jueves, 17 de junio de 2021

LIBRO "LA MITAD DEL MUNDO QUE FUE DE ESPAÑA: UNA HISTORIA VERDADERA, CASI INCREÍBLE" por RAMÓN TAMAMES 🌍🌎🌏


RAMÓN TAMAMES

Una epopeya única llevada a cabo por generaciones asombrosas de navegantes, conquistadores y colonizadores.

En otro tiempo España estuvo al frente de las naciones, en cuanto a títulos de posesión y conquista, en lo que geográficamente fue medio mundo. Eso no sucedió por casualidad: al término de ocho siglos de reconquista en la Península, los españoles llegaron al Nuevo Mundo (1492), cuya ulterior conquista y dominio no fue ningún milagro, sino un hecho histórico bien conocido pero no suficientemente valorado por propios y ajenos.
Los gestores de esa gran expansión fueron, en su mayoría, gente del pueblo que, más allá del oro y la gloria, buscaban emular a sus héroes de libros de caballería, dejando sus nombres para la Historia; generaciones asombrosas de navegantes, conquistadores, cristianizadores… que además no operaron con pólvora del rey, sino con su propia financiación convenida en capitulaciones muy precisas.
España tuvo un proyecto de globalización histórica entre los siglos XVI y XVIII que alcanzó sus puntos álgidos en las Américas, así como en todo el inmenso Océano Pacífico (Molucas, Filipinas, Carolinas, Marianas, archipiélagos del Sur), que, durante muchas décadas, configuraron el llamado Spanish Lake.
Ese mismo Pacífico está hoy en disputa más que nunca, entre las dos superpotencias. Como en 1494, tendrán que ponerse de acuerdo –la idea de muchos politólogos—, con un nuevo tratado al modo de Tordesillas que, ciertamente, no debe dar paso no a una nueva hegemonía de riesgo planetario, sino a un mundo multipolar en busca de la paz perpetua.

PROEMIO DEL AUTOR

Se dice con frecuencia, y es una verdad que podría elevarse a sentencia solemne, que se sabe bien cuándo y cómo se empieza un libro, pero que no es posible determinar cuál será su final: habrá cambiado tanto que seguramente será irreconocible su primer diseño. Supongamos lo mejor: en una senda de perfeccionamiento.
Eso me ha sucedido, una vez más, con este trabajo, cuyo título, me lo han dicho algunos historiadores, es ambicioso, y creo que están en lo cierto. Por una vez, uno se permite sensacionalizar su producto, dicho sea en tiempos de imperiofobia y radicalismo pseudoindigenista, que tiene más de racismo encubierto que otra cosa. Aparte de con leyenda negra, o sin ella, está muy extendida la hispanofobia, en la idea de que España protagonizó violencia, atraso y decadencia... Una tesis a rechazar, apreciando, en cambio, la historia verdadera, casi increíble, precisamente el subtítulo de esta obra.
También está claro que en cualquier trabajo llega un momento en que hemos de parar. Se van incorporando relatos y reflexión. Hasta que un día las propias páginas ya escritas le «sacan a uno tarjeta roja» y no puede incorporarse más texto: no pretenda usted contarlo todo ni presionar al lector con más argumentos.

El origen de cualquier libro también puede ser interesante para el lector, que así podrá saber un poco de las meditaciones y dudas del autor a la hora de concebir su emprendimiento; yendo más allá de la gestación, a la selección sucesiva de las piezas incorporadas.
En ese sentido, con algunos elementos de este trabajo he convivido desde hace muchos años, pues la inspiración originaria del presente escrito hay que buscarlo en las clases de madame Martínez, francesa, esposa de un español de quien adoptó su apellido, profesora del Liceo Francés de Madrid en los años cuarenta del siglo XX. Una mujer más que notable que nos dio una materia bien concreta del plan de estudios de entonces, del bachillerato, que hoy sería impensable: Historia del Imperio español.
La señora Martínez era pulcra y más que precisa como enseñante de la Historia. No se atenía a ningún propósito ideologizante y, paso a paso, a lo largo de todo un curso de nueve meses, y con un texto de base que lamentablemente he perdido, nos explicó cómo se había ocupado una buena parte de la «mitad del mundo» por los españoles; de conformidad con el Tratado de Tordesillas de 1494.

Aquellas clases me abrieron los ojos a tantas proezas como naufragios, expediciones asombrosas, sufrimientos y conquistas. Y el hilo de esos recuerdos, evocaciones, realidades, recrecidas ulteriormente por la lectura, me llevó a varios trabajos míos -yo economista-, en el campo de la Historia: La República. La era de Franco, volumen VII de la serie que dirigió Miguel Artola para Alianza Editorial; Una idea de España, una visión global para mis alumnos de la Sorbona de París; seguida, mucho después, de Hernán Cortés, gigante de la Historia, un ensayo a los quinientos años de la llegada de los españoles a Tenochtitlán. Y ahora, La mitad del mundo que fue de España.
Por lo demás, la configuración definitiva de las presentes páginas comenzó en el verano de un curso en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) sobre «La primera circunnavegación», que organicé como director (teniendo de secretarios a Felipe Debasa Navalpotro y Jerónimo Escalera), con la ayuda, también, de varias instituciones, señaladamente la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (representada por Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón), la naviera Aznar (con Alejandro, su presidente) y la aportación de Acción Cultural Española, en las personas de Santiago Herrero y Pablo Álvarez Eulate.

Aquel curso, con una inscripción que superó todos los registros de inscripción en el cálido mes de agosto en la UlMP, sirvió para ir dando forma a una de las partes del libro: el relato de la expedición de Magallanes, con la primera circunnavegación de Elcano, para luego abrirse la obra a toda una serie de capítulos hasta completar La mitad del mundo que fue de España.
«El más largo viaje» de Magallanes-Elcano fue importante por dar la vuelta al mundo, un hecho formidable. Y sirvió también para establecer el mapa del gran Imperio oceánico auspiciado en Tordesillas en 1494: las Américas, la inmensidad del océano Pacífico y la orilla asiática del mismo. Un área que con el tiempo se fue concretando, primero en las Molucas, después en Filipinas y por poco tiempo en la isla de Formosa, hoy Taiwán. Con la ensoñación de que China, en su inmensidad, sería tierra de conquista o, más pensadamente, de establecimiento de un imperio mundial protagonizado por España y el gran país asiático, en los dos extremos del mundo: un acuerdo universal soñado por Felipe II que no llegó a sustanciarse.
Tras el «más largo viaje», las previsiones de Tordesillas fueron cubriéndose con una presencia española cada vez mayor en toda la América y el Pacífico. Expansión que abarcó un día las tierras boreales de lo que hoy son Canadá y Alaska, con extensión a la Luisiana. También nos ocupamos, como era lógico, de las navegaciones del Pacífico sur, identificando una serie de archipiélagos y una aproximación, no coronada por el éxito a la gran tierra austral. El libro es en gran medida el relato histórico de cómo se fue vislumbrando primero, y ocupando después «la mitad del mundo que fue de España».

La conquista del Imperio, que comenzó con la isla de La Española (1492) y culminó con las Filipinas (1565), se hizo en setenta y tres años, para prolongarse entre dos siglos y medio a cuatro, según las diversas áreas, con el impulso inicial y cósmico de las bulas papales y el Tratado de Tordesillas.
Y, así como se formó, el Imperio se desintegró, siglos después, con las guerras de emancipación, que en la América continental española empezaron con O'Higgíns, en 1810, al proclama e Chile. Para seguir con Hidalgo y Morelos en México el mismo año y, después, en una serie de campañas, dirigidas por San Martín desde el Río de la Plata y Bolívar desde Venezuela. Terminando en la batalla de Ayacucho (1824).
Posteriormente, en 1898, Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la Micronesia (Marianas con Guam, Carolinas y Palaos) salieron de la escena española como consecuencia de la guerra hispano-norteamericana. Siendo EE. UU. ya por entonces el país más importante del mundo, pues desde 1874 alcanzó en PIB a Inglaterra; la pérfida Albión (César dixit), que en varias ocasiones se propuso hacerse con la América española sin conseguirlo nunca. Fracasando en sus intentonas, señaladamente en la de Cartagena de Indias, cuando con una fuerza más importante que la Invencible, el almirante Vernon sucumbió ante la defensa que opuso Blas de Lezo (1741).

De la Monarquía Hispánica y del Imperio de ultramar no sólo quedó la Historia, de algo más de cuatro siglos (1492-1898), sino también otras muchas más que reminiscencias: el idioma, el español, con casi 600 millones de hablantes. Un conjunto de relaciones e inquietudes recíprocas a ambas orillas del océano, muchas veces con desorientaciones y prejuicios, pero siempre con un hondo calado de lo que fue una convivencia de tanto tiempo y tanta huella, mantenida ahora con una intensidad creciente de transacciones de todo tipo, incluidas migraciones.
Queda también el propósito de estrechar lazos especiales entre lo que es una comunidad hispanoamericana (sin olvidar nunca Filipinas), que debe tener su puesto destacado en la organización internacional. Muy por encima de lo que han sido y siguen siendo las «Conferencias Iberoamericanas», iniciadas en 1992 con ocasión del V Centenario del Descubrimiento de América.
Desentrañar y mantener viva esa historia es una obligación por ambas partes, de más de «la mitad del mundo que fue de España». Pero quizá más por el lado de la propia España, cuya europeidad no debe ser ninguna rémora para una visión permanente de los que hablan nuestro idioma común, el español.
Este libro, en definitiva, quiere contribuir a esos propósitos, documentando cuestiones que aún no están en la mente de la inmensa mayoría de los que podrán ser sus lectores.

En este Proemio deberíamos incluir una referencia a otra de las cuestiones que se han debatido sobre la presencia española en el mundo. En ese sentido, una de las imputaciones más frecuentes de voces y plumas foráneas es la idea de las enormes cantidades de oro y plata que los españoles extrajeron primero, como pretendido «derecho de conquista», y después por las minas que se abrieron para el laboreo de minerales auríferos y argentíferos.
Otra falacia habitual es que el oro y la plata que salían de América eran casi totalmente robados por piratas y corsarios. Cuando la realidad es que, con el sistema de flotas de Indias, lo conseguido en asaltos a las mismas no pasó, seguramente, del 5 por cíen; siendo muchas más las pérdidas por tormentas y huracanes.
De las cantidades estimadas de 150.000 toneladas de plata, más de un tercio fue a China, quedándose grandes sumas en la propia América para los gastos de los virreínatos. Y el real de a ocho español pasó a ser la moneda mundial por más tiempo que cualquier otra (la libra y el dólar). Y de ella, en 1792, surgió el dólar en EE. UU.
Por lo demás, los metales preciosos que primeramente llegaron a España revolucionaron los precios en toda Europa, reactivando su economía. El propio J. M. Keynes -ya se dice en alguna parte de este libro- reconoció que España había contribuido a la mundíalización de los mercados financieros, despertando la economía de los europeos, hasta 1492 aletargada en su vida medieval.

No alargaré este Proemio, pues aún viene detrás una «Nota preliminar del autor», además de una lista de los diecisiete protagonistas principales de la obra. Todo ello tras una elaboración del libro de muchas revisiones, lo que siempre me trae a la memoria aquella frase de Jorge Luis Borges de «publico para dejar de corregir».
Tampoco puedo olvidar a Lewis Carroll, en palabras de Alicia en el país de las maravillas, cuando la protagonista dice aquello de «¿Para qué sirve un libro sin estampas y sin diálogos?». Y es pura verdad, y por eso mismo, desde hace tiempo, en mis últimos libros, incluyo no pocas ilustraciones, las indispensables estampas. Que en este caso son aún más obligadas de lo normal, por el gran número de mapas, imágenes de personajes históricos, gráficos de la vida marinera, indispensables piezas que entreveran la prosa.
En tanto que en lo relativo a diálogos, incluyo, del viejo y permanente método socrático, al terminar cada uno de los sucesivos capítulos, un «colofón» como remate final, consistente en un diálogo del autor con un crítico implacable, planteando inquisitivas apreciaciones a las que no tengo otro remedio que contestar.

He de decir, además, que valoro mucho en esta obra no sólo la indispensable bibliografía, sino también el índice onomástico, donde, además de los autores de más de mil libros y artículos, toman nueva vida los protagonistas del relato: navegantes, conquistadores, virreyes y otros gobernantes y políticos; y pensadores y científicos, que los hubo. Personajes que un día fueron de carne y hueso, con sus afanes y aspiraciones, grandezas y miserias, que fueron entretejiendo una historia compleja y en verdad formidable. Dignos de asombro por su osadía y entusiasmo de vivir peligrosamente, para descubrir, conquistar, evangelizar, ganar oro y plata, y también dejar una huella en la Historia.
Muchos de esos personajes se entrecruzan en estas páginas, en prodigiosas aventuras. Y por ello, cuando se pregunta dónde estuvo el deus ex machina del Imperio, además de los Reyes Católicos con los Tratados oceánicos y las Capitulaciones de Santa Fe, o Carlos V buscando la difícil unión de una Europa católica, o Felipe II en pro del gran acuerdo con China para un Imperio universal, están todos los demás, que materializaron la Historia con sus propias biografías de lucha, triunfo y frustraciones.

Debo mi agradecimiento, primero de todo, a personas y entidades que ayudaron con su patrocinio a mi libro anterior, Hernán Cortés, gigante de la Historia. Y lo digo aquí por primera vez, porque sin esa obra, esta otra, enteramente nueva, no habría nacido.
Empezando, daré gracias a Anpier, asociación en pro de la naturaleza, para generar electricidad fotovoltaica, que dirigen Miguel Ángel Martínez-Aroca, Rafael Barrera y Juan Castro-Gil.
Mi reconocimiento, también, a Francisco Rodríguez, al frente de Reny Picott, la fromagerie española por excelencia. Que es, además, uno de los mecenas de los premios de la Fundación Princesa de Asturias.
Por su parte, Pablo Bueno Sainz, presidente de Typsa, conocedor de las ingenierías internacionales como nadie, supo entender la gran figura de Cortés, tal como lo expresé en la conferencia que dicté en el acogedor auditorio de su empresa.
Igualmente recuerdo el apoyo recibido del director de la Fundación Caixa, Jaume Giró, y de su presidente, Isidro Fainé; teniendo todavía pendiente una presentación del propio libro en Barcelona, espero que en la Torre Negra.
La Fundación Villar Mir contribuyó asimismo a impulsar a don Hernán desde mi libro, a partir de su director, Julio Iglesias de Ussel, y de su presidente, Juan Miguel Villar Mir.
Sin olvidar, por último, a Arash Arjomandi, presidente de la editorial Erasmus, el más entusiasta publicador conocido.

Y viene ahora el capítulo de agradecimientos por La mitad del mundo que fue de España. Primero de todo, a las instituciones ya citadas con el curso 2019 en la UIMP. Para seguir con lectores del original de este escrito, que me hicieron sugerencias muy útiles al libro en sucesivas versiones, como fue el caso, entre otros, de Christian Careaga.
Nuria Sánchez Prat me prestó gran ayuda cartográfica, desde el Instituto Geográfico Nacional, con ocasión de la exposición que allí se hizo sobre «El más largo viaje» en 2019.
El más joven de mis prescriptores fue Alfons Aurín Amrani, que leyó el texto como incipiente corrector de pruebas.
Estoy en deuda muy especialmente con Elvira Roca Barea, autora de dos libros admirables, como Imperiofobia y Fracasología, que tanto impacto están teniendo en la opinión histórica española. Elvira leyó muy a fondo estas páginas y me hizo una serie de observaciones muy válidas de carácter global sobre el sentido de la presencia española en la Historia.
El joven profesor Bernat Hernández, de la Universidad de Barcelona, me hizo precisiones fácticas muy pertinentes e interesantes; contribuyendo, además, con recomendaciones bibliográficas que me resultaron de gran ayuda.
Algo similar he de decir de María del Carmen Martínez, catedrática de Historia de América de la Universidad de Valladolid, que tanto aportó a mi anterior libro sobre Hernán Cortés.
Por último, he de mencionar al maestro de historiadores de América Mario Sánchez-Barba, que a sus noventa y cuatro años mantiene una lucidez portentosa, y que dio un buen repaso al libro, señalándome algunas cuestiones a verificar.

Queda la parte más entrañable de agradecimientos. La primera, mi esposa, Carmen Prieto-Castro, que tuvo que soportarme con su habitual paciencia; nunca resignada y nada exenta de inquietudes y preocupaciones por mi labor ahora en la Historia -ella me conoció como «joven economista»- durante bastantes meses, por no decir años.
En cuanto a mi secretaria, Begoña González Huerta, digo lo de trabajos anteriores, pero al nivel más alto del paso del tiempo: ha sido casi protagonista de esta obra con el autor, por sus minuciosas y avezadas tareas de diseño y documentación, incluyendo el arduo trabajo de preparación de manuscritos/dictados que hubieron de ser revisados un sinnúmero de veces. Begoña tuvo como «secretaria adjunta» a Virginia Centurión Zaldívar, en los tiempos más duros de confinamiento pandémico.
Uno no podría trabajar sin ayudas como las especificadas. Y esa es la mejor solidaridad que puede prestarse y sentirse en la República de las Letras. Y con ese recuerdo he de mencionar a Pablo Sebastián, con su diario digital del mismo nombre, en el que se pusieron a flote, para navegar por primera vez, algunos capítulos de este libro, sobre los que recibí observaciones de los lectores que me sirvieron también del indispensable aliento y ayuda.

Y dejamos ya en paz a los lectores para que entren en la obra si quieren. Un trabajo en cierto modo de reconstrucción histórica para profanos, aunque también para entendidos. Los primeros, fundamentalmente, para que aprendan lo que quieran y puedan con la lectura de estas páginas. Los segundos, para meditar, porque este libro no es, ya se dice en su contraportada, el resultado de una nostalgia de pasados gloriosos.
Ni son tampoco estas páginas muestra del nacionalismo hispano de otros tiempos. Pero sí que aspiran a afrontar la Historia tantas veces tergiversada, como sucedió claramente con algunos que se consideran gloriosos hispanistas de los siglos XVIII y XIX: Wil laume Thomas Rayan, Robert Watson...y otros. Lo que está claro, creo, es que estas páginas son, sencillamente, una «Historia verdadera», que diría don Bernal Díaz del Castillo. Y casi increíble, como también reza el subtítulo de mi libro.

Acabé de escribir estas páginas en circunstancias que son de clara globalización truncada: la pandemia del coronavirus, que llevó a España al confinamiento por muchos días y sus noches. Con el maligno circulando para hacer sufrir y dar muerte a quienes no pudieron superar la prueba, más de un millón en todo el mundo, y en torno a cincuenta mil españoles. A cinco de ellos, amigos del autor, se dedican estas páginas con toda admiración por la elocuencia de sus vidas y el dolor por su inesperada desaparición.
Y nada más. Vale, que dirían los clásicos; y que esta narración sobre papel emprenda su rumbo con viento de cola, sin más dilaciones, poniendo proa a su destino; que ojalá sea el buen puerto de la lectura de los siempre indispensables lectores.
RAMÓN TAMAMES
12 de octubre de 2020 
(Día del Encuentro de España y el Nuevo Mundo)

NOTA PRELIMINAR DEL AUTOR

Estas páginas que ahora tienes en tus manos, dilecto lector, son mi opus número 78 -siendo ochenta y seis mis años de vida hasta ahora-, según la particular relación que llevo; sin inclusión en ella de informes profesionales, ni de las ediciones corregidas y ampliadas. Y, obviamente, sin contar las reimpresiones, tan frecuentes en otro tiempo, cuando se leía más que ahora, no existiendo aún Internet para enterarnos de casi todo vía electrónica. Por entonces prevalecía el soporte papel, el dominio total de la galaxia Gutenberg sobre la de McLuhan, ahora tan ampliada y diversa.
¿y cómo nombrar el infolio que hoy sale a la luz? Elegir un título nunca es fácil, pues se trata de encontrar en pocas palabras la explicación sintética de qué es la obra terminada, y por ello no es cosa que fluya sin más ni más. Un título largo no es recomendable, porque no da idea inmediata de qué abarca, ni atrae al lector con la fuerza dramática que se busca. Hay que acortar. Pero ¿basta qué punto?
Estuve pensando como título El más largo viaje, porque, dentro de los muy diversos componentes de esta obra, la parte que corresponde a la expedición Magallanes-Elcano es más que notable. Pero una referencia así no abarcaba los antecedentes y los consiguientes, ni tampoco los colaterales que aquí fueron emergiendo. Y por eso, tras reflexionar largamente, pensé que el eureka no podía ser otro que La mitad del mundo que fue de España...
Pero la verdad es que no me quedé del todo tranquilo con ese epígrafe general: podía haber más opciones, según alguno de mis consultados, y el título La mitad del mundo que fue de España les pareció que tenía cierto sentido de propiedad comercial, como de metrópoli y colonias, propios de cualquier Imperio de ultramar.

Cuando, al menos legalmente, todas las partes de los reinos, virreinatos y capitanías generales, etc., tuvieron en la Monarquía Hispánica sus derechos propios. Especialmente la América y el Pacífico, según el espíritu con que ellos fueron asignados en un principio por la máxima autoridad de la Cristiandad, el papa Alejandro VI. Por lo cual, cabría la posibilidad de titular el libro «La mitad española del mundo», así, sin más.
Es cierto todo eso. Pero creo que el título La mitad del mundo que fue de España resulta más claro, aunque no sé si más o menos eufónico. Pero sí seguro que más impactante para los lectores. Y así queda la cosa.
Y en cuanto al subtítulo: esa «historia verdadera, casi increíble» no sucedió por casualidad: el término de la pugna de ocho siglos en la Península para acabar con el dominio de los árabes de su último espacio, Granada, en 1492, ocurrió el mismo año en que los españoles llegaron al Nuevo Mundo, con una fuerza y unos impulsos que en este libro se rememoran. No con evocaciones patrióticas, sino con rigurosas acotaciones históricas, con el impulso cósmico, ya se ha dicho en el Proemio, de las bulas papales de 1493 y el Tratado de Tordesillas de 1494.

Incluirnos en este introito una especie de hilo conductor del libro, de sus quince capítulos más un epílogo, subrayando la concatenación de las sucesivas fases de la obra, el encaje de sus contenidos en coherencia con el título.

El capítulo 1 reza «Los tratados oceánicos y la Especiería», haciendo así referencia a elementos clave de todo el proceso que aquí nos ocupa por más de trescientas páginas. El primero, los convenios hispano-lusos y las grandes expediciones de los siglos XV y XVI, que se emprendieron para controlar las rutas de las especias, por entonces el más valiosísimo condimento, preservante más seguro, y mejores saborizadores. Así las cosas, tras las bulas papales de 1493, con el Tratado de Tordesillas de 1494, el mundo se repartió en dos mitades, reservándose Portugal el espacio afroíndico hasta la Especiería, quedando para España la otra mitad, entonces ignota en Europa: las Américas y el océano Pacífico.
El texto acordado en 1494 no fue ni perfecto en su configuración ni terminante en su aplicación, siempre con la insuficiencia de fijar claramente una línea de demarcación a un lado, y a 180 grados de distancia la otra. Pero el Tratado sí que redujo el número de posibles conflictos, atenuando su envergadura. De ahí que aún se cite como un modelo histórico para disminuir la posibilidad de guerra entre dos superpotencias, ahora China y EE. UU., según veremos en el Epílogo de este libro.

En el capítulo 2 se presta atención a «La dura vida de los navegantes». Se estudia cómo era entonces la construcción de naos, carabelas y galeones, con todo su armamento y aparejos, y sus vituallas y tripulaciones, como también se estima cuál fue el desarrollo de la cartografía, indispensable para seguir rutas a veces no se sabía adónde, y cómo evolucionaron los instrumentos para gobernar las naves: desde el astrolabio al sextante, y de las estrellas en el cielo a la aguja de marear, la brújula.
Para hacerse una idea de lo que fue todo aquello, resulta indispensable apreciar las dificultades de la alimentación a bordo, el alojamiento precario de la marinería en las grandes travesías, con todo el coraje que supuso el emprendimiento de atravesar los grandes océanos, casi siempre en lucha contra las enfermedades, sobre todo el escorbuto, que, junto con el desabastecimiento de agua y vituallas, diezmaban a las tripulaciones. También se incluye la organización personal y jerárquica de la marinería: desde los grumetes a los pilotos y capitanes, en un verdadero microcosmos para cuyos componentes los naufragios eran el final.
Pero aún hay algo más: de qué pasta estaban hechos esos hombres en la búsqueda, todos embarcados en una aventura y cada uno de ellos en su particular designio. En general, gente del p · · · os hidalgos, que buscaban emular a los héroes legendarios, dejando sus nombres para la Historia. Fueron generaciones humanas que asombraron al mundo: navegantes, conquistadores, cristíanízadores..., hoy en día vituperadas por algunos, con un sentido tergiversador de la Historia.

Balboa -lo veremos en el capítulo 3 del libro, titulado «La Mar del Sur, 1513»­ fue el predecesor de todo, en 1513, en el sueño de navegar a través del nuevo océano en directo, al reino del Maluco.
No sólo avistó el nuevo océano, la inmensidad de aquellas aguas nunca antes surcadas por naves de gran porte, salvo el célebre almirante chino Zheng He, quien, a pesar de sus gloriosos descubrimientos en África y Asía -y dicen los chinos que también América-, se replegó a su patria, al Celeste Imperio. Lo único que de esos mares y tierras llevó Zheng a su emperador fue una imponente jirafa, que llegó a hacerse longeva en Pekín.
Balboa sí supo apreciar la importancia de su hallazgo, con la torna de posesión de la Mar del Sur, en el golfo de San Miguel. Seleccionó a veintiséis hombres y con ellos se dirigió a la misma orilla del océano con sus mejores galas: coraza, cascos y plumas, llevando en una mano el estandarte con la imagen de la Virgen y las armas de Castilla y León, y en la otra, su espada. Ya soñó con «el más largo viaje» a través de la Mar del Sur.

En el capítulo 4 -«El designio del Maluco»- veremos cómo se configuró la definitiva búsqueda del paso del océano Atlántico al Mar del Sur y la Especiería. Un proyecto nacido tras la descubierta de Balboa, por decisión de Fernando el Católico, que en 1514 encargó al navegante onubense Juan Díaz de Solís que buscara ese posible cruce marítimo. Por su lado, Cristóbal de Haro, el gran banquero burgalés, también lo había buscado, financiando una expedición secreta lusa, desde Lisboa, igualmente sin éxito.
En las Capitulaciones de Valladolid de 1518 se acordó el viaje para llegar a las lejanas islas de las Especias por un paso interoceánico que tenía que existir, para volver a España por la misma ruta de ida, es decir, siempre por aguas del hemisferio castellano.
En los preparativos, minuciosos y sistemáticos, de la gran navegación, Magallanes tuvo todo el protagonismo. Hubo de preparar las cinco naves, avitualladas, reclutar las tripulaciones, especificar los costes, todo ello en medio de la inquietud creada por las maniobras del rey Manuel de Portugal, dispuesto a hacer fracasar el proyecto. Hubo también problemas financieros, a resolver por el banquero Cristóbal de Haro.
Al final, las naves se dieron a la vela un 10 de agosto de 1519, desde Sevilla, y el 20 de septiembre, desde Sanlúcar de Barrameda.

En el capítulo 5 -«La ruta Magallanes»- se recoge la primera parte del «más largo viaje», desde la salida de España hasta la muerte del capitán general de la expedición en la lejana y pequeña isla filipina de Mactán, muy cerca de Cebú.
En el itinerario seguido, primero de todo se bordeó África por la «ruta portuguesa», hasta la actual Sierra Leona, para, desde allí, «saltar» el tramo más corto a América del Sur en lo que hoy es Brasil. Y seguir después la línea de costa hacía el sur, con una larga invernada en el puerto de San Julíán, donde ocurrió el presunto motín que, en cualquier caso, Magallanes supo controlar. Continuó la expedición y, tras numerosas vicisitudes, cruzaron el Estrecho de Todos los Santos (su primer nombre), a lo que sucedió la difícil travesía de un océano Pacífico sur, inacabable; hasta llegar primero a Guam, y luego a Cebú, ya en las islas de San Lázaro (después, Filipinas).
En Cebú, Magallanes -todo lo confirma- renunció a sus prisas por llegar a las Molucas. El capitán general de la armada debió de percatarse del fallo de sus predicciones: el viaje por el oeste a la Es eciería resultaba más largo y peligroso de lo esperado. De modo que l ro -luego Filipinas-, fascinantes en su verdura, pasaron a tener un interés principal como futuro posible reino personal del navegante.
Magallanes se dedicó a cristianizar a los nativos de Cebú, y en esos menesteres estaba cuando se le opuso el cacique de la isla de Mactán, Lapu Lapu, que no quería bautizarse. Y fue allí, en lucha contra él, donde el gran navegante murió por no haber apreciado las fuerzas contrarias, en un enfrentamiento que iba contra el espíritu pacificador de las Capitulaciones de Valladolid.

El capítulo 6 lleva por título «Odisea Elcano: Primus circumdedisti me». Después de Magallanes, la capitanía general de la Armada -tras la celada del cacique Humabón con una treintena de muertos entre los navegantes- recayó en la figura del desquiciado capitán luso López Carvalho, bajo cuyo mando la expedición perdió seis meses largos, pirateando por los mares de Joló y Célebes. Hasta que finalmente la expedición cambió a mando español (Gómez de Espinosa y Elcano), lo que permitió reenderezar todo y, finalmente, llegar a las ansiadas Molucas, a la isla de Tidore.
Allí los españoles se ganaron los favores del cacique Almansur y, tras varias semanas de descanso y acopio de subsistencias y especias, sucedió la separación de las dos naos últimas de la Armada, que había comenzado con cinco: la Victoria, mandada por Elcano, volvería directamente a España, en tanto que Gómez de Espinosa, con la Trinidad, pondría rumbo a Panamá. Fue el momento más emotivo del «más largo viaje», la despedida de las dos tripulaciones para no verse nunca más.
El hombre de Guetaria, Elcano, decidió entonces terminar dando la vuelta al mundo, cumplida ya su primera mitad en la isla de Timor, surcando el Índico, y, tras girar en el cabo de Buena Esperanza, poner rumbo norte por el Atlántico; sacrificándose la tripulación durante ciento cincuenta y tres días, cinco meses sin escalas, para fondear in extremis en una de las islas de Cabo Verde, con todo el peligro de los portugueses. Un trance que Elcano superó con decisión para finalmente arribar a las Españas, Sanlúcar/Sevilla, con sólo dieciocho tripulantes y el gran cargamento de clavo.
Por lo demás, la expedición Magallanes-Elcano, aunque no fuera su misión inicial, supuso «levantar el mapa» del hemisferio español de Tordesillas, desde el Río de la Plata, ya conocido por Juan Díaz de Salís y el secretismo luso. Con el nuevo itinerario del estrecho, la costa sur chilena y la inmensidad del océano hasta entonces ignorado; hasta Cebú, y retorno por las Indias y la costa africana del Atlántico. Se tuvo por primera vez conciencia definitiva de la inmensidad de lo repartido en 1494.

En el capítulo 7 -«Resonancias del "más largo viaje"»-, el relato se remansa, eso creo. Al apreciar el encuentro entre Elcano y Carlos V, con la difusión imperial, al mundo entero, de la gran proeza. A lo que siguieron los textos escritos sobre el «más largo viaje», no sólo el de Pigafetta, sino once más.
Registramos, además, las conmemoraciones por los quinientos años del comienzo de la circunnavegación durante 2019.Cierto que sin haber alcanzado la resonancia mundial que debería haber tenido, por negligencia del Gobierno español y las engañosas aspiraciones de Portugal, después de la «traición» de Magallanes a Manuel l.

El capitulo 8, «El sueño de las Malucas y el despertar de Zaragoza», es muy dinámico, exponiéndose en él las desventuras de siete años que sufrió la tripulación de la nao Trinidad, bajo el mando de Gómez de Espinosa en su penoso retorno a España desde las Malucas, tras fracasar el pretendido tornaviaje de Tidore a Panamá. Un primer intento de navegación Asia-América, que no terminó por resolverse hasta Andrés de Urdaneta, en el sexto de los intentos, en 1565.
En el mismo capítulo se aprecia la pugna de negociaciones hispano-lusas por las Malucas, empezando con un encuentro en Vitoria, en febrero de 1524, seguido de las Juntas hispano-lusas de Elvas-Badajoz en marzo-abril del mismo año. En paralelo a los preparativos por España de la nueva Casa de la Especiería en La Coruña y de la expedición Loaysa-Elcano: un segundo viaje a las Molucas por la ruta Magallanes, en la que sucedieron todas las desgracias imaginables, llegándoles la muerte a Loaysa y Elcano tras haber cruzado el estrecho.
El fracaso de esa expedición -y de algunas otras más silenciosas que Cristóbal de Haro organizó- fue definitivo para la posesión de las Molucas. Un cometido mucho más fácil para los portugueses, al disponer de sus bases de India y, sobre todo, de Malaca, lo que al final condujo al Tratado de Zaragoza (1529), por el cual Carlos V vendió a Portugal (siendo rey Juan III) las Molucas por 350.000 ducados de oro. Una transacción por la que el rey-emperador ganó quince veces lo que había costado la expedición Magallanes/Elcano.

En el capítulo 9 nos ocupamos de la presencia de «Ingleses, portugueses y holandeses en las Indias orientales y el Pacífico», en competencia y lucha con España. Primero de todo, con los ataques al Lago español, que era la Mar del Sur, por los corsarios de la reina de Inglaterra, Elísabeth I, lo que generó el asombroso intento de España de cerrar esa inmensidad marina del Pacífico, idea de Sarmiento de Gamboa, a base de fortificar el Estrecho de Magallanes...
Figura además en este capítulo lo relativo a la gran proeza lusitana de la ruta a India y sus extensiones en la otra «mitad del mundo» que a Portugal le había asignado el Tratado de Tordesillas.
Finalmente, Holanda figura como enemiga siempre de España durante la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648, con la tregua de doce entre 1609 y 1621). Referencia que era indispensable para dar idea más o menos cabal de la difícil presencia española en los confines de la orilla asiática del Pacífico.

En el capítulo 10 -«El Pacífico norte y Filipinas: la ensoñacíón de Chína»­hacemos una consideración global en el gran océano iniciadas por el propio Hernán Cortés y continuadas por el primer virrey de la Nueva España, Antonio de Mendoza. Una conexión Asia-América definitivamente consolidada por el tornaviaje de Urdaneta, que hizo posible los viajes del Galeón de Manila, también conocido como Nao de la China, entre Filipinas y México -Ruta Marítima de la seda-, durante un cuarto de milenio (1565-1815).
Se generó, así, la gran Ruta Marítima de la Seda, la más larga del tiempo de los barcos a vela, de Manila a Acapulco, atravesando México por tierra, para Veracruz, con final en Sevilla. Fue un comercio de importancia extraordinaria, que incluso afectó a las instituciones monetarias chinas por la entrada de la plata española en el entonces país más populoso y rico del mundo..., como puede llegar a serlo otra vez.
En ese contexto, no dejamos de dar la importancia que tiene a la ensoñación española por el Celeste Imperio, que sedujo a Hernán Cortés, a Pedro Alvarado y también al virrey Antonio de Mendoza. Y, sobre todo, a Felipe II, durante cuyo reinado se formó una primera embajada española a China, preparándose una segunda, que no prosperó, por oponerse a ella quienes querían el dominio del inmenso país bélicamente, desde Filipinas. El caso es que Felipe II acabó de renunciar a un doble imperio universal, con una cabeza en España y otra en China. Pero, después de esa decisión, hubo otros planteamientos de conquista y evangelización del inmenso país. Con la referencia final de que, durante dieciséis años (1626-1642), buena parte de la isla de Formosa, hoy Taiwán, fue dominio español.

A las exploraciones marítimas desde el virreinato del Perú nos referimos en el capítulo 11: «Navegaciones del Pacífico sur». Fueron atrevidas e interesantes, pero de menores efectos que las organizadas desde la Nueva España. Empezando por el hecho de que las «guerras pizarristas» (Almagro-Pizarro) restaron dinamismo exterior al Perú durante casi dos décadas, entre 1537 y 1554.
En cualquier caso, se reseñan en el capítulo 11 las navegaciones de Mendaña, Quirós y Torres, que llegaron muy cerca de Australia, incluyendo las descubiertas promovidas por el virrey Amat de Tahití y la Isla de Pascua. Con una referencia al marqués de la Ensenada, don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, por su gran labor en esa época en pro de una marina capaz de enfrentarse con éxito a Inglaterra.

En el capitulo 12 -«Territorios de Canadá, Alaska y EE.UU.»- nos ocupamos de toda la dinámica relacionada con España en ese amplio espacio a finales del siglo XVIII, incluyendo la decisión de declarar, desde la Nueva España, la posesión del territorio de Nutka: una historia extraordinaria muy poco conocida por los españoles.
Sigue en el mismo capítulo el tema de la Luisiana, que fue de España durante cuarenta años y que podría haber sido la mejor pieza de la América española, empezando porque sirvió de base de apoyo para la participación española en la guerra de independencia de EE. UU., con una contribución, poco conocida, a favor de los estadounidenses que el propio Washington consideró definitiva finalmente para vencer a los anglos.
Se termina el capítulo con una referencia al Tratado Adams-Onís de 1819, que fijó la frontera norte de la Nueva España con EE. UU., con muy amplios territorios que luego México perdió en 1848.

En el capítulo 13 -«Conquista: conquistadores y conquistados, emancipación de la América»- incluimos tres piezas que no podían faltar en este libro. Lógicamente, tenía que figurar un esquema, por lo menos, de cómo se configuró la América española desde Alaska al Cono Sur, en fases sucesivas en los cinco virreinatos: Indias, Nueva España, Perú, Nueva Granada y Río de la Plata; con tantos otros protagonistas: Colón, Fernández Bobadilla ' Ovando en las Antillas; Hernán Cortés en la Nueva España; Pizarro y Almagro, con Valdivia en Chile; Jiménez de Quesada en la Nueva Granada, y Martínez de Irala y Juan de Garay en el Río de la Plata.
Lógicamente, terminamos el capítulo con el final del Imperio en la América continental, sin olvidar los intentos de crear una nueva comunidad hispánica en torno al artículo 1de la Constitución de 1812 («La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios»), que no llegó a sustanciarse, por una emancipación que se consumó en 1824 (Ayacucho) con la separación de Cuba, Puerto Rico, y Filipinas y la Micronesia en 1898 (guerra con EE. UU.).

El capítulo 14 se dedica a la «Ciencia y cultura en el Imperio», con el registro de las expediciones científicas de España, botánicas, mineras, incluso de vacuna contra la viruela (expedición Balmis). Y, sobre todo, con el periplo de Malaspina, muy ambicioso, en una especie de segunda conquista por la ciencia y de nueva organización de la mitad del mundo que seguía siendo de España.
Adicionalmente, se hace el análisis de las actividades más importantes del Imperio español de ultramar en materia de creatividad de todo un Nuevo Mundo cultural y educativo, que el barón Von Humboldt supo apreciar cabalmente en su largo hispánico-americano viaje.

No estaba previsto en un principio el capítulo 15 («Gobernanza de la Monarquía Hispánica»), pero a lo largo del libro me pareció indispensable explicar y apreciar, de alguna manera, lo que fueron la Monarquía Hispánica y el Imperio y su gobernanza. A lo que dedicamos un espacio preliminar recapitulando la formación histórica de España hasta 1517, cuando Carlos I asumió las Coronas de Castilla, de Aragón, además de Navarra, y el antiguo reino moro de Granada.
Carlos I fue el primer monarca que rigió toda el área peninsular con sus archipiélagos, a lo que se agregaron las Indias y, ya como emperador, los territorios heredados de su abuelo Habsburgo, Maximiliano, formándose la Monarquía Hispánica, con centro en Castilla y los reinos peninsulares mencionados, más Nápoles, Sicilia, Córcega, los Países Bajos y el Franco Condado. Un conjunto que políticamente funcionó como un sistema confedera! y al que se incorporó Portugal con su Imperio en 1540, ya en el tiempo de Felipe Il.
Examinamos en este capítulo los gestores políticos de la Monarquía Hispánica, que asistían al monarca en sus funciones: los secretarios de los Consejos, también a veces secretarios universales en Carlos V y Felipe II, para luego dar un repaso a los validos de los Austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II).
Desde el final de la Guerra de Sucesión española (1714), algunos estiman que la Monarquía Hispánica desapareció definitivamente. Pero nuestra tesis es que la España siguió siendo una auténtica Monarquía Hispánica con las Américas, Filipinas y el Pacífico. Administración que se manifestó en cinco virreinatos, que estuvieron regidos por dos reyes de Indias (Antillas), Cristóbal Colón y su hijo Diego; sesenta y cuatro virreyes en la Nueva España, cuarenta en Perú, diecisiete en Nueva Granada, y doce en el Río de la Plata.
La última parte del capítulo 15 se refiere a la cuestión controvertida de si en la Historia pesó más lo dinástico, o si al final la fuerza del pueblo conquistador fue lo que más contribuyó a la formación del Imperio.

El Epilogo -«The Spanish Lake»- versa sobre el llamado Lago español, según muchas manifestaciones de William Lytle Schurz, Chaunu y, especialmente, del profesor de la Universidad Nacional de Australia O. H. K. Spate, con su formidable libro del mismo título, felizmente vertido al español por la Casa Asia de Barcelona, en 2007.
Esa referencia a The Spanish Lake nos lleva a una síntesis de lo que ayer fue y hoy es el Pacífico: más de un tercio de la superficie del mundo, donde está en discusión la posible supremacía política futura, tras las sucesivas hegemonías de EE. UU., Inglaterra y EE. UU., ahora con China alcanzando un gran poderío.

Como puso de relieve Henry Kíssinger On China (2011), se trata de un tema de vital importancia, luego reiterado, entre otros, por Graham Allison, de la Universidad de Harvard, en su libro de gran interés: China y EE. UU. abocados a la guerra (2019). Un relatorio de la relación de tensiones chino-norteamericanas por do1ninar la escena oceánica y mucho más allá.
En ese contexto, Allison propone un acuerdo entre EE. UU. y China para evitar una posible guerra futura, que sería una hecatombe global. Así las cosas, Tordesillas luce hoy como una muestra de que las superpotencias ibéricas se pusieron de acuerdo para evitar guerras ulteriores. Ahora, aquel viejo Tratado ofrece el caso histórico de un acuerdo para ir a un mundo multipolar y no a perpetuar o favorecer otras hegemonías. Racionalmente, se trata de ir a la «paz perpetua» preconizada por Kant, en 1795, en su célebre ensayo, del que precisamente me ocupé en mi discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en enero de 2013. Teniendo Europa, la Unión Europea (UE), un papel de mediador, para pasar de un mundo de pretendidas hegemonías, a uno nuevo multipolar. En definitiva, terminamos el libro volviendo a sus inicios, al fijarnos, otra vez, en los acuerdos oceánicos entre los dos países ibéricos, de cuya historia aún cabe extraer lecciones del pasado de cara al presente y al futuro.
Por lo demás, tras no pocas dudas, el Epílogo también lleva su colofón, con todo un desfile de personajes del libro, algo sublevados contra el Autor y el Interlocutor, que hacen sus propias reflexiones sobre el sentido de esta historia verdadera, casi increíble.


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