No confundir con la idea de "SOCIEDAD ABIERTA" (ESCLAVA) del humanicida George Soros, objetivos totalitarios, más que un recinto "cerrado", una cárcel en la que los cantos a las minorías consiguen, cada vez más, silenciar los principios y valores que han cimentado hasta hace poco nuestra civilización occidental. Unos principios que siguen siendo totalmente válidos, pero que su "sociedad abierta" excluye. Soros ha montado un "chiringuito" de mercenarios globales, que sepamos, sin parangón en la historia, contrarios al ideal democrático que en la posguerra mundial le atribuyó a ese tipo de sociedad, el filósofo Karl Popper.
Si fuera mi intención escribir una historia del advenimiento del totalitarismo, tendría que empezar por tratar el marxismo, pues el fascismo se desarrolló, en parte, a raíz del derrumbe espiritual y político del marxismo.
El totalitarismo moderno es sólo un episodio dentro de la eterna rebelión contra la libertad y la razón. Se distingue de los episodios más antiguos, no tanto por su ideología como por el hecho de que sus jefes lograron realizar uno de los sueños más osados de sus predecesores, a saber, convertir la rebelión contra la verdad en un movimiento popular.
Esta obra plantea alguno de los retos más importantes a los que se enfrenta nuestra civilización, una civilización que aún no se ha recuperado de la conmoción que supuso su nacimiento; de la transición de la sociedad tribal o cerrada, sometida a las fuerzas mágicas, a la sociedad abierta que deja en libertad las facultades críticas del hombre.
Popper se propone demostrar que el trauma que produjo esta transición es uno de los factores que favorecieron la eclosión de los movimientos reaccionarios que intentaron -y siguen intentando- destruir la civilización para volver a la organización tribal: en el fondo, lo que hoy llamamos totalitarismo pertenece a una tradición que no es ni más vieja ni más joven que nuestra propia civilización.
El libro que, en palabras de Bertrand Russell, es: «Una obra de primerísima importancia que hay que leer por su magistral crítica a los enemigos de la democracia, antiguos y modernos , puede resultar polémico e intranquilizador, aunque su sinceridad filosófica, su erudición y el vigor de sus argumentos lo han convertido en una de las obras clásicas del pensamiento contemporáneo».
PREFACIO
SI en este libro se habla con cierta dureza de algunos de los más grandes rectores intelectuales de la humanidad, el motivo que nos ha movido a hacerlo no es, ciertamente, el deseo de rebajar sus méritos. Tal actitud surge, más bien, de la convicción de que si nuestra civilización ha de subsistir, debemos romper con la deferencia hacia los grandes hombres creada por el hábito. Los grandes hombres pueden cometer grandes errores y, tal como esta obra trata de demostrarlo, algunas de las celebridades más ilustres del pasado llevaron un permanente ataque contra la libertad y la razón. Su influencia, rara vez contrarrestada, continúa impulsando por una senda equivocada a aquellos de quienes depende la defensa de la civilización, suscitando divisiones en su seno. La responsabilidad por esta división trágica, y posiblemente fatal, recaerá sobre nosotros, si nos mostramos blandos en la crítica de lo que reconocidamente forma parte de nuestro patrimonio intelectual. Pero nuestra renuencia a censurar una parte del mismo puede determinar su destrucción total. Este libro constituye una introducción crítica a la filosofía de la política y de la historia, como así también un examen de algunos de los principios de la reconstrucción social.
SI bien gran parte del contenido de este libro había adquirido forma en una fecha anterior, tomé la decisión final de escribirlo en marzo de 1938, el día en que me llegaron las noticias de la invasión de Austria. La tarea de redactarlo se extendió hasta 1943, de modo que el hecho de que la mayor parte de la obra fuera escrita durante los graves años en que todavía era incierto el resultado final de la guerra, puede explicar que algunas de las críticas aquí expresadas resulten de un tono más apasionado y acerbo de lo que sería de desear. Pero no estaban los tiempos entonces como para medir las palabras, o por lo menos esto era lo que yo entendía. En el libro no se hacía mención explícita ni de la guerra ni de ningún otro suceso contemporáneo, pero se procuraba comprender dichos hechos y el marco que les servía de fondo, como así también algunas de las consecuencias que habrían de surgir, probablemente, después de terminada la guerra. La posibilidad de que el marxismo se convirtiese en un problema fundamental nos llevó a tratarlo con cierta extensión.
En medio de la oscuridad que ensombrece la situación mundial en 1950, es probable que la crítica del marxismo que aquí se intenta realizar se destaque sobre el resto, como punto capital de la obra. Una visión tal de la misma, quizá inevitable, no estaría del todo errada, si bien los objetivos del libro son de un alcance mucho mayor. El marxismo solamente constituye un episodio, uno de los tantos errores cometidos por la humanidad en su permanente y peligrosa lucha para construir un mundo mejor y más libre. Tal como lo había previsto, algunos críticos me han acusado de mostrarme demasiado severo con Marx, en tanto que otros contrastaron lo que consideraron mi benevolencia hacia Marx con la violencia de mi ataque a Platón. Sin embargo, sigo creyendo necesario juzgar a Platón con un espíritu altamente crítico, precisamente porque la veneración general profesada al «Divino Filósofo» encuentra un fundamento real en su abrumadora obra intelectual. A Marx, por el contrario, se le ha atacado con demasiada frecuencia sobre un terreno personal y moral, de modo que lo que aquí hace falta es, más bien, una severa crítica racional de sus teorías combinada con la comprensión afectiva de su sorprendente atracción moral e intelectual. Con razón o sin ella, consideré que mi crítica era asaz devastadora y que podía permitirme, por lo tanto, buscar las contribuciones reales de Marx, otorgándole a los motivos que sobre él obraron el beneficio de la duda. En todo caso, es evidente que debemos tratar de estimar la fuerza de un adversario si deseamos enfrentarlo con éxito. Ningún libro puede alcanzar nunca una forma definitiva. Cuando creemos haberlo concluido, adquirimos nuevos conocimientos que nos lo hacen aparecer inmaturo.
En el caso de mi crítica de Platón y Marx, esa inevitable experiencia no fue más perturbadora que de costumbre. Sin embargo, a medida que los años fueron pasando, después de finalizada la guerra, la mayor parte de mis sugerencias positivas y, sobre todo, el fuerte sentimiento de optimismo que impregna toda la obra, me parecieron cada vez más ingenuos. Mi propia voz comenzó a sonar en mis oídos como si procediese de un pasado remoto, exactamente como la voz de alguno de esos ilusos reformadores socialistas del siglo XVIII e, incluso, del siglo XVII. Actualmente, he superado esa depresión sombría, en gran parte gracias a una visita efectuada a Estados Unidos, por lo cual me felicito ahora, al revisar el libro, de haberme circunscrito a la adición de nuevos datos y a la corrección de errores de concepto y de estilo, y de haberme resistido a la tentación de suavizar el tono de la crítica. En efecto, pese a la actual situación del mundo me siento tan esperanzado como siempre. Advierto ahora con mayor claridad que nunca, que aun los conflictos más graves provienen de algo no menos admirable y firme que peligroso, a saber, nuestra impaciencia por mejorar la suerte de nuestro prójimo. Efectivamente, esos conflictos no son sino los residuos de la que constituye, quizá, la más grande de todas las revoluciones morales y espirituales de la historia: de un movimiento iniciado tres siglos atrás, que responde al anhelo de incontables hombres desconocidos, de liberar sus propios seres y pensamientos de la tutela de la autoridad y el prejuicio: la empresa de construir una sociedad abierta que rechace la autoridad absoluta de lo establecido por la mera fuerza del hábito y de la tradición, tratando, por el contrario, de preservar, desarrollar y establecer aquellas tradiciones, viejas o nuevas, que sean compatibles con las normas de la libertad, del sentimiento de humanidad y de la crítica racional. La voluntad de estos seres no es quedarse cruzados de brazos, dejando que toda la responsabilidad del gobierno del mundo caiga sobre la autoridad humana o sobrehumana, sino compartir la carga de la responsabilidad o los sufrimientos evitables y luchar para eliminarlos. Esta revolución ha creado temibles fuerzas de destrucción, pero esto no impide que el hombre llegue a conquistarlas para el bien, en un futuro no lejano.
INTRODUCCIÓN [*]
No deseo ocultar el hecho de que sólo puedo ver con repugnancia… la inflada fatuidad de todos estos volúmenes llenos de sabiduría que se estilan en la actualidad. En efecto, estoy plenamente convencido de que… los métodos aceptados deben aumentar incesantemente estas locuras y torpezas y de que aun la completa aniquilación de todas estas caprichosas conquistas no podría ser, en modo alguno, tan perjudicial como esta ficticia ciencia con su malhadada fecundidad. KANT
ESTE libro plantea problemas que pueden no surgir con toda evidencia de la mera lectura del índice. En él se esbozan algunas de las dificultades enfrentadas por nuestra civilización, de la cual podría decirse, para caracterizarla, que apunta hacia el sentimiento de humanidad y razonabilidad, hacia la igualdad y la libertad; civilización que se encuentra todavía en su infancia, por así decirlo, y que continúa creciendo a pesar de haber sido traicionada tantas veces por tantos rectores intelectuales de la humanidad. Se ha tratado de de mostrar que esta civilización no se ha recobrado todavía completamente de la conmoción de su nacimiento, de la transición de la sociedad tribal o «cerrada», con su sometimiento a las fuerzas mágicas, a la «sociedad abierta», que pone en libertad las facultades críticas del hombre. Se intenta demostrar, asimismo, que la conmoción producida por esta transición constituye uno de los factores que hicieron posible el surgimiento de aquellos movimientos reaccionarios que trataron, y tratan todavía, de echar por tierra la civilización para retornar a la organización tribal.
En él se sugiere, además, que lo que hoy llamamos totalitarismo pertenece a una tradición que no es ni más vieja ni más joven que nuestra civilización misma. De este modo, se procura contribuir a la compresión general del totalitarismo y de la significación que entraña la perpetua lucha contra el mismo. Por lo demás, también se procura examinar la aplicación de los métodos críticos y racionales de la ciencia a los problemas de la sociedad abierta. Así, se analizan los principios de la reconstrucción social democrática, principios éstos que podríamos denominar de la «ingeniería social gradual», en oposición a la «ingeniería social utópica» (tal como se la explica en el capítulo IX). Se ha tratado también de librar de obstáculos el camino conducente al conocimiento de los problemas de la reconstrucción social, mediante la crítica de aquellos sistemas filosóficos sociales que son responsables del difundido prejuicio contra las posibilidades de una reforma democrática.
El más poderoso de estos sistemas es, a mi juicio, el denominado con el nombre de historicismo. La descripción del surgimiento e influencia de algunas formas importantes del historicismo constituye uno de los principales tópicos del libro, que quizá podría definirse como un conjunto de notas marginales acerca del desarrollo de ciertas filosofías historicistas. Bastarán algunas observaciones sobre el origen del libro para indicar lo que entendemos por historicismo y la forma en que se relaciona con los demás temas tratados. Pese a que mi principal interés se encamina hacia los métodos de la física (y, en consecuencia, hacia ciertos problemas técnicos que en nada se parecen a los tratados en este libro), también me ha interesado durante muchos años el problema del estado algo insatisfactorio de algunas de las ciencias sociales y, en particular, el de la filosofía social. Claro está que eso plantea el problema de sus métodos respectivos. Mi interés en este problema se vio considerablemente estimulado por el surgimiento del totalitarismo, como así también por la esterilidad de los esfuerzos efectuados por diversas ciencias y filosofías sociales para darle algún sentido.
En este orden de Cosas hay un punto cuyo esclarecimiento es, en mi opinión, particularmente urgente. Con demasiada frecuencia se escucha la afirmación de que esta o aquella forma de totalitarismo es inevitable. Infinidad de personas que a juzgar por su inteligencia y preparación debemos considerar responsables de lo que dicen, declaran que, en este sentido, no hay ninguna escapatoria. Así, nos preguntan si somos realmente tan ingenuos como para creer que la democracia puede ser permanente, o para no ver que sólo es una de las tantas formas de gobierno que llegan y se van en el transcurso de la historia. Se arguye, además, que la democracia, a fin de combatir el totalitarismo, se ve forzada a copiar sus métodos, tornándose ella misma totalitaria. O bien se afirma que nuestro sistema industrial no puede continuar funcionando sin adoptar los métodos de la planificación colectivista y entonces, de la inevitabilidad de un sistema económico colectivista se deduce la inevitabilidad de la adopción de formas totalitarias de vida social. Esos argumentos pueden parecer suficientemente plausibles; pero la plausibilidad no constituye una guía segura en estas cuestiones. De hecho, no debe emprenderse el examen de estos argumentos aparentemente razonables sin haber considerado antes la siguiente cuestión de método:
¿está dentro de las posibilidades de alguna ciencia social la formulación de profecías históricas de tan vasto alcance? ¿Cabe esperar algo más que la irresponsable respuesta de un adivino cuando nos dirigimos a un hombre para interrogarlo acerca de lo que el futuro depara a la Humanidad?
Se trata aquí de la cuestión del método de las ciencias sociales. Evidentemente, es más fundamental que cualquier debate relativo a cualquier argumento particular en defensa de cualquier profecía histórica. El cuidadoso examen de esa cuestión me ha conducido al convencimiento de que estas profecías históricas de largo alcance se hallan completamente fuera del radio del método científico. El futuro depende de nosotros mismos y nosotros no dependemos de ninguna necesidad histórica. Existen, sin embargo, filosofías sociales de gran influencia que sostienen la opinión exactamente contraria. Afirman estos sistemas que todo el mundo procura utilizar su razón para predecir los hechos futuros; que para un estratega no es ilícito, ciertamente, tratar de prever el resultado de una batalla, y que las fronteras que separan las predicciones de este tipo de las profecías históricas de mayor alcance son sumamente elásticas. A su juicio, la tarea general de la ciencia consiste en formular predicciones o, más bien, en mejorar nuestras predicciones cotidianas, colocándolas sobre una base más segura; y la de las ciencias sociales, en particular, en suministrarnos profecías históricas a largo plazo. También creen haber descubierto ciertas leyes de la historia que les permiten profetizar el curso de los sucesos históricos.
Bajo el nombre de historicismo, he agrupado las diversas teorías sociales que sustentan afirmaciones de este tipo. En otra parte, en The Poverty of Historicism | La pobreza del historicismo | (Económica, 1944-1945), he tratado de rebatir esas pretensiones y de demostrar que, pese a su plausibilidad, se basan en una idea errónea del método de la ciencia, y especialmente, en el olvido de la distinción que debe realizarse entre una predicción científica y una profecía histórica. Mientras me hallaba abocado a la crítica y análisis sistemáticos de las pretensiones del historicismo, traté de reunir algunos datos que ilustrasen su desarrollo. Las notas seleccionadas con ese fin se convirtieron luego en la base de este libro. El análisis sistemático del historicismo procura alcanzar cierto rigor científico. No es éste, sin embargo, el propósito de nuestra obra. En efecto, muchas de las opiniones que en ella se expresan son personales. Lo que sí debemos al método científico es la conciencia de nuestras limitaciones: no ofrecemos pruebas allí donde nada puede ser probado, ni pretendemos ser científicos donde todo lo que puede darse es, a lo sumo, un punto de vista personal. No tratamos tampoco de reemplazar los viejos sistemas filosóficos por otro nuevo, ni de agregar absolutamente nada a todos esos volúmenes llenos de sabiduría, a esa metafísica de la historia y del destino, que se estila en la actualidad. Procuramos, más bien, demostrar que esa sabiduría profética resulta perjudicial y que la metafísica de la historia obstaculiza la aplicación de los métodos rigurosos, aunque lentos, de la ciencia a los problemas de la reforma social. Por último, procuramos demostrar que podemos convertirnos en artífices de nuestro propio destino si nos abstenemos de pretender pasar por profetas.
Al investigar el desarrollo del historicismo hallé que el peligroso hábito del profetizar histórico, tan difundido entre nuestros rectores intelectuales, llena diversas funciones. Siempre resulta lisonjero pertenecer al círculo íntimo de los iniciados y poseer la insólita facultad de predecir el curso de la historia. Además, existe la tradición de que los guías intelectuales se hallan dotados de dichas facultades, y el no poseerlas puede conducir a la pérdida del rango. Por otro lado, el peligro de ser desenmascarados como charlatanes es muy reducido, puesto que siempre estarán en condiciones de argüir que es posible efectuar predicciones de menor alcance; y los límites entre éstas y los oráculos no son rígidos. Haya veces, sin embargo, otros motivos quizá más profundos para sostener ese punto de vista historicista. Los profetas que anuncian el advenimiento de una época de dicha y prosperidad pueden dar expresión con ello a un sentimiento personal de insatisfacción profundamente arraigado, y también puede suceder que sus sueños den esperanzas y aliento a aquellos que difícilmente podrían subsistir de otro modo. Pero no debemos pasar por alto el hecho de que es probable que su influencia nos impida encarar las tareas cotidianas de la vida social. Y esos profetas menores que anuncian el probable acaecimiento de ciertos hechos como, por ejemplo, la caída final en el totalitarismo (o quizá en el «empresarismo»), pueden estar cooperando, sin saberlo, y ya sea que les guste o no, para que dichos hechos tengan efectivamente lugar. Su dictamen de que la democracia no ha de durar eternamente es tan cierto o tan poco significativo —según el caso— como la afirmación de que la razón humana no ha de durar eternamente, dado que sólo la democracia proporciona un marco institucional capaz de permitir las reformas sin violencia y, por consiguiente, el uso de la razón en los asuntos políticos. Pero, naturalmente, su pesimismo tiende a desalentar a aquellos que luchan contra el totalitarismo, favoreciendo, en cambio, la rebelión contra la vida civilizada.
Puede hallarse otro motivo ulterior para esta posición destructiva en el hecho de que la metafísica historicista permite aligerar a los hombres del peso de sus responsabilidades. Si se sabe de antemano que las cosas habrán de pasar indefectiblemente, haga uno lo que haga, ¿de qué vale luchar contra ellas? Y así, es muy posible que se abandone, en particular, toda tentativa de controlar aquellas cosas que la mayoría de la gente está de acuerdo en considerar males sociales, tales como la guerra o, para mencionar otro hecho más pequeño aunque no menos importante, la tiranía de un caudillo despótico. No pretendo sugerir que el historicismo tenga siempre semejantes efectos. Hay historicistas —especialmente entre los marxistas— que no tienen el menor propósito de liberar a los hombres del peso de sus responsabilidades. Por otro lado, hay algunas filosofías sociales que pueden o no ser consideradas historicistas, pero que predican la impotencia de la razón en la vida social y que, por su antirracionalismo, propugnan la siguiente actitud: «hay que seguir al Líder Supremo, al Gran Hombre de Estado, o bien, hay que convertirse en Líder»; actitud ésta que significa, para la mayoría de la gente, el sometimiento pasivo a las fuerzas personales o anónimas que gobiernan la sociedad.
Es interesante observar, con todo, que algunos de aquellos que denuncian la razón y llegan a culparla, incluso, de los males sociales de nuestro tiempo, lo hacen, por un lado, porque se dan cuenta de que el hecho de la profecía histórica sobrepasa el poder de la razón y, por el otro, porque no pueden concebir que la ciencia social, o la razón en la sociedad, tengan otra función que la del profetizar histórico. En otras palabras: no son sino historicistas desilusionados, es decir, hombres que a pesar de comprender la pobreza del historicismo, no advierten que retienen consigo el prejuicio historicista fundamental, a saber, la doctrina de que las ciencias sociales, para tener algún valor, han de ser proféticas. Claro está que esta actitud debe conducir a un rechazo de la aplicabilidad de la ciencia y de la razón a los problemas de la vida social y, en última instancia, a la doctrina del poder, de la dominación y del sometimiento.
¿Por qué todas estas filosofías sociales se vuelven contra la civilización? ¿Y cuál es el secreto de su popularidad? ¿Por qué atraen y seducen a tantos intelectuales?
Personalmente me inclino a creer que la razón reside en su deseo de dar expansión a una insatisfacción profundamente arraigada, frente a un mundo que no se acerca, ni siquiera lejanamente, a nuestros ideales morales ni a nuestros sueños de perfección. La tendencia del historicismo (y de las posiciones afines) a defender la rebelión contra la civilización puede obedecer al hecho de que el historicismo es en sí mismo, con mucho, una reacción contra el peso de nuestra civilización y su exigencia de responsabilidad personal. Si bien estas últimas alusiones resultan un tanto vagas, deberán bastar para una introducción. Más adelante serán abonadas con datos históricos, especialmente en el capítulo «La Sociedad abierta y sus enemigos».
En cierto momento tuve la tentación de colocar ese capítulo al principio del libro, pues por el interés del tópico tratado habría resultado, ciertamente, una introducción más atrayente para el lector. Pero finalmente llegué a la conclusión de que no era posible experimentar todo el peso de tal interpretación histórica si no iba precedida por el análisis de los temas tratados en los capítulos anteriores del libro. Al parecer, es necesario experimentar primero la conmoción de comprobar la identidad entre la teoría platónica de la justicia y la teoría y práctica del totalitarismo moderno para poder comprender lo urgente que se torna la interpretación de esos problemas.
[*] Para el epígrafe de Kant, ver la nota 41 al capítulo 24 y el texto. Las expresiones «sociedad abierta» y «sociedad cerradas fueron usadas por primera vez, según se me alcanza, por Henri Bergson en Las dos fuentes de la moral y la religión (edición inglesa [Two Sources of Morality and Religion] de 1935). Pese a una considerable diferencia (debido al enfoque esencialmente distinto de casi todos los problemas de la filosofía) entre la forma en que Bergson y yo utilizamos dichas designaciones, existe también cierta similitud que no quisiera dejar de reconocer. (Véase la caracterización que hace Bergson de la sociedad cerrada, op. cit., pág. 229, en la que la define como la «sociedad humana recién salida de manos de la naturaleza»). He aquí, sin embargo, la principal diferencia. En mi obra, las expresiones indican —por así decirlo— una distinción racionalista; la sociedad cerrada se halla caracterizada por la creencia en los tabúes mágicos, en tanto que la sociedad abierta es tal que los hombres han aprendido ya a mostrarse considerablemente críticos con respecto a estos tabúes, basando sus decisiones en la autoridad de su propia inteligencia (después del consiguiente análisis), Bergson parece pensar, por el contrario, en una especie de distinción religiosa. Esto explica por qué puede considerar a su sociedad abierta el producto de una intuición mística, en tanto que yo sugiero (en los capítulos 10 y 24) que el misticismo puede ser interpretado como expresión de la nostalgia por la pérdida de la sociedad cerrada y, por lo tanto, como una reacción contra el racionalismo de la sociedad abierta. Por la forma en que se emplea la expresión «sociedad abierta» en el capítulo 10, puede observarse que existe cierto parecido con la expresión de Graham Wallas «La gran sociedad», con la única diferencia de que el término aquí empleado puede aplicarse también a una «sociedad pequeña», por así decirlo, como la Atenas de Pericles, en tanto que no es imposible —por lo menos puede concebirse— que una «gran sociedad» se detenga y resulte, por tanto, cerrada. Hay también, tal vez, cierta similitud entre mi «sociedad abierta» y la expresión que sirve de título al admirable libro de Walter Lippmann, La buena sociedad (The Good Society; 1937). Ver también las notas 59 (2) al capítulo 10 y 29, 32 y 58 al capítulo 24, y asimismo, el texto correspondiente.
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