LOS INICIOS DE LA MASONERÍA III
En la última entrada hemos abordado la cuestión de la masonería en América del Sur. Hemos tratado el papel decisivo que tuvo la masonería en la independencia de los virreinatos americanos (a pesar de la oposición del pueblo llano), y, por otro lado, el nivel de responsabilidad que se les puede asignar en el estallido de la Guerra Cristera (que es básicamente del cien por cien), paradigma moral de guerra justa. No podemos terminar esta serie americana sin tratar el asesinato de Gabriel García Moreno (Presidente de Ecuador), víctima del odio masónico y primer mandatario que consagró un país al Sagrado Corazón de Jesús. Asunto éste (de las consagraciones) que trataremos en primer lugar.
Un episodio de la historia de Francia hace que nos tengamos que plantear la influencia que tiene el Cielo en la tierra cuando nos alineamos con la voluntad de Dios: las revelaciones de Santa Margarita María de Alacoque, una monja visitandina (es una orden religiosa católica fundada por san Francisco de Sales y santa Juana Francisca Frémyot de Chantal), que vivió en el convento de Paray-le-Monial durante la época del Rey Sol, y que recibió gracias místicas singulares, en particular con respecto al Sagrado Corazón de Jesús.
El asunto de las consagraciones siempre ha sido una empresa arriesgada. Esto quiere decir que todo gobernante que ha tomado la determinación de consagrar su país al Sagrado Corazón ha sido observado muy detenidamente por la masonería. Cosa curiosa, porque si ellos no creen en estas cosas, no se entiende la razón de su odio visceral a este tipo de prácticas (es ironía, sabemos que practican el satanismo). El movimiento de la devoción al Corazón de Cristo lo inició el Papa Inocencio XIII a raíz de las apariciones a la religiosa francesa Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), que había contemplado el Divino Corazón: “En un trono de llamas, más brillante que el sol, y transparente como el cristal, con la llaga adorable, rodeado de una corona de espinas y significando las punzadas producidas por nuestros pecados, y una cruz en la parte superior”.
En 1689 Jesús encargó (a través de una revelación particular) a Santa Margarita que pidiera a Luis XIV la consagración de Francia a su Corazón, y, aunque ella fue personalmente a la Corte el rey hizo caso omiso (algunos historiadores observan que, justo a los cien años, se inició la sangrienta Revolución Francesa).
Los sucesivos reyes de la Casa de Borbón tampoco la llevan a cabo, y Luis XVI, ya prisionero en plena Revolución Francesa en el Temple (una fortaleza medieval de París, situada entre los actuales distritos parisinos III y IV, célebre por haber servido como prisión a Jacques de Molay, último Gran Maestre de los Templarios), formula el voto de consagrar el reino, si vuelve a recuperar la libertad. Esto no llego a ocurrir, porque como todos sabemos, murió guillotinado. No se entiende muy bien porqué reyes tan piadosos (algunos) no realizaron este acto, aunque, por otro lado, sí es comprensible, por lo que este tipo de ceremonias pueden llevar aparejados para dichos mandatarios. Un exponente claro del peligro que encierran las consagraciones es el caso de Gabriel García Moreno (Guayaquil, 24 de diciembre de 1821 - Quito, 6 de agosto de 1875, estadista, abogado, político, periodista, escritor, militar y poeta que ejerció como Presidente de la República del Ecuador). García Moreno es el primer presidente que realizó este acto en la historia de las consagraciones. La llevó a cabo en 1873, y dos años después lo asesinan justo delante de la Catedral de Quito (asesinato por encargo de la masonería). Lo llevaron a morir bajo el altar de Nuestra Señora de los Dolores, y lo último que dijo a sus asesinos fue: “Dios no muere”, porque sabía muy bien a qué se debía su asesinato. Lo asesinaron a golpes de machete y de balazos (catorce machetazos y seis balazos), con mucha saña.
Aparte de la consagración, este presidente había mantenido un trato de protección a la Iglesia durante todo su mandato (dos mandatos). Había firmado un concordato con la Santa Sede, y en pocas palabras, se había involucrado con la defensa de la Fe. La guinda para “ganarse esa muerte” fue la consagración, algo que ya no le perdonó la masonería, que lo tenía “enfilado” hacía tiempo. Fue perfectamente consciente del peligro que corría y supo de antemano, que querían asesinarlo. Prueba de ello son dos cartas que escribe, una a un amigo y la otra al Papa Pío IX, donde a los dos les dice que las logias masónicas están planeando su asesinato.
Después de ser elegido para un tercer mandato, García Moreno escribió inmediatamente al Papa Pío IX para pedirle su bendición antes de su investidura el 30 de agosto (hubiese sido la tercera investidura): “Deseo obtener su bendición antes de ese día, para tener la fuerza y la luz que tanto necesito para ser, hasta el fin, un hijo fiel de nuestro Redentor y un sirviente leal y obediente de Su infalible vicario. Ahora que las logias masónicas de los países vecinos, instigadas por Alemania, vomitan contra mí todo tipo de insultos atroces y calumnias horribles, ahora que las logias están organizando en secreto mi asesinato, tengo más necesidad que nunca de la protección divina para que pueda vivir y morir en defensa de nuestra santa religión y de la amada república que una vez más estoy llamado a gobernar”.
Curiosamente, apunta a Alemania como centro masónico donde se ha tomado la decisión de asesinarlo, y concretamente habla del “Gran Maestre Bismarck” (Otto von Bismarck de Alemania, masón de grado 33, con quien contó Albert Pike para unir a todos los grupos masones en la antigua orden del Consejo Soberano de la Sabiduría), y comenta textualmente en la carta: “Las logias están empeñadas en hacer caer el gobierno de esta pequeña república”.
Posteriormente mataron también al Arzobispo de Quito, José Ignacio Checa y Barba (en la mañana del 30 de marzo de 1877), mientras celebraba la misa del Viernes Santo en la Catedral de Quito: cayó violentamente fulminado al beber el vino del Cáliz Sagrado, que había sido envenenado con estricnina). Tras su muerte, se generó una reacción anticatólica fuerte, pero para eso había que quitar de en medio al Presidente primero, porque no lo hubiese consentido. Beatriz Margarita Conte de Fornés, en un estudio titulado “GABRIEL GARCÍA MORENO: LA HISTORIA Y LA HISTORIOGRAFÍA”, dice lo siguiente:
“Sin duda no lo mataron solamente por su obra católica. Hubo algo de venganza personal en Rayo (Faustino Lemus Rayo, el asesino que le asesto los machetazos) y mucho de romántico amor a la libertad en Montalvo (Juan Montalvo, escritor que escribió incitando a su muerte), autor moral del asesinato. Pero tampoco hay duda de la participación de la masonería en el crimen. Todo el Ecuador, el de ese tiempo como el de ahora, tiene la certeza de que García Moreno murió por su Fe. Y así lo han creído Pío IX y León XIII, y ya sabemos que no existen en el mundo entero hombres mejor informados que los Papas”.
El Diccionario de la Real Academia Española define al mártir como a la “persona que muere o sufre grandes padecimientos en defensa de sus creencias o convicciones”. Bajo esta compresión del término no cabe la menor duda del martirio de Gabriel García Moreno. El presidente ecuatoriano fue asesinado por sus creencias y por cómo ellas habían impregnado la gobernanza del país, en beneficio de la moral y en menoscabo de la corrupción, en todas sus manifestaciones. Todo su gobierno estaba impregnado esa moral cristiana que tanto enfurecía a la masonería.
También consagró el Rey D. Alfonso XIII España al Sagrado Corazón. Fue un acto heroico el que llevo a cabo el rey, ya que lo hace en tiempos muy convulsos; la masonería le ofreció conservar el trono a cambio de ciertas condiciones, cosa a la que el rey se negó. Gobernaba por aquel entonces José Canalejas, que estaba considerado como un representante del ala moderada del Partido Liberal (y quien, sin embargo, se vio obligado a llevar a cabo una política laicista y antirreligiosa para compensar el haber cortado sus alianzas con los revolucionarios). Una de las cuestiones por las que más se recuerda a Canalejas como presidente del Gobierno fue la famosa “Ley del Candado”, por la cual se impedía el establecimiento de nuevas órdenes religiosas en España y se limitaba la capacidad de las existentes para la enseñanza. Por lo tanto, se ponían las bases para una enseñanza estatal laica y no religiosa.
Además, permitió por primera vez que los protestantes pudieran llevar a cabo su culto público en España. Todo esto provocó una gran respuesta cívica y social por parte de los sectores religiosos y conservadores, que estaban apoyados por el Papa San Pío X y la jerarquía episcopal española, que entonces se mantenía muy fiel a la Doctrina. Las relaciones entre España y el Vaticano quedaron rotas. Esta historia la abordaremos con más detalle en un próximo artículo.
Como vamos viendo a través de esta serie (y todos los datos son comprobables), la masonería lleva siglos intentando cambiar la moral cristiana por una moral diabólica (aunque muchos de sus miembros no lo sepan). No entienden de derechas ni de izquierdas, su objetivo es hacerse con todo y con todos. El sacerdote Manuel Guerra Gómez, en uno de sus trabajos, nos cuenta el desmesurado poder de esta organización secreta. Ante la pregunta: ¿Es correcta la identificación de masonería e izquierda política en España? Contesta lo siguiente: “Los presidentes de la Segunda República eran masones, y muchos de los ministros también. Casi todos los líderes históricos de la Esquerra Republicana de Catalunya lo son y el anterior presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, también. Tradicionalmente en la derecha española no ha habido masones, pero en el Partido Popular de ahora sí los hay. Están infiltrados en la cúpula directiva del partido, y en concreto en Galicia, Canarias y también en el PP vasco desde que Iturgaiz, Mayor Oreja y San Gil dejaron de liderarlo”. Quizás esto explique por qué en ocasiones PP y PSOE van tan de la mano y apoyan a “El País”.
Tras describir de manera somera en los últimos capítulos la influencia de la masonería en Hispanoamérica, es hora ya de abordar el papel que tuvo la secta en los acontecimientos aciagos de la historia de España. Puede parecer exagerado decir que son muy pocos los sucesos fatídicos acaecidos en nuestro país en los que no hayan tenido nada que ver “los hijos de la viuda” (así se les llama también a los masones), desde que José I Bonaparte los introdujese en España; pero no es así. Es más difícil encontrar un acontecimiento perjudicial en el que no hayan participado que hallarlos tras cualquiera de ellos. Siempre con el traje de ilustrados y filántropos pero, en realidad, vestidos de los harapos de la desgracia. Algo que nos recuerda el refrán que dice: “debajo de la mata florida, está la culebra escondida”.
La grandeza que España llego a tener se la debemos a monarcas de gran talla como los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II. Reyes que, con sus virtudes y sus defectos, tenían algo en común: su adhesión a la Fe. Reyes que escogieron ponerse al servicio del Rey de Reyes. León XIII habló muy claramente en su encíclica Humanum Genus, citando a San Agustín, de los dos ejércitos que existen en este mundo: “El género humano, después de apartarse miserablemente de Dios, creador y dador de los bienes celestiales, por envidia del demonio, quedó dividido en dos campos contrarios, de los cuales el uno combate sin descanso por la verdad y la virtud, y el otro lucha por todo cuanto es contrario a la virtud y a la verdad. El primer campo es el reino de Dios en la tierra, es decir, la Iglesia verdadera de Jesucristo. Los que quieren adherirse a ésta de corazón como conviene para su salvación, necesitan entregarse al servicio de Dios y de su unigénito Hijo con todo su entendimiento y toda su voluntad. El otro campo es el reino de Satanás. Bajo su jurisdicción y poder se encuentran todos lo que, siguiendo los funestos ejemplos de su caudillo y de nuestros primeros padres, se niegan a obedecer a la ley divina y eterna y emprenden multitud de obras prescindiendo de Dios o combatiendo. En nuestros días, todos los que favorecen el campo peor parecen conspirar a una y pelear con la mayor vehemencia bajo la guía y con el auxilio de la masonería, sociedad extensamente dilatada y firmemente constituida por todas partes”.
Gracias a los Reyes que se entregaron al bando de Dios, como los anteriormente citados, España prosperó. Y por causa de Reyes que se dejaron influir por la masonería, España empezó a sucumbir. Otro brazo espiritual e intelectual del ejercito de Dios que contribuyó poderosamente a esta prosperidad fue la “Compañía de Jesús”. A día de hoy no son ni una sombra de lo que fueron, pero se les debe mucho por la tremenda labor que les fue encomendada y que realizaron con tanta eficacia. Debido a esto se convirtieron en uno de los primeros objetivos a destruir de la secta masónica.
La masonería se extendió por toda Europa a lo largo del siglo XVIII, pero España se les resistía gracias a la catolicidad de los reyes españoles que tuvieron en cuenta la multitud de condenas papales a la secta, como “In Eminenti”, “Providas” etcétera. Más de doscientas condenas hasta nuestros días. Uno de los frutos masónicos importantísimos de ese siglo fue la Revolución Francesa (como ya hemos comentado en un artículo anterior). Pero ya en el siglo XIX se introduce en España de la mano de José I Bonaparte la masonería. En Madrid se implantan logias como “La estrella de Napoleón”, “Emperatriz Josefina” y “Filadelfos”. Ni que decir que el anticlericalismo se manifestó inmediatamente bajo su reinado (prueba indeleble cada vez que la masonería entra en escena). Prohibieron de momento las ordenaciones sacerdotales, suprimieron las órdenes masculinas, y los religiosos fueron exclaustrados miles de ellos, y puso en marcha una nueva desamortización de los bienes eclesiásticos. Para eso, José Bonaparte contaba con el apoyo de Napoleón y de la masonería. Se sirvió de los masones, como en Francia hicieran los Bonaparte, para controlar las instituciones, principalmente el ejército, la policía y la judicatura.
No consigue arraigarse la secta en España debido al carácter de guerra total en la que estaba envuelta y que luchaba por su independencia. La aportación de los guerrilleros fue decisiva; en algunas zonas llegaron a organizarse estructuras muy sólidas: el pueblo reaccionó defendiéndose del invasor, y se puede decir, que existía el espíritu de estar protagonizando una «cruzada». José Bonaparte llegó a decir a su hermano Napoleón: “no controlo más que el suelo que piso”. Pero tras acabar la guerra en 1814, ya se empezó a dibujar el boceto de las “dos Españas”, algo que se irá consolidando poco a poco hasta nuestros días. Dos Españas, que en el fondo son dos posturas ante la vida. Una, religiosa (o, como mínimo, impregnada de cultura cristiana) y la otra, manejada por la masonería (y cuyo objetivo es destruir a la primera).
Napoleón propició la creación de logias masónicas en todo su imperio, utilizándolas como un instrumento político favorable a sus propios intereses. Aunque nunca perteneció a la Orden, todos los miembros de su familia se iniciaron en la masonería y llegaron a alcanzar puestos preeminentes. Una vez expulsados los franceses de España, se restableció el reinado de Fernando VII y se desarrolló un intenso combate contra la “incipiente” masonería española.
Con el pronunciamiento de Riego de nuevo recobró vigencia la masonería española. Durante el Trienio Liberal, funcionaron en España cuatro logias: una en Madrid (“Los Amigos Reunidos de la Virtud”, dependiente del “Grande Oriente de Francia”), otra en Rubí y dos en Cádiz (una de estas, “La Esperanza”, bajo los auspicios de “La Gran Logia Unida de Inglaterra”). El 1 de enero de 1820 el teniente Rafael del Riego se pronunció en Las Cabezas de San Juan a favor de la Constitución. Contaba con varios batallones del Ejército acantonado en Andalucía para marchar hacia América con la intención de sofocar el proceso independentista, pero en lugar de hacerlo, decidió rebelarse contra la monarquía y dar un golpe contra Fernando VII.
España había enviado anteriormente una expedición a las provincias americanas para frenar el proceso independentista, liderado por el general Morillo, que tuvo bastante éxito, pero que no llegó a sofocar la rebelión por completo. Éxito relativo pero contundente, porque hasta los “libertadores” se estaban planteando desistir de su intento. Para rematar el asunto, Fernando VII se dispuso a enviar otro contingente para cerrar la cuestión y sofocar definitivamente el levantamiento. Esta era la misión del Teniente Riego, pero éste, en lugar de cumplir con lo encomendado, se le ocurrió (en lugar de embarcar para el Nuevo Mundo) dar un golpe militar a la Corona en vez de ayudar al primer contingente que definitivamente hubiese puesto fin al levantamiento.
Sin la menor de las dudas podemos decir que este desacato perpetrado por Riego vuelve a ser una traición masónica. Los principales organizadores del levantamiento llevado a cabo en Las Cabezas de San Juan –Riego y Quiroga– eran masones. A Riego, por llevar a cabo esta acción, lo ascendieron a Gran Maestre de la Logia Nacional. Tras estos dos militares (Riego y Quiroga) se encontraba también Don Juan Álvarez Méndez (más conocido como Mendizábal), un hombre entregado a los intereses británicos toda su vida y masón perteneciente al supremo consejo del grado 33. Don Alberto Barcena, en su libro “La Pérdida de España”, apunta lo siguiente sobre este personaje: “Entre los principales propagandistas del motín, aparte de Alcalá Galiano, estaba otro masón, entregado a los intereses de Inglaterra; amigo de Nathan Rothschild desde su exilio londinense; gaditano y tan judío, por su madre, como los que, desde Gibraltar, les financiaban”.
Ni qué decir que el trienio liberal que vino tras estos episodios se caracterizó, como no podía ser de otra forma, por la desamortización de los bienes eclesiásticos (que no fueron a parar a manos de los campesinos sino de la burguesía), y por una atroz persecución religiosa, sello indeleble de la masonería en todas sus revoluciones. El gobierno rompió relaciones con la Santa Sede y expulsó al nuncio en 1823. También fueron desterrados ocho obispos, otros cinco huyeron y uno, el de Vich, fue asesinado. No lo asesinaron delincuentes comunes, fue fusilado por las tropas de Espoz y Mina, recién nombrado capitán general de Cataluña. El ataque a la Iglesia no se producía solamente a golpe de leyes; en la prensa y en el parlamento se la difamaba a diario. Anteriormente, se había decretado la expulsión de los jesuitas; ya la segunda, y no sería la última. Comenta Bárcena en su libro: “Se cerraron 1701 conventos, que eran la mitad de los que había en España; y los frailes fueron exclaustrados, como en el reinado de Bonaparte, o en la Francia revolucionaria; el programa era el mismo: primeramente, los bienes del clero regular, luego se expulsaba a dicho clero, dejándolo en la indigencia. Porque el Estado se apropiaba, sin indemnización de ninguna clase, de todas sus propiedades, siguiendo las directrices de las Cortes de Cádiz. Además, quedaban prohibidas nuevas fundaciones: así, la total desaparición de frailes, monjes, y monjas era solo cuestión de tiempo”.
Durante todo el Trienio Liberal hay dos conceptos que van totalmente unidos: masonería y liberalismo. El Partido Liberal funcionaba a las órdenes de las logias. Todas las variantes que se dieron dentro del liberalismo español (progresistas, demócratas y republicanos) fueron variantes que anteriormente se habían dado dentro de la misma masonería. Por lo tanto, el golpe de Riego sin duda ninguna fue fruto de una conspiración masónica, llevada a cabo por masones. Tras el golpe de Riego, se desencadena una guerra civil. De nuevo se crea una situación parecida a la de la Guerra de la Independencia. Partidas de guerrilleros se echan al monte a defender el antiguo régimen.
Entre estos guerrilleros cabe destacar la figura del “cura Merino” (Jerónimo Merino Cob (Villoviado, Burgos, 30 de septiembre de 1769–Alenzón, 12 de noviembre de 1844, sacerdote y líder guerrillero español durante la Guerra de la Independencia Española), que habiéndose rebelado contra los franceses, también lo hizo contra los golpistas del masón Riego. Fernando VII se encontraba cautivo en Cádiz (había sido llevado allí por los liberales). Es entonces cuando entran en España “Los Cien Mil Hijos de San Luis”. La caída de Napoleón supuso un movimiento de recuperación del absolutismo en toda Europa. Francia no estaba dispuesta a que cayese el Antiguo Régimen, y puso todo su empeño en restaurar la monarquía borbónica en España. Luis XVIII declaró: “Cien mil franceses están dispuestos a marchar invocando al Dios de San Luis para conservar en el trono de España a un nieto de Enrique IV”. El monarca francés –que se había sumado a la Santa Alianza con Prusia, Rusia y Austria– estaba decidido a acabar con el liberalismo del General Riego, que había restaurado la Constitución de Cádiz de 1812.
Los primeros movimientos para acabar con el gobierno liberal surgieron en Navarra y Cataluña, pero el ejército realista fue derrotado por las fuerzas del gobierno. En enero de 1823, Francia retiró a su embajador y comenzaron a planificar la acción militar que llevarían a cabo en España unos meses después. El mariscal Bon Adrien Jeannot de Moncey lideró las tropas que tenían como misión llevar a Fernando VII de nuevo al trono. En total, los franceses eran poco más de 90.000 soldados, a los que se sumaron los realistas españoles que habían perdido en su primer enfrenamiento. El ejército oficial sumaba 120.000 combatientes, mal preparados y desmoralizados, que solo ofrecieron resistencia en algunas ciudades de Andalucía y fueron incapaces de hacer frente a los Cien Mil Hijos de San Luis. La última plaza en rendirse fue Cádiz, que acabó haciéndolo en el mes de octubre.
La monarquía quedó restablecida, pero la masonería quedó más operativa que nunca. Tras la muerte de Fernando VII y durante el reinado de Isabel II la masonería vuelve a la carga, pero esto lo explicaremos en el próximo número, ya que es un deber para nosotros no solo decir la verdad, sino mostrar la causa de la falsedad.
Como ya dijimos anteriormente, la masonería entra en España de manera oficial con el reinado de José I Bonaparte. Pero esto no quiere decir que algunos masones chanchulleros y muy bien situados no anduviesen enredando desde tiempo atrás a favor de la secta y en contra del orden y del bien. En virtud de la aplicación de la Pragmática Sanción de Carlos III de 1767, la expulsión de la Compañía de Jesús de España y de sus dominios (1767-1814) afectó a más de 5.000 jesuitas (2.740 en España, y 2.606 en Hispanoamérica), casi una cuarta parte del total de miembros de la Compañía de Jesús. En la obsesión constante de la masonería por acabar con la Iglesia Católica, los jesuitas fueron un objetivo primordial.
La campaña contra la Compañía de Jesús comenzó en 1754, con la caída del marqués de la Ensenada, todopoderoso ministro de Fernando VI, que dio como resultado el ascenso al poder del llamado segundo equipo ministerial de Fernando VI, significativamente anti-jesuítico y masónico.
Hasta los Reyes Católicos, España luchó por la unidad. Luego, durante los dos siglos de la Casa de Austria, combatió por mantener su grandeza. Con el reinado de los Borbones pasó a protegerse a sí misma con mucha debilidad. Los reyes de la Casa de Austria, terminaron por ser totalmente españoles, pero Felipe V (primer rey Borbón), trae consigo “otras maneras”. España va a sufrir, por lo menos, en las llamadas “clases altas”, una larga temporada de influencia francesa. La masonería, a partir de ese momento, irá tomando posiciones en la corte e influenciando, poco a poco, a los reyes Borbones.
La primera alarma que se dio en España vino de un jesuita: el padre Rábago, confesor de Fernando VI, a quien venía aconsejando desde hacía tiempo, que prohibiera la secta en sus dominios. Expuso sus temores, además, en un memorial dirigido al rey: “Este negocio de los francmasones –decía– no es cosa de burla o bagatela, sino de gravísima importancia […] Casi todas las herejías han comenzado por juntas y conventículos secretos”.
Los Papas muy pronto dieron muestras del conocimiento que tenían de la secta. A la altura del reinado de Fernando VI, ya habían sido publicadas dos encíclicas condenándola: In Eminenti Apostolatus Specula (de Clemente XII en 1738) y Providas Romanorum (de Benedicto XIV en 1751). Las consecuencias de estas dos encíclicas no se hicieron esperar, la masonería ya había puesto a causa de ellas el punto de mira en la Iglesia Católica, y mucho más en la Compañía de Jesús; el máximo baluarte del catolicismo. Alberto Bárcena comenta lo siguiente en su libro “Iglesia y Masonería”: “Al igual que en su día los rosacruz, la Masonería, desde su nacimiento, contemplaba a los jesuitas como el primer escollo que debían sortear para conseguir sus fines; la Compañía seguía siendo entonces el gran baluarte del Papado a nivel universal; entre otras razones por su nivel científico que convertía sus centros de enseñanza en ejemplos de excelencia y modernidad. Solo ella podía dar la batalla a la Ilustración anticristiana con sus mismas armas: ilustración. Además, su obediencia al cuarto voto era tan firme como en los tiempos de su fundación; los jesuitas seguían siendo el «Ejército del Papa». La cuestión se complicaba por la extensión de su presencia en América, el continente en el que Inglaterra buscaba expandirse, utilizando en ocasiones las posesiones portuguesas como base de operaciones”.
La destrucción de los jesuitas fue preparada por los gobiernos de tres naciones católicas: Portugal, Francia y la propia España. Y fue el gran éxito de tres ministros ilustrados: Pombal, Choiseul y Manuel de Roda. Tres ministros masones, que habían sabido manipular y embaucar a los reyes de sus respectivos países y conseguir, de manera magistral, con mil argucias y artimañas, convencerlos de expulsar a los jesuitas de sus dominios. El primero logró su expulsión del imperio portugués en 1759, acusándoles del atentado sufrido por José I de Portugal, “el Reformador”, con el supuesto fin de crear en América un “imperio jesuítico”; Choiseul hizo prácticamente lo mismo: otro atentado, en este caso contra Luis XV de Francia, fue el pretexto para expulsarles de Francia en 1764. En el caso de España, también había que culparlos de algo. A falta de atentado real se decidió culparles del “Motín de Esquilache”. Francisco Franco, gran experto en masonería, como veremos en los capítulos siguientes, dice lo siguiente sobre este particular: “Hay, sin embargo, en nuestra Patria quienes, obedeciendo a una consigna masónica, intentan presentarnos a la masonería como una asociación filantrópica o cultural, inofensiva, ajena a las actividades políticas, la masonería en España, constituida por una exigua minoría de varios miles de afiliados, fue, siempre eminentemente política y nació entre la nobleza y elementos políticos aristocráticos para bajar luego, a través de la burguesía, a algún que otro elemento de alpargata. Un rey, dos infantes y varios duques, marqueses y otros nobles ejercieron altas jerarquías y hasta el cargo de gran comendador al correr del siglo XIX; rodean el Trono en el reinado de Carlos III bajo la sombra del todopoderoso conde de Aranda, de triste recordación. Un duque de Alba, contemporáneo de aquel Monarca, fragua el motín de Esquilache, que luego achaca, hipócritamente, a los padres jesuitas. A su muerte se retracta de sus yerros con el obispo de Salamanca, ante quien se declara autor del motín, que había organizado por odio que confesó tenía a la Compañía de Jesús. Participaron con atrevimiento en la maniobra el masón francés duque de Choiseul, el conde de Aranda, el de Campomanes, Azara y el entonces ministro de Estado don Ricardo Wall. En el expediente secreto contra los jesuitas intervinieron igualmente masones tan sólo, bajo la dirección y estrecha relación de Alba, como fueron don Miguel María de Nava, don Pedro Rodríguez Campomanes, don Luis del Valle Salazar y don Pedro Rico Egea, miembros todos destacadísimos de la gran logia española”.
La expulsión de los jesuitas fue la operación represiva de mayor escala y más compleja que jamás se había practicado hasta entonces en todo el mundo occidental. Viendo los ministros que aconsejaban al rey, no es de extrañar que, con más culpa suya o menos, sucediese lo que pasó con la orden de San Ignacio. Recogemos parte del texto de la Pragmática Sanción del rey Carlos III de 2 de abril de 1767: “SABED, que habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo Real (estos son, todos los masones anteriormente citados, y es muy significativo, que diga que se había conformado con ellos, que acabaron convenciéndolo de la supuesta maldad de los jesuitas), he venido en mandar extrañar (en este contexto, significa «expulsar», no solo prohibir la orden, echar de sus dominios a los jesuitas), de todos mis dominios de España, e Islas Filipinas, y demás adyacentes a los Regulares de la Compañía. Así, sacerdotes, como coadjutores o legos que hayan hecho la primera profesión, y a los novicios que quisieren seguirles; y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía en mis dominios; y para su ejecución uniforme en todos ellos, he dado plena y privativa comisión y autoridad, por otro mi Real Decreto, de veinte y siete de febrero, al Conde de Aranda, Presidente de mi Consejo, con facultad de proceder desde luego a tomar las providencias correspondientes”.
En la película La Misión se puede ver un reflejo de la dramática expulsión de los jesuitas en Paraguay. En los virreinatos americanos, la debacle causada por dicha expulsión fue tremenda, ya que los jesuitas regentaban la práctica totalidad de escuelas, dispensarios, hospitales, universidades y muchos pueblos fundados por la orden que quedaron sin su valiosa orientación. A pesar de la orden del rey de que no hubiese muertos, José Gálvez, cuando entró en Valladolid (México), en pocos días ahorcó a 13 jesuitas. En la campaña, que duró cuatro meses, concurrieron 5000 hombres armados para defender a los religiosos y se condenaron a prisión a más de 600 personas, ejemplo claro de la popularidad que gozaban los religiosos en todo el Nuevo Mundo. Esta fue la tónica en todos los virreinatos. Entre los criollos, el dolor y la indignación fue generalizado, ya que veían marchar al destierro a sus benefactores (médicos, enfermeros, maestros y científicos) sin ningún motivo justificado.
La expulsión de los jesuitas no era misión encomendada por el gobierno a José de Gálvez (masón), pero, buscando Carlos Francisco de Croix quien le ayudase a ello, no encontró persona más de su confianza que el visitador y sus colaboradores. De Croix, publicó un bando donde decía de los jesuitas: “Pues de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran Monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”.
El odio y el temor de la masonería a la Compañía de Jesús, era muy grande. Temor no porque fueran beligerantes en el sentido de la guerra, sino más bien por sus grandes capacidades para transmitir al pueblo conocimientos de todo tipo. Un pueblo bien educado jamás caería en las redes de la mafia masónica, y eso no podían permitirlo.En el siglo XVI México ya tenía la Real y Pontificia Universidad, a la altura de la Sorbona de París o la Universidad de Salamanca. Gozaba de escritores como Sor Juana Inés de la Cruz o Francisco Javier Alegre. Con todo eso había que acabar.
En España procedieron de manera parecida aunque no fue tan sangriento como en los virreinatos, pero el trato a la compañía fue brutal. Todos los masones involucrados en esta trama se congratulaban tras la épica victoria obtenida. Comenta Bárcena: “El secretario de Gracia y Justicia, Manuel de Roda, de cuya impiedad baste decir que, consumada la destrucción de la Compañía, se retrató escribiendo a su cómplice, el ministro Choiseul: “La operación nada ha dejado que desear: hemos muerto al hijo, ya no nos queda más que hacer otro tanto con la madre, nuestra Santa Iglesia Romana”.
No existe constancia de que Carlos III fuese masón, pero verdaderamente estaba totalmente rodeado de ellos y tampoco parecía importarle mucho. Con la masonería hay que estar atento y no se le puede ceder ningún terreno. Franco comenta lo siguiente: “La influencia que los masones llegaron a tener en la Corte española de Carlos III fue igualmente decisiva. Poco importaba que el rey no hubiera llegado a ser masón si consentía que sus ministros y consejeros obedecieran a las inspiraciones y los dictados de las logias. La prueba de su influencia sobre la persona real nos la da el hecho de que el rey hubiera nombrado ayo (persona que en una casa acomodada se encargaba del cuidado y educación de los niños) de su hijo, el príncipe Fernando, al príncipe de San Nicandro, francmasón reconocido que, naturalmente, había de enseñarle poco y pervertirle mucho. Si fecundos, pudieran considerarse en el orden material y constructivo los dilatados años del reinado de Carlos III, en cuyo periodo la Administración pública se distinguió por activa y eficaz, como lo pregonan las obras públicas nacionales acometidas en aquella época, sin embargo, en el orden espiritual para nuestro destino histórico no pudieron ser más dañinos”.
El mundo no ha tenido peor enemigo en toda la historia que la secta masónica. Tratan de blanquearse constantemente con la piel de oveja de la filantropía, no descansan en su lucha contra todo lo que es bueno, aunque cierto es que mantienen una red de beneficencia para pasar desapercibidos. Por desgracia, a día de hoy, siguen más operativos que nunca, y no dude el lector que la mayoría de las desgracias que acontecen a nivel mundial tienen la firma masónica. Cierto es que, como decía Don Ricardo de la Cierva, “no todos los masones son satánicos, aunque todos los satánicos son masones”. Disponen de una red amplia de asociaciones “pantalla”, y muchos se inician en pequeños seminarios o clubes como el Rotary Club y Los Leones.
Bien es verdad, que la mayoría de miembros de estos grupos acuden a ellos para promocionar profesionalmente y aprovechar esa especie de “directorio de empresa”, donde se pueden encontrar todo tipo de profesionales (que llegado el momento pueden sacar de un apuro). Juegan con la ambición y la buena voluntad de la gente porque muchos se acercan con buenas intenciones y atraídos por las buenas obras que también hacen. No hay que dejarse engañar, son lobos con piel de oveja. Aunque la gran mayoría no sean conscientes de donde se meten… No les quepa la menor duda, de que los que dirigen el “cotarro” no son gente de bien. Son adoradores de Lucifer, y esto, aunque no se entienda a la altura de esta serie, se comprenderá perfectamente cuando acabemos de exponer todo lo que pretendemos que se exponga. La masonería es la iglesia del diablo. Por eso no es de extrañar que le moleste tanto lo sagrado. Terminamos este artículo con una frase del refranero que ilustra bien lo que habría que contestar a todo aquel que nos invite a participar en algún grupo masónico o en alguna de las sociedades que controlan: “QUIEN NO TE CONOZCA, QUE TE COMPRE”.
Hemos tratado el tema de la expulsión de los jesuitas de las naciones de Portugal, Francia, España y todos sus territorios de ultramar, mérito y obra de los conspiradores masónicos (operación llevada a cabo con total maestría por la secta) que consiguieron no solo la expulsión en dichos territorios sino que, además, se anotaron el tanto de haber forzado la disolución de la Compañía de Jesús. El Papa Clemente XIII salió en defensa de los jesuitas perseguidos y resistió hasta su muerte las mayores presiones, incluyendo la ocupación de los Estados Pontificios de Aviñón (por parte de Francia) y Benevento (por Nápoles). El nuevo Papa, Clemente XIV, tuvo que sufrir presiones aún mayores, llegando a las amenazas de muerte, hasta que, en agosto de 1773, le arrancaron el ansiado decreto de disolución: la bula Dominus ac Redemptor.
Muchos jesuitas marcharon a Rusia y Prusia, donde se les acogió muy bien. Allí realizaron una obra importante de divulgación. Pero la mayor parte se quedó en Italia. Pío VII había resuelto restaurar la Compañía durante su cautividad en Francia (secuestrado por Napoleón) y tras su vuelta a Roma lo hizo así, con poco retraso, el 7 de agosto de 1814, por la Bula Solicitudo omnium ecclesiarum.
Dejando atrás el tema jesuítico, daremos un repaso, a la serie de desamortizaciones padecidas por la Iglesia a lo largo del siglo XIX. Estas comenzaron en el siglo anterior (1767), y tras todas ellas se encontraban súbditos de la secta masónica:
– Reforma de Olavide (detrás de la cual estaban los también masones Aranda y Campomanes); ya antes el masón Roda, Ministro de Gracia y Justicia de Carlos III, la noche del 31-III al 1-IV-1767, expulsó a los jesuitas de España y Las Indias y se confiscaron sus tierras, coincidiendo con el aniversario del Edicto de los Reyes Católicos (expulsión de los judíos, de 31-III-1492, dato éste muy curioso y fácil de interpretar).
– En diciembre de 1808, el Emperador de los franceses e invasor de nuestra patria, Napoleón I, ordenó la supresión de algunas órdenes religiosas regulares, lo que las redujo en dos terceras partes, y la desamortización de sus bienes. José I Bonaparte, el primero de nuestros reyes masones, siguiendo la pauta de su hermano, en 1809 ordenó la extinción de las órdenes religiosas y confiscó los bienes eclesiales.
– Las Cortes de Cádiz en 1813 prohibieron la reconstrucción de los conventos destruidos durante la guerra y suprimieron aquellos en los que el número de religiosos no llegaban a 12; en resumen, decretaron la supresión de dos terceras partes de los monasterios y conventos.
– La Regenta María Cristina (1833-1840), ante la necesidad que sentía del apoyo de los liberales, conservadores y progresistas (masones, por supuesto), frente a los partidarios de Don Carlos, se entregó a ellos. En 1834, el Ministro Martínez de la Rosa (masón) ordenó el cierre de los conventos en los que algún fraile se hubiera pasado a los carlistas, o hubieran colaborado de alguna forma con ellos. Prácticamente, las relaciones entre España y la Santa Sede se interrumpieron durante la Primera Guerra Carlista (1833-40).
– El masón Álvarez Mendizábal (cuyo nombre real era Juan Álvarez Méndez, de origen judío, de Niza) fue uno de los militares que encabezaron la masónica sublevación de Riego, que dio paso al Trienio Liberal e impidió la recuperación de los Virreinatos americanos. Fue nombrado nuevo Ministro de Estado y de Hacienda en septiembre de 1835. Un mes después suprimió bajo decreto todas las comunidades de órdenes monacales (colegios, congregaciones, casas de comunidades, las cuatro Órdenes Militares y la de San Juan de Jerusalén, a excepción de algunos monasterios especialmente significados histórica o culturalmente); al año siguiente se pusieron a la venta todos los bienes de los afectados, a la vez que se suprimían definitivamente todas las órdenes religiosas, confiscando todas las propiedades de monjes y frailes y parte de las del clero secular (conjunto de sacerdotes y diáconos de la Iglesia católica que ejercen un ministerio en una diócesis o en una parroquia sin pertenecer a una comunidad de religiosos, estando bajo las órdenes del obispo). Aunque algunos monumentos fueron teóricamente “protegidos”, las pérdidas del patrimonio cultural fueron demoledoras, y mucho más lo fueron para el de la Iglesia. Muchos de los bienes fueron malvendidos a la naciente burguesía, siguiendo igual de improductivos, o más, que antes y no sirviendo lo recaudado para apenas nada. La Ley de 29 de Julio de 1837 añadió la prohibición de ostentar en público el hábito y suprimió su fuero. El Arzobispo Monseñor León Meurin, Obispo de Port-Louis, en su obra Filosofía de la Masonería, dice: “El judío Mendizábal había prometido, como Ministro, restaurar las precarias finanzas de España, pero, en corto espacio de tiempo, el resultado de sus manipulaciones fue el terrible aumento de la deuda nacional, y una gran disminución de la renta. Mientras tanto, él y sus amigos, amasaban inmensas fortunas. La venta de más de 900 instituciones cristianas, religiosas y de caridad, que las Cortes habían declarado propiedad nacional a instigación de los judíos, les proporcionó magnífica ocasión para el fabuloso aumento de sus fortunas personales. Del mismo modo fueron tratados los bienes eclesiásticos. La burla imprudente de los sentimientos religiosos y nacionales llegó hasta el punto de que la querida de Mendizábal se atrevió a lucir en público un magnífico collar que hasta poco tiempo antes había servido de adorno a una imagen de la Santa Virgen María en una iglesia de Madrid”.
– Durante el periodo de la Regencia del progresista General Espartero (1840-1843), se aplicó la desamortización al clero secular, en 1841. En este año se acabó también el diezmo y la dotación de culto y clero. En el palacete de Espartero apareció una lúcida pintada: “Aquí vive el que manda en España, Espartero, el regente, y el que manda en él, vive en la casa de enfrente” (refiriéndose a la embajada inglesa, cuyo edificio se encontraba al otro lado de la calle).
– Durante el bienio progresista (al frente del que estuvo nuevamente Espartero, junto a O’Donnell) el ministro de Hacienda, Pascual Madoz, realizó una nueva desamortización (en 1855) que fue ejecutada con mayor control que la de Mendizábal. Se declaraban en venta todas las propiedades, principalmente comunales del ayuntamiento, del Estado, del clero, de las órdenes militares (Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa y San Juan de Jerusalén), cofradías, obras pías, santuarios, del ex infante Don Carlos, de los propios y comunes de los pueblos, de la beneficencia y de la instrucción pública. Fue ésta la desamortización que alcanzó un mayor volumen de ventas y tuvo una importancia superior a todas las anteriores.
Hecho este pequeño repaso por las desamortizaciones llevadas a cabo en el siglo XIX, veremos a continuación algunos episodios que ocurrieron tras la muerte de Fernando VII (episodios que nos darán una visión muy clara de cómo, tras la apariencia de “ilustrados” y de políticos serios que no se dejan llevar por “supersticiones religiosas”, estos masones, hijos de la “Ilustración”, en realidad esconden lo que son: adoradores del diablo, aunque como hemos repetido más de una vez a lo largo de esta serie y hemos copiado de Don Ricardo de la Cierva: “todos los masones no son satánicos, aunque todos los satánicos son masones”).
Con la muerte de Fernando VII se abre el periodo de las Guerras Carlistas. La guerra la planteó Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, por la cuestión sucesoria, ya que había sido el heredero al trono durante el reinado de su hermano Fernando VII, debido a que éste, tras tres matrimonios, carecía de descendencia. Sin embargo, el nuevo matrimonio del rey y el embarazo de la reina abren una nueva posibilidad de sucesión. En marzo de 1830, seis meses antes del nacimiento de la futura Reina Isabel II, el rey publica la Pragmática Sanción de Carlos IV, aprobada por las Cortes de 1789, que dejaba sin efecto el Reglamento de 10 de mayo de 1713 que excluía la sucesión femenina al trono hasta agotar la descendencia masculina. Se restablecía así el derecho sucesorio tradicional castellano recogido en “Las Partidas” (es un cuerpo normativo redactado en Castilla durante el reinado de Alfonso X (1252-1284), con el objetivo de dar uniformidad jurídica al Reino), según el cual podían acceder al trono las hijas del rey difunto en caso de morir el monarca sin hijos varones. No obstante, Carlos María Isidro no reconoció a Isabel como Princesa de Asturias, y cuando Fernando murió el 29 de septiembre de 1833, Isabel fue proclamada reina bajo la regencia de su madre, María Cristina de Borbón Dos-Sicilias. Carlos, en el Manifiesto de Abrantes, mantuvo la exigencia de sus derechos dinásticos, llevando al país a la Primera Guerra Carlista.
Pero… ¿Por qué Don Carlos tuvo tantos partidarios? ¿Les importaba tanto a los españoles que reinase Carlos o reinase Isabel? No, no les importaba NADA. El problema de fondo estaba muy claro: Carlos representaba la Tradición y la Fe, e Isabel representaba el liberalismo masónico que se vendía a poderes extranjeros (y que todo el mundo sabía que su principal interés era la abolición de la Iglesia). Era la defensa de dos conceptos antagónicos. Isabel no tenía en aquel momento edad para gobernar, y su madre, María Cristina, trataba de agarrarse al trono de su hija con uñas y dientes frente a Don Carlos. La única baza que le quedaba para defender el reinado de su hija era echarse, literalmente, en brazos de los liberales, de la masonería. La estructura del estado y del ejército estaba ya plagada de masones. Prueba de esto es que, tan solo transcurrido un año desde la muerte de Fernando VII, se desata una sangrienta persecución religiosa. Javier Paredes (catedrático de historia contemporánea), citando a Manuel Revuelta González (jesuita español e historiador que ejerció de catedrático de Historia contemporánea de España en la Universidad Pontificia de Comillas), en su libro “La Exclaustración” dice lo siguiente: “Madrid y 17 de julio de 1834, a golpe de blasfemia, las turbas asaltan el convento de Santo Tomás y el Colegio Imperial de los jesuitas. Se dividen en dos bandas, una se dirige al convento del Carmen y la otra al de san Francisco. Es de noche y buscan con antorchas a los indefensos franciscanos. Los enfermos y los enfermeros son degollados en la enfermería. Algunos son asesinados en el coro y otros que se esconden no van a correr mejor suerte: al ser descubiertos, tras los insultos y las blasfemias, la voz del jefe se hace escuchar: No hay necesidad de gastar pólvora con esta canalla; a estos los tenemos seguros; cuchillada, bayonetazo, sablazo y ¡firme con ellos! En la noche del 17 al 18 de julio fueron asesinados en Madrid ochenta religiosos. Cualquiera que conozca un poco el plano de Madrid, me dará la razón si digo que a paso ligero los militares del palacio real se hubieran podido presentar en lugar de los acontecimientos en menos de diez minutos. Pero el régimen dejó hacer y las turbas de asesinos, cuando iban de un convento a otro en busca de más sangre, le agradecieron su pasividad con esta copla blasfema: “Muera Carlos, Viva Isabel. Muera Cristo, Viva Luzbel”.
Las matanzas de Madrid, según cuenta Manuel Revuelta, sirvieron de modelo de ejecución en Reus y Barcelona, donde uno de los periódicos liberales, El Catalán, de Pascual Madoz, invitaba al festín asesino con ripios jubilosos unos días antes: “Cortemos el cuello a cercén al fraile mostén” (al que acabaron cortándole el cuello).
Las matanzas de Madrid, perfectamente dirigidas, fueron favorecidas por una sospechosa pasividad de las autoridades liberales y se adornaron de los peores rasgos de inhumanidad. 1834 fue el principio de la persecución religiosa en España, un continuado esfuerzo al que más tarde se unirían los socialistas y los comunistas para eliminar a la Iglesia en España, en un empeño que dura hasta el día de hoy, jalonado por fechas sangrientas: 1909, 1931, 1936. Afirma Revuelta que los liberales al sembrar el terror en los conventos hicieron preferible la exclaustración a una vida regular sin garantías.
Don Alberto Bárcena en su libro “La Perdida de España”, narra lo siguiente: “Martínez de la Rosa (Presidente del Consejo de Ministros), declaró solemnemente, antes de morir, que la matanza de frailes fue preparada y organizada por las logias masónicas. Lo dijo en un apunte autógrafo, entregado por él a don Pedro J. Pidal. Y Martínez de la Rosa sabía lo que estaba hablando, pertenecía al Supremo Consejo del Grado 33, figurando entre los principales masones del moderantismo”.
¿Por qué estos rebeldes ilustrados vitoreaban a Luzbel mientras asesinaban frailes? Está claro: porque lo hacían en nombre de su patrón. Para hacernos una idea del profundo odio que movía a estos asesinos de frailes, citaremos de nuevo a Bárcena, que nos relata un episodio llevado a cabo por uno de estos asesinos: “El padre Ignacio María Lerdo de Tejada y Matute, refiere cómo quedó muerto en la calle el padre José Fernández, “y su cabeza tan desbaratada que, abierto todo el cráneo, dejaba ver casi desprendidos también los sesos; dícese que una vil mujer de las que acompañaban estas barbaries tuvo la villanía de acercarse, en efecto, extraer los sesos de su lugar y, tomándolos con ambas manos gritar allí muy ufana: Ahora sí que voy a hervir sesos de fraile”.
Para terminar, daremos un dato muy importante. Javier Paredes contó los religiosos que había a principios del siglo XIX y volvió a contarlos a partir de los años 60 de ese mismo siglo, el resultado fue que habían desaparecido 80.000 vocaciones. Buena exterminación de religiosos la llevada a cabo por la masonería en tan pocos años. Y, como todos sabemos, la cosa no se quedó ahí. Desde entonces hasta nuestros días han seguido con la misma obsesión: Erradicar a la Iglesia Católica; desde fuera y desde dentro.
Mucho se ha censurado a Fernando VII por el rigor y la contundencia que empleó contra los liberales (masones por lo general todos). Hay que tener en cuenta que en su reinado comenzaba la guerra a muerte (que había de durar un siglo) entre la tradición y la revolución (carlistas y cristinos). Los liberales revolucionarios conspiraban continuamente en logias y cuarteles contra la España católica. Fernando VII, cuando les ganaba la partida, se defendía contra ellos a sangre y fuego; como ellos, cuando dominaban, se defendían asesinando curas, obispos y demás. Esa fue la esencia de la “Guerra Carlista”, esencia que pervive hasta nuestra historia reciente. No en vano la reflejaron las palabras de Gil Robles el 15 de abril de 1936 ante las Cortes, con uno de sus discursos parlamentarios de mayor calidad y más alta fuerza moral, cuando pronunció la célebre frase: “Desengañaos, señores diputados, una masa considerable de la opinión pública española que es, por lo menos, la mitad de la nación, no se resigna implacablemente a morir”.
Fernando VII se casa por cuarta vez, con María Cristina de Borbón. El rey, enfermo y castigado por las vicisitudes de un reinado lleno de altercados propios y ajenos, en sus últimos días padece de aturdimiento y cansancio mental. La nueva reina, sin conocimiento previo de la idiosincrasia del pueblo español y apoderándose del ánimo del rey, impone una nueva política de perdón y convence al rey para firmar una amnistía, consecuencia de la cual vuelven a España los liberales desterrados (masones), algo que no trajo la paz, sino la guerra.
Para el que escribe, definir lo que significa ser “buena persona” pasa por destacar uno de los ingredientes principales que contribuyen a que una buena persona lo sea. Este ingrediente es: la búsqueda de la verdad. Cuando se busca la verdad, por muy equivocado que se esté, es cuestión de tiempo acabar dentro del redil de la moral y de la justicia, ya que la verdad no es relativa, es absoluta. La masonería no busca la verdad, busca someterla (recordemos la célebre frase de Zapatero en contradicción total con la de Jesucristo, “La libertad nos hará verdaderos” en lugar de “La verdad os hará libres”). Por eso, cuando en una nación los masones toman el control, siempre, siempre, siempre, la guerra y la destrucción no tardan en aparecer.
José María Pemán, en su libro “La historia de España contada con sencillez”, dice lo siguiente: “Vuelven los liberales desterrados y perseguidos. Ya tienen aquí los acusadores del rigor de Fernando VII, la política que tanto querían. ¿Se ha resuelto por ello el problema de España?… No: el problema de España era más profundo que la inconstancia y el carácter del rey. Ya no es el rey el intransigente; ahora es una gran parte del pueblo español la que, tomando el nombre de “apostólicos”, se alarma de aquella tolerancia de la nueva reina y se agarra a la defensa íntegra de la tradición. El rey no tiene sucesión masculina, y los “apostólicos” levantan la bandera del infante Don Carlos, hermano del rey. Don Carlos, en efecto, parece totalmente inclinado a la defensa de la tradición sin concesión alguna a las ideas revolucionarias. Frente a ellos, los liberales, se agrupan en torno a la reina Cristina y defienden como sucesora en el trono, a la hija de esta, casi recién nacida, la princesa Isabel”.
María Cristina no comprende la hondura de la lucha política que desgarra a España. Cree que se puede curar con pomada la enfermedad que se ha establecido dentro de las entrañas de la nación. Su primer ministro publicó un manifiesto que, por querer contentar a todos, no contentó a nadie. A los liberales (masones) les ofreció algunas reformas políticas. Y a los “carlistas” intento asegurarles que no se atentaría contra la práctica católica. Fue inútil: los revolucionarios masones vueltos del destierro exigían mucho más de la reina, hasta el punto de tener que darle el control del gobierno a uno de ellos. Eligió uno de los que le pareció más moderado: Martínez de la Rosa. Pemán comenta lo siguiente sobre este personaje: “Martínez de la Rosa, pretende hacer una política de equilibrio, de transigencia. Y el pueblo, con certero instinto, le bautiza con el mote de “Rosita la pastelera”. Pero con “pasteles” (se vio entonces y lo hemos visto después), no se puede parar una revolución. La masonería, aprovechando una terrible epidemia de cólera que hay en Madrid, lanza la calumnia de que las fuentes públicas han sido envenenadas por los frailes. Unos cuantos infelices lo creen de buena fe; otros, pagados por los masones, se unen a ellos: y pronto se reúne una mediana turba que, por primera vez en España, asalta los conventos y degüella a los frailes. Las escenas son idénticas a las que se presenciaron en la Segunda Republica española”.
Y para que quede constancia de su peculiaridad luciferina, los asaltantes, a la vez que degollaban frailes, gritaban: “Muera Carlos viva Isabel. Muera Cristo viva Luzbel”.
A esto nos referimos cuando decimos que la masonería no busca la verdad. La mentira para ellos siempre ha sido una herramienta para conseguir sus fines sin ningún tipo de límites. La expulsión de los jesuitas se fundamentó en una serie de bulos ideados por la secta. En este caso hemos visto que acusaron a los frailes de envenenar las fuentes, y durante la Segunda Republica, los días previos a que se desatara la barbarie, se hizo correr el bulo de que las monjas y los frailes, ayudados por las mujeres de Acción Católica, repartían caramelos envenenados a los hijos de los obreros para “acabar con la simiente marxista”. Esta secta miente sin ningún tipo de remordimiento, y educa a sus participantes en el odio al católico. No olvidemos tampoco, como ya dijimos en el artículo anterior, que Martínez de la Rosa (Presidente del Consejo de Ministros) declaró solemnemente, antes de morir, que la matanza de frailes fue preparada y organizada por las logias masónicas. Lo dijo en un apunte autógrafo, entregado por él a don Pedro J. Pidal. Martínez de la Rosa sabía lo que estaba hablando, pertenecía al Supremo Consejo del Grado 33, figurando entre los principales masones del moderantismo.
No nos cansaremos de reiterar que muchos masones de los grados inferiores no son conscientes del grado de maldad profunda que habita dentro de la secta masónica, y podemos citar en ese sentido el testimonio de Serge Abad Gallardo, que después de 25 años en la logia francesa Derecho Humano, abandonó la masonería y se convirtió al catolicismo. Recomendamos la lectura de su libro “Porqué dejé de ser masón”. Esto no es óbice para condenar a esos “sumos sacerdotes” que sí son conocedores de lo que se fragua dentro de las logias y que han desarrollado una pedagogía magnífica para atraer a muchos e ir dirigiéndolos poco a poco de manera magistral hacia su perversa doctrina. Ejemplo de esto también es el ritual de grado 29 del Rito Escocés Antiguo y Aceptado que cita Alberto Bárcena: “De modo que en este momento de su recorrido iniciático el masón se encuentra cara a cara con esta representación del «Portador de la Luz», para continuar el ritual: es ahora cuando debe escoger entre la cruz cristiana, «símbolo de muerte y destrucción» y la de «la Luz y la Vida», en forma de X, asociada a Baphomet, dios de la Luz. «La elección se manifiesta “pisando la cruz [cristiana] con el pie izquierdo y con el derecho en este orden”. […] A continuación, el candidato recita la fórmula del juramento “con los brazos en forma de X sobre el pecho, el derecho sobre el izquierdo” ». ¿Serán conscientes todos los que pasan a este grado de que se están consagrando al demonio? Puede que no.
El ritual sigue exponiendo la ceremonia. «Baje las manos… Coja la cruz, tírela al suelo delante del altar, cruce los brazos (el derecho sobre el izquierdo) en el pecho en forma de X con el mallete (mazo) en la mano derecha y exclame: ¡Que esta cruz, como símbolo de la muerte y de la destrucción, desaparezca del mundo! ¡Que la luz de Baphomet (Lucifer) la suplante! ¡Gloria a ti, Dios verdadero, Baphomet, el dios de la luz y de la iniciación…!”.
Hay pruebas directas de que este ritual se lleva a cabo de la manera expresada anteriormente en la actualidad. A don Alberto Bárcena le ocurrió una anécdota que, según nos cuenta, fue determinante para disipar cualquier duda sobre la práctica de este ritual de castigo a Cristo y su Cruz, ya que albergaba alguna duda de que fuesen ceremonias de tiempos pasados y superadas al día de hoy. Transcribimos parte de una entrevista realizada a Bárcena por InfoCatólica: “Un día tuve una conversación con el nieto de un masón de grado 33 que quería iniciarle. Le hablé de los rituales y me respondió: ‘Esta parte ya me la sé, Lucifer es quien trae la sabiduría al hombre en el paraíso y Dios es quien expulsa a los dos’. Para ellos Lucifer es el aliado del hombre. Le cuento otra anécdota. Durante una conferencia en la que participé con un antiguo gran maestre de la Gran Logia de España, Tom Sarobe, leí el ritual masónico con pelos y señales (se refiere al ritual en el que se pisa el crucifijo) porque me lo pidió una señora del público. Y al acabar, Sarobe, que se había presentado como masón, no dijo ni una palabra. Ahí supe que aquello que leí era verdad. Él había ido en representación de la masonería y si no dijo nada tras oírme suponemos que lo da por bueno”.
Los 35 años del reinado de Isabel II fue la época “dorada” de los pronunciamientos y sublevaciones militares, aparte de motines y algaradas varias, protagonizados casi siempre por generales masones o instigados desde las “sociedades secretas”, como las llama Alcalá Galiano. Los grandes espadones de aquel tiempo (Espartero, Narváez, O’Donell, Serrano, Prim, etcétera), todos masones menos Narváez, se disputaban el poder. Isabel II, como su madre, se vio obligada en muchas ocasiones a ponerse en manos de la venerable fraternidad, porque los carlistas no cejaban en su empeño de encender la hoguera de la guerra civil para entronizar a su pretendiente, arrastrando consigo a buena parte del clero y a no pocos feligreses de a pie, entre otras razones, porque aquellos gobernantes con mandil no perdían ocasión de atacar a la Iglesia. Álvarez Méndez, que se hizo llamar Mendizábal, radical, conspicuo masón, dispuso (1837-1841) la extinción de las órdenes religiosas y la incautación, sin compensación alguna, de sus bienes por el Estado, que vendió a muy bajo precio para favorecer o crear una “burguesía” que le fuera agradecida y adicta.
El modelo no ha dejado de repetirse hasta nuestros días. El énfasis que el PSOE ha puesto de un tiempo a esta parte en derribar cruces y denostar a la Iglesia Católica no es algo casual ni de nuevo cuño. A nadie se le escapa que, desde la entrada en el gobierno de España de José Luis Rodríguez Zapatero, el tufo masónico que se viene arrastrando solo es inadvertido por los que no conocen el proceder de la secta. Zapatero es masón, y el gobierno de Pedro Sánchez, obedece a la masonería. No en vano Antonio Hernández Espinal (socialista de Sevilla que se ha instalado en el palacio de La Moncloa) es el jefe de estrategia de Pedro Sánchez. Hernández Espinal ha declarado públicamente que es masón.
En el llamado “expediente Royuela” queda claro y clarificado cómo nuestros máximos representantes a nivel gubernamental siguen las consignas de la Logia de Miami. Se podrá cuestionar la autenticidad de dicho expediente, pero para cualquier sabueso que sepa detectar el olor pútrido de la masonería no cabe ninguna duda que el Expediente Royuela encaja perfectamente con la trayectoria de la secta desde que José I la introdujese en España. El olor a “bicho muerto” es inevitable percibirlo, y el olor de la secta masónica cuando opera dentro de una nación, es aún más fuerte. El proceso de la descomposición en su conjunto, más allá de sus etapas visuales, destaca por ser rico en sustancias de olor pestilente. Muchos no perciben este pútrido olor porque el “Ministerio de Perfumería” realiza un trabajo magnifico, y ha conseguido gobernar de manera magistral a todos los medios de comunicación. Medios estos que se dedican día y noche a “perfumar” a la sociedad con ingentes cantidades de mentiras que contrarrestan el nauseabundo olor de la realidad.
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