sábado, 1 de enero de 2022

EL CRISTIANO EN EL TIEMPO, LA CONSUMACIÓN Y, EL DIABLO, EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN



Te alabamos, Padre Santo,
porque eres grande,
porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor.

A imagen tuya creaste al hombre
y le encomendaste el universo entero,
para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador,
dominara todo lo creado.

Y, cuando por desobediencia perdió tu amistad,
no lo abandonaste al poder de la muerte,
sino que, compadecido, tendiste la mano a todos,
para que te encuentre el que te busca.

Reiteraste, además, tu alianza a los hombres;
por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación.

Y tanto amaste al mundo, Padre Santo,
que, al cumplirse la plenitud de los tiempos,
nos enviaste como salvador a tu único Hijo.

El cual se encarno por obra del Espíritu Santo,
nació de María la Virgen,
y así compartió en todo nuestra condición humana
menos en el pecado;
anunció la salvación a los pobres,
la liberación a los oprimidos
y a los afligidos el consuelo.

Para cumplir tus designios
él mismo se entregó a la muerte,
y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida.

Y por que no vivamos ya para nosotros mismos,
sino para él, que por nosotros murió y resucitó,
envió, Padre, desde tu seno al Espíritu Santo
como primicia para los creyentes,
a fin de santificar todas las cosas,
llevando a plenitud su obra en el mundo.

Plegaria Eucarística IV

Líbranos de todos los males, Señor, 
y concédenos la paz en nuestros días, 
para que ayudados por tu misericordia, 
vivamos siempre libres de pecado 
y protegidos de toda perturbación, 
mientras esperamos la gloriosa venida 
de nuestro Salvador Jesucristo. 
Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, 
por siempre, Señor.
(RITO DE LA COMUNIÓN)

Como dice San Pablo, la naturaleza está sometida a la vanidad (idolatría) y a la servidumbre de la corrupción y desde su ser más profundo anhela ser liberada juntamente con el hombre. Pero la nueva creación en Cristo, anunciada por los profetas (Cfr. ls 65, 17-21; 66, 22), se está gestando ya en el mundo presente y será alumbrado por Él, trabajado por el Espíritu de Cristo que suscita, sostiene y dirige la colaboración humana: 
«La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La Creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (/Rm/08/19-23) (32).
El tratado de la Escatología cristiana, nos ayudara a renovar nuestra conciencia de que estamos de paso por este mundo, que esperamos “cielos nuevos y tierra nueva”; que nuestra confianza y esperanza están puestas en el Señor, sin descuidar las realidades temporales y sin dejar de pisar firmes en la realidad que nos rodea. Y que al final de la “consumación de los tiempos” cosecharemos de los frutos que hayamos sembrado y que finalmente “contemplaremos al Dios del amor, de la verdad, de la justicia y de la historia, cara a cara”; y nos dirá “Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del reino preparado para ustedes desde la creación del mundo: 

Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber…”. La escatología cristiana es, en definitiva, una mirada detenida a la parte final o clímax de la historia salvífica, del proyecto divino para el hombre y el mundo. Es meditación creyente, asombrada y admirada, de los extremos a que llega el amor de Dios por las criaturas. Es también reflexión sobre el influjo de ese futuro trascendente en la vida presente; y por tanto, reflexión practica, que mueve al cristiano a secundar, sin perder el ritmo, el proyecto salvífico. En definitiva, es ciencia salvífica, que proporciona sentido, valor e impulso a la vida del creyente en la tierra.

PROLOGO

El deseo primero y último de Dios es llevar a cabo su designio de salvación de los hombres: "Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1Tm 2,3-4). 
Pablo exulta ante este designio de Dios, que comprende desde la creación hasta la consumación en la vida eterna: 
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia, que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,3-10; Col 1,13-20). 

La salvación de Dios se realiza plena y definitivamente en Cristo, “el Salvador” (Hch 4,12; 5,31; 13,23; Lc 2,11; Jn 4,42; Flp 3,20; 2Tm 1,10; Tt 1,4; 2,13). “Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (Ef 1,9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (Ef 2,18; 2P 1,4). Por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres y mora con ellos para invitarlos a la comunión consigo” (CEC 51). A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud: “Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín)” (CEC 102). 

“Padre, ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17,3)."No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4,12), sino el nombre de Jesús. La historia de la salvación culmina en Cristo y se prolonga en la Iglesia, cuerpo de Cristo. En la Iglesia, y por medio de ella, cada cristiano recibe la palabra de Dios y, meditándola en su corazón y con la ayuda del Espíritu Santo, camina hacia la plenitud de la verdad. “La contemporaneidad de Cristo con el hombre de todos los tiempos se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia” (VS 25).

“La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del cuerpo de Cristo... Porque en los libros sagrados, el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos” (DV 21). “Por esta razón, no cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo” (CEC 103). “En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza, porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (1Ts 2,13). En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (CEC 104). 

“La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada, sobre todo, a preparar, anunciar proféticamente (Lc 24,44; Jn 5,39; 1P 1,10) y significar con diversas figuras (1Co 10,11) la venida de Cristo” (CEC 122). A través de múltiples figuras, Dios preparó la gran sinfonía de la salvación, dice san Ireneo. Un único y mismo plan divino se manifiesta a través de la primera y última Alianza. Este plan de Dios se anuncia y prepara en la antigua Alianza y halla su cumplimiento en la nueva. "Los libros del Antiguo Testamento, recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento, ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo” (DV 16; CEC 129). 

“De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Hb 1,1-2). “Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. San Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2: Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en El, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad” (CEC 65). 

Antiguo y Nuevo Testamento se iluminan mutuamente, pues la primera Alianza conduce a la nueva, que la ilumina y lleva a plenitud. Así el Antiguo Testamento encuentra en Cristo el esplendor pleno del designio de Dios. Y, partiendo de Cristo, ascendemos por el cauce de la historia de la salvación iluminando el itinerario que Dios ha seguido y descubriendo en la primera Alianza la tensión íntima hacia la nueva. En la Escritura, como una obra unitaria y coherente, cada texto se explica por otro y cada palabra incluye multitud de significados. San Buenaventura escribe: “Toda la Escritura puede compararse con una cítara: una cuerda, por sí sola, no crea ninguna armonía, sino junto con las otras. Así ocurre con la Escritura: un texto depende de otro; más aún cada pasaje se relaciona con otros mil”. La Biblia no puede reducirse a una simple evocación del pasado, sino que mantiene su sentido y valor real y vivo en el presente, además de ser prefiguración constante del futuro. La Escritura ilumina el momento presente del pueblo y, por ella, los creyentes pueden conocer en cada momento la voluntad de Dios. Así es como escucha el creyente la Escritura en la liturgia. 

La historicidad es una dimensión esencial de la existencia humana. La historicidad hace referencia a la historia vivida. Se trata no de simples hechos, sino de acontecimientos. No todo pasado es historia. Un hecho entra en la historia sólo en cuanto deja sus huellas en el devenir humano. Por eso la historia abraza acontecimientos humanos del pasado, que perviven en el presente del hombre, proyectándolo hacia el futuro. Todo hecho sin horizonte de relación, es decir, sin pasado ni futuro, no constituye historia. La historia es acontecimiento y continuidad. El acontecimiento se hace tradición. Así crece y madura la historia. El presente madura al asumir, a veces dialécticamente, el pasado, lo que ha sido, y también el futuro, lo todavía pendiente, lo esperado. El presente es el centro de la cruz. 

Apoyándose en lo que ha sido, aceptando la herencia del pasado, haciéndolo presente, se abre al futuro, que anticipa en la esperanza, haciéndolo actual, como impulso del presente hacia él. Es evidente que cuanto concierne a la fe ha de ser recibido. Ninguna interpretación tiene validez si no está integrada en el cauce de la tradición. Nosotros quizás somos una generación de enanos, pero un enano que se sube a las espaldas de un gigante puede ver amplísimos horizontes. Así, apoyados y llevados por el cauce de la tradición, también nosotros podemos descubrir nuevos aspectos del misterio de Dios y de su voluntad sobre nosotros. 

En la Escritura encontramos a Cristo en el testimonio de los hombres que le han visto con sus propios ojos, le han oído con sus oídos, le han palpado con sus manos, le han contemplado con su propio corazón, lo han experimentados en sus propias vidas (1Jn 1,1-3; Dt 4,32-40; Lc 2,29-32; Hch 2,32). Esto vale para el Nuevo Testamento y también para el Antiguo. A los discípulos de Emaús, Cristo resucitado “comenzando por Moisés y continuando por los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras” (Lc 24,28; 18,31; Hch 23,24; 1P 1,10-12). “Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (S. Jerónimo). 

El Credo de Israel no confiesa verdades, sino hechos. Es un Credo histórico. “La revelación se realiza con palabras y con hechos" (CEC 53). "También los hechos son palabras", dice San Agustín. La palabra narrativa nos hace participar de la historia, como sujetos del actuar de Dios. El estilo vivo de las narraciones bíblicas nos ayuda a entrar en contacto directo con Dios más que un tratado árido y científico. Con frecuencia, al hablar de Dios con un lenguaje muerto, en lugar de revelar a Dios, se le silencia, se le vela. Pero Dios, en su deseo de acercarse al hombre, ha entrado en la historia del hombre. La Encarnación del Hijo de Dios es la culminación de la historia de amor de Dios a los hombres. Es una historia que busca, pues, ser contada más que estudiada, vivida más que conocida. Pero para vivirla necesitamos conocerla, guardarla en el corazón, siguiendo a María, que “guardaba todas las palabras en su corazón y las daba vueltas” (Lc 2,19.51). María “compara”, “relaciona” unas palabras con otras, unos hechos con otros, busca una interpretación, explicarse los acontecimientos de su Hijo, a la luz de las prefiguraciones del Antiguo Testamento (como se ve en el Magnificat). El Papa Juan Pablo II invoca a María, diciéndole: 
“¡Tú eres la memoria de la Iglesia! La Iglesia aprende de ti, Madre, que ser madre quiere decir ser una memoria viva, quiere decir guardar y meditar en el corazón”. 

Hay una memoria en Dios, sobre la que se funda su fidelidad. Y hay una memoria en el hombre, que hace de su vida una liturgia de alabanza a Dios por las maravillas que ha obrado en la historia. Este memorial es el fundamento de la fe y la esperanza en Dios. Dios sigue vivo y fiel, presente hoy como en el pasado. Esta memoria del hombre fundamenta también la fidelidad del hombre a Dios en medio de las dificultades presentes.

EL DIABLO 
EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

1. La posición del diablo en la Historia de la Salvación

1. El diablo odia a Dios, vive en el odio a Dios, o sea odia a la Bondad en persona. Por eso no puede amar nada y a nadie. El diablo, al odiar al hombre odia en él a Dios, al Creador y al Santo. Se esfuerza por separar al hombre de Dios para llevarlo a un estado de apartamiento de Dios. El diablo combate el Reino de Dios, el poderío de Dios, incondicionadamente. No hay solamente un poder impersonal malo; existe también un ser personal cuyas intenciones son radicalmente malas y que quiere el mal por amor del mal. El pecado ha entrado en el mundo traído por el hombre, habiendo sido seducido éste por el diablo envidioso (Rom. 5, 12; Sap. 2, 24); en definitiva es, pues, el diablo, el origen del pecado. Del pecado se derivan la muerte y las funestas secuelas de la muerte. Todo pecado radica en el primer pecado, remontando, por consiguiente, hasta la seducción diabólica. Todo pecado está, pues, en relación con el diablo. En todo pecado, el hombre se deja influenciar por el seductor original.

Todo pecador, al pecar, se pone del lado de los enemigos de Dios, siendo el diablo el primero de ellos. El pecador se somete al diablo cuando deja de obedecer a Dios. El hombre no puede salir de la siguiente alternativa: o se somete a Dios o queda sometido al diablo. "...cuando ellos son esclavos de la corrupción, puesto que cada cual es esclavo de quien triunfó en él" (2P/02/19). El diablo puede considerar al pecador como ser semejante a él y como obra suya. El diablo es el señor del mundo pecador (Eph. 2, 1 y sig.), el príncipe de este mundo (/Jn/12/31), hasta es el dios de este mundo (/2Co/04/04). Este mundo está sometido a su dominio (/Ap/12/07). El diablo es el señor del mundo del pecado, de la muerte y de la enfermedad, es decir, del mundo de la discordia, de la desgracia, del odio, de lo absurdo, de la injusticia (Hebr. 2, 14). Los hombres de las tinieblas, del odio, del egoísmo son hijos suyos (/1Jn/03/08-10; /Jn/08/12).

El Concilio de Trento ha definido el señorío del diablo sobre el mundo en sus explicaciones relativas al pecado original y a la justificación (sesiones 5 y 6, D. 788, 793). Cuando se dice que el diablo es el señor de este mundo, hay que guardarse bien de pensar que es señor del mismo modo que lo es Dios. Dios y el diablo no se hallan el uno frente al otro en el mismo plano. También el diablo es una criatura divina y, por consiguiente, depende de Dios, que es también el señor de este "señor".

En cuatro pasajes habla el AT de la actividad del diablo, considerado como enemigo de Dios y de los hombres. Con más claridad que en ningún otro libro del AT se habla del diablo en el libro de Job. En la asamblea reunida ante Dios (cap. I y 2) pregunta Dios por su servidor Job y le alaba a causa de su piedad. A Satanás, que asiste a la asamblea, no le hace gracia alguna la piedad de Job. Se enorgullece de poder seducir a Job, cuya piedad es puro egoísmo e hipocresía. Pide a Dios que le permita disponer de la propiedad y salud de su favorito. Dios le da los correspondientes poderes, y el diablo se apresura a poner en práctica su plan. Esto es todo lo que el libro de Job dice sobre la actividad del diablo. En el ulterior transcurso de la narración, las penalidades que tiene que sufrir Job son pruebas enviadas por Dios. La conversación entre Dios y Satanás, es, naturalmente, una mera figura poética. Lo decisivo es lo siguiente: Satanás quiere demostrar que la piedad de Job no es sincera. Con ello ha de quedar demostrado que no hay verdadero temor de Dios. Las tribulaciones son medios que han de servir para seducir a Job a rebelarse contra Dios y a apartarse de El. Si se consigue esto, Dios quedará humillado, por decirlo así, quedará demostrado que Dios se había equivocado al pensar bien de Job. Se ha de demostrar que lo que Dios considera como verdadera piedad no es más, en realidad, que puro egoísmo. El diablo es, pues, un enemigo encarnizado de Dios y por eso también un enemigo del hombre.

Mientras que en el libro de Job Satanás se propone derrumbar la virtud, en /Za/03/01 y sigs., se esfuerza por impedir el perdón del hombre pecador. El sumo pontífice Josué, en su calidad de representante de la comunidad pecadora, se halla postrado ante el ángel del Señor, ataviado de vestidos sucios. Según lo que Dios ha decretado, la comunidad ha de ser purificada de sus pecados. Para simbolizar la purificación, Josué se pondrá una vestidura nueva. Satanás se esfuerza por impedir la purificación. Pero Dios le reprende y, efectivamente, perdona a la comunidad pecadora. Aquí Satanás aparece como enemigo del Dios bondadoso y misericordioso, y, por lo tanto, como enemigo de la comunidad, del pueblo, del sacerdocio, mediante el cual ha de manifestarse la gracia de Dios. Pero también aquí vemos que el poder de Dios es infinitamente superior al del diablo. Satanás tiene que acatar la voluntad del Dios que le reprende.

El libro de la Sabiduría (Sb/02/23ss) hace referencia a los comienzos de la historia humana. "Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y le hizo a imagen de su naturaleza. Mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen." Este pasaje es una explicación de Gen. 3. Se nos cuenta allí que un poder malo y sobrehumano, la serpiente, seduce al hombre. Pero su actividad sobrepasa las capacidades de una serpiente. Tras la culebra se oculta un seductor, totalmente semejante a Satanás en lo que concierne a su naturaleza, carácter e intenciones. La serpiente miente y calumnia lo mismo que Satanás. Infunde desconfianza y siembra confusión. Dios había prohibido que el hombre comiese del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal; la serpiente habla de que Dios prohíbe comer de cualquier árbol del paraíso. Con su mentira complica la situación, y miente, mezclando la verdad con la mentira, fundándose ahí el éxito de sus mentirosas insinuaciones. Insinúa que Dios, guiado per intenciones engañosas y egoístas, ha ocultado a Adán y Eva los buenos resultados que producirá el comer del fruto del árbol prohibido. Con intrigante ambigüedad les dice que al comer del fruto prohibido se les abrirán los ojos. Excita y halaga su sentimiento de autonomía prometiéndoles que serán iguales a Dios. El que el diablo aparezca en esta narración bajo la forma de serpiente, se deberá al hecho de que este animal, debido a sus movimientos rastreros y disimulados se adapta bien para simbolizar la malicia y falsedad del seductor. 

SIMBOLO/SERPIENTE

a) La lucha del diablo contra el Reino de Dios, contra el poderío de Dios en la Creación, contra el amor y la fe del hombre va aumentando en fuerza y encono según que se va acercando el momento en que el Reino de Dios entrará con Cristo en la Historia. Desde el momento de la encarnación de Cristo se convierte en lucha personal contra Cristo. El diablo se esfuerza por destruir a Cristo y su obra valiéndose para ello de medios tales como la astucia, la falsedad, la mentira y, finalmente, la fuerza bruta. Cristo ha venido al mundo para aniquilar la obra del diablo (l lo. 3, 8). Cristo no está sometido a su poderío (Io. 14, 30), por eso, la venida de Cristo significa para él la ruina total (lo. 16, 11). El diablo sabe que ha llegado la hora de su derrota (Mc. 23-28). Los malos espíritus saben lo que significa la venida de Cristo. Presienten quién es Cristo, notan oscuramente que ha llegado la hora en que terminará el dominio de la maldad (Mc. 1, 34, 39; 3, 11 y sig.; 5, 1-12; 7, 24-30; Mt. 8, 16; 8, 28-34; 9, 32 y sig.; 15, 21-28; Lc. 6, 18). Es cierto, no obstante, que Jesús se opone a que su dignidad y misión sean anunciadas por espíritus malos, no quiere salir de la oscuridad sirviéndose de este sensacional medio (Mc. 1, 34), no quiere servirse del diablo, que cree en Dios, es verdad, pero que tiembla ante Él y le odia (Sant. 2, 19). Los espíritus malos tratan de defender su señorío esforzándose por inducir a Cristo a que renuncie a su misión. Cuando Cristo se prepara en el desierto para comenzar su actividad pública, el seductor se acerca a él (Mc. 1, 24 y sig.). En la primera tentación (Mt. 4, 3 y sig.; Lc. 4, 3 y sig.), el diablo trata de aprovecharse de la difícil situación en que se hallaba Cristo después de cuarenta días de ayuno: Cristo tenía hambre. Satanás le dice: "Si es verdad que eres el Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en pan." El diablo no incita a Cristo a que satisfaga el hambre. La satisfacción de necesidades corporales no es una acción mala. 

La tentación diabólica consiste en el hecho de que el diablo quiere moverle a que se sirva de su misión, de su poder humano-divino, conferido para la salvación del hombre, para satisfacer necesidades propias, terrenas, corporales; lo que el diablo pretende es, pues, que Cristo abuse de esa misión y de ese poder para ayudarse a sí mismo. En su respuesta, Cristo afirma categóricamente que no quiere poner su misión al servicio de fines terrenos. La palabra de Dios, que él ha de anunciar, tiene la primacía con respecto a todo lo humano. En la segunda tentación (Mt 4, 5-7; Lc. 4, 9-13), el diablo incita a Jesús a que haga un milagro espectacular, insinuándole que se arroje desde lo alto del templo. El diablo hace referencia a la Sagrada Escritura: "A sus ángeles encargará que te tomen en sus manos para que no tropiece tu pie contra una piedra." Poco le importa al diablo citar un piadoso dicho. Cita palabras divinas para seducir a Cristo a que peque contra Dios. 

El diablo quiere que Cristo gane la voluntad del pueblo manifestando su poder mediante un hecho maravilloso. El diablo se sirve de palabras de la Sagrada Escritura y adopta una actitud fingidamente piadosa, señalando a Cristo un modo fácil de conquistarse las simpatías de la multitud, siempre amante de lo sensacional y espectacular: en eso consiste la tentación. El diablo pretende que Jesucristo haga un milagro para que las masas crean en su mesianidad. Cristo rechaza las pretensiones del diablo: "También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios." Los procedimientos insinuados por el diablo entusiasmarían momentáneamente a las masas, pero no las convencerían. Hubiesen sido un modo falso de anunciar la palabra de Dios, no hubiesen producido verdadera conversión y renovación, actitudes estas que presuponen la existencia de actos de arrepentimiento y penitencia realizados bajo, el impulso de la conciencia y del sentimiento de responsabilidad. En la tercera tentación (Mt. 4, 8-11; Lc. 4, 5-8), el diablo muestra a Jesucristo la gloria y poder de este mundo y promete entregárselo todo si cayendo de rodillas le adorase. En las otras tentaciones, Satanás finge una actitud de piedad, en la tercera se aparece como señor de la tierra. Esta tentación es la que en más viva contradicción está con la misión de Cristo, que ha venido precisamente al mundo para erigir un reino de esplendor y gloria. Pero su reino no es de este mundo (lo 18, 36). Esto explica la violencia de su respuesta. Lo que el diablo le propone está en absoluta contradicción con su misión. El diablo ya no le propone que instaure el reino de Dios sirviéndose de medios humanos, quiere que lo substituya por un reino de este mundo, que trueque a Dios por la Creación, que ponga al diablo en el lugar que le corresponde a Dios.

Sólo en otra ocasión Cristo ha rechazado una tentación con parecida violencia, cuando Pedro quiere inducirle a que renuncie al dolor, es decir, a que renuncie a ir por el camino salvador querido y elegido por el Padre (Mt. 16, 23). Rechaza las insinuaciones de Pedro con la misma violencia con que ahora rechaza y ahuyenta al diablo: "¡Retírate de mí, Satanás!"
Cristo ha superado, pues, las tentaciones con que el diablo quería inducirle a que renunciase a su misión. No obstante, la lucha con el diablo se prolonga a lo largo de toda su vida. Desde el principio era una cosa segura la victoria de Jesucristo. Como el rayo ha caído Satanás del cielo (Lc/10/17ss). Ha llegado la hora en que es arrojado (Jn/12/31). Aun más, ha sido ya juzgado (lo. 16, 11). También los discípulos, que participan en la misión de Cristo, pueden dominar a los demonios en su nombre (Mc. 3, 15; 6, 7, 13; Mt. 10, 1, 8). Cuando Cristo envía a los doce concediéndoles poder sobre los espíritus malignos, manifiesta que sin ese poder no se podría anunciar el Reino de Dios, así como no existe tal poder sin la anunciación que le interpreta. Pero el ejercicio de este poder no es un signo de la propia salvación (Lc. 10, 20). Muchos espíritus sólo pueden ser expulsados mediante el ayuno y la oración (Mc. 9, 29; Mt. 17, 21; Lc. 9,40).

b) La diabólica destrucción de los órdenes no queda limitada al sector de lo psíquico, sino que se extiende también a la esfera de lo corporal. Cristo enseña que no solamente el odio, el egoísmo y la mentira son obra del espíritu maligno, sino también las enfermedades. No dice que todas las enfermedades y desgracias sean obra del diablo. Pero la existencia de un mundo en el cual hay enfermedades y toda clase de miserias viene de la tentación de Satanás. El dominio del diablo sobre el hombre alcanza el grado supremo en los posesos, en quienes paraliza la voluntad y actividad humana. Los posesos se hallan bajo el dominio de poderes extraños que tratan de perjudicarles por todos los medios posibles. En los posesos habita el diablo de modo que frente a ellos Cristo se halla cara a cara con su enemigo. Este trata de enfrentarse, grita y suplica. Pero Jesús manda a los espíritus malos que salgan de los posesos, y los espíritus le obedecen. Jesucristo es más poderoso que ellos, es el Señor, ante quien tienen que doblegarse todas las criaturas, aún las pecadoras, aún las que le odian encarnizadamente.

En /Mc/05/01-20; /Lc/08/26-39 encontramos la más viva y a la vez terrible descripción de una expulsión de los demonios. El poseso de Gerasa presentaba un aspecto miserable y horrible. Vivía entre los sepulcros y ni aun por medio de cadenas podía ser sujetado. De día y de noche permanecía entre los sepulcros y por los montes, gritando y golpeándose con piedras. Las costumbres de los posesos nos indican de qué modo ejerce el diablo su actividad. El hombre que se aparta de Dios pierde su propio ser, imagen y semejanza de la divinidad, y vive una vida indigna del ser humano. El que se aparta de Dios, se aparta de la fuente de la vida. Símbolo de este apartamiento es el vivir entre sepulcros. El que se aparta de Dios se separa también de la comunidad humana, cuyo fundamento es Dios, y tiene que vivir, por eso, en absoluta soledad. Satanás le atormentaba terriblemente. No solamente un diablo, una legión de diablos se había apoderado de él. Pero he ahí que el poseso corre hacia Jesús: e inmediatamente el poder diabólico se convierte en impotencia. Los diablos tienen que huir y, como signo de su impureza, entraron en los puercos que había por allí. La presencia de Jesucristo hace desaparecer toda impureza y maldad. "Cuando un fuerte, bien armado, guarda su palacio, seguros están sus bienes; pero si llega uno más fuerte que él, le vencerá, le quitará las armas en que confiaba y repartirá sus despojos" (Lc. 11, 21-23). Véase Mc. 7, 24-30 (= Mt. 15, 21-28; Mt. 9, 32-34; 8, 16: 12, 22-37) (= Lc. 11, 14-23; Lc. 4, 41; 8, 2; 16, 9; 13, 10-17).

Las expulsiones de los diablos no deben ser consideradas como triunfo del poder externo sobre la debilidad externa, del poder natural sobre la impotencia natural, sino como triunfo del bien sobre el mal, del amor sobre el odio. El odio, la impureza, el egoísmo no pueden subsistir en el fuego del amor, en la luz de la pureza. La luz expulsa las tinieblas. Con todas sus fuerzas, con toda la abnegación de su bondadoso corazón, Cristo lucha contra los espíritus que quieren y buscan el mal con todas las fuerzas de su yo. Se ha interpretado la actitud de Cristo como acomodación a las ideas del tiempo o como signo de deficientes conocimientos médicos. Es cierto que las posesiones presentan los mismos signos que una serie de determinadas enfermedades. Con sólo los medios naturales no siempre será posible trazar una frontera entre esas enfermedades y las posesiones diabólicas. Las observaciones naturales no bastan para constatar con toda seguridad la existencia de posesiones. Pero para el creyente, Cristo es la norma del pensamiento y del juicio. Por extrañas que a primera vista puedan parecerle las expulsiones de diablos, somete su juicio al de Cristo, que es el fundamento de su existencia, de su pensamiento y de sus valoraciones. No se puede hablar de una acomodación de Cristo a las demonologías míticas del tiempo, puesto que la lucha contra los demonios es una de las actitudes fundamentales de Cristo. Esa lucha es uno de los elementos esenciales de su vida. Siempre de nuevo declara Cristo que no solamente anuncia una doctrina, señala un camino y trae vida nueva, sino que además tiene que quebrantar un poder personal que lucha contra Dios. El que tomemos o no en serio las expulsiones de los diablos depende de si tomamos o no en serio a Jesucristo (Véase R. Guardini, El Señor, Rialp, 145-153).

c) Cristo es el enemigo y el vencedor del diablo, por eso tiene que luchar contra todos los esclavos y siervos del diablo. El diablo dispone de muchos representantes terrenos. Los escribas y los fariseos y todos los engañados por ellos tienen que rechazar a Jesucristo porque son hijos del diablo (lo. 8, 44). El diablo siembra la incredulidad en sus corazones, endurece su corazón. Más aún, el diablo es profeta y padre de la mentira (lo. 8, 44), ciega y confunde sus espíritus hasta el punto de que según ellos Cristo es un diablo, y sus palabras no serán sino blasfemias e insinuaciones diabólicas (lo. 7, 20). Jesús reprocha a los judíos su vida pecaminosa, la superficialidad de su religiosidad, les dice que es su vida y su salud; y los judíos replican que Jesús está poseído por los diablos (lo. 8, 48, 52) y que no se debe escucharle (lo. 10, 20).

Satanás llega al colmo de su actividad engañosa cuando convence a los que lo siguen de que por amor a Dios, por amor al orden decretado y revelado por Dios, tienen que rechazar a Jesús. En este caso el diablo mismo finge ser el guardián y defensor de santas revelaciones divinas. Hasta qué punto el diablo puede engendrar confusión en los espíritus, hasta qué punto está amenazado por el peligro do escandalizarse de Cristo el que no vive en el amor sino que se halla dominado por el diablo, lo pone de manifiesto el hecho de que los judíos, sin negar las expulsiones de diablos ejecutadas por Cristo, las atribuyen a una alianza con los diablos. En Mt. 12, 22-32 leemos lo siguiente: "Entonces le trajeron un endemoniado ciego y mudo, y le curó, de suerte que el ciego hablaba y veía. Se maravillaron todas las muchedumbres y decían: "¿No será éste el Hijo de David?" Pero los fariseos, que esto oyeron, dijeron: "Este no echa los demonios sino por el poder de Belzebú, príncipe de los demonios'. Penetrando El sus pensamientos, les dijo: 

"Todo reino en sí dividido será desolado, y toda ciudad o casa en sí dividida no subsistirá. Si Satanás arroja a Satanás está dividido contra sí; ¿cómo, pues, subsistirá su reino? Y si yo arrojo a los demonios con el poder de Belzebú, ¿con qué poder los arrojan vuestros hijos? Por eso serán ellos vuestros jueces. Mas si yo arrojo a los demonios con el espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios. ¿Pues cómo podrá entrar uno en la casa de un fuerte y arrebatarle sus enseres si no logra primero sujetar al fuerte? Ya entonces podrá saquear su casa. El que no está conmigo está contra mí, y el que conmigo no recoge, desparrama" (Mt. 12, 31-32). "Por eso os digo: 

"Todo pecado y blasfemia les será perdonado a los hombres; pero la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Quien hablare contra el Hijo del hombre será perdonado; pero quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero." Cristo acentúa aquí ser el enemigo radical e incondicional de Satanás. Entre ambos, nada hay de común. Si los fariseos no lo ven, es porque están obcecados y a causa de su necedad. Sólo un necio puede desconocer la diferencia que hay entre el Reino de Dios y el reino de Satanás. Es además un signo de condenación. Cristo es la manifestación del amor de Dios, la revelación de la bondad divina; ante él huyen los espíritus malos e impuros porque no pueden tolerar su presencia. El que dice que Jesucristo es malo e impuro, el que se atreve a decir que está en unión con los diablos, manifiesta que su corazón ha llegado al empedernimiento final, de tal modo que queda descartada toda posibilidad de salvación. Véase también Mc. 3, 22-30; Lc. 11, 14-23 Mt. 9, 34. Véase R. Guardini, El Señor, 145-153. 

El diablo muestra el grado supremo de su astucia y malicia cuando por medio de sus servidores acusa a Cristo de ser un esclavo del diablo, a Cristo que ha venido al mundo para cumplir y revelar la voluntad del Padre. Los escribas y fariseos, los representantes oficiales del pueblo que habían sido elegidos para ser mensajeros de la Revelación sobrenatural consumada en Cristo, se sirven de esa acusación para lograr que Jesucristo sea condenado a morir en la cruz (lo. 8 con I1, 50 y sigs.). Los hombres han crucificado a Jesucristo, pero es otro el promotor de este terrible hecho. Tras las personas activas al exterior se oculta el funesto personaje que las dirige. Satanás, que desde el principio fue un asesino y un mentiroso (lo. 8, 44), entró en Judas Iscariote y le sedujo a traicionar a Jesús (Lc. 22, 3; lo. 13, 27; 6, 70).

d) J/VICTORIA-SAS: Al morir Jesús, Satanás parece haber confirmado su poder, hasta parece que ese poder queda para siempre asegurado. Pero la aparente derrota de Jesucristo se convirtió en verdadera victoria. Cristo tomó sobre sí la muerte y su muerte fue sacrificio y expiación. En un misterioso entrelazamiento de libertad y necesidad, su muerte fue un acto libre, un acto libre del amor. El amor venció al odio. La muerte es la suprema prueba de amor a Dios y al hombre (lo. 13, 1; Lc. 23, 34). Así como Jesucristo no se apartó ni un paso de la senda de su misión, del mismo modo no pudo ser seducido a pagar con odio el odio, a oponer violencia a la vioIencia, a luchar con engaños y astucia contra la mentira y la falsedad. La cruz de Cristo resplandece en el fuego del amor victorioso. Por eso es Cristo quien instaura el reinado de Dios. Desde ahora en adelante, el diablo es el jefe de un ejército derrotado "... perdonándoos todos vuestros delitos, borrando el acta de los decretos que nos era contraria, que era contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en la cruz; y despojando a los principados y a las potestades, los sacó valientemente a la vergüenza triunfando de ellos en la cruz" (Col. 2, 13 y sigs.). 

"Pues como los hijos participan en la sangre y en la carne, de igual manera él participó de las mismas, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, el diablo, y librar a aquellos que por temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre" (Hebr. 2, 14 y sigs.). E1 diablo puede seguir esforzándose por destruir la obra de Cristo. Pero su poder sólo puede tener eficacia cuando encuentra el apoyo de la voluntad humana. Contra el corazón amante, humilde y sincero no logrará nunca vencer. También puede seguir sirviéndose de hombres malos como de instrumentos para atribular a los fieles. Puede tratar también de impedir la eficacia de la obra de Cristo con respecto a los individuos o en lo que respecta a comunidades enteras, incitándolos a que se escandalicen de Cristo. Como quiera que Cristo y su obra siguen viviendo en la Iglesia, el diablo proseguirá la lucha contra Cristo bajo la forma de lucha contra la Iglesia, ya sea que la combata desde dentro, por decirlo así, incitándola a no cumplir su misión, la cual consiste en servir a la salvación de las almas mediante la predicación de la palabra y la administración de los santos sacramentos (ésta es la más grave de todas las tentaciones), o seduciéndola a que al cumplir su misión confíe más en medios terrenos que en la fuerza propia del Evangelio (Rom. 1, 16), ya sea que la acose desde fuera, tratando de ponerla obstáculos para que no pueda cumplir su misión.

e) En el NT se describen estas dos clases de ataques diabólicos. El diablo ciega a los hombres para que no vean la gloria de Cristo y para que no se conviertan a la fe en Cristo (2 Cor. 4, 3 y sigs). La infidelidad es comunidad con el diablo del mismo modo que le fe es vida de comunidad con Cristo (2 Co 6, 4-16)) Tras los cultos paganos se ocultan los demonios.

El que toma parte en ellos se une con los demonios (I Co 10, 20; véase Apoc. 9, 20). Barjesus, un judío de Chipre, mago y falso profeta, procuraba apartar de la fe al procónsul. San Pablo, lleno del Espíritu Santo, aniquila la fuerza diabólica que en él habitaba. "¡Oh lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás de torcer los rectos caminos del Señor? Ahora mismo la mano del Señor caerá sobre ti y quedarás sin ver la luz del sol por cierto tiempo." Inmediatamente se vió envuelto de oscuridad, y el procónsul, convencido por este prodigio, se convirtió a la fe en Cristo (Act. 13 10-12). El diablo arranca de los corazones la semilla de la palabra de Dios, de modo que no puede echar raíces ni producir frutos. Impide que los hombres puedan comprender la palabra de Dios (Mt. 13, 19; Mc. 4, 15; Lc. 8, 12). Se esfuerza por entrar de nuevo en los corazones de los que le han sido arrebatados. Es el enemigo; da vueltas sin cesar bramando como un león y buscando a quien devorar (I Pet. 5, 8). San Pablo teme que el diablo tiente a los tesalonicenses y haga vana su labor, lo mismo que le ha impedido ir a Tesalónica (l Thess. 3, 5, 2, 18). Satanás no cesa de sembrar malas semillas en los corazones de los hombres (Mt. 13, 37-39), para poder entrar de nuevo en los hombres (Mt. 12, 43-45). Los falsos maestros son sus instrumentos (II Tim. 2, 26). Los profetas falsos son servidores de Satanás (11 Cor. Il. 13 y sigs). El diablo seduce los corazones de Ananías y Safira para que mientan (Act. 5, 3). Trata de destruir el matrimonio (I Cor. 7, 5). Excita la lascivia (I Tim. 5, 15), el orgullo (I Tim. 3, 6 y sigs.), el desenfrenado deseo de riquezas (I Tim. 6, 8), el odio (I lo. 3, 10; 11 Cor. 2, 10 y sigs.). Quiere cribar a los Apóstoles (Lc. 22, 31) y se esfuerza por introducir en la Iglesia escisiones y perturbaciones (Rom. 16, 20). Es él causa de la enemistad y de la ira (11 Cor. 2, l l; Eph. 4, 27). San Pablo experimenta extraños fenómenos psíquicos-corporales causados por Satanás (11 Cor. 12, 7). Sus procedimientos son siempre idénticos: "La venida del inocuo irá acompañada del poder de Satanás, de todo género de milagros, señales y prodigios engañosos y de seducciones de iniquidad para los destinados a la perdición por no haber recibido el Amor de la verdad que los salvaría. Por eso Dios les envía un poder engañoso, para que crean en la mentira y sean condenados cuantos, no creyendo en la verdad, se complacen en la iniquidad" (11 Thess. 2, 9-12). En 2 Cor. 11, 13-15: "Pues esos falsos apóstoles, obreros engañosos, se disfrazan de apóstoles de Cristo; y no es maravilla, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de la luz. No es, pues, mucho que sus ministros se disfracen de ministros de la justicia: su fin será el que corresponde a sus obras." También el cristiano está sometido a los ataques y persecuciones de Satanás. Tiene, pues, que contar no sólo con el mal que se deriva de la libertad del hombre y con la inclinación al mal derivada del pecado del individuo y de todo el género humano, sino también con un ser personal malo, que quiere y busca el mal por amor al mal. Tiene que contar con esta funesta fuerza y tiene que combatirla (Eph. 6, 11), no mediante poder externo, sino por medio de la vigilancia y de la oración (I Pet. 5, 8 y sigs.) Y el hombre necesita, efectivamente, del don de discernimiento de los espíritus otorgado por el Espíritu Santo para conocer con seguridad si una figura luminosa es mensajero de Dios o aparición de Satanás, si una aureola de santidad es verdad o engaño (I Cor, 12, 10). El semblante y la actividad del santo y del diablo pueden parecerse tanto que sólo con grande dificultad podemos distinguirlos.

Al fin de los tiempos, el diablo intentará un último y supremo esfuerzo. Le será permitido instaurar un corto y aparente dominio sobre el mundo. Desarrollará tal pompa y tales artificios de seducción que aun los hombres de buena voluntad se sentirán inclinados a apostatar (I Tim. 4. 1; Ap. 12. 16, 13 y sigs.. 19; 20). Pero Cristo descenderá entonces del cielo, a modo de rayo, y destruirá para siempre el reino de Satanás (Ap. 20, 11-21 y sigs.). Véase Mt 25, 41). Quizá hayan de pasar todavía innumerables días y siglos, pero ante los ojos de Dios no tardará en llegar el momento en que Él, el Dios de la paz, aplastará para siempre a Satanás (Rm. 16, 20).

f) A pesar de estas y otras muchas amonestaciones, puede decirse que, según el NT, el diablo no juega un papel de mayor importancia en la vida de los cristianos. El que cree en Cristo ha sido arrebatado a su poderío. San Pablo escribe a los efesios: "Y vosotros estabais muertos por vuestros pecados y delitos, en los que en otro tiempo habéis vivido, siguiendo el espíritu de este mundo, bajo el príncipe de las potestades aéreas, bajo el espíritu que actúa en los hijos rebeldes; entre los cuales todos nosotros fuimos también contados en otro tiempo y seguimos los deseos de nuestra carne, siguiendo la voluntad de ella y sus depravados deseos, siendo por nuestra conducta hijos de ira, como los demás; pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio la gracia por Cristo" (Eph. 2, 1-5). Véase Act. 5, 16; 8-7; 16, 16-19; 26, 18. El que cree en Cristo no vive, pues, en el miedo a los demonios. Nada pueden éstos contra él si él mismo no lo quiere (Eph. 4, 27). El que vive en la fe y la humildad es invencible (Sant. 4, 7). En definitiva, el diablo mismo tiene que servir de instrumento de salvación al que vive en la fe de Cristo (I Cor. 5, 5; 11 Cor. 12, 7). Por encima de las amonestaciones se halla la palabra triunfal: no hay poder satánico alguno que sea capaz de separarnos de Cristo (Rom. 8, 39). ·Vonier-A (Der Sieg Christi, 1937, 68 y sigs.) resume adecuadamente las enseñanzas de la Sagrada Escritura con las siguientes palabras:

"La tradición cristiana nos enseña que el príncipe de las tinieblas sabe bien que ha sido vencido; sabe bien que lucha por una causa perdida. Por consiguiente, el cristiano puede sentirse completamente superior al diablo y de ningún modo necesita temerle. El desprecio que los santos han manifestado por el demonio está en abierta oposición con su humildad y la desconfianza en las propias fuerzas. Hasta puede decirse que el burlarse del diablo es una forma de sano sentido católico de la vida. Sólo para el que no sabe observar bien pasará desapercibido lo que en realidad significa el hecho de que el católico se toma la libertad de ridiculizar al diablo. El mundo irredento teme a los malos espíritus. Aunque el culto del diablo estrictamente tal no sea muy frecuente, es cierto que está muy generalizada la veneración de ocultos poderes malignos. El verdadero cristiano no tiene nada que ver con Satanás. El servicio de Cristo y la servidumbre bajo Satanás son cosas que se excluyen como el día y la noche. El príncipe de las tinieblas no dispone de poder alguno sobre el alma cristiana. No puede ni perjudicarla ni seducirla."

El que cree en Cristo se ha convertido en hijo del Padre celestial, del Señor todopoderoso. Ante la presencia de Dios, el miedo a los demonios se convierte en total indiferencia.

En la época de los Padres de la Iglesia encontramos a menudo la idea de que Satanás no quedó poco sorprendido al darse cuenta de que su aparente victoria no había sido más que una total derrota. San Agustín acentúa que se dice del diablo que es como un león, no porque sea fuerte, sino porque está furioso (Sermo 263). Los Padres, no obstante además de enseñarnos que el hombre, unido con Cristo, es invencible, nos advierten, al mismo tiempo, que debemos guardarnos bien de dejar entrar en nosotros al diablo mediante el pecado. En el Pastor de Hermas, precepto octavo (BKV, 214), podemos leer lo siguiente: "Teme al Señor, dijo él (el ángel de la penitencia), y guarda sus preceptos; porque si guardas los preceptos de Dios, serás poderoso en todas tus obras, y éstas serán incomparables. Porque en el temor del Señor lo harás todo debidamente. Este es el temor que tienes que tener para adquirir la salud. Al diablo no has de temerle; porque en el temor del Señor vencerás al diablo, pues éste no tiene poder alguno. A quien no tiene poder alguno no necesitamos temerle. El que tiene poder infunde temor; sólo el impotente pasa desapercibido, en general. Pero sí has de temer las obras del diablo, pues son malas. Ahora bien, si temes al Señor, temes también las obras del diablo, y no las ejecutas, sino que te mantienes alejado de ellas."

En el duodécimo precepto, cap. 6 (BKV, 227) se dice que nadie ha de temer las amenazas del diablo. Carecen de fuerza, ni más ni menos que los tendones de un muerto.
VER+:


SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA II
DIOS CREADOR

RIALP. MADRID 1959.Pág. 267-281

El Sentido de la Historia: La Salvación de la historia

"Hay un camino singular y nuevo de hallar a Dios,
el que nos hace encontrarnos con Él en la historia,
en la realidad y en la promesa
de una maravillosa intervención suya
en el mundo, en el tiempo, en nuestra realidad histórica”.
Pablo VI


“Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía
y la noche se encontraba en la mitad de su carrera,
tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero,
saltó del cielo, desde el trono real,
en medio de una tierra condenada al exterminio…
y tocaba el cielo mientras pisaba la tierra”. 
Sab. 18,15-16

VER+:






elcristianoeneltiempoylacon... by Dani Caqui


Emiliano Jimenez Hernandez ... by fidodido76


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