lunes, 14 de diciembre de 2020

LIBRO "PROHIBIR LA MANZANA Y ENCONTRAR LA SERPIENTE": UNA APROXIMACIÓN CRÍTICA AL FEMINISMO (HEMBRISMO) DE CUARTA GENERACIÓN 🍎🐍

Prohibir la manzana y encontrar la serpiente 
Una aproximación crítica 
al feminismo de cuarta generación

El debate sobre la sexualidad y el género es una de las grandes controversias de nuestro tiempo. Un debate que nos ha obligado a repensar las relaciones con los otros, nuestras ideas políticas y hasta nuestra intimidad. Y, al mismo tiempo, se ha llevado por delante la disidencia razonable, haciendo que el feminismo haya dejado de ser una llamada a la libertad individual para convertirse en un activismo organizado.
Posiblemente, la gran trampa haya sido creer en la posibilidad de construir una sociedad sin sistema de género, obviando el hecho de que la normativa sexual es el esqueleto de todas las culturas. Porque, en contra de lo que afirma cierto feminismo, el género tiene una base biológica y no sólo se trata de una construcción social.
Términos como «patriarcado», «heteropatriarcal» o «relaciones de poder desiguales» se han convertido en conceptos vacíos de contenido que se utilizan en todo contexto para denunciar cualquier mal y atacar a los pilares económicos, culturales o políticos de nuestra sociedad. Quienes los utilizan en realidad no tienen planes para un mañana mejor: como todos los revolucionarios, sólo quieren destruir el presente.
Con su estilo característico y una notable erudición en la literatura psicológica, antropológica y sociológica, UTBH y Leyre Khyal destripan uno de los grandes mitos de nuestro tiempo y ponen orden en un conflicto que amenaza con entrar en nuestros hogares y hacer imposible la convivencia.
"Prohibir la manzana y encontrar la serpiente" se centra en la crítica y revisión de los axiomas de la ideología de género incorporados en la opinión pública con el objetivo de mostrar a los lectores una visión más compleja y precisa que permita una mirada más amplia, enriquezca el debate y desborde el embotamiento ideológico generalizado. Para lograrlo, los autores, UTBH y Leyre Khyal, remitirán a pensadores, disciplinas y corrientes de pensamiento, pero también aportarán un saber genuino que ha sido articulado de manera singular y que responde a la particular situación del feminismo en España. Así, a lo largo del texto, los autores someten a crítica cuestiones fundamentales del feminismo contemporáneo, entre ellas algunas tan debatidas en la actualidad como el patriarcado, la heteronormatividad, la cultura de la violación, el movimiento #MeToo o el trabajo sexual. Este libro aportará al lector una mirada que va más allá de los discursos dominantes.

Prólogo 
La resistencia
Julio Valdeón 

Oh, the wind, the wind is blowing / 
Through the graves the wind is blowing / 
Freedom soon will come / 
Then we’ll come from the shadows. 
THE PARTISAN, LEONARD COHEN 

A veces creo que todo fue un sueño. Pero al despertar, la izquierda al mando, la izquierda mainstream, sigue enganchada. Yonqui perdida de todos los rollos tribales imaginables y todas las falacias deconstruidas y tralará. En especial, colgada del veneno identitario y la coartada de las diferencias como fórmula para mejor enterrar las viejas aspiraciones de igualdad y justicia. Sucede, de forma rapaz, con la llamada «ideología de género», aquel mejunje elaborado por «humanistas con poco o ningún conocimiento en endocrinología, genética, antropología y psicología social» y «empeorado por el sesgo anticientífico del postestructuralismo» (Camille Paglia dixit) que floreció divinamente en unos campus universitarios estadounidenses embelesados desde los años setenta con la cháchara de Lacan y cía. El «feminismo de género» está en guerra con la biología, la neurociencia, la psicología evolutiva, las aportaciones de la genética y, en general, con todo lo que no sea la cacharrería dialéctica homologada en los mejores supermercados posmodernos. Afortunadamente no es, ni muchísimo menos, el único feminismo posible. En España, incluso en España, donde lo más desinformado del periodismo y la política luce como recién estrenadas las inanes jeremiadas que desde hace décadas asolan la academia estadounidense, la actual alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, firmó en 2006, y junto a las juezas Empar Pineda y María Sanahuja, las feministas Justa Montero y Cristina Garaizabal, las diputadas Paloma Uría, Reyes Montiel y Uxue Barco, y «200 mujeres más», un manifiesto hoy inimaginable. Titulado «Un feminismo que también existe». Donde leemos que «Hay un enfoque feminista que apoya determinados aspectos de la ley contra la violencia de género de los que nos sentimos absolutamente ajenas […], entre ellos la idea del impulso masculino de dominio como único factor desencadenante de la violencia contra las mujeres». Sepan, queridos niños, que en opinión de las abajo firmantes necesitábamos «contemplar otros factores, como la estructura familiar, núcleo de privacidad escasamente permeable que amortigua o genera todo tipo de tensiones; el papel de la educación religiosa y su mensaje de matrimonio-sacramento; el concepto del amor por el que todo se sacrifica; las escasas habilidades para la resolución de los conflictos; el alcoholismo; las toxicomanías… Todas estas cuestiones, tan importantes para una verdadera prevención del maltrato, quedan difuminadas si se insiste en el “género” como única causa». 

Todavía estaban con el feminismo de igualdad, que el profesor Johnstone de Psicología en la Universidad de Harvard Steven Pinker ha definido como «una doctrina moral sobre la igualdad de trato que no hace concesiones con respecto a cuestiones empíricas que son objeto de estudio en psicología o biología». Dentro de esa misma corriente, de feminismo digamos liberal, antidogmático y respetuoso con las aportaciones de la ciencia, podríamos citar a pensadoras feministas y/o investigadoras del calibre de Paglia, Christina Hoff Sommers y Susan Pinker. Tachar a cualquiera de ellas de cómplices del machismo o, todavía peor, de servir en esa meliflua alucinación bautizada como «heteropatriarcado» a falta de mejor gansada, resultaría impensable si no fuera porque a menudo los paladines del beligerante «feminismo de género» protegen sus posiciones con tácticas propias de los guardianes de los cultos religiosos. A saber. Si criticas mis ideas me hieres, si cuestionas mis paradigmas me ofendes y si tocas mis creencias insultas a todo un pueblo. Me lo explicaba la propia Susan Pinker, cuando la entrevisté para la revista Leer, «Cualquiera que centre todo su análisis en la ideología y se niegue a explorar nuevas ideas corre el riesgo de operar en un marco mental totalitario, donde aquellos que no encajen serán tildados de traidores». O por decirlo con Félix Ovejero, profesor de Filosofía Política y Metodología de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, y autor de algunos de los análisis más lúcidos sobre el compromiso del intelectual y la creciente infantilización y/o involución de una izquierda por momentos irreconocible, «las mejores causas se degradan cuando se defienden con prejuicios y prohibiciones. Cuando la izquierda se lanza por ese camino, abandona la aspiración a que el debate democrático, deliberativo, regido por principios de imparcialidad, compartidos, que atienden a los intereses y las razones de todos, cristalice en leyes que son la condición de la libertad». 

Frente a Sommers, frente a Ovejero y Paglia, incluso frente a la Carmena de hace una década, encontramos una panoplia de «pensadoras», empezando por esa actriz feminista que reconoce ufana que ni siquiera ha leído a Simone de Beauvoir y sin embargo publica y pontifica sobre feminismo. O las cientos, miles de asociaciones feministas que, con ocasión del debate en torno a la LIVG, comparaban a quien discuta sus tesis con los negacionistas del Holocausto. Como escribí por los desiertos de las redes sociales, el núcleo sustantivo del problema, respecto a la «ideología de género», no es la lucha de las mujeres por la igualdad, el respeto y etc., que cualquier persona no infectada de reaccionarismo debería apoyar sin pestañear, sino el triunfo de un feminismo de corte puritano, nutrido por las aportaciones de gente como Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon, adalides en Estados Unidos de la cruzada antipornográfica en los setenta y aliadas con lo peor y más cavernario del fundamentalismo religioso estadounidense. Sin olvidar fraudes intelectuales del calibre y, ay, la influencia, de una caradura como Judith Butler. Parece importante señalar, tal y como recordaba James Lindsay en la revista Quillette, que «los estudios de género, que abarcan conceptualmente la teoría feminista, casi no tienen representación en las mil revistas académicas más significativas (Gender & Society, la principal entre ellas, se sitúa orgullosamente en el número 824 del ránking), pero es difícil ignorar muchas de las más recientes consecuencias de la teoría feminista en el mundo real». Dicho de otra forma, una panoplia de departamentos universitarios y/o pensadores sin excesivo prestigio han logrado el milagro de resultar tremendamente influyentes en el periodismo y, por supuesto, en los programas y discursos electorales. Cuando esta gente, o sus discípulos, asoman a los periódicos y las televisiones el resultado equivale a una tormenta de mentiras y lágrimas con la que abonar los peores instintos de la tribu. Huelga decirlo, al proyectar sus delirios en el BOE podemos esperar lo peor. Vean si no como los afanes vengativos y el punitivismo más exacerbado han sido consagrados por ley en uno de los países, España, con menor número de homicidios del mundo. Lo del número de asesinatos y la seguridad de nuestras calles no lo digo yo, sino el criminólogo Jorge Santos, del Instituto de Ciencias Forenses y de la Seguridad de la Universidad Autónoma de Madrid, en un artículo publicado por El País que glosa el primer informe nacional sobre el homicidio en España. Según Santos, el asesinato en España es «un fenómeno absolutamente residual. En España, la tasa anual de homicidios por cada 100.000 habitantes es de 0,6, una cifra ínfima comparada con los 1,3 de Francia, los 1,4 de Finlandia, los 5 de Estados Unidos, los 19 de México o los 30 de Brasil…». En ese mismo artículo el psicólogo José Luis González, jefe de área del Gabinete de Coordinación y Estudios de la Secretaría de Estado de Seguridad y coordinador del informe, explica que «Afortunadamente, en España no es nada frecuente agredir sexualmente a una chica y matarla». De hecho, sólo tres de las 661 víctimas (el 0,45 por ciento) que cubre el estudio, «sufrieron una agresión sexual antes de ser asesinadas». ¿Significa eso que podemos conformarnos? En absoluto. Pero España no es el infierno de Ciudad Juárez retratado por Roberto Bolaño en 2666. 

Respecto a la pretendida eficacia de la LIVG, esto es, siempre y cuando demos por bueno que el fin, la reducción del número de mujeres maltratadas y asesinadas, justifica los medios, o sea, la quiebra del principio de igualdad, conviene repasar el número de mujeres asesinadas antes y después de aprobarse: 58,4/año en el período 1999-2003 y 59,4/año en el período 2005-2018. Aparte está la cuestión de que el análisis sesgado de problemas multifactoriales da como resultado políticas parciales e injustas. Según Joaquim Soares, profesor emérito de la Universidad Mid Swede, en una mesa redonda sobre la violencia en el ámbito doméstico organizada por la Comisión Europea, «En 78 estudios realizados en países de habla inglesa (Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Reino Unido y Estados Unidos), la tasa de victimización era mayor entre los hombres, con un 14,7 por ciento frente al 12,7 por ciento de las mujeres. La inmensa mayoría de los estudios que tienen en cuenta a mujeres y hombres demuestra que la violencia física es simétrica, y esa simetría no está en modo alguno reflejada en las políticas». Soares, junto con Nicola Graham-Kevan, psicóloga forense de la Universidad Central Lancashire, de Reino Unido, ha elaborado un metaestudio «basado en una evaluación de 153 estudios sobre víctimas de 54 países y 151 estudios de 44 países sobre perpetradores (tanto hombres como mujeres)» que «avala la evidencia previa» y «muestra sólo pequeñas diferencias de sexo en el promedio de perpetración y victimización relacionada con la violencia de pareja. Esta simetría general en las agresiones se mantiene, según el mismo estudio, a través de las distintas regiones mundiales analizadas: África, Europa/Cáucaso, Asia-Pacífico, Hispanoamérica/Caribe, Oriente Medio y países industrializados de habla inglesa. Harán falta más estudios de este tipo, y mejor dotados, para alcanzar un panorama más claro de la situación». Esta última cita es de la europarlamentaria Teresa Giménez Barbat, que publicó un interesantísimo artículo al respecto en El Mundo, titulado «El abuso doméstico es un tema de salud pública», y que lleva años apostando por la racionalización de unas políticas demasiado sensibles como para dejarlas en manos de los clérigos. Ya en 2009 Murray A. Straus, del Laboratorio de Investigación Familiar de la Universidad de New Hampshire, y Katreena Scott, del Departamento de Desarrollo Humano y Psicología Aplicada del Instituto de Estudios sobre Educación en la Universidad de Toronto, en Ontario, publicaron otro ambicioso metaestudio sobre violencia en el ámbito de la pareja. Ateniendo a la evidencia científica explicaban «que las mujeres atacan físicamente a sus parejas masculinas en tasas iguales e incluso superiores a las tasas con las que los hombres atacan a sus parejas femeninas, así como que los motivos son generalmente similares […]. Dicho esto, también está claro que el impacto adverso de la violencia en la pareja es mucho mayor cuando es perpetrada por hombres, pues la violencia masculina es mucho más probable que resulte en lesiones o muerte». El problema es que por motivos diversos, especialmente de naturaleza ideológica y cultural, «en los últimos veinticinco años se ha denegado de forma sistemática la evidencia sobre la perpetración de violencia en la pareja por parte de las mujeres. Dicha negación es problemática para los científicos sociales porque amenaza la integridad de la ciencia y para los profesionales porque amenaza la efectividad de los esfuerzos de prevención y tratamiento». 

En cuanto a la posibilidad de que la LIVG vulnere «la presunción de inocencia, el principio de igualdad y el de responsabilidad personal», recomiendo una tribuna de Enrique Gimbernat, catedrático de Derecho Penal de la UCM, donde explica que «con la LIVG en la mano al varón se le hace responder por los tipos agravados, no porque él haya actuado aprovechándose de “la situación de superioridad de los hombres sobre las mujeres”, sino porque existen “muchos otros hombres” —“una altísima cifra”, en palabras del TC— que lo hacen, como, por ejemplo, el marido celópata que lesiona o amenaza levemente a su mujer; pero en el derecho penal democrático la responsabilidad es personal y si, en el caso concreto, la conducta del autor no está motivada por el machismo, no se le puede tratar “como si” lo hubiera estado, simplemente porque en muchos otros hombres sí que concurre esa motivación cuando realizan la misma conducta». Normal que andando el tiempo el Tribunal Supremo español avalase que toda violencia de un hombre contra una mujer es por definición machista y que violencia machista es y será toda violencia de un hombre contra una mujer. Un disparate derivado de la correcta interpretación de la ley y que provocó que el juez y columnista Miguel Pasquau Liaño, partidario de la LIVG, escribiera en las páginas de CTXT que «la sentencia da la razón a quienes sostienen que la ley da un trato desigual a actos semejantes de violencia por la sola razón del sexo del agresor y de la víctima». 

Una jueza que en España habla de introducir en las sentencias la denominada perspectiva de género y reeducar a los jueces. Unas actrices de Hollywood que condenan a sus semejantes basándose en su afinadísimo olfato de coleccionistas de Oscars y detectoras de injusticias. Una actriz, Asia Argento, que en célebre ocasión y antes de ser inmolada ella misma por la ordalía del #MeToo, afirmó que «cada vez que cae un cerdo es una medalla al honor». O una Oprah Winfrey especializada en alentar y cabalgar las modernas cazas de brujas. La misma Oprah que en los años ochenta y primeros noventa multiplicó la histeria contra los trabajadores de guarderías y unos cuantos padres fomentando unas alambicadas acusaciones de pederastia y satanismo con el camelo de la memoria suprimida, o reprimida, o enclaustrada. Una de tantas exhibiciones poéticas del doctor Freud y sus siempre exuberantes discípulos. Una tormenta de enajenación colectiva mediante juicios públicos y picadillo humano. En No crueler tyrannies: Accusation, false witness and other terrors of our times, la premio Pulitzer Dorothy Rabinowitz recopiló un puñado de casos desoladores. También estudió el fenómeno Richard Beck, que en We believe the children: a moral panic in the 80’s, habla de los casi doscientos maestros, niñeras y padres laminados por unos supuestos, muy supuestos crímenes. No menos de ochenta personas recibieron el premio de unas sentencias draconianas. La maestra Margaret Kelly Michaels, condenada a cuarenta y siete años de cárcel. O el agente Grant Snowden, cuya mujer dirigía una guardería. O el doctor Patrick Griffin. O Gerald Amirault, sentenciado en 1986, al igual que parte de su familia, y liberado en 2004 gracias a las investigaciones de unos cuantos periodistas dignos, entre otros Rabinowitz. O las más de cuarenta personas de un pueblecito a las que las hijas del policía al cargo, más un delincuente que negociaba con la fiscalía, acusaron de levantar una trama de abusos. Todos, inocentes y todos destruidos en la hoguera alimentada por Oprah Winfrey, uno de los personajes públicos que con más vehemencia denunció aquellas supuestas aberraciones y aquellas redes imaginarias de crímenes sexuales y aquella hipotética plaga de canibalismo, tortura y sodomía contra los atónitos infantes de América. También célebre por su desacomplejado apoyo mediático a toda clase de magufos y antivacunas, y que ahora y desde Estados Unidos viene a defender la cruzada #MeToo sin comprender, ni ella ni por supuesto los vampiros que en la arena política transforman el sensacionalismo en aura justiciera y la demagogia en votos, que el activismo, por bondadoso que sea en origen y encomiables sus fines, debe situarse a mil millones de kilómetros de los tribunales y que la frívola abolición del in dubio pro reo, por repugnante que juzguemos el presunto crimen, abre la ciudadela a la barbarie. Pues no existe crimen más odioso que castigar a un inocente. O quizá lo saben, acaso entienden que sus excesos amenazan los fundamentos mismos del Estado de Derecho, y les da absolutamente igual. Con los costillares y aullidos de los inocentes levantaremos la iglesia venidera y el blanco paraíso. Hermanados, yo sí te creo, sister, en su radicalismo. Militantes, propagandistas, acólitos y asociados. Nostálgicos de una pureza moral inhumana. Vocacionales comisarios políticos, potenciales verdugos, unidos por el atroz convencimiento de que el sistema está podrido y sólo ellos, benditos sean, supieron leerlo. Odiadores de un sistema macerado bajo el absolutismo del mítico heteropatriarcado. Enemigos de la libertad, destructores de la razón, piqueteros de la siempre frágil democracia, cruzados del ideal cuyo nihilismo, disfrazado con el colorete y purpurina de una monísima furia regeneradora anuncia el imperio de los regímenes iliberales y el regreso de la ingeniería social como indispensable disciplina para reeducar a los desobedientes. Su parla indignada, su empático populismo y su justiciera basura nacen de una percepción mesiánica del mundo y una concepción mística del hombre y obligan, sí, a rebelarse. 

El feminismo no puede agonizar en las zarpas de una «ideología de género», posmoderna, identitaria e irracionalista. La LIVG tiene muchos aspectos defendibles. La pretensión de algunos de hacer fuego con ella sin ofrecer nada a cambio, dejando a la intemperie a las víctimas, desmontando la red asistencial o estrangulando las subvenciones a determinadas asociaciones en virtud de su ideología resulta espeluznante. Pero si alrededor del texto dibujamos un perímetro religioso, una suerte de aura sagrada que impide el debate, y si arrojamos a las mazmorras a quien ose discutir o matizar las abrumadoras inconsistencias científicas y/o los excesos derivados de la «ideología de género», estaremos propiciando, más allá del exotismo de unos papers ilegibles y unas revistas endogámicas y unas autoras impresentables por reaccionarias, monstruosidades que nos afectan a todos. Empezando por el derecho penal de autor. Pocas bromas. El macartismo, la reedición del Código de Hammurabi y la hoguera, la hoguera, la hoguera, progresan que da gusto. De ahí que necesitemos textos como este "Prohibir la manzana" de UTBH y Leyre Khyal, que bebe de las mejores conquistas intelectuales de Occidente y está comprometido con las gavillas de la Ilustración. Liberté, égalité, fraternité, ¿recuerdan?

Introducción 

El debate social sobre la sexualidad y el género es uno de los grandes acontecimientos de nuestro tiempo, una de las cuestiones más sobresalientes y que nos ha obligado, en mayor o menor medida, a una revisión de nuestras relaciones con los otros, de nuestra intimidad e incluso, de aquello que somos, como seres sexuales. 

La apelación del feminismo a toda la sociedad ha suscitado todo tipo de reacciones y ha despertado múltiples relatos sociales en direcciones encontradas, al punto de convertir la sexualidad en un campo de batalla. Por ello pensamos en escribir este libro-manifiesto en clave femenina y masculina. Nos parecía una buena idea escribir una suerte de fórmula para el encuentro, provocador y excitante, que reivindicase ese genuino lugar en el que hombres y mujeres se reconocen sin perder, a la vez, la propiedad de su condición. Así que nos pusimos manos a la obra y seleccionamos diez cuestiones que nos resultaban especialmente reveladoras y que nos permitían reflexionar y articular una propuesta desde la que plantear las diferencias. 

Por un lado, Leyre Khyal aportaba cierto soporte teórico e ideológico, y por el otro, UTBH exponía, con su gran talento, situaciones y realidades contemporáneas sobre las que se han venido expresando desacuerdos y malestares. 

A los dos autores de esta obra nos unió el feminismo. A través de él nos conocimos y es gracias a él que podemos seguir en relación. A veces ambos hemos tenido que hacer un esfuerzo por conectar con el otro, con lo amenazante de su posición. Es inevitable, la misma realidad tiene diferentes consecuencias para cada uno. Pero ha merecido la pena y creo que ambos nos hemos enriquecido de este diálogo. En realidad, esa posición de partida es la que invita a escribir y a leer lo que se va a desarrollar en estas hojas, la defensa del encuentro y de la relación como condición de los hombres y las mujeres. 

La raíz etimológica de «sexo» es «división», idea inicial que puede derivar en múltiples interpretaciones. A menudo ese estar dividido se ha resuelto con la creencia en la complementariedad, el difundido mito de la media naranja. 
Queremos invitar a una mirada diferente sobre lo que implica ser sexuado, proponerlo, precisamente, como una condición de carencia. El ser sexuado es saberse dividido, incompleto, finito y vulnerable. 
En realidad, nos enamoramos de aquellos que consiguen hacernos conectar con ese estado indefenso, descubierto. De ahí la afirmación de que nos enamoramos del poder, porque un amante es siempre una autoridad, alguien que se nos impone y de quien sólo con esfuerzo y con dificultad logramos sustraernos. Basta con humanizar al amante y la magia se esfumará. Un truco que se aprende al quinto o sexto desengaño, aunque no sin antes haber aprendido lo esencial, y es que, por lo tanto, cualquier persona será entonces un potencial amante. El enredo está servido, sálvese quien pueda. 

En las últimas décadas se ha iniciado una verdadera guerra contra la condición erótica de la humanidad occidental. Parece que no se pueda reflexionar ya sobre la vulnerabilidad de los hombres y cómo es que se expresa ésta. Hay un tabú sobre la fragilidad masculina, como si no se quisiera terminar de aceptar que los hombres no son proveedores y que las mujeres debemos dejar ya de delegar en ellos nuestra autonomía. Los relatos instalados eclipsan el verdadero corazón de las relaciones entre los sexos, impidiendo una comunicación que no sea desde un estar a la defensiva. 

A la vez, se levanta una ofensiva contra las mujeres, la misoginia; un fantasma al que estábamos cerca de enterrar en el pasado, se ha rearmado y aprovecha para volver a implantar la culpabilidad femenina. La realidad es que ningún muro puede levantarse entre los sexos que evite su interrelación, con lo que, de seguir en esta inercia, sólo hay un destino posible: el odio. 
El odio permite la experiencia de vivirse ajeno, independiente al otro y completo al margen de él, pero de fondo persiste la relación con quien se odia. El odio es el permiso para perseguir a quien gustaría rechazar, porque su deshumanización es lo que hace sentir a quien odia humano en la miserable experiencia de impotencia propia. El que odia está supeditado por quien es odiado, íntimamente desafiado por él. Es revelador descubrir las raíces del odio, no porque uno deje de odiar, sino porque aprende a odiar de otra manera, conocimiento que alcanza gran repercusión en estos tiempos de persecuciones, sacrificios y expiaciones. 

Y una tercera fuerza, el amor, que no es una pasión incontrolable ni un impulso que no se puede remediar, al contrario, es una fuerza sutil aunque con la capacidad de girar los más terribles impulsos, una decisión frágil que puede romperlo todo. Es un arte, un talento, una dedicación sólo al alcance de quienes se dedican a su minucioso cultivo únicamente posible en el hábitat de la rutina y la costumbre. Consiste, precisamente, en hacer del compañero un extraño, del familiar un extranjero y de lo cotidiano algo excepcional. Llevar la atención a las otredades no descubiertas de nuestro igual y descifrar en sus hábitos una novedad que distingue, que ensalza, que todo lo actualiza. No es una revolución sonada y exagerada, es el pequeño gesto que agita la cotidianidad. De que el amor sea consecuencia del esfuerzo laborioso, que no son demasiados aquellos que logran hacerlo florecer. 

No es cierto que todas las personas han desarrollado su capacidad de amar y es habitual que quien dice amar a muchos, en el fondo, no ama a nadie, posición, por cierto, más respetable que la de la mayoría sometida a insoportables relaciones de parasitismo y cobardía de las que no saben cómo liberarse. 
Así que nos atrevemos a defender que el amor es una actitud crítica ante lo contundente y es por eso por lo que en estos tiempos nuestros el amor es la antítesis y el antídoto definitivo contra la inmediatez que precede la mediocridad. Sabiendo que son éstos los principales males que nos acechan, conviene defenderlo y cultivarlo como a la más excelsa sabiduría de la humanidad. Y así lo vamos a hacer. 
Con amor queremos dar las gracias a nuestro editor, Roger Domingo, por su confianza, a Fernando Díaz Villanueva por su ayuda y paciencia, a Valérie Tasso y a Julio Valdeón por sus maravillosos prólogos y ejemplar valentía. A Aitor Estalayo, por su apoyo y ayuda. A Juanan Madrigal, Julio Martín y Guillermo Pulido por su generoso conocimiento. A Yobana Carril por la esperanza desprendida, y a Pablo Franco, por su asesoramiento legal. A nuestros familiares: Montserrat, Juan Antonio, Gabriela y Nicolás, y a José, María y María, Julia y Pedro, por ser nuestras principales referencias vitales. A nuestros amigos: Fernando Tomé, Ismael Rubio, Alexia Martínez, Héctor Urién e Iker Pascual. A la gente de Patreón. A los disidentes vengadores del cosmos Facebook, y a todos los machirulxs y alienadxs de Twitter, por las gamberradas que nos animan a resistir. A todos vosotros, gracias de corazón.
Crítica a Prohibir la manzana y encontrar la serpiente de Un Tío Blanco Hetero y Leyre Khyal

"El fundamento de la democracia (partidocracia) es la fuerza de la ignorancia: qué cabe esperar en un sistema político que para perpetuarse necesita la fuerza de los ignorantes. Es insoportable vivir entre tanta oclocracia y estupidez tiránica ideologizada". Jesús G. Maestro

Mujer busca culpable
Leyre Khyal

(...) Recientemente, un hombre me preguntaba cuál era la causa de que los hombres no se defiendan de tantas injustas acusaciones sabiendo que son una enorme mentira. Supongo que la respuesta es compleja, pero creo que sí existe un factor que se puede atribuir a la masculinidad. Los hombres no hablan de los problemas que acarrea ser hombre, los afrontan. Procuran resolver y buscar soluciones, negocian, y si el problema deriva en una situación lo suficientemente amenazante como para poner algo importante en riesgo, pelean para salvarlo. Esa pelea puede implicar un enfrentamiento violento si las palabras no se muestran eficaces o no hay más escapatoria. 

Además de privilegios, los hombres cargan a sus espaldas la responsabilidad de sacar adelante a los suyos, a veces incluso arriesgando y perdiendo su propia vida por ellos. También soportando duros trabajos físicos que deben asumir con resignación y sin lamentaciones. ¿A quién puede suplicar un hombre? A nadie. Los hombres no esperan que alguien aparezca para resolverles la papeleta, están educados para enfrentar la adversidad. La soledad es la condición de la masculinidad, los hombres no esperan casi nada de los demás y asumen silenciosamente los abusos que la sociedad les impone o bien los enfrentan activamente buscando la solución, pero no se dedican a teorizar sobre la masculinidad y las tragedias que de ella derivan. De hecho, sospecho que tampoco reparan siquiera en pensar mucho en esto, pues saben que al otro lado no hay nadie escuchando. 

(...) Empecé a intuir lo que implicaba la masculinidad cuando me hice empresaria y tuve que luchar contra viento y marea para poder salir adelante, y comprendí que, independientemente de lo que a mí me supusiese la empresa, yo sería siempre, y sin debate posible, la parte beneficiada. Tengo que reconocer que en los últimos años he avanzado gracias a observar conductas y aceptar referencias masculinas. Desde entonces mi mirada hacia la masculinidad ha cambiado y, salvo despistados, también he visto como los hombres me miran de otra manera. Salvo cuatro pijos desubicados que poco o nada saben de la vida y que lo quieren compensar creyendo que van a salvar el mundo unidos a «la causa», la mayoría ojean asombrados las numerosas explosiones de «libertad femenina» que, a la traducción, son meras demandas y exigencias. 

Creo que los hombres miran con cierta displicencia todo lo que ocurre, y salvo cuando les estalla en las narices, algo cada vez más frecuente, no lo toman muy en serio. Cuando se detienen a escuchar y se dan cuenta de lo que se está diciendo sobre ellos, quedan sorprendidos, pero poco pueden hacer, pues, digan lo que digan, va en contra de la masculinidad agredir alas mujeres. Evitar el combate en el que herir a las mujeres es la causa del silencio masculino y por eso callan, los hombres callan porque las feministas están pérfidamente confundidas. Ésa es la respuesta. Y ya es hora de agradecerles ese silencio y acogerlo como el más noble de los mensajes.
(...)
 UTBH

"En definitiva, la violencia de género y las leyes construidas a su alrededor son una gran estafa. Como todo lo que lleva la palabra «género» de apellido. Una estafa levantada sobre el derecho fundamental a la presunción de inocencia de la mitad de la población. Y no lo digo yo, Soledad Murillo de la Vega coordinó, como secretaria de Políticas de Igualdad en el primer gobierno de Zapatero, la elaboración de las leyes de Violencia de Género e Igualdad. Y decía en una entrevista: «Cuando hicimos la ley se nos planteaba el dilema entre la presunción de inocencia yel derecho a la vida, y optamos por salvar vidas». Y en esta frase se resume cómo se acabó con el Estado de Derecho en España. Todos los días a través de los medios de comunicación venden un relato que es falso. No es otra cosa que propaganda al servicio de una forma de entender las relaciones entre personas de una forma sesgada y sostenida en doctrinas ideológicas. No se puede afrontar un problema si nuestros axiomas de base están construidos alrededor de una mentira repetida mil veces. Una mentira que se puede desmontar con facilidad. Una mentira que es la piedra angular de la industria del género y con la que hay que terminarlo antes posible por el bien de todos".

Epílogo
Mantequilla sobre pan caliente

Fernando Díaz Villanueva

A mediados de enero de 2019 Gillette, una marca de Procter & Gamble famosa por su línea de productos para el afeitado y, especialmente, por su lema «Lo mejor para el hombre», se descolgó con un desconcertante anuncio difundido por la televisión y las redes sociales. El anuncio en cuestión no promocionaba ni maquinillas ni cuchillas de afeitar, tampoco espuma o loción para después del afeitado, vendía un mensaje contra la así llamada «masculinidad tóxica». 

Como era previsible, cundió el estupor en la red. Gillette es una marca muy querida por los hombres de todos los países y latitudes. Lleva más de cien años fabricando afeitadoras de alta calidad y a ellos se deben algunos de los avances en cuchillería que más cortes y desgracias faciales han ahorrado a los hombres del último siglo. Afeitarse es el gran rito de paso dela masculinidad, lo que separa a los niños de los hombres. Antes había otros como fumar o prestar el servicio militar. Lo primero ya no está bien visto y además es devastador para la salud. Lo segundo ha pasado a mejor vida en muchos países. En España hace ya veinte años que se profesionalizó el acceso a las Fuerzas Armadas y antes de eso no eran muchos los que iban a hacer la mili por su propio pie y de buena gana. 

Desprovistos del vicio masculino por antonomasia (muy feminizado ya en la segunda mitad del siglo XX), alejados del viejo oficio de las armas, a los hombres sólo nos quedaba la maquinilla de afeitar y su cuidada ceremonia matinal, un íntimo refugio de lo que significaba ser un hombre. Quizá por eso mismo saltó el escándalo, la denuncia y la llamada al boicot. Pero, ¿qué decía exactamente Gillette en el anuncio de marras? Nada especial, nada que no hayamos oído cientos de miles de veces en los últimos años. 

A saber, nacer hombre es intrínsecamente malo. Venimos con un defecto de fábrica inserto en el cromosoma Y. Somos agresivos, violentos, intolerantes, competitivos y propensos a delitos como el maltrato, la violación o el acoso sexual. Nos matamos entre nosotros, desconocemos palabras como cooperación o solidaridad y disfrutamos haciendo sufrir a las mujeres de nuestro entorno. Resumiendo, somos los portadores de lo que los teóricos de género han denominado «masculinidad tóxica». 

La pregunta que muchos se hacen desde que ese extraño y novedoso concepto saltó de los abstrusos manuales de teoría de género a la prensa es si existe algo parecido a la masculinidad tóxica. No, no existe, por más que desde el feminismo radical martilleen con la idea mañana, tarde y noche hasta persuadir a empresas como Procter & Gamble de un sinsentido tan grande como insultar en la cara a la porción mayoritaria y más fiel de su clientela. 

Existen, claro está, personas tóxicas, lo que en lenguaje común se conoce como «gentuza». No son muchas por fortuna, pero se distribuyen de manera más o menos constante en los dos sexos sin importar edad, raza o condición social. Simplemente hay malas personas, debemos prevenirnos contra ellas y hacer todo lo que esté en nuestra mano para esquivar o, mejor aún, para anular su maldad. No digo nada que no sepa hasta un niño de ocho años, entonces, ¿por qué esta machaconería con cargar sobre la mitad de la humanidad todos los defectos de la especie? Por ideología lógicamente. La ideología, toda ideología, es una máquina de picar el pensamiento crítico. Necesita, por un lado, un sistema de ideas bien encajadas entre ellas, y por otro, un plan de acción para llevarlas a cabo. Entre ambas muere la razón y a menudo muchas cosas más. 

El feminismo actual, que poco o nada tiene que ver con el de los pioneros de hace un siglo, es una ideología con todos sus perversos avíos. Para más castigo, se trata de una ideología al uso marxista. Necesita uno primido, un opresor y una lucha sin cuartel entre los dos. El oprimido representa el bien sin ambages, el opresor el mal absoluto. Este esquema binario, letal por naturaleza, vienen empleándolo distintos grupos desde hace más de un siglo. 

Los comunistas identifican al proletario con el bien y al patrón con el mal. Los ecologistas tienen a su villano en toda la especie humana, que oprime sin tasa al medio ambiente desde que salió de la caverna y empezó a domesticar animales y plantas, preludio necesario de toda civilización. No veo necesario recordar que para esta gente la civilización es el gran Satán. Los indigenistas dividen el mundo entre «tribus originarias» adornadas de sanas virtudes y los pueblos del Occidente europeo, protervos seres sedientos de oro, torturadores sanguinarios que pusieron fin al Edén en el que vivían los indígenas por pura codicia y fanatismo. Así podríamos continuar hasta mañana. Se trata, en suma, de dividir a la humanidad en dos culpando a una de las partes de todos los males, erigiéndola en el chivo expiatorio definitivo. 

Con todo, nada de esto es completamente nuevo. Se trata tan sólo de una reinterpretación en clave dialéctica de viejas partituras. El comunismo hunde sus raíces en los comunitaristas de siempre que arrastran su siniestra utopía desde antiguo. El indigenismo no es más que el mito del buen salvaje rehecho con mimbres hegelianos. El culto a la naturaleza y el desprecio por lo humano es aún más antiguo, tendríamos que irnos miles de años atrás para encontrar sus orígenes. 

El feminismo actual emplea la misma estructura de pensamiento. Es simple pero diabólicamente efectiva. Tenemos un opresor: el hombre, todos los hombres. Y una oprimida: la mujer, todas las mujeres. La relación asimétrica entre ambos se fundamenta en una superestructura a la que han llamado «heteropatriarcado», esto es, la tiranía de los hombres heterosexuales que, empleando violencia y coacción, han construido a lo largo de la historia un sistema social a su medida del que se derivan infinidad de privilegios para el sexo masculino. 

Que sea el origen de todo mal explica la insistencia de los feministas en acabar con el heteropatriarcado y dar la vuelta a la tortilla cuanto antes. Podríamos decir que el heteropatriarcado es algo así como la advocación moderna de aquel capitalismo que empleaban los comunistas de tiempos pasados. Predicaban que una vez abolido el capitalismo sobrevendría una nueva era de abundancia sin límite a la que denominaban sociedad socialista. Pero el socialismo no llegaba solo, había que construirlo antes yeso no era tarea fácil. En Rusia por ejemplo, lo intentaron durante setenta y cinco años y todo lo que obtuvieron fue miseria salteada de innumerables crímenes cometidos en nombre de la idea. 

Los comunistas de hoy, después de cien años de hambre y masacres, son por lo general más razonables. Como lo de la abundancia ya no cuela y lo de la libertad tampoco, han descremado su programa hasta dejarlo en simple igualitarismo pobrista. Todos en la miseria pero todos iguales. Eso mismo, la igualdad, aseguran que es lo único importante y a lo que debe supeditarse todo lo demás. Más vale una sociedad en la que todos vivamos con lo puesto que otra en la que la mayoría lleve un mediano pasar, pero haya unos cuantos mendigos durmiendo bajo un puente y otros tantos millonarios navegando en su yate mientras brindan con champán del bueno. Con semejante oferta les cuesta llegar al gran público. Sin paraíso a la vista, el comunismo ya no atrae como lo hizo con nuestros abuelos y bisabuelos, que dieron la vida en muchos casos por construir el socialismo. 

Con el heteropatriarcado sucede algo similar. Tras su abolición emergerá la sociedad feminista de felicidad absoluta porque una vez eliminado el mal sólo quedará el bien. Es de cajón. Si en un cómic de Batman eliminamos de un plumazo al Joker y al resto de villanos nos quedaremos con Batman y Robin paseando plácidamente por la ciudad de Gotham. Nos quedaremos también sin historia y el cómic no tendrá sentido. Pero, no lo olvidemos, el mundo no es un cómic. No hay superhéroes ni supervillanos. Eso sí, con las «gafas rosas» (así es como lo llaman) el mundo se ve de esta manera, en blanco y negro sin posibilidad alguna degris. 

La cuestión es que, a diferencia del comunismo tradicional, que renunció al paraíso cuando la Unión Soviética naufragó entre la indiferencia de quienes padecían aquel sistema, el feminismo sí ofrece un paraíso que aún no se ha ensayado. Auguran que, una vez extirpado el «heteropatriarcado», nacerá un mundo sin violencia, ni guerras, ni venganzas, ni ira, ni envidia, ni egoísmo, ni avaricia. Tampoco habrá lujuria, ese vicio tan masculino al que debe ponerse coto cuanto antes. En ello están. El puritanismo, tara que creíamos erradicada desde hace décadas, ha renacido con fuerza, tal y como hemos tenido ocasión de comprobar desde la irrupción del movimiento #MeToo. 

Todo es absurdo, me consta. Es sabido que hay mujeres vengativas, iracundas, envidiosas y egoístas. No muchas afortunadamente, pero haberlas las hay. De hecho, me atrevo a dar un dato a sabiendas de que no me equivoco ni una décima: hay tantas mujeres malvadas como hombres malvados. Pero eso es lo de menos. La ideología es, amén de una máquina de picar pensamiento crítico como decía más arriba, la anteojera perfecta. Impide ver todo lo que se escapa a su dictado. Por eso es tan frustrante tratar de debatir con personas dominadas por una ideología de tipo dialéctico. Tienen explicación para todo, coartada para todo, y son incapaces de apreciar los matices. 

¿Por qué el marxismo clásico y su subproducto de género —el feminismo radical— son alérgicos a los matices? Porque en el momento en el que los incorporan al discurso todo el edificio se les viene abajo. Conceptos como el del heteropatriarcado son constructos ideológicos cerrados. No cabe la crítica pero tampoco la revisión. Si se considerase que hay algunas mujeres malas y unos pocos hombres buenos no habría manera de justificar, por ejemplo, que la masculinidad es per se algo tóxico. El consenso que han impuesto es que hombres y mujeres operamos con lógicas diferentes, una de ellas es nociva, la otra benéfica. No hay excepción posible, se trata de algo biológico. Si naciste hombre, lo siento, eres el Joker. 

En sí el binarismo malo-bueno es ya de por sí engañoso. Nadie es completamente malo ni completamente bueno. Creer algo así sólo cabe en la cabeza de un niño o de esos adultos infantilizados tan comunes en nuestros días. Los seres humanos somos animales psicológicamente muy complejos. Sabemos distinguir entre el bien y el mal. Escogemos en función de nuestros principios morales y de la necesidad puntual que tengamos en ese momento. Toda estrategia de supervivencia es una mezcla de ambos. Esto lo hacemos todos los seres humanos, los que disponen de principios morales más sólidos tienden a la bondad y a establecer relaciones armoniosas y simétricas con sus semejantes, los inmorales, por el contrario, tienden a la maldad y a relaciones disfuncionales. No hay diferencia entre los sexos ni entre las razas. En este aspecto los casi 8.000 millones de miembros de nuestra especie somos tan iguales como dos gotas de agua. 

Pero el feminismo de la última ola no busca exactamente la igualdad. Habla en nombre de la igualdad pero no la persigue ni espera obtenerla. Busca el privilegio para una parte de la especie y eso implica que hay que demonizar a la otra. Los más radicales, pocos por suerte, hablan incluso dela eliminación física ya que consideran a la masculinidad como algo irreformable. Demonizar es lo que hizo Procter & Gamble con el polémico anuncio de Gillette, demonizar es lo que hacen leyes como la española de violencia de género, demonizar es asumir que la palabra de un hombre vale menos que la de una mujer, demonizar es repetir una y otra vez que todos los hombres son violadores y acosadores por el mero hecho de haber nacido varón. 

A poco que lo miremos fríamente nos encontramos ante un programa político absolutamente enloquecido pero que, sin embargo, ha encontrado eco en universidades, medios de comunicación y Parlamentos de países democráticos, muchos de ellos campeones mundiales de los derechos humanos. Justo en el momento en el que, al menos en Occidente, se había alcanzado la ansiada igualdad entre hombres y mujeres, los que dicen hablar en nombre de la misma ponen sobre la mesa un manifiesto de máximos que es pura desigualdad. Pero ha colado como lo hicieron las colectivizaciones y las purgas en los años veinte del siglo pasado. 

Esta vez incluso ha colado más rápido porque la información fluye mucho más deprisa que en tiempos de la revolución rusa y, sobre todo, porque sus adalides han conseguido meterse en los gobiernos y en las Cámaras Legislativas. Eso ha permitido enchufar al presupuesto a una miríada de asociaciones de revolucionarios profesionales con un solo objetivo que satisfacer. Con dinero y capacidad de legislar la ideología, por muy perniciosa que sea para la convivencia, se extiende como la mantequilla sobre el pan caliente. 

Podríamos ignorarlo y dejar que la fiebre remitiese, que lo hará más tarde o más temprano. Pero sería demasiado arriesgado no plantar cara y combatir la sinrazón en la medida de nuestras posibilidades. Esta cepa del virus dialéctico, esta lucha de géneros, es especialmente dañina porque, no contenta con dividir el mundo en dos mitades, se mete de lleno en nuestra vida íntima. Era posible aunque poco probable que un patrón y un proletario conviviesen bajo el mismo techo. Lo mismo puede decirse de un indígena precolombino y un conquistador español. Las mujeres y los hombres lo hacemos desde siempre porque nos complementamos y nos necesitamos mutuamente. Las diferencias físicas son mínimas, las de otro orden se deben a pequeños ajustes evolutivos que en el pasado favorecieron la supervivencia de la especie. 

Es una guerra que han colocado en el centro de la cotidianeidad. En el comunismo clásico el otro era reconocible pero ajeno. Aquí, al otro lo tenemos en casa y no existe opción a no tenerlo, lo necesitamos para llevar una vida plena. La guerra de clases se libraba en las barricadas, la de géneros aspiran a que la libremos dentro de nuestros hogares. El polilogismo marxista, uno de los mayores disparates que salió de la perturbada mente de aquel hombre, se explicaba por la separación física. Ricos y pobres pensaban con lógicas diferentes porque siempre hubo espacio entre ellos. 

Entre hombres y mujeres no lo hay y no debe haberlo. Todos tenemos padre y madre y a muchos la suerte les bendice con hermanas, hermanos, hijos e hijas, nietas y nietos. Insinuar, tan sólo insinuar, que la mitad de la especie es malvada por nacimiento es extender esa maldad a todos. Después de las escabechinas que tuvimos que ver en el siglo XX no podemos permitirnos semejante despropósito.

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