sin pronunciar palabra alguna, pero su experimentado paso por la vida, le decía que algo raro estaba pasando por la cabeza de su hijo, eso no lo intranquilizaba, porque estaba seguro que no era nada malo. Veía en él, cómo le brotaban por sus poros, el entusiasmo, la pasión, la alegría, la vida,y por esta razón, no le hacía ningún comentario. Lo que sí,hacía, era comentárselo a su cuñada, para después arrepentirse, porque ella era muy maliciosa en sus apreciaciones.
Una tarde fresca, de un mes de julio, Jesús María estaba meciéndose lentamente en su chinchorro, saboreando un aromático café negro, tenía la taza entre las manos, sintiendo el calor del peltre - Brígida, ¿Martín ya regresó? Fue la pregunta perezosa de Jesús María. Brígida respondió de inmediato. –Si por ahí estuvo, te vio dormido y se fue otra vez, me dijo que iba a casa de la maestra Aparicia.
- ¿La maestra? ¿Pero bueno… y no y que habían terminao las clases, pues? –Sí, pero… Jesús María estiró su largo brazo y le entrego la taza a la mujer, quien continuó con una interrogante. ¿Acaso no lo sabías? Él está diendo a la casa de la maestra dos veces a la semana, dizque, aprendiendo otras cosas nuevas, que en la escuela no le enseñaron. Ese muchacho está bien raro, ¿Sabes, qué le pasará? El viejo se levantó del chinchorro, desafiando la ley de la gravedad. Se estiró, movía los brazos, flexionándolos suavemente para salir del entumecimiento. Se sentó en una silla que recostó a la pared, quedando frente a él, la inmensidad del mar. La brisa refrescaba su arrugada cara, y como si hubiese reflexionado lo suficiente en su respuesta, respondió calmosamente. –Yo creo que esas son cosas de la edad.
- ¿Y no será que esta enamorao? Saltó Brígida. ¿Enamorao? Se preguntó Jesús María con desgano y agregó con más ánimo. –Si fuera así, no veo nada de raro en eso, pero ya me lo hubiera dicho, tu sabes que él es muy franco conmigo. – Es que yo loveo tan alumbrao… comentó Brígida, así como ido, embelezao, pero fíjate, eso se lo noto solo en las tardes cuando viene de vuelta de sus paseos de soledá que ya todos comentan. Pero que diferente es por las mañanas, quien lo ve tan avispao, tan despierto, para mí, que Martín esta enamorao, ¡si señor!
-¡Qué lavativa contigo, no juegue! Tu sí que eres ligera de pensamiento, yo lo que veo en él, es que está interesao en otras cosas, se la pasa leyendo hasta tarde, unos libros que le emprestaron, y me pregunta muchas cosas sobre los barcos. ¿No será que ese muchacho quiere cogé vuelo? A lo mejor es que ya está cansao de esta vida tan maltratá y lo que quiere es irse pa’ otros rumbos. Cualquiera se cansa de la misma vaina todos los días, en este pueblo. Se quedó pensativo antes de continuar, y después de expeler un profundo suspiro, que lo estremeció dijo:
-Así como su mai, que un día se fue sin avisarnos y nos dejó el pelero. no pudo evitar un sentimiento de tristeza en sus reflexiones y continuó. –Aunque Florencia no lo hizo por conocer otros mundos, sino por sinvergüenza, porque pudo llevarse a Martín pa’ que no sufriera con su ausencia. Al terminar estas palabras amargas, sus pupilas se fijaron en el horizonte, revelando odio y dolor al mismo tiempo. El silencio se abrió paso sinuosamente para adueñarse del momento y las palmeras aprovecharon la oportunidad para hacerse sentir, dándole rienda suelta a su vaivén desordenado. Brígida estaba agarrada a un horcón que sostenía el porche de la casa. La brisa traviesa enredaba algunas de sus hebras blancas que se le habían escapado del rollete. Se mantenía en silencio, retrocediendo en el carro del tiempo, invocando el infausto momento cuando su hermana los abandonó. Rompió el mutismo con valentía, y con palabras ahogadas respaldó a su cuñado, buscando con esa alianza fortalecerlo moralmente.
-Si hombre, Martín todavía la recuerda, ¡qué mujer tan maluca me salió mi hermana, no juegue! Pero bueno… el suspiro fue más profundo y prolongado esta vez, purificándola por completo, y agregó resignada - Ya Martín es un hombre, y a falta de su mai, sin compararme con ella, claro,yo estao pendiente de él como he podio, tu sabes… No era necesaria aquella confesión de Brígida por qué; ¿Quién mejor que Jesús María, para conocer aquellas verdades? –¡Eso es cierto, Brígida! Dijo el viejo con una respuesta vigorosa, apuntándola con su dedo índice tembloroso. Enderezó la silla y continuó. –Yo no tengo como pagarte todos estos años que te has fregao con Martín, y…
- No embromes Jesús María, interrumpió Brígida con ánimo.
-Total,él es mi sobrino, y ya que no tuve hijos, él es como si fuera mi propio hijo.Hubo una gran pausa mientras contemplaban las brumas del mar, y el viento aprovechó el momento para coquetear con sus cuerpos.
–Bueno vieja, ya no hablemos más de esas cosas, dijo Jesús María con voz de resignación y continuó.
– Cada vez que recuerdo esa desgracia me ponen mal, me entristecen y me parten el alma, si es que me queda algo de eso todavía. Brígida era una mujer maniática, y por cualquier tontería censuraba la conducta de su cuñado, pero en momentos como éstos, cuando revolvían las cenizas de ese horrible pasado, que no quisieran recordar, por ser tan sombrío, triste y con sabor a hiel, era cuando ella incondicionalmente se aliaba con los sentimientos de Jesús María, y su actitud hacia él era más comprensiva y compasiva, quizás porque ella, en lo más recóndito de su ser, se sentía cargada con una cuota de culpa, ya que la maluca, como ella misma decía, era su propia hermana.
Sabía que el viejo sufría con esos recuerdos infaustos, y se le partía el corazón viéndolo cuando se mordía la comisura de sus labios, se retorcía y se envolvía en un manto melancólico e impotente y terminaba de enrollar ese cúmulo de emociones desagradables, junto con su maltratado cuerpo, dentro de su desgastado chinchorro y, allí, se entregaba al sueño reparador para disipar los malos pensamientos dentro de su mente egoica.Las ardientes y apacibles olas, lamían la arena blanquecina y con sus rítmicos susurros, contaban los secretos del mar, dejando sus notas burbujeantes esparcidas por toda la playa. Eran las seis de la tarde, antes del crespúsculo, y las anaranjadas nubes vespertinas, teñían la calmosa superficie marina.
Martín caminaba descalzo por la orilla de la playa, las huellas se sucedían una a una a la distancia de cada paso, la ventolina despeinaba su lisa cabellera. Vestía con una camisa manga larga completamente desabotonada, sus pantalones blancos enrollados hasta la rodilla, en su mano izquierda tenía un block de cartas y en su derecha un lápiz mongol, con el cual jugueteaba entre sus dedos.
Se sentó en un viejo bote abandonado. Miraba el horizonte con mirada extraviada. El choque de las olas contra las corrompidas maderas del abandonado y viejo bote, lo volvieron a la razón y exclamo:
- ¡Cónchale! ¿Cómo comienzo con esto? Esto es muy duro para mí… hizo una pausa y agregó – Tengo que hacerlo, llegó el momento, la decisión está tomada, no puedo alargar esta situación por más tiempo. Seguro que ellos me van a entender, es por mi bien y el de ellos, Cuando esté en altamar ganándome un buen dinero, regresaré y compraré una casa decente cerca del puerto y allí viviremos en mejores condiciones, como una verdadera familia. Martín pensaba todo esto mientras se disponía a escribir su comprometida carta de despedida. Muchos minutos de vacilación, de duda y de temor. Una doble ansiedad turbaba la inquieta mente de Martín, como era: El deseo de marcharse y la angustia de dejar a los suyos, pero pudo más su voluntad, se decidió y comenzó a escribir con todo el dolor de su alma:
-Querido pai: Yo sé que esto no le va a caer muy bien, pero tuve que hacerlo por el bien de todos, y cuando esté leyendo esta carta, ya estaré muy lejos. No tuve el valor de comentarle de mi viaje frente a frente, porque seguro, que, al verle la cara, me hubiera arrepentido y me hubiese quedado con usted, acompañándolo en su miseria. Mi pai, usted sabe de mis sueños, porque yo se les he contado muchas veces, le hablé esos viajes que quería hacer y la única manera de hacerlos realidad es intentándolo, y eso es lo que he decidido con mucha vehemencia y confianza en mí mismo.
Mi pai, yo no quiero llevar esa vida tan dura que usted ha llevado, con tantos sufrimientos, y trabajo duro, porque usted ha trabajado duro, se ha partido el lomo, como dicen por ahí, ¿pero ¿cuál ha sido el resultado, ¿cuál ha sido la recompensa? Con tanta escasez de las cosas más simple que necesita un ser humano. No señor, yo no quiero conformarme con esa vida y vivir resignado para siempre, renuncio a esa forma de vida, sé que al salir del pueblo voy a ver nuevos horizontes, que están esperando por mí, nuevas oportunidades, ya verá, se lo aseguro como que estoy escribiendo esta carta tan perturbadora. Lo poco que aprendí en la escuela y, lo que reforcé con otros libros, folletos y revistas que llegaron a mis manos,los voy a poner en práctica, todas esas lecturas me abrieron los ojos para darme cuenta de que hay otra forma de vida, más abierta, sin tantas limitaciones, una vida más digna, más decente, pero tengo que buscarla, y eso mi pai es lo que pretendo hacer desde ya. Que tenga sentido mi existencia en este mundo. Algún día tengo que casarme y tener mi propia familia, ¿Y qué les voy a brindar aquí en El Morro, mi experiencia como pescador, más de lo mismo? ¿Cuantas cosas le hubiera gustado a usted darme a mí, pero… que pasó? Y no fue porqueusted no quiso, sino que no tenía los medios para hacerlo. Mi pai, no crea que mi viaje es sin regreso, yo le prometo que voy a trabajar muy duro y cuando este en mejores condiciones, los vengo a buscar, cuente con eso, y recuerde siempre esto, yo lo quiero mucho,y todas las cosas buenas que aprendí de usted, las voy a tener presente y eso me va a ayudar a salir adelante. Antes de irme, mi pai, le arreglé la goteara de su cuarto y la neverita ya no le va a echar más broma por ahora. Me despide de mi tía a quien quiero mucho y en ausencia de aquella que me dio la vida, a ella, la considero como mi verdadera madre.
Un temblor se apoderó de Martín después que firmó aquella carta, una ráfaga de brisa helada se coló en sus huesos. Su corazón comenzó a latir desmesuradamente y los suspiros ahogados, comenzaron salir de su pecho comprimido y, detrás de éstos el llanto que no pudo evitar el hijo de Lebranche, lloraba como un niño y las salobres lágrimas caían en la orilla de la playa confundiéndose con las olas que se estrellaban contra el viejo bote. La noche hizo su aparición acompañada de una hermosa luna blanca, parecida a una gigantesca torta de casabe, de esas que comen los lugareños de aquel litoral. Su luz cubrió toda la superficie del mar semejándola a un desierto árido y plateado. La cáfila ululante de aquel pueblo, seguía sumida en su rutina de todos los días. La ausencia de Martín era notoria, la gente tenía un tema fresco para su especulación y sus comentarios picantes. La partida del joven, las apreciaciones suspicaces de algunas lenguas viperinas, no podían faltar y entre bromas se dejaban tamizar hasta los agudos oídos de Jesús María.–Ja, salió igual a su mai, mire… y que abandonar a los viejos, a ese se lo tragó la mar también dirá ahora Lebranche. Una boca ociosa se abría para decir otra impertinencia, -Ahora sí estoy seguro que los espíritus que consultaba Martín, eran malosos; dizque aconsejándolo pa’ que se fuera, habrase visto, no juegue… Otra más, ripostaba para defender a Martín. –Yo creo que es lo mejor que hizo ese muchacho, se fue huyendo de este pueblo sin futuro. Jesús María hacía caso omiso a los comentarios perniciosos y suspicaces, que iban y venía silbando como balas perdidas.
Tampoco daba respuestas capciosas a algunos morbosos que estaban disfrutando con la situación.
Además de él, la única persona que estaba al tanto de esa carta de Martín era Brígida. Con nadie más comentaba nada sobre la decisión tomada por su hijo, Pero no todo, era desfavorable en la comunidad, Una gran mayoría consolaba al viejo apoyándolo moralmente.
- No te preocupes Lebranche, que Martín regresará pronto, él es un buen muchacho, segurito se fue a la ciudad en busca de su mejora,ya estaba obstinado de esta rutina. ¡Ese, sí que es un vergatario! Pendejos somos nosotros que nos quedamos aquí, estancados en lo mismo, como sembrados en la playa para siempre, ese regresa pronto Lebranche, seguro que sí. Jesús María los oía a todos, pero no hacía ningún comentario al respecto. Solo se apoyaba, se consolaba y se fortalecía con la carta que le había dejado su hijo, que ahora era su mayor acompañante y único tesoro. Había adquirido un nuevo hábito, y era que, todas las noches antes de retirarse adormir en su chinchorro, buscaba sus viejos y gruesos lentes y leía con sus escasos conocimientos de la lectura, la carta de Martín. La leía noche a noche, y aunque ya se la sabía de memoria, no le importaba la seguía leyendo. Quería llenar su corazón con cada letra, con cada línea, con cada sentido de esas palabras, y de esa manera poder sentir a su hijo ausente. Los trazos de grafito eran como las huellas dejadas por Martín. Algunas veces el papel ya deteriorado por el uso, se mojaba por las lágrimas derramadas por Jesús María. Se quitaba los lentes, doblaba una vez más el arrugado papel, lo presionaba contra su desnudo pecho y exclamaba melancólicamente y emocionado: ¡Dios te bendiga mijo, donde quiera que estés! Que todo sea por tu bien, yo sé que tu cumplirás tu promesa, pero si n o pudieras… ¡Qué cara, echa pa’ lante! Que yo estoy contigo.
En muchas oportunidades, Brígida había observado furtivamente aquel sagrado ritual de Jesús María todas las noches. Sabía de su sufrimiento. Su salud era precaria, sus condiciones físicas mermaban cada día, ya no se iba de pesca. Le había enajenado el bote a un viejo amigo y éste se había encargado de La Virgencita. Se repartían las pírricas ganancias producto de la venta del pescado. Brígida también andaba muy mal, su capacidad mental iba en mengua y desde que se fue Martín ya no peleaba con Jesús María. Se había acabado la refunfuñadora. Todo se estaba acabando en la casa de los Alcalá – Marcano. Habían pasado ya, dos largos años y una mañana fresca estaba Jesús María, sentado en el porche de su casa, con la mirada perdida hacía ninguna parte. De repente, aquella paz fue trastornada con los gritos de un jovencito quien paró su carrera frente a la humanidad de Jesús María. Este se sacudió con el imprevisto. El muchacho, sin dejar de jadear, como podía iba soltando las palabras:
-Señor Lebranche, este… que… la maestra Aparicia, este. Tiene un recado para usted, que vaya ahora mismo a su casa. Jesús María no atinaba a decir palabra alguna, su perplejidad era evidente.
- ¿Recado para mí, y quien será? Pensaba Jesús María dentro de su estado de sorpresa. El muchacho le sustrajo de sus pensamientos rápidamente, con una declaración que le cayó como un rayo. – ¡Dice la maestra que es de Martín! Sus pensamientos rebotaban de asombro en asombro. ¿De Martín, de Martín, dijiste muchacho? Preguntó con voz temblorosa, sin poder ocultar la emoción y sus ojillos verdes se abrieron por completo. –¡Sí señor Lebranche, es de Martín como le dije, vaya a ver que será! Insistió el muchacho con mucha determinación.
Cómo le hubiese gustado a Jesús María, tener el ímpetu y las energías de aquel mozo de veinte años que había salido de las playas de Araya en busca de nuevos horizontes, para salir cual meteorito, en busca de aquella noticia que lo tenía turbado, proveniente de su hijo ausente, a quien tanto extrañaba. Era un momento de excitación. Su vista se nublo. No coordinaba las ideas, temblaba, era un manojo de nervios. Se paró como pudo de la silla. Sus piernas no le respondían, sus articulaciones estaban anquilosadas completamente, intentó el paso de nuevo, al fin adelanto su pierna derecha invitando a la izquierda a continuar, el tercer paso le indicaba que se había puesto en marcha, pero en vez de meterse en la casa salió rumbo a la playa, había perdido la brújula - ¡AdiósCará! ¿Y pa’ donde voy yo pues? Censuró su torpeza y regresó, llamó a Brígida:
- ¡Brígida, Brígida, Brígida, dame acá la camisa y el sombrero, apúrate! - ¿qué pasa Jesús María, que alboroto es ese, mira que te puede dar una moridera.
- ¡Que moridera de mis tormentos mujer! Dame acá lo que te pedí, por favor.
- es Martín chica…
- ¿Queee, Martín, como que Martín, te volviste loco? Preguntó Brígida con asombro y sin entender nada. –Es que la maestra Aparicia me mando a llamar y que tiene un recado pa’ mí y es de Martín, a según el muchacho ese que vino todo atropellao a dame la noticia.
Brígida se quedó estática, y luego su cuerpo impoluto, se estremeció sin creer lo que sus deficientes oídos estaban escuchando. Como un acto reflejo y sin decir palabra alguna cumplió con el requerimiento de su cuñado y murmuró para sus adentros:
- No todo podía ser tan malo en estos días de mi vida, yo sabía que pronto íbamos a saber algo de ese muchacho, mis oraciones no fueron en vano.
- ¡Bendito sea mi dios! Lo que Brígida ignoraba, era que se estaba cumpliendo en ella aquel dicho tan sabio y tan viejo que dice: “Vuestra plegaria sabe más que vosotros mismos” –Mucho cuidado Jesús María, llévate el bastón y ojo pelao con los perros del callejón, acotaba Brígida y lo miraba con compasión, mientras se alejaba. Jesús María apuro el paso, bueno por supuesto, el paso macilento y flemático de los hombres de su edad.
- Pues sí, señor Jesús María, la carta llegó con la dirección de la escuela, usted sabe, es uno de los sitios más conocidos del pueblo. Jesús María estaba muy atento a cada palabra pronunciada por la maestra, quien lo atendió amablemente y lo hizo sentar en un cómodo mueble de la sala. Aquí la tiene, la depositó en las manos del anciano y continuó. –Yo sabía que Martín no se olvidaría de nosotros, a mí también me escribió y me cuenta muchas cosas lindas de sus viajes, por esos mares desconocidos. La maestra no pudo contener la emoción que sintió al ver al viejo cuando recibió la carta, fue como ver a un niño cuando tiene un juguete nuevo en las manos. La maestra tomó su compostura de nuevo y en forma confidencial le dijo:
Tiene que ir al puerto, a retirar un dinero que le envió. Aquí tengo el nombre del banco. –Vamos a dejá eso pa’ más luego, maestra Aparicia. Fueron las primeras palabras que salieron del anciano emocionado. Ahora lo que quiero es leer la carta. Acto seguido, se levantó de su asiento y se despidió respetuosamente. La maestra lo acompañó con su mirada hasta que cruzó la primera esquina, y se dio cuenta que el anciano no estaba muy bien. En todo el camino lo único que Jesús María hacia era darle gracias a Dios, por el sobre que llevaba en sus temblorosas manos. Lo acariciaba con ternura y lo aprisionaba contra su acelerado pecho. Ya más calmado, sin dejar de acusar la fatiga por el trayecto caminado y cuando la densidad de la sorpresa había disminuido, seguía con sus pensamientos incoherentes, sin darse cuenta por donde caminaba. El sol era inclemente, los pies le pesaban como si fueran de plomo. El regreso se le hizo más difícil y penoso, pero al fin llegó a su casa, Brígida lo esperaba ansiosa.
- ¿Qué fue viejo? Inquirió Brígida compasivamente al ver el estado en el que había regresado su cuñado. –Oye, estas empapado en sudor, y tu cara está más blanca que el sobre que traes en las manos. ¿Qué te pasó hombre? –Nada mujer, será la emoción, ya no estoy pa’ esos trotes. Después de tomarse un vaso de agua fresca y despojarse de su mojada camisa, habló más reposado. – Si, es una carta de Martín, ya la voy a leer y luego te cuento, mejor me voy al chinchorro, alcánzame un traguito de café cerrero pa’ calma los nervios. Esto lo dijo con un gesto sumiso, que Brígida capto al momento. Luego de ingerir la ansiada infusión, se acostó en el chinchorro, haciéndolo con mucha parsimonia, como si estuviera preparándose para un acontecimiento trascendental. La asoleada mañana estaba llegando a su término. Una vez más los pescadores se retiraban a sus casas, y la playa quedaba casi desierta, reverberante. Seis gaviotas volaban en fila perfecta sobre los techos de El Morro. Algunas atarrayas estaban tendidas sobre estacas de madera como grandes abanicos. Un barco se perdía en el horizonte.
La noticia de la carta de Martín había causado revuelo y perturbado las mentes del poblado, se había colado por todos los rincones como un fantasma. Todos estaban pendientes y ávidos por saber el contenido de aquella misiva. ¡Ah! cuantos hubiesen querido en ese momento ser invisibles para meterse en el chinchorro de Lebranche y poder desmenuzar aquellas líneas, conocer la justificación de Martín por su partida imprevista, y poder verle la cara al viejo cuando estuviera deletreando aquellas sagradas palabras para él. Pero todas esa almas enfermizas y ansiosas de averiguar la vida de los demás se quedarían con las ganas. Revolverían sus cuerpos corruptos e inconformes en los chinchorros, en las hamacas, en los catres, en las camas y hasta en las literas sobre el desnudo piso. Se despertarían confundidos, defraudados sin haber averiguado nada sobre Martín.
Bueno mañana sabremos algo sobre Marín, era la voz resignada de alguna mente ociosa, que se perdía con los efluvios de la noche. Jesús María desdobló la carta y comenzó a leerla. “Mi pai, mi querido pai, en estos momentos estoy navegando en un gran buque rumbo al Mediterráneo. Mis sueños se están cumpliendo mi viejo, yo estoy muy bien y espero que usted y mi tía también lo estén. He aprendido muchas cosas en los viajes que he realizado. Este viaje durará tres meses, cuando regrese, tomaré mis vacaciones y me reuniré con ustedes, no había querido escribir antes, sin tener nada concreto, estuve en el Puerto casi un año antes de conseguir este trabajo, tuve que pasar por muchas dificultades para que se concretara el empleo, primero, me pusieron a prueba por tresmeses, para ver si era merecedor del cargo, pero yo con mi empeño y mi trabajo, me gané el puesto y aquí estoy, gracias a Dios. Cuando llegue, voya comprar una casa en el Puerto, una casa decente como le prometí. Le mandé un dinero para que se olvide del bote por un tiempo hasta que yo llegue. Espéreme tranquilo, salúdeme a mi tía. Cuando regrese les quiero contar muchas cosas buenas, muy parecidas a los sueños que tuve sobre mi amigo Nostradamus. No lo he olvidado ni un solo día. Lo quiero mucho. Martín”
La carta era concisa, pero suficientemente expresiva para Jesús María, quien seguía acostado en su chinchorro. Puso la hoja blanca sobre su pecho, se quitó los pesados lentes, para darle paso a unas cálidas lágrimas que brotaron desde su alma, expiro su último hálito de vida. Cerró sus verdes ojos, se quedó dormido en un sueño celestial sin retorno, donde los mortales no pueden regresar jamás, y una dulce sonrisa de pescador quedó plasmada en su rostro inerte y Lebranche se fue para siempre.
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