Vivimos una crisis, pero ni ha sido la primera, ni será la última. La frustración y la desesperanza son tan generalizadas y profundas que resulta inocente pensar que comenzaron con la crisis económica del 2008.¿Cuál es la causa moral de estas crisis? ¿Es la posmodernidad una denominación formal de la degradación y ruptura de los vínculos humanos? ¿Está tocada de muerte la democracia liberal que conocemos? A derecha e izquierda los discursos están agotados. La idea de Europa como horizonte de democracia y bienestar se diluye. El ideal americano basado en el éxito del propio esfuerzo ha quedado en entredicho.El autor dirige el Instituto de Estudios del Capital Social en la Universidad CEU Abat Oliba. Es miembro del Consejo Pontificio para los Laicos, presidente de e-Cristians, editor del diario digital Forum Libertas y patrono de la Fundación para el Desarrollo Humano y Social. Ha sido consejero de la Generalitat y portavoz de la oposición en el Ayuntamiento de Barcelona. Colaborador habitual de La Vanguardia, entre otros medios de gran alcance.
A modo de introducción.
El malestar
Iniciamos la publicación de “La Sociedad Desvinculada”, el conocido libro de Josep Miró i Ardèvol editado en 2014, y que a estas alturas se asemeja a la profecía de una tragedia anunciada. El texto que publicamos está revisado por el autor y actualizado con referencias concretas, lo que lo convierte en una nueva edición. Cada semana ofreceremos un nuevo texto a nuestros lectores en línea al proyecto de Alternativa Cultural Cristiana, que promueve Forum Libertas.
Un marco para interpretar la realidad profunda
El problema radical de Europa, y el de la mayoría de los estados que la configuran, es que no saben por qué pasa lo que les pasa, a pesar de la magnitud de la tragedia cotidiana. Para constatarlo, basta con pasearse por muchas de sus plazas, acudir al mercado de Campo de Fiori, en Roma, al del Ninot, en Barcelona, al Marché Saxe‑Breteuil, en París, hablar con sus gentes, observar el sufrimiento de algunos, el temor y el malestar creciente de muchos, constatando a la vez la incapacidad de las élites para articular las respuestas que aquellos males necesitan. De ahí que sea necesario y urgente abordar a fondo nuestros problemas prescindiendo de la losa de lo culturalmente correcto, del marco de la ideología hegemónica que impregna nuestras sociedades. Hacerlo es una cuestión de supervivencia. Lo es para la sociedad antes de convertirnos en un gran geriátrico de individualidades disgregadas, solitarias y enfrentadas. Lo es para el mejor sistema de bienestar del mundo, antes de que retornemos a una sociedad dividida en sans culotte y privilegiados. Hay que hacerlo antes de que seamos una península de Asia en la frontera con una masiva y joven población musulmana.
Y hay que hacerlo también antes de que nuevas crisis se acumulen a las que experimentamos sin solución a la vista. A finales del 2012, dos profesores del MIT, Eryc Brynjolfsson y Andrew McAfee, concretaron en un libro de impacto, Race Against the Machine (Carrera contra las Máquinas), una hipótesis que barruntan algunos economistas, entre ellos un Nobel como Paul Krugman. Se trata de la reaparición de ideas neoludistas, aunque en este caso no sean trabajadores iletrados los que las propagan. Los luditas fueron un movimiento histórico del siglo XIX que se desarrolló en Inglaterra como protesta a la destrucción de la producción artesanal, los despidos en las industrias y los bajos salarios ocasionados por la introducción de las máquinas. Una de sus acciones características era la destrucción de los equipos industriales. Ahora la observación surge en los Estados Unidos y el grito de alarma nos avisa de una presunta e irrecuperable sustitución de mano de obra por elementos robóticos e informáticos, y la Inteligencia Artificial con un añadido que lo ensombrece todavía más. La sustitución en este caso opera también en campos universitarios, como el de la traducción y la investigación legal. Si llegara a ser cierto, no solo nos encontraríamos ante una crisis de proporciones revolucionarias, porque incidiría sobre el núcleo duro de la economía, sino que más allá de ello destruiría la misma idea de progreso. Lo haría, además —como sucede con las crisis acumuladas— sin que la sociedad tuviera capacidad de respuesta.
A la grave crisis del 2008, solo comparable al Crack de 1929, y cuando sus heridas sociales no estaban del todo cerradas, se ha sumado la Coronacrisis del 2020, de origen todavía desconocido. Y cuando mal que bien, a finales del 2021, se empieza a salir de ella, se hacen presentes las consecuencias de los costes de la transición energética, que vuelven a castigar a lo más débiles económicamente, mientras el fantasma de la inflación, tantas veces negado, pone en riesgo la recuperación en países como España.
Es decisivo disponer de un marco de referencia que haga posible interpretar nuestra realidad profunda a fin de entender las causas de nuestros daños. Solo a partir de un diagnóstico completo y acertado podemos construir un nuevo renacimiento europeo.
Y de esto trata este libro. Es la presentación de un diagnóstico sistemático que persigue explicar las raíces profundas, las causas visibles y su desarrollo, sus mutuas relaciones y las consecuencias de todo ello.
Si buscamos un denominador crítico común en lo que parece un inacabable desorden económico, aparecerá un concepto con fuerza: crisis moral. Siendo así esto significa una gran dificultad, individual y colectiva, para identificar el bien, la justicia, buscar la verdad, vivir en libertad, y también unos seres humanos que tienen un grave problema para diferenciar lo necesario de lo superfluo. A poco que nos detengamos a pensar en todo ello podremos constatar que buena parte de nuestros problemas surgen de tales incapacidades y limitaciones. Lo percibimos de manera especial en la política, pero no porque en ella abunden mucho más tales discapacidades, sino porque, al estar en la escena pública, bajo los focos, las imperfecciones son mucho más visibles. Naturalmente todo esto tiene consecuencias, genera un daño social y personal creciente. Claro que siempre se puede aducir que nuestros millones de pobres y marginados son multitudes afortunadas al lado de los pobres de África, pero esto no es ningún consuelo para sus carencias y penas. No se arregla así la herida de una desigualdad rampante cada vez más abierta, ni se deshace la convicción de vivir una injusticia. Los parados que invaden Europa, España, Grecia, los subocupados de Francia y Alemania, los precarios en todas partes, si todo esto permanece mucho tiempo en tal situación, serán como muertos sociales, personas sin futuro que dependerán de las ayudas del estado, y posibilidades de construir un proyecto propio.
Pero no se trata solo de las consecuencias del paro, de los mini jobs y el trabajo precario. Existe además otra sensación que mueve a preocupación y desesperanza. Es la convicción muy extendida de que todo funciona peor. Siempre más que ayer y menos que mañana. La comparten los propios gobernantes en la sinceridad de sus expansiones privadas, la viven las familias, los empresarios, los trabajadores. Son muchos los que tienen la impresión de que todo funciona de una manera cada vez más imperfecta, como si a mayor complejidad correspondiera una menor eficacia y eficiencia. Nuestra vida colectiva, empujada por los medios de comunicación y las redes sociales, se ha convertido en un debate interminable incapaz de llegar a ninguna conclusión proyectual, al tiempo que aumenta la sensación de impotencia e injusticia. La propia democracia se ve profundamente cuestionada. ¿De qué sirve ante la «ley» de los mercados financieros? ¿Cómo puede ser que la Unión Europea se haya podido gastar dos billones de euros para salvar a los bancos, y dejara en el aire un programa para generar ocupación? ¿Cómo es posible que el gobierno español haya aportado 52.000 millones a los bancos, al tiempo que tiene seis millones de parados, el 27% de la población activa el 2013? Con la coronacrisis el planteamiento ha ido a mejor, la unidad europea ha funcionado mucho más, y este es un paso positivo.
La causa histórica, cultural, de todo ello puede resumirse en una imagen arquitectónica: la del hundimiento de la Gran Bóveda de la civilización occidental, bajo la que hemos vivido durante más de 2.000 años.
La gran bóveda de la tradición cultural occidental
La bóveda es una solución imprescindible en la construcción, muy utilizada en Occidente desde el tiempo de los romanos. Gracias a ella consiguieron esa dimensión monumental que caracterizó a la capital del Imperio. Desde entonces forma parte de lugares solemnes de extraordinaria belleza, de claustros y catedrales. Aunque también tiene un abundante empleo en el presente como la solución técnica más adecuada. La minería y las grandes infraestructuras del metro lo testifican. Es una solución constructiva que aúna eficacia y belleza. Admite multitud de materiales que han ido cambiando con el paso de los siglos, ofreciendo más y mejores soluciones, ladrillo y piedra primero, acero después, hasta llegar al hormigón armado. Su diversidad es extraordinaria: bóveda romana, de medio punto, claustral, de crucería. Quien no haya visto la basílica de la Sagrada Familia en Barcelona no puede imaginarse la capacidad que ofrece este instrumento arquitectónico, sobre todo cuando es manejada por un genio como Gaudí. Su variante esférica, la cúpula, es el tipo de obra que se elige para culminar edificios queridos como monumentales. En las antípodas europeas, la cúpula de Namihaya en Japón y la de la Ópera de Sídney son buenos ejemplos, aunque la cúpula por antonomasia siga siendo la de la Basílica de San Pedro en Roma, la más alta del mundo, pero no la mayor, porque la del Panteón de Agripa, también en aquella ciudad, y la de la Catedral de Florencia la superan por unos pocos metros de diámetro. Toda esta variedad, utilidad, belleza y persistencia histórica se fundamenta en un sencillo concepto de mecánica, si bien su simplicidad queda confundida cuando se observa el sistema de hiperboloides cóncavos y convexos que configuran las naves de la Sagrada Familia barcelonesa.
La bóveda es una técnica arquitectónica que tiene por objeto cubrir, albergar o proteger, según sea el caso, el espacio que existe entre dos muros o series de pilares. Eso es todo. Su problema constructivo radica en una sola cuestión, que teóricamente no fue bien comprendida hasta el siglo XIX, aunque en un aparente desafío a una determinada racionalidad todas las grandes cúpulas son muy anteriores. El punto crucial de la bóveda es la capacidad de las paredes laterales para soportar su carga de compresión. La debilidad en uno solo de sus pilares desencadena la catástrofe.
Toda la civilización occidental se ha desarrollado bajo una bóveda cultural que articulaba y aportaba sentido a su forma de razonar y actuar. Uno de los sistemas de pilares que soportaba la carga era la concepción helénica, en toda su evolución desde los tiempos homéricos. El otro es el gran relato bíblico. El cristianismo articuló aquellas dos grandes cosmovisiones que parecían inconmensurables, incompatibles entre sí. Los Padres de la Iglesia primero, y en especial San Agustín, y la monumental síntesis de Tomás de Aquino, después, asentaron la gran construcción del pensamiento occidental que ha unido el gran espacio que separaba a ambas formas de entender el mundo. A partir de ellos, y con el paso del tiempo, los materiales y las formas de la cúpula fueron modificándose, pero siempre se mantuvo el equilibrio sobre las cargas laterales. Hubo grandes derrumbes parciales, como la implosión del Imperio Romano de Occidente y la desarticulación cultural y política de todo su espacio, pero surgieron arquitectos que levantaron magníficas soluciones reparadoras. Fueron los monasterios benedictinos que se extendieron regidos por las normas establecidas por San Benito, creando y difundiendo la cultura, la tecnología y productividad agrícola, construyendo nuevas comunidades. Más tarde vinieron los renacimientos. El Carolingio primero entre los siglos VIII y IX, el Otoniano en el año 1000, y más tarde, en el siglo XII, surgiría otro extraordinario impulso cultural y económico, al que siguió el Renacimiento por antonomasia en la Italia del Siglo XV, hasta la más reciente eclosión reparadora después de la II Guerra Mundial. Ha habido siempre, incluso en los periodos más difíciles, minorías creativas que conocían la lógica interna de la gran construcción, la tenían, por así decirlo, entera en su cabeza, sabían de sus cimientos y sus desarrollos, y eran fieles a sistemas de pilares que soportaban su carga. Como Gaudí en la Sagrada Familia, eran capaces de introducir cambios espectaculares, sin perder la concepción global, la de la bóveda.
Pero toda esta edificación se basaba en el elemento común que hizo posible el equilibrio a pesar de sus grandes diferencias iniciales, el factor común al que todas las civilizaciones y culturas vástago se mantuvieron fieles, el que aseguraba la adecuada distribución de todas las cargas. Se trataba, se trata, de la razón objetiva, que en la versión de Occidente tiene una formulación concreta, el cristianismo, pero que en su naturaleza es universal. También se fundamentan en una razón objetiva las civilizaciones originarias de América, o las sínicas e hindú en Asia, así como el Islam. La cuestión de fondo, lo que define la gravedad de la encrucijada europea, es el hecho de que no ha existido ninguna gran civilización que no se haya construido sobre el soporte de una razón objetiva; de signo más o menos religioso, el confucionismo, por ejemplo, lo es en unos términos muy vagos, pero sigue siendo el factor que otorga homogeneidad a la sociedad China en su acelerado proceso de crecimiento post marxista. Solo Europa, sobre todo a partir del siglo XVII, y en términos populares desde una fecha tan reciente como la segunda mitad del siglo XX, intenta construir su sociedad con otro tipo de razón, precisamente la que ha destruido la bóveda.
De la razón objetiva surge toda nuestra comprensión y, de hecho, todavía vivimos a sus expensas. Era la forma de entender la vida y el mundo. Consideraba la conciencia individual como formando parte de una gran red, un sistema de relaciones entre los seres humanos, sus grupos e instituciones sociales, que se extendía a la naturaleza articulando un orden cósmico donde el hombre tenía un lugar que daba sentido a su vida, realizable mediante una práctica que definimos como virtud. Esta razón era objetiva porque situaba su reflexión más allá de la preferencia individual, ejercía una reflexión metafísica.
Esta concepción concebía a la razón como, «fuerza contenida no solo en la conciencia individual, sino también en el mundo objetivo: en las relaciones entre los hombres y entre clases sociales, en instituciones sociales, en la naturaleza y sus manifestaciones [1]».
La concepción de totalidad desarrollaba una jerarquía de todo lo existente, y en ella el hombre conocía cuál era el fin de su existencia y, por consiguiente, el sentido de esta. La acción humana tomaba en consideración aquella totalidad, y no solo sus propios fines. En este marco de referencia el sujeto necesariamente solo podía ser relacional, trascendente, vinculado a los demás, a su comunidad. La polis griega y el pueblo de Dios, judío y cristiano, la huma de los fieles, expresan esta densidad de relaciones horizontales y verticales, tan grande, que hoy necesitamos de un esfuerzo extraordinario para imaginarlo. Este orden objetivo podía ser tiránico o benevolente, amoroso o cruel, pero aportaba un sentido.
Según Horkheimer, grandes sistemas filosóficos, tales como los de Platón, Aristóteles, la escolástica y el idealismo alemán, se basaron sobre una teoría objetiva de la razón, porque se sustentaba sobre la base de una concepción de la totalidad, aspirando a desarrollar un sistema que abarcase en una jerarquía todo lo existente, incluido el hombre y sus fines.
La armonía de la vida del hombre con esta totalidad definía el grado de racionalidad. Las acciones y pensamientos individuales en este contexto tomaban como referencia la estructura objetiva de la totalidad.
Los esquemas de pensamiento con sustento en la razón objetiva concebían el conocimiento como la capacidad de elucidar los principios universales del ser y, a partir de estos, construir los parámetros necesarios para la existencia humana. Es decir, la ciencia era entendida como una serie de procesos reflexivos y especulativos, más que como un método clasificatorio de objetos y datos, tal cual se presenta bajo la razón subjetiva. La clasificación integra el conjunto de maneras de conocer objetivas, pero en un lugar de subordinación. «Los sistemas filosóficos de la razón objetiva implicaban la convicción de que es posible descubrir una estructura del ser fundamental o universal y deducir de ella una concepción del designio humano. Entendían que la ciencia, si era digna de ese nombre, hacía de esa reflexión o especulación su tarea. Se oponían a toda teoría epistemológica que redujera la base objetiva de nuestra comprensión a un caos de datos descoordinados y que convirtiese el trabajo científico en mera organización, clasificación o cálculo de tales datos. Según los sistemas clásicos, esas tareas (en las que la razón subjetiva tiende a ver la función principal de la ciencia) se subordinan a la razón objetiva de la especulación [2]».
No se trata de que no existiera algún tipo de razón instrumental, sino que esta, cuya función era ocuparse de los medios, actuaba dentro del marco de referencia de la razón objetiva, estaba sujeta a los fines establecidos.
En esta concepción, lo que definía la vida racional era el grado de armonía con la que se conseguía vivir en relación con la totalidad. Los sistemas filosóficos de la razón objetiva tenían como punto de partida la posibilidad de descubrir una estructura fundamental y universal, y deducir de ella una concepción del designio humano.
La concepción del conocimiento arrancaba de la filosofía, de la metafísica y de la teología, trataba de elucidar los principios universales, y es a partir de ellos que construía los parámetros necesarios para la vida humana.
La razón objetiva constituía una instancia más vasta que excedía el estrecho horizonte a partir del cual se entiende la razón contemporánea. Contenía en su seno tanto las consideraciones hacia el existir humano, como el mundo de todas las cosas y los seres vivos, y las relaciones entre ellos. «Tal concepto de la razón no excluía jamás a la razón subjetiva, sino que la consideraba una expresión limitada y parcial de una racionalidad abarcadora, vasta, de la cual se deducían criterios aplicables a todas las cosas y a todos los seres vivientes. El énfasis recaía más en los fines que en los medios. La ambición más alta de este modo de pensar consistía en concebir el orden objetivo de lo racional, tal como lo entendía la filosofía, con la existencia humana, incluyendo el intelecto y la autoconservación [3]».
Este modelo de razón se amparaba bajo la aspiración de concebir un recorrido de valores realizables mediante las virtudes en la vastedad de la existencia, en lugar de un mezquino cálculo de ganancias inmediatas y temporales. Es decir, en lugar de pensar los medios adecuados para fines establecidos, se pensaba sobre los fines mismos.
Con la ilustración, en realidad en algunos de sus componentes que terminaron por ser hegemónicos en el pensar, surge otro tipo de razón, la instrumental, cuyos precedentes son los pensadores ingleses previos a la Revolución Francesa como Hobbes, y John Locke. La Ilustración no es en contra de lo que afirma el tópico superficial la entrada de la razón en la historia humana, sino la sustitución de un tipo de razón, la objetiva, por otra, la instrumental, caracterizada por negar la existencia de cualquier metafísica. No existe nada más allá de la materia y de lo experimentalmente verificable. Para el pragmatismo contemporáneo, lo racional es lo útil, entonces, una vez decidido lo que se quiere, la razón se encargará de encontrar y definir los medios para conseguirlo. Lo que sirve para algo es racionalmente correcto, y por lo tanto verdadero. «En última instancia, la razón subjetiva resulta ser la capacidad de calcular probabilidades y de adecuar así los medios correctos a un fin dado. Esta definición parece coincidir con las ideas de muchos filósofos eminentes en especial de los pensadores ingleses desde los días de John Locke» [4].
En esta razón subjetiva que articula medios los medios a los fines, el acento está puesto en discernir y calcular los medios adecuados, quedando los objetivos a alcanzar como una cuestión de secundaria, ceñida a la subjetividad. Solo se trata de que le sirvan a cada sujeto. Es evidente que este enfoque es incompatible con la razón objetiva, que concibe el conocimiento, no como una cuestión de medios sino como la capacidad de elucidar los principios universales del ser, y a partir de estos construir los parámetros necesarios para la existencia humana. A partir de aquel momento los fines humanos ya no nacen en relación a la armonía con el todo, sino solo del propio sujeto. El resultado ha sido la generación de un ser cada mes más intrascendente, auto referenciado, más cerrado en sí mismo, más individualista, que mide sus actos en razón de la conveniencia de sus propios fines. Ahora se trata de razonar en otros términos. Primero considerar que lo relacional es solo lo útil o lo deseable para mí. Segundo, definir los fines que me convengan de acuerdo con su utilidad y deseabilidad, y asignar a la razón que determine los medios para conseguirlos. En este orden de subjetividades en pugna, el papel primordial del estado es el de evitar el conflicto por medios procedimentales. En la práctica el resultado ha resultado cada vez más penoso, y lo constata la incapacidad actual para conseguir alcanzar de manera sistemática objetivos a largo plazo, porque los esfuerzos se concentran en resolver las fricciones y desgastes que se producen en lo inmediato el conflicto de los millones de subjetividades guiadas por sus propios fines, por la razón instrumental.
La sustitución progresiva de la razón objetiva por la instrumental significó un cambio de gran alcance en el pensamiento occidental en el modo de concebir a la realidad, y al ser humano. La modernidad generada por la Ilustración concibe al ser humano de una manera distinta. El individuo por sí solo, por su sola razón, por sus propias fuerzas, con independencia de toda tradición cultural es el que debe encontrar la verdad entendida como correspondencia con la realidad, y presupone que esta forma de proceder ara mejores a los individuos, y que será posible encontrar una razón armoniosamente común a partir de la elaboración de las distintas subjetividades. Pero esta ilusión ha quedado muy lejos de cumplirse, y sus consecuencias, como veremos, en la segunda parte han terminado por ser destructivas.
La necesidad de un nuevo comienzo
En nuestro tiempo nos sentimos inseguros de todo, de nuestro futuro y de la sociedad en la que vivimos, tenemos la sensación de hallarnos en la intemperie porque está destruida la gran bóveda que nos acogía, a acólitos y discrepantes, virtuosos y libertinos, y la nueva construcción, prometida por los tiempos modernos y que debía ocupar su lugar, nunca han logrado realizarla. Esa es la última razón, la causa profunda de nuestros desconciertos, de la carencia de alternativas, del porqué la idea de Europa como horizonte de sentido de democracia y bienestar está hecha añicos, como malparado se encuentra el ideal americano basado en el buen resultado del propio esfuerzo. Algo muy grave falla cuando quienes nos representan como pueblo, los políticos, son el grupo que menos confianza inspira a la sociedad. Es una crisis política general que adopta las características propias de cada país. Hoy es casi más fácil ganar unas elecciones, incluso por mayoría absoluta, que gobernar. Aquella frase de Andreotti que el poder desgasta solo a quien no lo posee, resulta muy inexacta. Hoy políticamente desgasta todo, aunque resulte más cómodo sufrirlo en el coche oficial. No es el fruto de unos pocos años; la frustración y el rencor son tan generalizados y profundos que resulta irracional pensar que comenzó con la crisis del 2008. El mal viene de mucho antes, como nos lo han venido anunciando las encuestas desde hace tiempo, ante el impasible ademán de muchos, demasiados ciudadanos. La única diferencia es que en la buena época el oropel de la abundancia hacía más tolerable la situación. Es la democracia liberal la que está en crisis, la que parece naufragar en una tormenta de descontento. Así de rotundas y de mal están las cosas.
Resulta abrumadora la falta de correspondencia entre la política que se practica y los ciudadanos, y las redes sociales, las repúblicas del Twitter, Facebook y otras más, multiplican las consecuencias de aquella desvinculación entre políticos y pueblo. Hoy todo invento, camelo o mixtificación crítica sobre ellos goza de credibilidad asegurada. ¿Hemos reparado que este es un proceso autodestructivo? Claro que existen razones de corrupción, de ineficacia o de ambas cosas a la vez. Demasiados gobiernos están condenados al fracaso, o al desencanto, a los pocos meses de estar formados porque nadie parece ser capaz de abordar las grandes crisis que sufrimos, evidentemente la económica, la Gran Recesión y sus secuelas, que serán como llagas abiertas a la inclemencia durante mucho tiempo. Pero esta, junto con la política, no son los únicos desastres sociales que sufrimos, claro que no. Son los más actuales, que es muy distinto. Simplemente ayudan a olvidar las otras crisis, como si al desocuparnos de ellas pensásemos que quedan resueltas. Ahí está intocada la ambiental, fagocitando el clima y los recursos naturales. Y ahí sigue la emergencia educativa que está mal construyendo personas y destruyendo el futuro, y continúa, con el entusiasmo de demasiada gente, el agujero negro de la falta de natalidad y el sobre envejecimiento de la población.
Todo gobierno resulta insatisfactorio, lo es la política y la economía. Más incluso, los son con carácter general los diagnósticos. A veces parece como si se intentara describir un elefante a base de palparlo con los ojos vendados.
A derecha e izquierda, los discursos parecen agotados, cuando no simplemente resultan ridículos. Todo está sometido a la impotencia para encontrar respuestas. Entonces, ante estas reiteradas y dañinas evidencias, ¿no ha llegado el momento que nos preguntemos, sin autoengaños ni fáciles indulgencias para con los nuestros y para con nosotros mismos, el porqué de tanta incapacidad en tantas cuestiones vitales, y en tantos lugares distintos? Es una pregunta de sentido común, una exigencia. ¿A dónde vamos acumulando una crisis tras otra?
Estos interrogantes son el punto de arranque de este libro. Responder al porqué de lo que nos ocurre. Como sociedades, ciertamente, pero también como individuos, porque el abstracto universal es un engañabobos. La sociedad no existe sin las personas concretas.
Pero para poder responder y salir de la confusión es necesario que seamos capaces de dar un paso atrás para salirnos del bosque embrollado de las ideas que nos esclavizan, para pensar con mayor libertad, y adoptar una nueva perspectiva, que solo será válida si une en el diagnóstico y en la respuesta a la persona con la sociedad. Es preciso un nuevo comienzo que pasa por afirmar que todos nuestros males surgen de la propia naturaleza de la sociedad en que habitamos. La sociedad desvinculada.
“La ideología de la exclusión religiosa está en la raíz de la configuración de la sociedad de la desvinculación en la que vivimos la mayoría de los europeos. En la sociedad desvinculada, hombres y mujeres persiguen como único bien superior, como hiperbién ante el cual todo lo demás se supedita, la autodeterminación individual, la propia realización personal, entendida como satisfacción de los impulsos, las tendencias y los deseos. No existe norma por encima del hiperbién. No hay atadura con ninguna creencia religiosa o filosófica. No hay vínculo obligado con ninguna tradición ni historia; hacia ninguna comunidad social, nacional o laboral, ni siquiera familiar. Ningún tipo de relación interpersonal puede situarse por encima de la autorrealización. Todo, incluso los sereshumanos, son medios para la autorrealización. Todo, hasta la vida del hijo no nacido”.
“Y esta ideología, que necesariamente se alimenta del laicismo de la exclusión religiosa, necesita del utilitarismo como doctrina de evaluación y juicio, cultiva el hedonismo de los instintos y el materialismo práctico como culminación social; es la que alimenta nuestros marcos de referencia desde los que juzgamos. Vivimos en una época de una ruptura social colosal, de proporciones históricas, consolidada por un proceso de deslizamiento de las ideas que realmente sólo se empieza a mostrar en toda su penetración social a finales de los años sesenta del siglo pasado. Es la gran ruptura histórica, moral, cultural y social que nos empuja en direcciones contradictorias, generando una clase de esquizofrenia social que está identificada, pero sólo en los fragmentos de sus consecuencias aisladas. Aborto, trabajo basura y violencia cada vez más mortífera contra las mujeres, por nombrar tres elementos relevantes, son, pese a su diversidad, manifestaciones, efectos de la misma causa: la moral desvinculada. Es la ruptura más importante, pero no la única.
Las páginas que siguen están organizadas en tres partes que tratan de cada uno de los ejes que ordenan el relato. La primera está dedicada a exponer la esencia de la fuerza que nos hace humanos, la constructora de civilizaciones y sociedades. La segunda expone la causa fundamental de lo que nos destruye, la raíz única de todas nuestras crisis. Y la última parte tiene un título bien explicito, «Estragos», y muestra las múltiples consecuencias negativas que se producen y su entramado, el rizoma que relaciona unas manifestaciones con otras. Lo que presento es un modelo explicativo, y la lógica de su génesis y desarrollo; sus distintas partes que interactúan entre ellas configurando un sistema, la sociedad desvinculada, surgida de un agente transformador: la cultura de la desvinculación. Solo enfrentándonos a él desde la capacidad y lucidez que nos otorga la sabiduría y la razón conducidas por la fuerza del actuar bien, es decir, por la virtud, podríamos salir de un naufragio que parece inapelable, largamente anunciado. Como en el Titanic, el buque se hunde mientras la orquesta sigue tocando. Todavía demasiadas personas perciben solamente el sonido de la música.
He reducido a lo imprescindible las referencias bibliográficas limitándolas solo a aquellos textos que considero que han influido de una forma importante en mi razonamiento, o que son una cita literal que debe evidenciarse. Solamente he utilizado el criterio de la referencia exhaustiva en aquellos ámbitos que juzgo más controvertidos o polémicos.
[2] Ob. cit., p. 14.
[3] Ob. cit., p. 9.
[4] op.cit.17
VER+:
La cuestión decisiva es conocer cómo se origina y desarrolla el capital social, porque para comprender su papel es necesario saber cómo surge y se multiplica. Hemos visto que el capital social es de dos tipos, el cognitivo y el institucional, y que ambos se expresan mediante redes interpersonales que establecen los vínculos. De esta premisa surge la identificación de la fuente primaria y única de capital social: la institución que denominamos familia, y que en términos más precisos significa en primer lugar una pareja, normalmente unida por un acuerdo público, el matrimonio, ya sea religioso o civil. Esta formalización institucional tiene como fin reforzar el compromiso que existe no solo entre los cónyuges, sino también de estos para con la sociedad. Este compromiso surge de la consecuencia general de la unión, la descendencia, que posee una trascendencia social más allá de la relación de la pareja. Existe en este sentido una función social del matrimonio. No es tanto el emparejamiento lo que otorga al matrimonio un papel único en la sociedad, como el hecho de los hijos. Ante este razonamiento las opiniones de sesgo desvinculado que persiguen diferenciar el matrimonio de la descendencia aducen que existen matrimonios sin hijos. Esta es una forma de razonar que consiste en juzgar la validez de la norma general por las excepciones que se producen, lo que conduce a observar la realidad y actuar sobre ella, no por lo que es normal en términos estadísticos, sino por sus excepciones. Este enfoque, propio de la subjetividad desmedida, impide comprender la realidad humana porque sustituye el razonamiento de lo general por lo excepcional, aplicando además las conclusiones extraídas de casos que son excepción a la generalidad. Es un método desastroso de interpretar la realidad fruto de la ideología que ha renunciado a toda racionalidad, incluso a la instrumental, en nombre del imperio del subjetivismo. Es una forma de proceder que no se utiliza en ningún otro ámbito que no sea lo que podemos llamar estilos de vida, y que giran en buena medida en torno al sexo y a sus consecuencias y, en general, en relación con las pulsiones primarias del sujeto. En ningún campo una inversión, un proyecto técnico, un diagnóstico médico, establece la norma a partir de lo excepcional. Esta particularidad ideológica ayuda a entender la dificultad de la sociedad actual para afrontar sus graves problemas. En el caso del matrimonio, la relación entre este y la filiación es inseparable, empezando por la raíz del propio nombre, que apela al cuidado o protección de la madre[1], es decir el concepto se formula a partir de la existencia de los hijos.
La primera red, la familiar, alimenta a otra segunda, cuya institución más inmediata es la escuela, un vínculo casi universalmente obligatorio que puede multiplicar el capital social si se ejerce adecuadamente la articulación familia-comunidad, esencial para la formación de capital humano. Un fracaso escolar elevado significa que tal articulación no funciona bien, que la familia tiene dificultades para cumplir su función, generando un déficit que la escuela no puede remediar en el grado necesario.
La confesión religiosa es la otra gran institución de este segundo nivel y posee, junto con la familia, una gran capacidad de ampliar la red relacional y acrecentar el capital social cognitivo, porque tiene un poderoso efecto vinculante. También impulsa externalidades positivas voluntarias a causa de los fines que propone. El papel de ambas instituciones sociales, escuela y confesión religiosa, complementa y desarrolla el capital social primario de la familia, refuerza el sentido de vinculación y aumenta las redes con nuevos enlaces que ya no son de naturaleza familiar.
El trabajo es el otro gran componente de las estructuras secundarias. Es quien recoge de forma colectiva o individual las capacidades desplegadas por las anteriores instituciones y las transforma en bienes y servicios, y les otorga un valor que se regula en el mercado, imperfecto en muchos aspectos. También es el ámbito en el que el intangible de capital social y humano se transforma en capital monetario y financiero. Y en esta transformación es donde se dan los grandes desequilibrios, la inequidad en la distribución de este capital. El trabajo aprovecha el capital social y humano generado previamente, y a su vez lo aumenta, aunque también puede destruirlo, sobre todo mediante el paro. La principal manifestación económica del trabajo es la productividad y, por consiguiente, esta medida depende también de aquellos dos tipos de capital. Lo habitual es medir la productividad del trabajo en términos de cantidad de bienes y servicios producidos por unidad de tiempo trabajada. Otro criterio para establecer la productividad es relacionando lo producido con el capital que se necesita para obtenerlo. Y aún queda una tercera medición, la llamada productividad total de los factores, que constituye un componente heterogéneo, en el que la tecnología y la innovación son fundamentales y se expresan mediante lo que se conoce como tasa de progreso técnico. También influyen las instituciones públicas y las normas que generan.
Las empresas conseguirán un mejor rendimiento a partir del capital social y en relación con su capital humano en la medida en que construyan una comunidad de trabajo, es decir, está en función de la vinculación interna entre sus miembros (trabajadores de todos los niveles, propietarios y cada vez más proveedores, consumidores y usuarios), así como con el resto de la comunidad para generar externalidades positivas en términos de retribuciones, margen bruto, responsabilidad social y ambiental, y calidad de producto y servicio. Las empresas deben entender que para poder funcionar mejor en el mercado deben abordar factores que no forman parte de él en términos directos, en el sentido que no constituyen mercancías, pero que poseen un importante valor de uso.
No obstante, no se trata solo de establecer la importancia del vínculo desde una perspectiva de la economía de la empresa, sino también desde un enfoque global. Desde este punto de vista, la Nueva Economía Institucional (NEI), con lo que ha significado de concepción alternativa al fundamento neoclásico, constituye una importante herramienta para establecer el papel del vínculo.
El enfoque neoclásico considera la economía como la ciencia de la elección basada en la presunción de racionalidad que se ejerce en mercados perfectamente competitivos en los que no existen costos de transacción, las instituciones no aparecen, la empresa y la política no son consideradas en sí mismas, y donde ni el tiempo ni la historia tienen importancia. La Nueva Economía Institucional adopta un planteamiento distinto, entendiéndose a sí misma como la ciencia de la transacción, donde la racionalidad es limitada, los mercados imperfectos, y operan con costes de transacción que son decisivos. En esta concepción económica las instituciones establecen reglas de juego en las que las empresas y la política tienen un papel substantivo, y el tiempo y la historia cuentan. Es evidente que en este segundo marco de referencia el papel de los vínculos en relación con los costes de transacción y el entramado institucional social y político, las leyes, el efecto dinástico e intergeneracional, el efecto histórico y la acción política poseen un papel destacado.
Existe un engarce entre las instituciones sociales y políticas, y la eficiencia que se alcanza. Bajo esta nueva perspectiva que aporta la NEI la cuestión de la intervención del estado en la economía posee un mayor realismo.
Es importante subrayar la idea de racionalidad imperfecta en la NEI a causa de la desigual información de los distintos sujetos, del resultado de sus concepciones y percepciones, y del juego de sus deseos e impulsos. Serán las instituciones familiares, educativas, políticas, empresariales, religiosas y el entramado asociativo voluntario los que establecerán para un momento y una sociedad un grado mayor o menor de racionalidad. Y ese es precisamente el trasfondo económico del papel determinante del vínculo. Él es quien articula todas estas instancias, también la información, facilitando un mejor resultado.
Esta es una de las causas centrales del porqué el vínculo posee un carácter tan decisivo en las instituciones políticas. Sencillamente es la condición necesaria para que los resultados sean eficaces. El vínculo es previo a la democracia y pertenece a un estadio superior a ella. Primero, porque lo que une es un fin constitutivo en sí mismo: la amistad civil, la concordia, el deber; el compromiso. Todos ellos son más importantes que el método, es decir, la democracia, algo que con frecuencia se olvida. La democracia representativa de un hombre un voto es solo un instrumento para conseguir el bien de la comunidad, y el vínculo es un fundamento para alcanzar este bien. Segundo, porque el fin de la democracia, y así es como fue concebida en distintos momentos históricos, solo puede realizarse si realmente existe un grado de vinculación suficiente. Aristóteles ya se refería a la amistad civil, considerándola imprescindible para el buen funcionamiento de la polis, y eso cuando el espacio político concernía solo a unos pocos miles de personas; mucho más decisivo resulta hoy en nuestras grandes y complejas sociedades, aunque en este caso es muy posible que el gregarismo y los medios de comunicación de masas, con su tendencia homogeneizadora, reduzcan la dificultad derivada del mayor número de personas. En el plano político, la amistad civil es la forma de vinculación por excelencia y exige la existencia de comunidades articuladas unas con otras; la familia, las otras instituciones sociales, las comunidades locales, hasta configurar la unidad superior. El principio de subsidiariedad expresa muy bien esta necesidad en términos actuales. El concepto de bien común expresa desde otro punto de vista una exigencia pareja: la necesidad de construir las condiciones para que cada persona alcance su máximo bien y participe en la construcción del de los demás, del bien de todos. Es evidente que lo más opuesto a estos planteamientos es la idea del bien solo para uno mismo.
La comunidad política en su sentido integral no se refiere únicamente a los partidos, ni tan siquiera a las instituciones políticas, sino que comprende a todas aquellas formas de asociación y participación que atañen a la polis, a todos. Esta necesidad sitúa en primer plano la limitación evidente de la democracia liberal, que solo concibe la representación individual. De esta manera todos los demás modelos relacionados con la dimensión colectiva tienen un papel marginal en la formación de la voluntad política. Esta grave imperfección intenta resolverse con fórmulas de participación, consultiva, permanentes o ad hoc, con resultados perfectamente ineficientes.
[1] «Matris munium». «Matris», que significa «madre», y «munium», «cuidado» o bien «matreum muniens», protección de la madre; obligación del hombre hacia la madre de sus hijos.[]
Cuando se pierde capital social o este resulta insuficiente, se produce un aumento de dos tipos de costes, los sociales y los de transacción.
El concepto de coste social posee un doble sentido, y en este caso ambos son de aplicación. Por una parte, se refiere al gasto público dirigido a corregir disfunciones sociales, es decir, egresos que no obedecen a políticas de fomento, sino que están dirigidos a paliar riesgos y carencias de la sociedad fruto de sus disfunciones. Un ejemplo relacionado con la familia permite ilustrar con claridad la diferencia entre la acción de fomento y la paliativa. Las políticas universales de ayuda a la familia tienen como fin primordial facilitar que tal institución se constituya y permanezca porque sus efectos son considerados beneficiosos. Por otra parte, las ayudas a las familias monoparentales obedecen a otra lógica. No tienen porqué ser universales, porque su fin no es estimular su proliferación sino evitar la pobreza y la marginación en aquellas que presentan tal riesgo, dada su proclividad a situarse en esta zona de carencia, especialmente cuando se trata de familias formadas por mujeres con hijos a su cargo. Las ayudas a las familias, universales, y a las familias monoparentales, se presentan dentro de un mismo tipo de políticas públicas, cuando se trata de dos tipos de actuación bien distintas. El primero constituye una inversión social dirigida a que las familias realicen de la mejor manera posible sus funciones. El segundo trata de paliar los daños que genera un coste social. Este segundo tipo de gasto público, como en general todos los relacionados con la lucha contra la marginación y la pobreza, son costes sociales, como lo son en otros ámbitos, el relativo a la asistencia social. Su presencia lleva aparejado otro coste de tipo distinto, el de oportunidad, que considera la pérdida que significan los recursos aplicados a paliar la disfunción social, y que por tanto no han podido aplicarse a otros fines de carácter productivo. Así, la necesidad de dedicar dinero contra el desempleo representa no poder invertirlo en la enseñanza. El paro es una de las más graves disfunciones sociales y su evitación resulta siempre mucho más beneficiosa. Esta lógica rige para todas las disfunciones. Una sociedad con menores costes sociales dispondrá de más recursos de fomento. Así, una colectividad que logre una mayor cohesión social deberá destinar menos dinero a paliar los efectos de la pobreza.
Existe otra acepción de coste social. Se refiere al agregado formado por el coste interno que soporta el generador de la acción, más el coste externo que recae sobre la sociedad, y que no es pagado por el sujeto que lo ha generado. Un caso típico es el impacto ambiental. Afecta a toda la sociedad, pero lo producen una serie de agentes individuales como los vehículos o las actividades que vierten productos contaminantes al medio ambiente. Se intenta cada vez con mayor coerción que este tipo de externalidad negativa tenga una contrapartida económica, pero en multitud de casos no es así. En lo que podríamos calificar de ecología humana, existe una externalización del coste generado por un agente individual; los graffitis son un ejemplo de ello, en el caso del espacio público, pero también se da en conductas de riesgo, para situar otra tipología, como conducir bebido o ser promiscuo. En ambos casos se puede producir un coste externo, en términos de accidentes o de ETS.
Una segunda clase de coste relacionado con la insuficiencia de capital social y, por consiguiente, con la pérdida de vínculos es el conocido como coste de transacción, que constituye un fundamento de la teoría económica actual, aunque su primer mentor, Ronald Coase ya lo planteó en 1937. Puede definirse como una consecuencia que resulta de adoptar una decisión (una transacción) referente a un bien o un servicio. En el lenguaje económico, esta capacidad de decidir se denomina derecho de propiedad. Este nunca es perfecto porque siempre será posible el robo u otro tipo de limitación, perdiendo así cierto grado de libertad en su disposición.
El coste de transacción incluye tres componentes distintos. Uno es la investigación e información dirigido a conocer lo que necesitamos de aquel bien o servicio sobre el que debe realizarse la transacción, que disminuirá en la medida en que confiemos en la otra parte contratante. El capital social, que se vertebra en torno a la confianza, incide sobre su magnitud. El segundo agregado lo constituyen los costes de negociación y de decisión necesarios para llegar a un acuerdo sobre la transacción. También aquí la confianza es decisiva en una medida más importante que en el caso anterior. Finalmente, allí donde la ausencia de capital social puede generar más pérdidas es en los costes de vigilancia y de ejecución necesarios para asegurar que la transacción se cumpla en los términos previstos. Un ejemplo paradigmático son algunas de las empresas que iniciaron la exportación a Rusia en su fase de cambio rápido del socialismo de planificación central al mercado. El propósito de una serie de sociedades mercantiles de ser las primeras en tomar posiciones en aquel nuevo y gran mercado se vio seriamente comprometido, hasta el extremo de hacerlas en muchos casos inviables, porque los términos de asegurar el buen fin de la operación evitando robos sistemáticos y organizados resultaban tan costosos, o las pérdidas por no adoptar las medidas necesarias resultaban tan altas, que hacían inviable la transacción. Solo hasta que la ex URSS ganó en capital social institucional y en capital social cognitivo, las exportaciones tendieron a normalizarse.
En definitiva, un coste de transacción es aquel que garantiza que la acción económica llegue a buen fin, pero que no pertenece al proceso de generación de aquel bien o servicio. En un pequeño pueblo dos vecinos se prestan dinero por un tiempo prefijado. Uno le entrega la cantidad acordada al otro y sellan el pacto con un apretón de manos. En este caso el fin de la acción, el préstamo efectuado, ha tenido un coste de transacción igual a cero. No obstante, si lo hubiera realizado un banco, habrían intervenido una serie de instancias administrativas y de gestión, generadoras de un coste adicional, que tendrían como fin proteger el capital prestado. Los factores determinantes de este coste dependen, por una parte, de la complejidad y globalización del mercado y, por otra, del capital social generado por las combinaciones de redes y de vínculos en quienes confiar. La famosa prima de riesgo es un indicador de confianza y constituye un coste de transacción tan decisivo que puede dar al traste con la estabilidad de países enteros, incluso de toda la zona euro. Si existe confianza en un país, si sus vínculos internacionales son fuertes, la prima de riesgo tenderá a ser menor.
Las administraciones públicas también tienen costes de transacción, que resultan comparativamente mayores por causas inherentes a su naturaleza burocrática, dado que, por definición, ninguna acción puede basarse en la confianza porque su fundamento legal es el control y la intervención. Su reducción es una de las luchas —o al menos debería serlo– de todas las administraciones públicas. Pero, además, si la insuficiencia de capital social provoca una mayor actuación paliativa o compensatoria de las administraciones públicas, los costes de transacción en la administración pública tienden a crecer: a más servicios, más mecanismos de control e intervención, mayor necesidad de información y, en definitiva, costes adicionales de transacción. Una sociedad que, debido a la potencia de su capital social, sea capaz de dotarse de sistemas de bienestar de iniciativa social o privada obtendrá unos mejores costes. De ahí que un papel decisivo de la administración no sea tanto el de prestar directamente determinados servicios o producir ciertos bienes, como el de garantizar la calidad de estos en el marco de un coste prefijado, y crear condiciones que reduzcan los costes sociales de las disfunciones y los costes ocasionados para atenuar sus efectos. Pero no siempre es así. En determinados casos la actuación pública favorece la formación de economías de escala. Es lo que sucede con los grandes y costosos equipos sanitarios, cuyo servicio en manos privadas supondría un precio mayor para el usuario. Pero estas situaciones particulares que pueden identificarse con claridad no invalidan la regla general: todo crecimiento en las prestaciones de servicios por parte de las administraciones públicas significa un coste adicional en relación con una gestión no pública en condiciones iguales, a causa de los mayores costes de transacción del sistema público. En Caritas, para situar el ejemplo de una gran organización, a la vez internacional y local, los procesos que transforman recursos en bienes y servicios sociales se realizan con controles mínimos, porque se fundamentan —así puede ser— en la confianza; por esta causa, sus costes son sensiblemente menores que cualquier instancia gubernamental estatal o internacional (dejando al margen, porque es otro tema, las enormes diferencias salariales en cada caso, o el gasto en materia de compra de bienes y servicios). En 1997 llevé a término un estudio comparativo de la cantidad de servicios sociales que generaban, por unidad monetaria, la administración central, la de la Generalitat de Catalunya y Caritas de la provincia de Barcelona, que concentra el 70% de la población catalana. Las diferencias fueron abrumadoras. La organización católica obtenía un rendimiento siete veces mayor que la administración central, y cinco veces superior al del gobierno autonómico. Una parte importante de esta diferencia correspondía a los distintos costes de transacción entendidos como la parte neta de los costes totales que consume la gestión que se dedica a la prestación del servicio.
Lo dicho permite contemplar la relación económica que existe entre disfunciones sociales, sus correspondientes costes y la relación de estos con el aumento de los costes de transacción de las administraciones públicas. Con todo ello podemos constatar que una sociedad virtuosa es mucho más competitiva. La virtud, como práctica que es, constituye un recurso económico de primera magnitud, decisivo en el desarrollo a largo plazo.
Otra forma de medir el capital social sería la de imputar el monto monetario de cada una de las disfunciones sociales. A mayores costes de estas disfunciones, menor capital social. Este tipo de contabilidad sería mucho más práctica para definir políticas públicas, puesto que presentaría al ciudadano un escenario transparente de lo que cuestan determinados estilos de vida. La mayor dificultad para generalizar la contabilidad de los costes sociales debidos a las disfunciones sociales es ideológica, puesto que sus datos apuntarían al centro neurálgico de las creencias y prácticas de la sociedad desvinculada.
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