sábado, 18 de diciembre de 2021

👉 LIBRO "UNA ENMIENDA A LA TOTALIDAD": EL PENSAMIENTO TRADICIONAL CONTRA LAS IDEOLOGÍAS MODERNAS 🔥


El pensamiento tradicional contra las ideologías modernas

JUAN MANUEL DE PRADA

En nuestra sociedad ha cundido un hondo malestar que adquiere manifestaciones en apariencia contrarias: hay quienes se revuelven contra los ataques a la institución familiar, contra la corrosiva “cultura de la muerte” o contra la ingeniería social que reconfigura la propia naturaleza humana; hay quienes claman contra la depravación del capitalismo global, que condena a la miseria y el desarraigo a las nuevas generaciones y desmantela las economías nacionales; hay quienes, en fin, se rebelan contra la desmembración de la patria o la inmigración descontrolada. Y, para combatir este malestar hondo que se manifiesta de diferentes formas, la gente se adhiere a tal o cual ideología, pensando que en los demagogos que las defienden encontrará la solución a sus cuitas. Pero tales soluciones serán parciales, fragmentarias, insatisfactorias… y, con frecuencia, sólo contribuirán a enconar más aún la calamidad que pretenden combatir. Pues para combatir las causas de este malestar hondo se requiere, frente a las visiones ideológicas sesgadas, una visión armónica que permita unificar en su significación profunda el conjunto de males de apariencia disímil que nos perturban. Y esa visión armónica sólo puede brindarla el pensamiento tradicional.
Para desprestigiar la tradición, la modernidad tiende a identificarla con formas de vida periclitadas. Pero el pensamiento tradicional no quiere revivir el pasado (tampoco, desde luego, anticipar un futuro utópico), sino revitalizar el presente, infundiéndole una savia que ya ha probado sus cualidades reconstituyentes. En esta “enmienda a la totalidad” proponemos a nuestros lectores un puñado de reflexiones políticas a la luz del pensamiento tradicional, única alternativa verdadera al zurriburri ideológico imperante.

LIMINAR

Escribía Borges, en su cuento "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz", que «cualquier destino, por largo y compli­cado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Sospecho que a todos se nos brinda ese momento en algún pasaje de nuestra vida; pero no siempre acertamos a distinguirlo, y con frecuencia nos morimos sin saber quiénes somos verdadera­mente, sepultados entre una hojarasca de convenciones sociales y sobornos admitidos. Algunas personas tienen la desgracia de descubrir quiénes son de forma traumática: el día en que se quedan sin trabajo, el día en que entierran a una persona muy querida o sufren una traición, el día en que les diagnostican una enfermedad incurable. Otros, por el contrario, tienen la fortuna de saber quiénes son de forma jubilosa: el día en que alumbran una nueva vida, el día en que al fin se liberan de una carga opresora, el día en que cambia su suerte y pueden desprenderse de los simulacros y servidumbres que atenazaban sus días. Las más de las veces, ese «momento de la verdad» se produce en nuestras postrimerías: de repente, ante la muerte igualadora, todas las máscaras caen y asumimos al fin -a veces con serenidad, a veces con an­gustia- lo que somos.

Pero, para asumir lo que somos, necesitamos despojarnos y echar a barato todas las prevenciones que nos mantienen apegados a las comodidades de una vida falsa o impostada. Y, puesto que vivimos en una época de falsedades e imposturas, el espectáculo de un hombre «que sabe para siempre quién es» se torna cada vez más raro y escandaloso. Son demasiados los respetos humanos, demasiados los cálculos de conveniencia, demasiados los miedos a pisar callos o a desafiar el espíritu de nuestro tiempo; y ese amasijo de miedos, cálculos y respetos humanos ha cuajado en una argamasa tan espesa que resulta casi imposi­ble salirnos de ella para mostrar lo que somos. Todo esto ocurre, misteriosamente, en una época en que se nos dice que somos más libres y se nos invita a ser más «auténticos» que en ninguna otra época de la his­toria; pero lo cierto es que sólo se acepta como «auténtico» lo que nuestra época ha canonizado o estable­cido como normativo. Y así, el desfile de «autenticidades» se ha convertido en una tediosa exhibición de conductas promovidas y auspiciadas por quienes mueven los hilos. Pero todas estas «autenticidades», tan aplaudidas y uniformes, nada tienen que ver con ese «momento de la verdad» al que me refiero.

Ese «momento de la verdad» exige cortar todos los hilos y quemar todas las naves, que es exactamente lo contrario de lo que hacen los «auténticos» de nuestro tiempo, tan sumisos a los códigos sistémicos. Ese «momento de la verdad» exige el despojo y la gallardía que uno ya sólo tiene cuando le ha perdido el miedo a la muerte y, sobre todo, el miedo a la vida; cuando nada tiene que perder ni ganar, cuando ha espantado todas las zozobras y ha renunciado a todas las recompensas mundanas. Yo tuve la suerte de saborear intelectualmente ese «momento de la verdad» leyendo al argentino Leonardo Castellani, un escri­tor maldito de los hombres (y bendito de Dios), concienzudamente ninguneado por la cultura oficial, de quien tuve noticia gracias a la recomendación de un amigo porteño. La lectura de Castellani fue un pode­roso revulsivo en mi vida de «escritor de éxito», enganchado a los sobornos sistémicos, de los que sin em­bargo renegaba y deseaba alejarme, para que mi vocación no pereciese por asfixia; pero de los que lastimosamente no sabía cómorenegar, porque me faltaba la convicción suficiente (la gallardía) para hacerlo. Cuando descubrí a Leonardo Castellani era yo eso que luego he dado en llamar jocosamente un «cató­lico pompier», a veces modosito, a veces con aspavientos de enfant terrible, que todavía aspiraba a los aga­sajos del mundo. Pero en Leonardo Castellani descubrí a un escritor que entendía su vocación como una batalla quijotesca contra el mundo, fiel a esa misión de «bandera encontrada» o «signo de contradicción» que el viejo Simón atribuyó al propio Cristo. En Castellani descubrí con temblor y asombro al escritor ca­paz de sostener todas las posturas estéticas, políticas, filosóficas y religiosas demonizadas en nuestra época, al escritor capaz de enfrentarse por igual a las ideologías modernas y al fariseísmo religioso, capaz de abordar los más diversos asuntos humanos, contemplados siempre bajo una luz divina que le permitía ser a un tiempo polemista y apologeta, en una simbiosis rara y deslumbrante que lo convierte en eso que los franceses llaman un maítre apenser: alguien que, a través de sus reflexiones, no sólo nos invita a refle­xionar, sino que nutre nuestras propias reflexiones; alguien que, a la vez que estimula nuestra inteligen­cia, la impulsa valerosamente por caminos nunca transitados. Y todo ello, además, lo hacía Castellanien un estilo siempre vibrante, exponiendo sus ideas como si fuesen aventuras, acompañadas por un humor disolvente y socarrón que derriba los espesos muros de la mentira como si estuviesen hechos de alfeñique.

La lectura de Castellani provocó mi particular «momento de la verdad» como escritor, muy especial­mente en mi faceta de publicista. Para entonces ya llevaba muchos años escribiendo en prensa, transi­giendo con mayor o menor desgana con las concesiones que permiten encontrar acomodo en el comedero sistémico, con sus negociados de izquierdas y derechas. Pero la lectura de Castellani me descubrió los amenos paisajes del pensamiento tradicional, cuya captación y comprensión obró en mi una meta­morfosis completa -una auténtica metanoia- que, además, no admitía transacciones con las ideologías en boga. Y, a sabiendas de que desde entonces mi carrera literaria iba a tomar derroteros mucho más in­ciertos y problemáticos (y tal vez acabar en los páramos del descrédito), asumí mi destino y me juré que nunca más volvería a escribir un artículo de componenda o compadreo con el «espíritu de mi época».

No resulta nada sencillo mantener una tribuna en la prensa defendiendo posiciones que han sido por completo expulsadas del debate público y hacerse oír entre el enjambre aturdidor que trata de mantener­ nos enzarzados en demogrescas estériles, siempre dentro del «marco mental» de las ideologías en liza. Aparte de que el enjambre torna nuestra voz cada vez más inaudible, aparte de que nos dirigimos a lecto­res cada vez más maleados y refractarios a los presupuestos de nuestro pensamiento, nos tropezamos con un rechazo ambiental acérrimo que adquiere estrategias cada vez más lesivas, desde la ridiculización al ninguneo, desde la estigmatización al hostigamiento. A cualquiera le gusta ser halagado y aplaudido; y para seguir escribiendo cuando eres despreciado por los corifeos del sistema, para poder soportar el des­precio del mundo, hace falta, antes que nada, vencerse a uno mismo.

Esta es la enseñanza más valiosa que nos brinda don Quijote, que no vacila en ponerse en ridículo ante el mundo para hacer realidad los ideales de la andante caballeria en un mundo que los desdeña biliosa­mente. A don Quijote le habria resultado muy sencillo combatir las burlas de sus contemporáneos, pues todos reconocen que es hombre discreto; le habría bastado con renegar de su espíritu caballeresco para obtener la consideración y el aplauso del mundo. En diversos pasajes de la obra cervantina leemos que los personajes que se cruzan en el camino de don Quijote lo ponderan y ensalzan; y que sólo cuando don Quijote se refiere a su malhadada caballería lo toman por necio. A don Quijote le habría bastadocon hacer «reserva mental» de determinadas cuestiones para ser ensalzado por todos; pero eligió que lo ridiculizasen, eligió el desprecio del mundo, con tal de poder llevar a cabo su vocación. Es una lección muy dolo­rosa, pero incalculablemente bella. Y es el ejemplo que me propuse seguir desde que adopté la decisión de rechazar frontalmente el espíritu de mi época.

Mi razón constantemente me recomienda que aplauda lo que el mundo aplaude, mi razón me pide sin cesar que calle ante lo que la corrección política establece, mi razón me ruega encarecidamente que asuma como propios los postulados del progresismo hegemónico, para poder medrar; y que, una vez asu­midos tales postulados, discrepe en asuntos menores con mucho postureo y jeribeque, como hacen los escritores sistémicos, para posar de rebeldes o valentones ante las masas cretinizadas. Pero mi fe quijotesca se niega a aceptar lo que mi razón me reclama, a sabiendas de que esta decisión conlleva una con­dena a la soledad; porque uno no tarda en descubrir que, al revolverse contra el espíritu de su tiempo, no consigue otra cosa sino resultar enfadoso e intempestivo ante una inmensa mayoría de gentes que desean llevar una vida pastoreada por las ideologías. Pero, aunque la soledad sea a veces muy dolorosa, uno se siente más vivo que nunca; pues, como nos enseñaba Chesterton, sólo el que nada a contracorriente sabe con certeza que está vivo (frente al que nada a favor de corriente, que avanza fácilmente aun­ que lleve mucho tiempo muerto).

Sabemos que, manteniendo nuestras posturas, estamos clamando en el desierto. Pero clamar en el desierto no es una tarea estéril, como nos enseñaba Unamuno en "Del sentimiento trágico de la vida": «¿Cuál es, pues, la nueva misión de don Quijote hoy en este mundo? Clamar, clamar en el desierto. Pero el de­ sierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que se va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil leguas cantará un hosanna eterno al Señor de la vida y de la muerte». Con esta conciencia de una misión cuyos frutos tal vez nunca llegue a disfrutar sigo escribiendo, mientras me dejen; en la certeza de que no hay otra alterna­tiva para nuestro mundo infestado de ideologías en apariencia contrapuestas que el pensamiento tradicional.

Como no me chupo el dedo, sé bien que mis postulados, radicalmente enfrentados con las ideologías en liza, provocan el desprecio de la mayoría de mis contemporáneos. Provocan, desde luego, el desprecio de los progres de derechas y de izquierdas, que me ven como un reaccionario que defiende ideas inconcilia­bles con el espíritu de nuestro tiempo; provocan también el desprecio de los fariseos que se aprovechan de la fe religiosa de los sencillos para sus negocios y sus cambalaches, porque tengo la nefasta manía de recordarles que son la sal sosa fustigada en el Evangelio. Pero, desde que supe para siempre quién soy, he decidido vencerme a mí mismo y no rendirme ante el espíritu de nuestra época, que -como señalaba Unamuno-  «usa por armas el ridículo y el desprecio para los que no se rinden a su ortodoxia». Jamás me rendiré a la sórdida ortodoxia decretada por nuestra época; y, por lo tanto, no me aguarda otro destino sino ser cada vez más despreciado y ridiculizado, hasta el silenciamiento final. Pero hasta que llegue ese día tal vez no demasiado lejano prometo seguir dando la batalla con piezas como las que reúno en este vo­lumen, que presento como una «enmienda a la totalidad» del espíritu triunfante en nuestra época. En su mayoría, han sido seleccionadas entre los artículos que he publicado durante los últimos siete años en el diario ABC y en la revista XL Semanal, donde he logrado mantener mi presencia, gracias en buena medida al apoyo de esas «tres o cuatro lectoras que todavía me soportan».

En las sociedades modernas ha cundido un hondo malestar que adquiere manifestaciones en aparien­cia contrarias: hay quienes se revuelven contra los ataques a la institución familiar, contra la corrosiva «cultura de la muerte» o contra la ingeniería social que reconfigura la propia naturaleza humana; hay quienes claman contra la depravación del capitalismo global, que condena a la miseria y el desarraigo a las nuevas generaciones y desmantela las economías nacionales, favoreciendola concentración de la pro­piedad y la especulación financiera; hay quienes, en fin, se rebelan contra la desmembración de la patria o la inmigración descontrolada. Y, para combatir este malestar hondo que se manifiesta de diferentes for­mas, la gente se adhiere a tal o cual ideología, pensando que en los demagogos que las defienden encon­trará la solución a sus cuitas. Pero tales soluciones serán parciales, fragmentarias, insatisfactorias... y, con frecuenóa, sólo contribuirán a enconar más aún la calamidad que pretenden combatir. Pues para combatir las causas de este malestar hondo se requiere, frente a las visiones ideológicas sesgadas, una vi­sión armónica que permita unificar en su significación profunda el conjunto de males de apariencia disí­mil que nos perturba. Y esa visión armónica sólo puede brindarla el pensamiento tradicional.

Para desprestigiar la tradición, la modernidad tiende a identificarla con formas de vida periclitadas. Pero el pensamiento tradicional no quiere revivir el pasado (tampoco, desde luego, anticipar un futuro utópico), sino revitalizar el presente, infundiéndole una savia que ya ha probado sus cualidades reconsti­tuyentes. Frente al conservador, ese progresista paralizado que deja pudrir el meollo de sus convicciones y se obstina n preservar artificialmente una cáscara podrida, el hombre tradicional mantiene vivo un meollo de convicciones que pueden regenerar la cáscara. Por eso la tradición es exactamente lo contrario del conservadurismo (como también es, en otro sentido, lo contrario del progresismo, que envenena la savia). En esta «enmienda a la totalidad» proponemos a nuestros lectores un puñado de reflexiones polí­ticas (que siempre envuelven, como nos recordaba Donoso, cuestiones teológicas) a la luz del pensa­miento tradicional, única alternativa verdadera al zurriburri ideológico imperante. Tal vez sean las últi­mas que podamos reunir en libro, pues la disidencia acaba siendo expulsada a los márgenes. Pero, hasta que llegue ese día, seguiremos batiéndonos quijotescamente.

Ojalá, querido lector, alguna de estas reflexiones te sirva -como en su día me sirvió a mí la lectura de Leonardo Castellani- para nutrir las tuyas; ojalá impulsen valerosamente tu inteligencia por caminos nunca antes transitados.

Madrid, septiembre de 2021

EL VENENO DE LA LIBERTAD

LA PARADOJA DE LA LIBERTAD

Resulta muy aleccionador someter a revisión crítica las enseñanzas que nos transmitieron en la escuela. Recuerdo, por ejemplo, cómo en clase de Historia nos presentaban siempre a Rousseau como uno de los más grandes prohombres que vieron los siglos; y su obra "El contrato social" como una de las piedras angulares de la democracia. Con el paso del tiempo, uno entiende que muchas de aquellas enseñanzas que reci­bíamos eran una amalgama fétida de lugares comunes y afirmaciones mostrencas, hijas de la pereza mental y sazonadas por el prestigio desmesurado que determinados movimientos históricos y corrientes filosóficas tienen entre las gentes gregarias. Muchos años después me decidí a leer a Rousseau; y me topé, para mi sorpresa y horror, con una obra llena de aberraciones y perfidías de la peor calaña, desde la insal­vable escisión entre sociedad civil y sociedad política hasta la consideración del hombre como un ser bueno por naturaleza (que lo convierte, inevitablemente, en un ser irresponsable e incapaz de asumir las consecuencias de sus acciones, dislate que luego Freud reafumaría mediante la creación del «inconsciente»).

Si tuviéramos que elegir un pasaje especialmente sórdido de "El contrato social" deberíamos asomarnos a su capítulo VII: «A fin de que el pacto social no sea una fórmula vana, encierra tácitamente el compro­miso, que por sí solo puede dar fuerza a los otros, de que cualquiera que rehúse obedecer la voluntad ge­neral será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser li­bre». Vemos aquí cómo Rousseau establece la tiránica infalibilidad de la voluntad general; y también la sobrecogedora necesidad de «obligar» a las personas a «ser libres», ajustando su pensamiento al de la vo­luntad general. Lo que Rousseau defiende, a la postre, es que el disidente de la voluntad general sea reeducado y forzado a comulgar con la voluntad general. En realidad, Rousseau postula lo mismo que los abso­lutistas a los que dice combatir, limitándose a desplazar la titularidad de esa soberanía absoluta del mo­narca a la mayoría, que puede lavar el cerebro al disidente hasta convertirlo en una oveja más del rebaño. Quien se desvía de esta voluntad general estaría, a juicio del cínico Rousseau, rechazando la libertad; y por ello la sociedad debe obligarlo a someterse a la mayoría (por supuesto, esta coacción no se considera­ ría reprobable, sino por el contrario saludabilísima). La libertad en Rousseau ya no es un valor intrinseco de la propia naturaleza humana, ligado a la razón (de tal modoque el hombre, cuanto más racionalmente actúa, más libre es), sinoque seria un mero acatamientode la voluntad general, que es soberana para de­cidir lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, con un poder ilimitado. Este concepto de libertad es, exacta­mente, el que tienen los regímenes totalitarios, donde en efecto al disidente se le «obliga» a ser libre.

Tristemente, este concepto corrompido y monstruoso es también el que ha triunfado en nuestra época. Pero el totalitarismo ya no se ejerce al modo brutal de antaño, sino al modo que Tocqueville anticipó en "La democracia en América": 
«Cadenas y verdugos eran los instrumentos groseros que antaño empleaba la tiranía, pero en nuestros días la civilización ha perfeccionado hasta el mismo despotismo. Los principes habían, por así decirlo, materializado la violencia; pero las repúblicas democráticas de nuestros días la han hecho tan intelectual como la voluntad humana que quieren reducir. Bajo el gobierno absoluto de uno solo, el despotismo, para llegar al alma, golpeaba vigorosamente el cuerpo; y el alma, escapando a sus golpes, se elevaba gloriosa por encima de él. Pero en las repúblicas democráticas la tiranía deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: «Pensad como yo o moriréis», sino: "Sois libres de no pensar como yo. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros. Permaneceréis entre los hombres, pero perderéis vuestros derechos de humanidad. Cuando os acerquéis a vuestros semejantes, huirán de vosotros como de apestados e incluso aquellos que crean en vuestra inocencia os abandonarán. Os dejo la vida, pero la que os dejo es peor que la muerte"».
Bien mirado, aquellos profesores que nos presentaban a Rousseau como un gran prohombre de la de­ mocracia estaban formulando una verdad sarcástica y paradójica.
DIVISIÓN

Si buceamos en la etimología de la palabra diablo, descubriremos que procede del verbo griego diaballein, que a su vez deriva del verbo ballein, que significa tirar o arrojar. Así pues, el diablo sería el que arroja a unas personas contra otras; es decir, el que crea desunión e inquina, el cizañero, el que divide. Y es que, en efecto, en la división, que siempre nos hace más débiles, se halla la raíz de todos nuestros males. Siempre que se ha querido minar la resistencia de las personas o de los pueblos se ha empezado por separarlos de aquellas realidades tangibles o espilituales que constituían su fortaleza: su familia, su patria, sus tradi­ciones, su Dios. Del mismo modo, todas las personas y pueblos que han deseado mantenerse fuertes, han procurado evitar a toda costa el desarraigo; y se han afianzado en la defensa de aquellas realidades tangi­bles y espirituales que los constituían comunitariamente.

Nuestros antepasados nunca perdieron la lucidez de identificar como enemigo a quien anhelaba sepa­rarlos. Pero esta conciencia natural se empezó a extraviar en un momento determinado de la Historia que tiene que ver con la «espiritualización» del Dinero; pues el Dinero, para multiplicarse sin trabas (y con­centrarse luego más cómodamente), necesita sojuzgar a los pueblos, sembrando en ellos la división. De ahí que el Dinero apoyase, allá por el siglo XVI, las revueltas de clérigos levantiscos, y más tarde las llamadas revoluciones. Se trataba, en fin, de arrasar todos los vínculos fiduciarios que unían a los hombres, para convertir la confianza fatua del ser humano en sí mismo en el único sostén del mundo; se trataba de infundir la creencia mentecata de que un hombre solo puede contra todos los demás, de que el individua­lismo es el tesoro de los fuertes, de que la resistencia diamantina de un único hombre es capaz de vencer todos los obstáculos. Todas estas tesis grotescas cristalízaron en la entelequia del superhombre; y alcan­zaron su expresión charlatanesca en las novelas de Ayn Rand, que siempre han gustado mucho a los mindundis con delirios de grandeza, pues mientras se comen los mocos les permiten fantasear con la qui­mera de comerseel mundo.

Por supuesto, estas paparruchas fueron inventadas para debilitar la resistencia de los pueblos, que en­fermos de individualismo acabaron convertidos en masa cretinizada con la que los poderosos pudieron hacer desde entonces albóndigas de carne picada. Pero este monstruoso plan de división tenia que acom­pañarse de placebos o golosinas que mantuvieran entretenidos a los pueblos, mientras eran desarraiga­dos; y tales placebos no fueron otros sino los llamados «derechos» y «libertades», que a la vez que se dis­frutan y saborean propician una mayor división. Es muy interesante constatar, por ejemplo, cómo el libe­ralismo se esforzó desde un principio en destruir las corporaciones y los gremios, con la excusa de que en la asociación se daba una «enajenación de la libertad» de los individuos. Y, a la vez, se afanó en potenciar los partidos políticos, que en cambio presentó como altavoces de la libertad individual. Por supuesto, los sepultureros de los gremios y los fundadores de los partidos políticos ansiaban lo mismo:  romper los vínculos humanos y dividir la comunidad con la excusa de favorecer que el individuo se exprese libre­mente. Y es que una sociedad dividida, integrada por individuos infatuados de su autonomía personal, ahítos de libertad, borrachos de derechos, es más mollar y manejable; y sucumbe más fácilmente ante el Dinero, que no encuentra dique alguno contra sus sobornos y asechanzas.

La división la hallamos hoy en todos los órdenes de la existencia humana: en el orden político, a través de una demogresca constante que alimenta las tendencias disgregadoras y separatistas; en el ámbito do­méstico, convirtiendo las familias en campos de Agramante donde las rupturas y violencias se han eri­gido en el pan nuestro de cada día; y hasta en el seno de la propia persona, enturbiando su conciencia de los modos más desquiciados, haciéndola sentir incluso extranjera en su propio cuerpo. Pero se trata de una tragedia con sus tintes delirantes: pues, mientras sufrimos en nuestras carnes y espíritus las conse­cuencias crudelísimas de esta obra del diablo -mientras nos toca emigrar, mientras nos toca aprender lenguas extrañas para que nos paguen un sueldo exiguo, mientras acudimos a un juez para que nos deje visitar a nuestros hijos, mientras recurrimos a un pitoniso o a un psiquiatra porque no tenemos a quien rezar-, seguimos creyéndonos absurdamente seres infinitamente más libres que nuestros antepasados, encadenados a sus realidades tangibles y espirituales.

LIBERTAD DE PENSAMIENTO

En 1984, George Orwell relata que el Partido, para transformar el pensamiento de la gente, hace creer que «tanto el pasado como el mundo externo existen sólo en la mente». Ante lo que Winston Smith, el protagonista de la novela, se rebela, diciendo: «El mundo material existe, sus leyes no cambian. Las piedras son duras; el agua, líquida; los objetos sin sujeción caen hacia el centro de la Tierra. La Libertad significa liber­tad para decir que dos más dos son cuatro. Si eso se admite, todo lo demás se da por añadidura». La liber­tad, para Orwell, se funda en la verdad; y ya se sabe que nada ofende tanto (sobre todo en épocas de en­gaño universal) como la verdad. Por eso todos los tiranos que en el mundo han sido han tratado de esca­motear la verdad de las cosas; y el hombre libre ha aspirado a desentrañarla. En esto debería consistir la «libertad de pensamiento». Pero... ¿de veras esta es la «libertad de pensamiento» que hoy proclamamos?

No puede serlo por la sencilla razón de que nuestra época no reconoce la existencia de la verdad, que Orwell consideraba premisa de la libertad. El subjetivismo niega que la verdad de las cosas pueda ser co­ nocida, pues considera que el entendimiento está limitado por la experiencia. El relativismo afirma que lo que las cosas son desde nuestra perspectiva y coyuntura no lo serían si la perspectiva y la coyuntura fuesen distintas. El escepticismo, en fin, nos impone dudar de todo, pues considera que somos incapaces de alcanzar la verdad. De este modo, la certeza sobre las cosas se ha evaporado del todo, lográndose aquel anhelo del Partido que exigía que tanto el pasado como el mundo externo sólo existiesen como figuracio­nes mentales. Curiosamente, esto no ocurre bajo un poder dictatorial como el que imaginó Orwell, sino bajo regímenes democráticos. Pero tal vez, como afirmaba Kelsen en "De la esencia y valor de la democracia"«la causa democrática aparecería desesperada si se partiera de la idea de que puede accederse a verdades y captarse valores absolutos».

Al no reconocerse la existencia de la verdad (o ante la imposibilidad de acceder a ella), ya no puede exis­tir adecuación del intelecto a las cosas (que era la definición aristotélica de verdad). Abolida la verdad, se invocó un principio la objetividad, que presupone imparcialidad; pero nadie puede creer seriamente que un sujeto que no reconoce la existencia de la verdad pueda ser otra cosa sino subjetivo. Luego, el concepto de objetividad fue sustituido por los de sinceridad o autenticidad, que ya sólo pueden presumir de «decir lo que uno piensa (o siente)». La verdad se convierte, entonces, en coherencia con las ideas propias, que naturalmente habrán de ser subjetivas; pero, una vez sustraída la adecuación del intelecto a las cosas, ¿cómo sabemos que esas ideas que creemos propias no son en realidad ideas inducidas por otros? ¿Cómo sabemos que estamos diciendo lo que pensamos y no lo que otros nos han «predispuesto» o «enseñado» a pensar? ¿Cómo sabemos que estamos pensando y no tan sólo «sintiendo»? A fin de cuentas, nada hay tan «sincero», tan «auténtico», como la expresión de sentimientos. Y nada tampoco tan fácil de excitar, de es­timular y, en definitiva, de inducir: no hace falta sino comprobar la facilidad con que unas imágenes lan­zadas a través de la televisión logran indignarnos o conmovernos; o la celeridad con la que logran «movi­lizarnos» a través de las redes sociales. Cuando la verdad ha sido sustraída, nada más sencillo que «suministrar» pensamientos que nos hagan sentir auténticos. Así lo creía Adam Smith, cuando afirmaba que «en las sociedades opulentas, pensar es una operación muy especial, reservada a un reducido número de personas, que suministran todo el pensamiento que debe disponer la multitud de los que penan». Así también Rousseau, cuando explicaba cómo se «creaba» la llamada cínicamente «opinión pública»: 

«Corregid las opiniones de los hombres y sus costumbres se depurarán por sí mismas». En Un mundo feliz, la fábula futurista de Huxley, esta «libertad de pensamiento» secreaba durante el sueño, mediante un mecanismo repetitivo que hablaba sin interrupción al subconsciente;en nuestra época, se logra a través de los métodos de control social y condicionamiento de los espíritus de todosconocidos, que nos enseñan lo que podemos pensar y lo que debemos rechazar, lo que conviene decir y lo que conviene callar, para po­der segufr siendo aceptados en la manada y acogidos en el redil, donde nos aguardan en el comedero los pensamientos permitidosque podemos rumiar y deglutir tranquilamente, para alivio de nuestras penas.

LIBERTAD SIN EXPRESIÓN

Me he acordado mucho de mi maestro Leonardo Castellani, leyendo las mamarrachadas campanudas que se han escrito sobre la libertad de expresión, a propósito de la condena a un rapero que en sus canciones no hace otra cosa sino desear la muerte a todo bicho viviente, a ser posible en atentado terrorista, con ri­pios que no hubiesen desentonado en las paredes del retrete de un frenopático.

Para que podamos hablar de libertad de expresión tiene que haber primero expresión; y, si estamos ha­blando de artistas, tiene que haber expresión artística. Pero ensartar rimas cretinas y obscenidades de es­tercolero, todo ello regado de un odio purulento de la peor calaña, nada tiene que ver con la expresión ar­tística. Tal vez tenga que ver con la coprolalia, o con la rumia esquizofrénica, o con otras expresiones pro­pias de la descomposición mental, pero no con el arte. Sin embargo, convertir a un tío huérfano de gracia y talento que escupe bilis por la boca y desea la muerte a todo quisque en «mártir» de la libertad de expre­sión es un rasgo muy propio de esta época envilecida, que cuando quiere encumbrar a alguien necesita antes buscarlo en el lodazal de la degradación. Resulta, en verdad, llamativo que casi todos los «mártires» de la libertad de expresión encumbrados en los últimos tiempos sean tuiteros que han vomitado las baje­zas más sórdidas, o raperos que hacen exaltación de los delitos más bestiales, o valentones que se regodean ultrajando las creencias religiosas del prójimo (siempre el mismo prójimo y siempre las mismas creencias, por supuesto). Seguramente, todos estos personajillos no merezcan penas de cárcel; pero, desde luego, sus purrelas no merecen ser llamadas «expresión», y mucho menos ser amparadas por libertad de ningún tipo.

Afirmaba Castellani que «si a libertad no se añade para qué, es una palabra sin sentido; y hoy en día, por obra del liberalismo, la más asquerosamente ambigua que existe». Porque, en efecto, no puede haber li­bertad para dañar, injuriar, calumniar y ofender gratuitamente; no puede haber libertad para sembrar el odio y extender la mentira; no puede haber libertad para envilecer los espíritus e inclinarlos al mal. O puede haberla en un mundo corrompido, pero no será libertad propiamente dicha; será, en todo caso, esa libertad asquerosamente ambigua de la que hablaba Castellani, que es la más terrible y sórdida de las es­clavitudes, porque es adhesión a la vileza y sometimiento a las pasiones más torpes. Resulta, por cierto, hilarante que casi todos estos personajes últimamente encumbrados como «mártires» de la libertad de expresión por hazañas tales como desear la muerte al prójimo o aplaudir los crimenes y aberraciones más abyectos se crean grandes detractores del liberalismo, cuando son sus hijos predilectos; o, dicho con más exactitud, sus epígonos inevitables, los hijos tontos que acaban dando la nota en toda estirpe degenerada. 

Como nos enseñaba Castellani, cuando la libertad no explica su «para qué» se convierte en una libertad puramente nihilista, guiada por el apetito de destlucción. El artista necesita, desde luego, libertad para buscar la belleza y alumbrar el drama humano; necesita libertad para descender al reino de las sombras y alzarse al reino de la luz; necesita libertad para hacer temblar nuestras certezas y remover nuestras comodidades; necesita, en fin, libertad para expresar su arte. Pero, aprovechando la asquerosa ambigüedad reinante, nos quieren colar bazofias que ya no se conforman con suplantar el verdadero arte y envilecer sensibilidades, sino que además exigen libertad para vomitar su odio, con completa y risueña impuni­dad, mientras los vomitados les reímos las gracias. Porque en casi todos estos «mártires» de la libertad de expresión no hay más que odio, un odio supurante y cetrino (el odio de Caín, cuando comprueba que el humo de sus ofrendas no sube al cielo) que necesita ensuciar cuanto toca. Y para esa vomitona de odio exigen libertad de expresión; y cuentan con una legión de papanatas (a veces tan sólo tontos útiles, a ve­ces tarados, pero sobre todo pescadores en río revuelto que aprovechan estas causas para su provecho) que los encumbran como «mártires» de la libertad de expresión.

Y mientras la coprolalia y la diarrea mental son protegidas por esta falsa libertad, cualquier expresión verdadera es perseguida y reprimida por turbias ideologías que han extendido su censura por doquier. Porque allá donde se ampara la pacotilla la verdad acaba siendo prohibida.

LOS PEORES INSTINTOS

No creo que exista mejor síntesis del derrumbe de una época que la imagen de las hordas de vándalos que arrasaron las calles, tras el ingreso en prisión del rapero Pablo Hasel, mientras la casta de los tertulianeses e intelectualillos sistémicos balbuceaba paparruchas, reclamando «libertad de expresión» para los «artis­tas». Como ya hemos señalado en otras ocasiones, para que pueda hablarse de «libertad de expresión» debe haber primero expresión propiamente dicha; y la coprolalia, el vómito del resentimiento, la rumia esquizofrénica no son «expresión» digna de protección jurídica. Además, toda libertad -para ser digna de tal nombre- tiene que orientarse hacia un fin legítimo; y una libertad que tiene como fin desear la muerte al prójimo o aplaudir los crímenes más aberrantes, como propone el rapero de marras- con insis­tencia en verdad psicopática-, debe de serjustamente reprimida.

Pero este episodio terminal de indigencia intelectual es consecuencia inevitable de la subversión de ca­tegorías filosóficas que introduce el liberalismo. Para todos los pensadores políticos clásicos -con Aristóteles y Platón a la cabeza- la justicia es el fin y la regla de la política; y la libertad es la capacidad de discernimiento que asiste al hombre para elegir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, en las di­ferentes circunstancias en que seencuentra. Sólo así, con una libertad orientada hacia lajusticia, es posi­ble una autentica comunidad política. Pero el liberalismo trastornó por completo el concepto de libertad, convirtiéndolo en una «fuerza vital» con «derecho» a remover todos los obstáculos que la coartan, hasta hacer de la espontaneidad la única regla de su conducta. E inevitablemente, todo intento de orientar esta «fuerza vital» hacia la justicia es percibida como una intromisión inaceptable, por represora de la espon­taneidad individual. Que, por supuesto, incluirá el «derecho» a vomitar las vilezas más sórdidas, a exaltar los delitos más bestiales, a ultrajar las creencias religiosas del prójimo, etcétera. A nadie se le escapa que, una vez que se consagra esta libertad demente, la comunidad política es simplemente inviable, porque no puede haber auténtica convivencia allá donde hay libertad para envilecer y envilecerse. Y, en su lugar, se instaura una horrenda disociedad, para devolvernos a la selva.

Esta libertad entendida como«flujo vital» la definió Hegel -su promotor filosófico, acaso inconsciente de sus consecuencias- como «libertad del querer»; libertad «determinada en sí y por sí»; libertad que «sostiene que ella misma es su regla y su fin»; libertad que no admite cortapisas en su expresión, que rea­liza su propia voluntad, exigiendo al gobernante la supresión de todos aquellos impedimentos que la es­torban. Así, el gobernante deja de ser garante de la justicia, para convertirse en una especie de lacayuelo de la «libertad del querer», que debe auspiciar y proteger, poniendo a disposición de cada quisque los me­dios para que pueda desarrollarse sin trabas. Inevitablemente, esta libertad tiene efectos devastadores so­bre la convivencia, porque crea un clima de agresividad irrespirable, en el que cada quisque se cree «libre» para vomitar su resentimiento, para dirigir su odio contra el prójimo, para exaltar el crimen; y, aunque el gobernante trate de impedir tímidamente la realización de estos anhelos aberrantes, tarde o temprano terminan realizándose. Entre tanto, antes de producirse la definitiva destiucción de la comunidad polí­tica, se va destruyendo la conciencia moral de las personas, que imperceptiblemente se convierten en chacales rezumantes de ensoñaciones psicopáticas. Una libertad que exige realizar su propia voluntad acaba siempre, más tarde o más temprano, anulando la conciencia, puesto que no acepta la imposición de obligaciones morales.

Cuando la casta de los tertulianeses e intelectualillos sistémicos reclama «libertad de expresión» está, en realidad, reclamando esta «libertad del querer» que hemos descrito; que es la misma, por cierto, que ejercen las hordas de vándalos que destruyen nuestras ciudades. Una libertad sin discernimiento, pura expresión espontánea de «flujos vitales», que afirma su voluntadal margen de lajusticia y exige al Estado que se convierta en su garante.Así, el gobernante dimite de su obligación primera, que es encaminar a sus gobernados hacia el bien común, para convertfrse en una especie de dontancredo que, en el mejor de los casos, seinterpone para evitar que se destiuyan entre sí. Pronto ni siquiera podrá desempeñar esta vil tarea, porque las alimañas, una vez liberadas, acaban expresándose libremente hasta las últimas consecuencias.

OPINIONES

Seguramente el rasgo más caracteristico de la civilización moderna sea el «movilismo», que podriamos definir como una actualización del «todo fluye» de Heráclito convertido en lema vital. Para el hombre moderno, todo lo que existe deviene, se halla en constante fase de mutación y es infinitamente voluble en el tiempo; de ahí, por ejemplo, que nuestros líderes políticos se nieguen a entrar en debates que juzgan «superados» o «propios de otra época».

Según el movilismo moderno, la ley del pensamiento no es la verdad, sino la opinión fluctuante, que es lo que más conviene para crear confusión y entronizar al sofista. Leonardo Castellani llamaba a la liber­tad de opinión «patente del sofista»; lo cual, dicho abruptamente, puede parecer tremebundo. Pero, si nos detenemos a meditarlo, habremos de concluir que el gran escritor argentino tenía -como casi siempre-­ razón. Esta conversión de la libertad de opinión en «patente del sofista» tiene su origen en el movilismo propiode nuestra época; y también en la malversación del principio de igualdad, que tal como fue formu­lado originariamente establecía que los hombres eran iguales por naturaleza (iguales, por lo tanto, a los ojos de Dios, y también a los ojos de una ley justa), pero en modo alguno iguales en méritos. La malversación contemporánea del principio de igualdad consiste en decir que las opiniones de todas las personas valen lo mismo, cualesquiera sean sus méritos; lo que, inevitablemente, nos conduce a un barrizal donde la verdad perece ahogada. Una persona puede dedicar, por ejemplo, su vida entera al estudio de Homero; puede quemarse las pestañas en la medición de sus versos, en la ponderación de sus epítetos, en el difícil escrutinio de sus figuras retóricas, y llegar a la conclusión de que Homero es la octava o novena maravilla del orbe. Del mismo modo, una persona que en su puñetera vida haya posado los oios sobre una línea de Homero puede decir sin empacho, haciendo uso de su libertad, que Homero es una mierda pinchada en un palo, y su opinión valdrá lo mismo que la del estudioso devoto; incluso podria ocurrir, si tiene cuerdas vocales más robustas o mejores medios de difusión, que su opinión prevalezca sobre la del estudioso. Sobre todo, porque los destinatarios de sus sinrazones, que en su mayoría serán lerdos y refractarios a las delicias homéricas, se identificarán antes con el botarate que rebaja la categoría del rapsoda ciego que con los argumentos arrobados del experto, que inevitablemente hablará en un lenguaje que a la mayoría se le antojará jeroglífico. Y es que nada odia más el que no sabe que aquello que no puede entender, en razón de su ignorancia.

Así la libertad de opinión se convierteen patente del sofista. A ello se suman otros factores que entene­brecen aún más ese gran pandemónium en el que se han convertido las opiniones en porfía, constatable a poco que veamos remolonamente la televisión, a poco que nos asomemos a la letrina hedionda de las re­des sociales. La mayor parte de los «opinantes» son personas que, más allá de su dudosa formación, más allá de su menesteroso dominio de las reglas de la sintaxis y la sindéresis, se muestran incapaces de con­ducir los hechos hasta sus primeras causas; es decir, no tienen munición intelectual ni sabiduría suficien­tes para hallar, entre el embrollo de enrevesadas minucias con que nos golpea la realidad, el camino que conduce hacia los principios originarios (tal vez porque ellos mismos carecen de principios). Y así, sus opiniones, en lugar de desenredar el barullo de estrépitos con que nos aturde la realidad, hasta rescatar la nota originaria, no hacen sino incorporar nuevos ruidos discordantes al barullo, hasta convertirlo en una repetida representación de aquel episodio bíblico de la torre de Babel. Como, además, los sofistas suelen caracterizarse por un lenguaje doctrinario, abarrotado de lugares comunes, en el que los pensamientos luminosos brillan por su ausencia, en el que la retórica se ha declarado en huelga, en el que los aprioris­mos más rudimentarios, los eslóganes más marrulleros y la bazofia de las consignas partidarias todo lo anega... su papilla de palabras muertas logra, en efecto, acallar cualquier intento de razonamiento contra­rio, por muy verdadero y elaborado que sea (o cuanto más lo sea, más fácilmente resultará acallarlo).

Y, por supuesto, el sofista siempre podrá cambiar de opinión cuando le convenga; y así se ganará repu­tación de hombre nada dogmático y «de su tiempo». Y es que el moderno, como ironizaba Valéry, «Se con­forma con poco».

Libertad y liberalismo ideológico. Juan Manuel de Prada.

LIBERTAD TUITERA

A raíz de la supresión de la cuenta tuitera de Donald Trump se ha suscitado un delhrante debate sobre la «libertad de expresión». Pero, para que podamos hablar propiamente de «libertad de expresión», necesa­riamente tiene que haber primero «expresión». Y las redes sociales se concibieron, precisamente, para reprimir la expresión; es decir, para reprimir la capacidad humana para sacar algo fuera de sí (fuera de la trampa de la subjetividad) y encarnarlo en la realidad, a través de la comunicación verdadera, que exige vínculos ciertos, corazones concordes en la consecución de una acción compartida, almas empleadas en un esfuerzo común.

Las redes sociales fueron creadas, precisamente, para convertir la expresión humana en un sucedáneo o parodia siniestra. Para ello, en primer lugar, se preocuparon de halagar la subjetividad, hasta inducirla al solipsismo más desaforado, convirtiendo a sus usuarios en narcisos enfermizos que alimentan su vani­dad excretando mensajes (cuanto más estridentes mejor, como prueba el caso del propio Trump). Y, en se­ gundo lugar, las redes sociales se preocuparon de dotar a sus usuarios de un desaguadero de sus pasiones, para que se les vaya toda la fuerza por la boca (o por la tecla, o por la pantalla táctil), para que sus berrin­ches no se conviertan nunca en acción verdadera y se disipen como la gaseosa. Así, el sistema se asegtuó de dotar a sus sometidos de un «derecho a la pataleta» inane. Las redes sociales fueron creadas para aca­ bar con la expresión fértil, como la pornografía ha sido creada para acabar con el deseo fecundo, gene­rando un desvío o desaguadero que mantenga engolosinados a sus adeptos. Pornografía y redes sociales comparten la misión de combatir los vínculos ciertos, las uniones comprometidas, los frutos de la expre­sión humana.

Porque las redes sociales, como la pornografía, son ante todo un método de control social. Resulta, en verdad, chistoso que clamen a favor de la «libertad de expresión» tuiteros emboscados detrás de seudóni­mos grotescos, meros «avatares» que han renunciado a su identidad (al signo distintivo de su ser) a cam­ bio de poder soltar machadas para que las retuitee su parroquia, en un bucle de regurgitaciones endogá­micas. Al alistarnos en Twitter con nombres falsos o apodos estrambóticos, nos convertimos automática­mente en todo aquello que el sistema ansía convertirnos: alborotadores profesionales, charlatanes frus­trados, ofendiditos desgañitados, espontáneos ávidos de protagonismo, exhibicionistas de nuestra vida privada, activistas de la performance, ingeniosos de baratillo, poseurs que se creen especiales, muy espe­ciales, aunque no hagan sino retuitear a otros poseurs que a su vez se creen también especiales, muy espe­ciales. ¡Exactamente la papilla humanoide que el sistema anhela!

La mayor prueba del cuadro del deterioro de la expresión humana que provocan las redes sociales nos la brinda, precisamente, Donald Trump, que en lugar de dedicarse a ejercer la «expresión» que corres­ponde al político, se puso a soltar paridas y bravuconerías en noventa caracteres (pisoteando la principal de las virtudes políticas, que es la prudencia), hasta convertirse en un empleado más de Twitter (tan ex­plotado como todos los demás usuarios, pues como todos no cobraba por hacer su trabajo; o el más prin­gado de todos, pues generaba más beneficios que ninguno). Si Donald Trump hubiese tenido valor de expresarse auténticamente como político, se habría dedicado a transformar un régimen político corrupto y corruptor después de conquistar el poder, como hizo Julio César; pero prefirió desgañitarse en aspavien­tos vanos, hasta convertirse en una caricatura grotesca. El hombre que podría haberse expresado libre­mente como un nuevo Julio César se convirtió así en una versión aspaventera y cobardona del fracasado Catilina (que carecía de poder, pero al menos era hombre grave y valiente). Ycomo tal pasará a la Historia, aunque no tendrá nisiquiera un Cicerón que lo denigre ante la posteridad.

Pero quienes cambian su «libertad de expresión» por el postureo de las redes sociales creadas para des­truirla no merecen un Cicerón que los denigre. Y sus adeptos merecen ser abrazados por aquella forma de tiranía avizorada por Tocqueville, que degrada el alma sin torturar el cuerpo, ese «nuevo tipo de poder in­menso que les mantendrá en permanente adolescencia, buscándoles constantemente placeres vulgares», mientras reblandece sus voluntades y los reduce a la condición de rebaño. Rebaño, desde luego, de borre­gos muy especiales y con derecho a libertad tuitera.

Presentación completa de 'Una enmienda a la totalidad' 
con Juan Manuel de Prada y Miguel Ayuso



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