Historiar el presente es una de las hazañas intelectuales más arriesgadas que puede llevar a cabo un escritor. Los hechos están muy cerca para sopesar todas sus consecuencias y las fuentes (en su mayoría, mediáticas) tienden a recoger la parte más vistosa de la realidad, aunque esta no sea en todos los casos ni la más importante ni la más determinante. Quizá por ello merece la pena acercarse al último trabajo de Ramón González Férriz (1977), quien ya indagó en los movimientos de mayo del 68 con una aspiración parecida a la de La trampa del optimismo, un libro que pretende reconstruir una serie de acontecimientos —políticos, bélicos, culturales, económicos, tecnológicos— de la década de 1990 cuya incidencia en nuestro presente parece fuera de duda.
El libro exhibe las virtudes a las que nos tiene acostumbrados el ensayista y periodista: la capacidad para el relato minucioso y vibrante (en los capítulos sobre la caída del Muro de Berlín y el surgimiento de los gigantes de Silicon Valley), la habilidad para relacionar algunos hitos de la cultura popular (la serie Friends, la música indie en España y Reino Unido) con la sociología política del momento y, también, la prudencia en el empleo de determinadas interpretaciones de los hechos por parte de autores de referencia (Tony Judt, John Gray, Joseph Stiglitz, Joaquín Estefanía, David Marsh). En esta ocasión, González Férriz da una mayor relevancia a la economía como el detonante que espoleó las transformaciones acaecidas durante la última década del siglo XX y algunas de las consecuencias que hemos vivido en los primeros compases del XXI. Y, tomando pie de la investigación de Daniel Kahneman como explicación última —a la vez, psicológica y antropológica—, concluye que “los líderes políticos y económicos de la década de los noventa mostraron un optimismo inusitado” y tendieron a asumir que, si la historia había llegado a su fin, entonces todo era posible (p. 207).
La sensación de estar inaugurando una época nueva impregnó los años noventa, esencialmente optimistas como bien recuerda González Ferriz en la introducción del libro (pp. 11-12): el fin del comunismo despejaba el camino al progreso, los mercados podrían integrarse, el comercio sería global, las naciones de Europa delegarían soberanía en la UE, la externalización de actividades industriales permitiría tener bienes más baratos y enriquecerse (y democratizarse) a otros países, se extendería una ideología “sintética” con lo mejor de la izquierda y la derecha y hasta habría una cultura común (en inglés, eso sí) gracias a internet. Veinte años después del final de la década de los 90, sabemos que muchas de esas promesas no se cumplieron. El camino hacia el progreso costó miles de muertos en las guerras de Yugoslavia, la globalización abarató los bienes pero también perjudicó a los trabajadores poco cualificados de las sociedades ricas, la integración monetaria en la UE impulsó la modernización de muchos países (España, sin ir más lejos) pero también restó eficacia a los gobiernos nacionales para atajar la crisis subprime, y los experimentos ideológicos como la tercera vía tuvieron una vida corta que desembocó en el enorme desprestigio que hoy arrastra la socialdemocracia. El optimismo, ciertamente, no fue la causa de estos y otros estragos. El problema fue el exceso de optimismo que caracterizaba la visión de los líderes, pues generó “la voluntad explícita de ignorar las consecuencias no solo no deseadas, sino siquiera previstas, de los actos de aquel momento” (p. 210).
En efecto, hubo voces que alertaron de la burbuja de las puntocom y del más que probable pinchazo inmobiliario que vino después. También hubo críticos y escépticos respecto a la viabilidad del euro, que vieron una lucha de filosofías monetarias (con parcial triunfo de la alemana) en el establecimiento de las reglas con que se regiría la política económica de la UE. Y también hubo quien señaló que la implantación de la democracia en países alejados de la influencia occidental no sólo no funcionaría sino que despertaría viejos rencores. Pero confiados unos en las posibilidades económicas —y culturales— de la tecnología, que haría posible la transición digital, y complacientes los otros ante la perspectiva de una Europa futura distinta a todo lo conocido antes, no parece descabellado afirmar que eligieron ignorar las advertencias y asumieron riesgos voluntarios. Por eso, a juicio de González Férriz, el mundo actual, el que vino tras la crisis de 2008, “puede interpretarse como una consecuencia imprevista, accidentada y contradictoria de las decisiones que tomaron los líderes políticos y económicos de la década de los noventa” (p. 14).
Algunos pasajes del libro son matizables. Por ejemplo, el autor asume sin crítica que la derogación de la ley Glass-Steagall en 1999 tuvo un singular impacto en la Gran Recesión, una hipótesis que parece lógica a la razón —los bancos comerciales podrían meterse en operaciones de inversión más arrisgadas— pero que los datos están lejos de corroborar, como ya demostraron Friedman y Krauss en Engineering the Financial Crisis: Systemic Risk and the Failure of Regulation (2011). También da por buena la idea de que, tras el 11-S, la religión ocupó el centro de la política americana, una lectura demasiado literal de las palabras de Bush y su equipo que ignora la tradición histórica y la cultura política estadounidenses en las que esas expresiones tenían —y tienen— sentido. Y, por último, da a entender que si la Unión Europea aspira hoy a ser una potencia autónoma y asumir su papel geopolítico, es como respuesta a la consolidación de China y al distanciamiento de EEUU (el de la administración Trump, se entiende). No obstante, este movimiento aislacionista empezó mucho antes, en 2003, y fue una reacción esperable ante la ruptura del vínculo atlántico comandado por Chirac y Schröder para liderar la oposición a la guerra de Irak. En este sentido, el aislacionanismo de Trump no sólo continúa la vieja tradición original de su país (evitar guerra innecesarias, minimizar la injerencia en el extranjero) sino algo más cercano en el tiempo: la política del mismo Obama respecto a Europa. En realidad, este es un ejemplo de consecuencias imprevistas: sin haberlo pretendido, cuando Chirac y Schöder rompieron el consenso entre los aliados, no sólo iniciaron el retraimiento de Estados Unidos sino que, a la larga, obligaron a la UE a competir con los distintos actores del panorama internacional. Un gesto populista en 2003, en cierto modo, devolvió a Europa a la Historia.
Esta de las consecuencias imprevistas es, creo, la clave interpretativa más interesante que atraviesa el libro. Un funcionario se equivoca al leer un documento legal, un periodista lo entiende mal y ello termina en la apertura de las fronteras de la extinta República Democrática Alemana. Investigadores y jóvenes universitarios buscan el modo de enlazar información, diseñar servicios de correo que se puedan consultar en cualquier lugar o implantar una tienda que intermedia entre clientes y fabricantes para vender cualquier cosa… y aparecen nuevas consecuencias no previstas, como la formación de nuevos monopolios, la dependencia de los ordenadores, el apego a las pantallas y la constatación de que la tecnología aceleró el comercio e hinchó las posibilidades de prosperar en muchos lugares, pero también aumentó la división social y las desigualdades en el acceso a la información.
Esta corazonada de que todo es posible no sólo estaba detrás de la utopía tecnológica. En el recuento de González Férriz, podemos ver que infectó a dirigentes políticos que soñaron con un mundo de intercambios comerciales y guerras benéficas; a empresarios que creyeron que, en internet, bastaba con ser el primero en su nicho y consolidar una marca para que llegaran los beneficios; a banqueros que creyeron posible eliminar el riesgo mediante productos financieros complejos y contabilidad creativa; y, también, a los creadores de cultura. En lo que son dos de los capítulos más provechosos de todo el libro, González Férriz analiza la gestación de la serie Friends (1994-2004) y la deriva del pop independiente en España. ¿Por qué juntos? Por una razón muy precisa: el modo en que ambos productos reflejan el clima moral y la ética propia de los 90, sin ninguna intención de mostrar la periferia de la sociedad ni tampoco de transformarla. Pareciera que el diagnóstico epocal de Fukuyama no fue tan desacertado. De alguna manera, para la cultura que se prescribía en los noventa, todo era posible… menos la modificación de los contornos generales de lo existente.
No obstante, termina el libro, no deberíamos sucumbir a otra trampa: la del pesimismo. Es cierto que La trampa del optimismo no busca ofrecer una solución a los males del presente —el propio autor admite que sólo sería capaz de proponer una versión modernizada de la tercera vía (p. 16)— sino reconstruir el optimismo de los 90 que se demostró equivocado. Pero también lo es que, hoy, estamos en un cambio de época y “es perfectamente posible que seamos capaces de conformarla de tal manera que aún permita el fortalecimiento de la democracia liberal y la vuelva más inclusiva, menos propensa a excesos y burbujas, más prudente” (p. 228). Para ello no cabe más que aprender de la experiencia y de la historia, esa que con tanta viveza comparece ante nuestra memoria gracias a la lectura de La trampa del optimismo.
Juan Pablo Serra (Buenos Aires, 1979) es filósofo, profesor de Humanidades en la Universidad Francisco de Vitoria y de pensamiento político en la Fundación Conversación.
INTRODUCCIÓN
La década larga
En cierto sentido, la década de 1990 no empezó de acuerdo con el calendario. No es particularmente original pensar que se inició el 9 de noviembre de 1989, cuando miles de ciudadanos de la República Democrática Alemana cruzaron el Muro de Berlín, que hasta entonces les había separado de la República Federal de Alemania y, así, del mundo capitalista. Ese acontecimiento cambió por completo los paradigmas intelectuales y las batallas ideológicas que habían regido el planeta durante algo más de cuatro décadas. En los dos o tres años siguientes, cayeron los regímenes comunistas de la mayor parte de Eurasia, el imperio soviético desapareció y el mundo occidental -partidario de la democracia capitalista, con mayor o menor énfasis en el libre mercado o el estado de bienestar- sintió que una batalla crucial había terminado.
No fue esta la única razón, pero sí la principal, por la que el rasgo esencial que deberíamos recordar de la década de los noventa es el optimismo. Esto no significa que no hubiera señales preocupantes: la caída del Muro fue la causa indirecta de las guerras en la antigua Yugoslavia, no tardó demasiado en verse que la democratización del viejo mundo comunista sería de una dificultad atroz, se produjo un genocidio en Ruanda y, al menos en términos cuantitativos, los noventa fueron para Japón una «década perdida», sin ninguna clase de crecimiento económico. También en Europa hubo una crisis económica muy relevante, aunque pasajera, en 1993. A pesar de todo, parecía que la desaparición del sistema que había competido con el capitalismo por la seducción de las mentes de los individuos de todo el globo y el fin, al menos en Europa, de la tiranía que había impuesto eran el inicio de un canrino sin obstáculos hacia el progreso. Los mercados podrían integrarse, el ámbito del comercio sería global; en su forrma más osada, la de la Unión Europea, las naciones delegarían parte de su soberanía en un ente común e incluso asumirían una moneda compartida. La externalización de ciertas actividades industriales a países como China no solo facilitaría que los consumidores occidentales tuvieran acceso a mercancías más baratas, sino que permitiría a los países de destino enriquecerse rápidamente y, en última instancia, democratizarse. Hasta era posible inventar una nueva senda ideológica que fusionara lo mejor de la socialdemocracia con el dinamismo y la apertura de los mercados: se llamó la tercera vía. Una cultura compartida -casi siempre en inglés- por miles de millones de personas, distribuida gracias a los medios de comunicación e impulsada con el enorme desarrollo de internet, nos uniría y acabaría con los nacionalismos. Esa era la promesa a mediados de la década de los noventa.
En España, este optimismo adoptó una forma particular, pero también existió. Una década y media después de que Felipe González dijera que prefería «El riesgo de morir apuñalado en el metro de Nueva York que tener que vivir en Moscú», en 1992 el país que presidía organizaba la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona. La crisis económica que sufrió España después fue grave, pero en 1996, con el cambio de Gobierno y la llegada al poder del Partido Popular, España demostró ser una democracia normal en la que los partidos se turnaban en el poder sin dramatismo ni alteraciones en la rutina. El PP de Aznar prometía un progreso en línea con el del resto del mundo occidental: eficiencia económica, el fin de la corrupción, la integración en Europa. Si los socialistas habían firmado el Tratado de Maastricht, que profundizaba en la unión de los estados miembros, Aznar conseguida que España fuera aceptada, gracias a su disciplina económica, en la incipiente eurozona. Las empresas nacionales conquistaban Latinoamérica y el país, se pensó, podía recuperar un peso geopolítico que no había tenido en siglos.
He dicho que el rasgo principal de la década de los noventa fue el optimismo. Pero cabe hacer un matiz: tal vez fuera, más bien, el exceso de optimismo. Intelectualmente, su ejemplo más evidente fue El fin de la Historia y el último hombre, un libro que publicó en 1992 el politólogo estadounidense Francis Fukuyama. Su éxito y las enormes polémicas que desató fueron un tanto sorprendentes, puesto que se trataba de un ensayo complejo que mezclaba la historia de las ideas, la politología y la geopolítica. Pero su publicación y su vida posterior resultan emblemáticas. «Es posible -decía Fukuyama- que no solo estemos siendo testigos del fin de la Guerra Fría, o la muerte de un determinado periodo de la historia de posguerra, sino del fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno de los humanos.»
¿Por qué debería interesarnos esto ahora? Hay varias respuestas a esta pregunta. La más inmediata, por supuesto, es que la última década del siglo XX fue interesante por sí misma, un tiempo de tremendas transformaciones políticas y económicas marcadas por el fin del comunismo y la progresiva integración de la Unión Europea, la globalización y el auge y la popularización de la tecnología de internet. Pero hay otras dos razones que explican por qué decidí escribir La trampa del optimismo. Ambas son autobiográficas, pero lo son de distinta manera. La década de los noventa fue el periodo en el que mi generación dejó atrás la adolescencia y emprendió el camino de la edad adulta. En nú caso, mis primeros recuerdos políticos se remontan a la caída del Muro vista en Televisión Española y siguen con la memoria -vaga al principio, más nítida a medida que avanzaba la década- de los hechos que explico en este libro. En parte, lo he escrito para entender como un adulto lo que en aquel momento percibí pero debido a mi edad no pude comprender, y, sin embargo, fue fundamental en mi formación y en la de mi generación. Napoleón afirmó que para conocer de veras a un hombre había que entender cómo era el mundo cuando tenía veinte años. Ese mundo, en mi caso, es el de 1997.
Pero, finalmente, hay un motivo más importante, que cobró una relevancia especial cuando se inició la crisis financiera en el 2008, y por la manera en que esta se desarrolló, en pa1ticular en España. Y es que el mundo actual, el posterior a la crisis, puede interpretarse como una consecuencia imprevista, accidentada y contradictoria de las decisiones que tomaron los líderes políticos y económicos en la década de los noventa. Es posible afirmar que la crisis económica de la última década, que hasta ahora ha supuesto para nú generación el momento central de nuestra experiencia como adultos con deseos de trabajar, progresar y, con suerte, asentarse, tuvo sus inicios en decisiones tomadas en los años noventa en ámbitos como el financiero, el monetario o el regulatorio. A fin de cuentas, en Maastricht en 1992 y en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de 1997, se establecieron las reglas con las que se manejó la crisis del 2008. Conocemos cuál fue el resultado. Por esa razón, en La trampa del optimismo hablo más de economía que en mis libros anteriores.
También en la política, el auge actual de ciertas formas de populismo y nacionalismo, y el agotamiento de fórmulas clásicas como la socialdemocracia o la democracia cristiana, hacen pensar en la idea, muy noventera, de que es posible generar ideologías sintéticas. Ideologías que, en su momento, se creyó que universalizarían un liberalismo abierto y tolerante y, al mismo tiempo, entregado a las finanzas y a una globalización que desplazaba gran parte del trabajo manual de las fábricas de los países occidentales a otras en los países en desarrollo. Nosotros tendríamos mercancías más baratas; ellos, puestos de trabajo. Las dos cosas se cumplieron, pero surgió una consecuencia inesperada: la globalización perjudicó a las sociedades ricas, que vieron cómo muchos de sus trabajadores poco cualificados se quedaban al margen de la empleabilidad y, con ello, perdían las expectativas de una vida próspera.
Este libro no es un ajuste de cuentas. Pretende explicar algunos acontecimientos ocurridos en la década de los noventa sobre todo en España, Europa y Estados Unidos -aunque habrá excursiones a lugares como Japón-, y el papel de quienes los propiciaron con sus decisiones. Los protagonistas de estas páginas son Felipe González y José María Aznar, Tony Blair y Bill Clinton, Helmut Kohl y François Mitterrand, Hotmail, Google y Amazon, y banqueros a los que hoy casi nadie recuerda; pero también Blur, Los Planetas, Curro, Cobi y Friends, que contaban o de alguna manera reflejaron lo que fue esa década y la mentalidad dominante. Si bien no es un juicio, sí es una evaluación que, de nuevo, para mí tiene importancia biográfica. Por ejemplo, en 1997 se estaba formando de manera explícita la tercera vía (el libro de Anthony Giddens, el sociólogo británico que le dio nombre, fue publicado en 1998). Aunque entonces era demasiado joven para darme cuenta, fue la ideología a la que me sentí más cercano en los años posteriores, la que me convenció de que era posible una izquierda que defendiera el comercio sin renunciar a lo mejor de la socialdemocracia, que superara la vieja distinción entre bandos y creara una síntesis mejor. Hoy esta idea es muy criticada o se considera, como toda la década, de un optimismo ingenuo y finalmente dañino, pero tal vez sea la noción de liberalismo que más me ha marcado. La crisis que empezó en el 2008 no significó para mí una conversión, pero sí un motivo de reflexión algo angustiada, sobre todo durante los últimos años, en los que la recuperación de la crisis económica ha dado pie en Occidente a una enorme crisis política, sobre cuál podría ser la salida centrista, liberal e inclusiva a la situación actual. Como esa cuestión no forma parte del cuerpo central de este texto, no me importa anunciar ya que no tengo ninguna propuesta seria que no sea repetir de forma temeraria una versión modernizada de la tercera vía.
Este libro no es la respuesta a la pregunta «¿Cómo recuperamos el optimismo que conocimos de jóvenes?», sino un intento de reconstruir ese optimismo que demostró estar equivocado. Por lo demás, no es una obra autobiográfica. De hecho, una vez terminada esta introducción, no volverá a aparecer la primera persona. Y tampoco es, ni mucho menos, una historia de los años noventa, sino una serie de historias sucedidas entonces que ilustran, a mi modo de ver, su optimismo excesivo y las consecuencias que eso tuvo más tarde.
He mencionado antes que, de acuerdo con mi lectura histórica, la década de los noventa no empezó estrictamente según el calendario, sino el 9 de noviembre de 1989. De igual manera, no terminó el 31de diciembre de 1999. Resulta una fecha tentadora: una parte importante del mundo, la más rica, vivió atemorizada por lo que pudiera suceder justo esa noche. Fue el llamado efecto 2000, el miedo a que a medianoche los ordenadores de todo el planeta, que funcionaban según un sistema binario de unos y ceros, no entendieran el cambio de la primera cifra del año al dos y se produjera un gran colapso de los sistemas que provocara el caos financiero y la pérdida de archivos en grandes bases de datos. Finalmente eso no sucedió, aunque fue una buena muestra del miedo creciente a que nuestra dependencia de la informática pueda en algún momento destruir la marcha de la sociedad. Me parece razonable sostener que la década de los noventa pudo terminar de forma simbólica en otros dos momentos separados entre sí por apenas unos meses. Quizá fuera el 11 de septiembre del 2001, cuando dos aviones secuestrados por terroristas islámicos chocaron intencionadamente contra las dos torres del World Trade Center de Nueva York, las derribaron y acabaron con la vida de alrededor de tres mil personas. La Guerra Fría había concluido, y la ideología de los países ricos había vencido en la vieja contienda, pero aquello no garantizaba la seguridad de sus ciudadanos. A partir de entonces, los retos geopolíticos serían otros y había que aprender a afrontarlos. Occidente tardaría en hacerlo y eso provocaría cientos de miles de muertos, guerras difíciles de justificar, un nuevo desequilibrio global y un temor que no era novedoso pero sí se volvió mucho más acuciante:el miedo al terror islamista.
Pero hay otra opción, más centrada en Europa y en España: tal vez la década de los noventa terminó el 1 de enero del 2002, cuando en doce países europeos se pusieron en circulación monedas y billetes de euro, la moneda que se había anunciado en el Tratado de Maastricht de 1992, cuyo nombre se decidió en 1995 en Madrid y que en 1999 se había convertido en una unidad contable digital para los mercados. Si los ataques de Nueva York se habían interpretado como el fin del fin de la historia, la entrada del euro físico podía considerarse la innovación política y económica más audaz surgida del optimismo provocado por la caída del Muro de Berlín, la disolución del imperio soviético y la ambición del mundo liberal de expandirse, redimir a países tradicionalmente víctimas de la historia y crear unidades políticas supranacionales que fueran más allá de las conocidas hasta el momento. No tardaríamos mucho más de siete u ocho años en saber que ese optimismo, una vez más, era excesivo.
«El Muro durará cien años»
Las autoridades de Alemania del Este erigieron el Muro de Berlín en 1961 para impedir el éxodo de alemanes que abandonaban el país comunista en dirección a Alemania Occidental. Y desde entonces nunca pensaron en eliminarlo. En enero de 1989, Erich Honecker, el secretario general del Partido Socialista Unificado de Alemania, que anteriormente había sido secretario de Seguridad del país y el responsable de la construcción del Muro, afirmó que este seguiría en pie cincuenta o cien años después. Y, de hecho, en ese momento había planes para remodelarlo y dotarlo de tecnología más avanzada, que permitiera detectar mejor y con más tiempo a quienes pretendían cruzarlo para huir del país, evitando así tener que matarlos o detenerlos, algo que dañaba la reputación del régimen.
Pero 1989 estaba siendo un año convulso en los países del Este. El sindicato anticomunista polaco Solidaridad, fundado en 1980 en los astilleros Lenin de Gdansk y liderado por Lech Walesa, había empezado a negociar con el Gobierno de Varsovia para compartir el poder con el Partido Comunista, que desde 1945 lo ostentaba en monopolio. El 2 de mayo, el Gobierno húngaro comenzó a desmantelar la fortificación que hasta entonces había instalada en la frontera con Austria para impedir la salida de sus ciudadanos hacia Occidente. La primera consecuencia para Alemania del Este fue que, de repente, sus ciudadanos sintieron un inédito deseo de irse de vacaciones a Hungría. El 1 de julio , veinticinco mil alemanes de la RDA habían llegado a Austria por esa vía. Los gobiernos de Rumanía y Checoslovaquia estaban furiosos, porque temían que sus ciudadanos hicieran lo mismo. Ese verano, en Estonia, Letonia y Lituania alrededor de un millón de personas crearon una cadena humana uniendo sus manos para recordar el ominoso pacto que, cincuenta años antes, en 1939, habían firmado Hitler y Stalin, y llamar la atención internacional sobre la pérdida de su independencia política y los asesinatos, las deportaciones y la opresión que había sufrido una parte importante de la generación de sus padres.
El 7 de mayo se habían celebrado elecciones locales en Alemania del Este. Como de costumbre, los candidatos del Partido Socialista Unificado obtuvieron casi el 99 por ciento de los votos. Pero en esta ocasión sucedió algo nuevo. Varios observadores de la Iglesia vieron que el Gobierno falseaba los resultados para reducir el peso de los votos de protesta. Se produjeron pequeñas manifestaciones. El régimen no cedió en casi nada. Hasta tal punto estaba dispuesto a seguir con las políticas de mano dura que, en junio , Honecker defendió que el Gobierno chino hubiera reprimido con violencia las manifestaciones de la plaza de Tiananmén en favor de la democracia. Pero la presión aumentaba tanto en el frente interno como en el externo. En Alemania del Este, el régimen seguía llevando a cabo numerosas detenciones y muchos disidentes eran expulsados del país. En las elecciones semilibres celebradas en Polonia, al contrario que en los comicios amañados de la Alemania comunista, el movimiento Solidaridad ganó todos los escaños a los que podía aspirar en el Congreso y, en el Senado, 99 de 100. Además, en Moscú gobernaba en ese momento Mijaíl Gorbachov, que estaba empeñado en llevar a cabo una profunda reforma de las viejas estructuras políticas y económicas de la Unión Soviética. Honecker no participaba de ese ánimo renovador y, en consecuencia, las relaciones entre Berlín Este y la Unión Soviética eran tensas.
A mediados de julio, Gorbachov fue un paso más allá en su programa de apertura. Si en 1968 Leonid Brézhnev había ordenado la invasión de Checoslovaquia después de que el Gobierno del país emprendiera una serie de reformas de liberalización -estableciendo la doctrina tácita de que la Unión Soviética tenía derecho a intervenir en cualquier Estado del Pacto de Varsovia que pretendiera introducir cambios en la ortodoxia comunista-, ahora, afirmó Gorbachov, era legítimo que todos los países decidieran cómo se gobernaban y él renunciaba explícitamente al uso de la fuerza. Cada nación podía hacer lo que quisiera. La «doctrina Brézhnev» era sustituida por lo que en el propio Gobierno ruso se llamó la «doctrina Sinatra», en referencia a la célebre canción «My Way». Cada país podía hacer las cosas a su manera.
El verano de 1989 fue extremadamente convulso. Cada vez más alemanes del Este huían a Austria a través de Hungría o se dirigían a países que aún eran comunistas pero estaban en pleno proceso de reformas para, una vez allí, pedir asilo en la embajada de Alemania Occidental. Mientras tanto, Erich Honecker repetía que el «Muro durará cien años». El 30 de septiembre, el ministro de Asuntos Exteriores de Alemania Occidental voló a Praga y allí anunció a las masas que estaban acampadas en el territorio de su embajada que se les permitiría la entrada en la República Federal. Pero Honecker puso las condiciones: lo harían a través de Alemania del Este, en trenes sellados, y durante el trayecto se les confiscarían los pasaportes y se les retiraría la ciudadanía. Era una manera de humillarles y presentarles como traidores. Sin embargo, la medida tuvo el efecto contrario al deseado: miles de ciudadanos de la RDA acudieron a las inmediaciones de las vías para saludar y jalear a los compatriotas que se marchaban. Se sucedieron las manifestaciones en todo el país y muchos huyeron a Praga con la esperanza de que se repitiera la operación, pero el Gobierno prohibió viajar sin visado a Checoslovaquia . A los refugiados y las manifestaciones se sumó el problema de que el país estaba al borde de la bancarrota y dependía de los créditos de Alemania Occidental y de la ayuda de la Unión Soviética. Esta atravesaba su propia crisis económica y había anunciado a los países del bloque comunista que iba a dejar de proporcionarles petróleo y exportaciones a precios artificialmente bajos.
El 7 de octubre, Mijaíl Gorbachov, cuya relación con Honecker ya era mala, acudió a regañadientes a la celebración del glorioso cuarenta aniversario de la fundación de la República Democrática Alemana. Se quedó sorprendido al ver cómo los jóvenes, incluso los que eran miembros del Partido Comunista, envidiaban las reformas aperturistas que estaba llevando a cabo en su país y le gritaban por la calle «¡Gorbi, ayúdanos!». Mieczyslaw Rakowski, el líder del Partido Comunista polaco, le tradujo la súplica al ruso, aunque Gorbachov ya la había entendido. «¡Pero si son activistas del partido! -dijo incrédulo Rakowski-. ¡Esto es el fin!» En los actos de celebración y durante las reuniones con el Politburó y los mandatarios llegados del extranjero, Honecker alardeó de la robustez económica y los innumerables logros del país, ante el manifiesto desdén de Gorbachov. En la calle, seguían las manifestaciones.
Apenas unos días después, el 17 de octubre, sucedió lo inesperado. Después de una semana en la que una parte importante de la élite política del Partido Comunista se dio cuenta de la magnitud de la crisis y de la necesidad de tomar medidas que no implicaran violencia, Honecker fue apartado de su cargo mediante una simple votación del Politburó. La decisión fue unánime. Siguiendo la tradición de «centralismo democrático» de los partidos comunistas, hasta Honecker votó a favor de su caída. Se marchó al día siguiente con lágrimas en los ojos, entre los aplausos del Comité Central del partido. La excusa oficial de su expulsión fueron los problemas de salud. Su sucesor fue Egon Krenz, quien anunció inmediatamente su intención de llevar a cabo profundas reformas en el país. Pero la gente no le creyó. Las manifestaciones continuaron.
El 1 de noviembre Krenz viajó a Moscú. Tras su llegada al poder, el nuevo Politburó confirmó que el Gobierno de Honecker había estado manipulando la contabilidad nacional y que la realidad era aún peor de lo que se sabía. Las infraestructuras y las industrias se encontraban en un estado lamentable, la productividad estaba por los suelos y entre 1970 y 1988 la deuda se había multiplicado por diez. En Moscú, Krenz le dijo a Gorbachov que si no recibía ayuda económica de la Unión Soviética para abordar las reformas necesarias, seguirían las manifestaciones y las salidas masivas del país, y en algún momento habría que recurrir a la violencia. Krenz quería hacer reformas, pero no renunciar al monopolio del poder que tenía el Partido Comunista. Sin embargo, no consiguió nada.
Mientras tanto, la oposición no paraba de crecer. El movimiento más destacado era el llamado Nuevo Foro. Lo había fundado ese septien1bre un grupo de intelectuales, científicos y religiosos que no pretendía tanto una derogación del comunismo como «abrir un diálogo democrático». El 4 de noviembre se celebró una inmensa marcha en Berlín Este. Fue una manifestación peculiar. Giinter Schabowski, un portavoz del Gobierno que inás tarde tendría un papel notable en la caída del Muro, tomó la palabra entre los manifestantes disidentes para defender el sistema y prometer reformas. Dos días después, el órgano de propaganda del Partido Socialista Unificado de Alemania respondió a las manifestaciones del 4 de noviembre y reconoció, también de una manera peculiar, que el régimen estaba dispuesto a hacer concesiones:
La demanda de elecciones libres puede en principio apoyarse, puesto que se corresponde con los principios básicos de nuestra constituci6n socialista, pero esto no debe llevar a abrir las puertas al pluralismo de partidos burgués [...]. Las demandas de abolición del papel de líder del PSUA son totalmente inaceptables.
Es decir, las elecciones libres eran admisibles siempre y cuando no hubiera más partidos que el Partido Socialista y no se pusiera en cuestión su liderazgo. Pero a pesar de esta retórica típicamente comunista, el 7 de noviembre los miembros del Gobierno presentaron su dimisión. Al día siguiente, también renunciaron todos los miembros del Politburó, que fueron sustituidos por afiliados más jóvenes y de orientación reformista. Pero las protestas continuaban -los manifestantes se apostaron frente a los edificios de la Stasi, la terrible policía secreta, y gritaron consignas como «¡Fuera los cerdos de la Stasi!»- y se publicaron a toda prisa nuevas propuestas que reducían las dificultades para viajar al extranjero. Sin embargo, no se dieron fechas y, en todo caso, la decisión seguía en manos de los burócratas. Krenz afirmó que el Muro era un «baluarte» contra la subversión occidental.
El 9 de noviembre, el Ministerio del Interior trabajaba en una modificación temporal de las leyes existentes para hacer frente a la oleada de salidas del país. Ese día debía entregar al Politburó un borrador que, en esencia, permitiría la concesión de visados a quienes quisieran abandonar la República Democrática, independientemente del motivo y tanto si era de manera temporal como definitiva.
El borrador llegó al Politburó. Los miembros recién elegidos lo aprobaron, presionados por el Gobierno checoslovaco y confiando en que, como les dijo Krenz, contaban con el apoyo de la Unión Soviética. El Consejo de Ministros ratificó la aprobación. Günter Schabovvski pasó por el despacho de Krenz antes de dirigirse al Centro de Prensa Internacional, en la Mohrenstrasse, donde el Gobierno celebraba entonces ruedas de prensa diarias en directo. Krenz le dio el documento que regulaba las salidas del país.
Tras un duro día de trabajo, Schabowski salió a dar la rueda de prensa cansado y distraído. El anuncio de las nuevas reglas de viaje se dejó para el final. A las 18.53, algo sudado y visiblemente exhausto, dijo que «debido a la alteración de la situación referente a la salida permanente de ciudadanos de la RDA a través de la República Socialista Checoslovaca, queda estipulado que...» y procedió a leer un largo y árido documento de jerga legal que, básicamente, decía que, como medidas temporales, se relajaban los trámites para la petición de viajar al extranjero (no habría que demostrar una razón concreta a qué familiar se pensaba visitar), que «los departamentos responsables del control y registro de pasaportes en las oficinas de distrito de la Policía del Pueblo de la RDA tienen la instrucción de emitir visados para la salida permanente sin demora y sin la presentación de los requermientos existentes para la salida permanente » y que «son posibles las salidas permanentes a través de todos los cruces fronterizos de la RDA a la RFA y Berlín (Oeste)».
Un periodista italiano, Riccardo Ehrman, le preguntó si en su lectura no había cometido alguna clase de error. Pero Schabowski repitió que, a partir de entonces, los viajes y la salida permanente de la República Democrática Alemana estaban permitidos. Ante su respuesta, otro periodista le preguntó cuándo entrarían en vigor esas medidas. Schabowski afirmó que, a su modo de ver, lo hacían de manera inmediata. A pesar de que hojeó el documento mientras lo decía, no vio que se especificaba que entraban en vigor el día siguiente.
Entre los periodistas se produjo una gran confusión. No estaban seguros de la magnitud del anuncio que acababan de oír. Rápidamente Deutsche Presse-Agentur y Reuters enútieron sendos cables que afirmaban que todos los ciudadanos de la RDA podían abandonar el país por los puestos fronterizos adecuados. Pero Associated Press lo formuló de otra manera: «De acuerdo con información suministrada por el núembro del Politburó del PSUA Günter Schabowski, la RDA abre sus fronteras».
Justo después, las demás agencias copiaron esa fórmula y las televisiones de Alemania Occidental repitieron: «La RDA ahre sns fronteras». Decenas de alemanes orientales empezaron a acudir a varios puntos de control en la frontera con Berlín Oeste con la intención de pedir permiso para cruzar. Los policías no sabían qué hacer. El pleno del Comité Central seguía reunido y en el Gobierno nadie parecía enterado de lo que estaba pasando. Cuando el pleno terminó, Krenz se fue a su despacho y, poco después de las diez, recibió una llamada de Erich Mielke, el ministro de la Stasi. En algunos puntos de control, le contó, las decenas de personas se habían convertido en centenares. El teniente coronel Harald Jager, que estaba al mando del puesto de control de la Bornholmer Strasse, contó su incertidumbre en una entrevista posterior: «Teníamos la orden de no abrir fuego aunque la frontera fuera franqueada [...]. Pero la gente hablia podido morir o resultar herida aunque no se disparara, si se hubieran producido peleas o un ataque de pánico entre los miles reunidos en el paso fronterizo. Esa es la razón por la que le di a mi gente la orden: "¡Abrid la barrera!"». Al principio, los funcionarios estampaban en el pasaporte de los alemanes orientales que pasaban al lado Oeste el sello «sin derecho a retorno», como si les hubieran expulsado. (Este momento histórico fue captado por un equipo de Radio Televisión Española, que grabó primero la sorpresa, y luego la aleglia, de los primeros en cruzar el Muro de esa manera.) No sirvió de nada. La gente continuaba llegando a los puntos de control y exigiendo que les dejaran pasar, cosa que siguieron haciendo.
Antes de las diez y media de la noche la televisión pública de la RDA decía que, a petición de muchos ciudadanos, «les informamos una vez más de las nuevas regulaciones sobre viajes aprobadas por el Consejo de Ministros. En primer lugar: se pueden presentar solicitudes sin tener que ofrecer previamente pruebas de la necesidad de viajar o de relaciones familiares. De modo que: ¡los viajes están sujetos a un proceso de solicitud!». Había que esperar al día siguiente y hacer una solicitud, aunque esta tuviera menos requerimientos que en el pasado. Sin embargo, el programa político de la emisora de Alemania Occidental ARD, que podía sintonizarse desde el lado oriental, abría la información a las 22.40 afirmando que «este 9 de noviembre es un día histórico: la RDA ha anunciado que sus fronteras están abiertas a todo el mundo, con efecto inmediato, y las vallas del Muro permiten el paso».
Fue entonces cuando los berlineses orientales empezaron a acudir en masa a los puestos de control y la situación se desbocó. En los puestos fronterizos aumentó la tensión; en el de la Bornholmer Strasse, la gente que hacía cola comenzó a empujar y derribó la pantalla del control de pasaportes. Harald Jager, el responsable del puesto, decidió no asumir riesgos y ordenó a sus hombres que dejaran de inspeccionar los pasaportes y abrieran definitivamente las puertas.
Miles de berlineses orientales cruzaron a la parte occidental corriendo, riendo. Al otro lado les esperaban berlineses occidentales que habían acudido a recibirles. Muchos llevaban champán y tabaco para compartir y celebrar. Al poco tiempo, todos los controles fronterizos estaban abiertos e incluso algunos occidentales se adentraban en el lado oriental. El ejército, que estaba en estado de alerta, no recibió ninguna orden. El Muro seguía en pie. Pero «como todos podían ver -cuenta Tony Judt en Postguerra, su historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial-, se había abierto una brecha definitiva en el muro y ya no podía haber vuelta atrás. Cuatro semanas después, se abría la puerta de Brandemburgo, situada justo en medio de la frontera interalemana; durante las vacaciones de Navidad de 1989, dos millones cuatrocientos mil alemanes orientales (uno de cada seis) visitaron el Oeste».
Esa no había sido ni mucho menos la intención de los dirigentes de la RDA, que aun así pensaron que lo sucedido podía servir como válvula de escape de las tensiones y darles tiempo para desarrollar reformas que satisficieran a una población que ahora tenía acceso a Occidente. Pero en lugar de eso, el 1 de diciembre el Parlamento llevó a cabo los últünos ritos de un Partido Comunista agonizante, algo que empezaba a ser sorprendentemente habitual en el bloque soviético. Se eliminó la cláusula de la Constitución según la cual el Estado estaba dirigido por el partido marxista leninista; el Politburó volvió a dimitir en pleno; se eligió a otro líder; se cambió el nombre del partido, que pasó a ser el Partido del Socialismo Democrático; se iniciaron conversaciones con Nuevo Foro y otros grupos de la oposición, y se planearon elecciones libres. Estas tuvieron lugar en marzo de 1990: el Partido del Socialismo Democrático sufrió una gran derrota y logró solo el 16 por ciento de los votos; los socialdemócratas, que se presentaron con una propuesta ambigua sobre la futura relación entre la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana, lograron el 22 por ciento. La Alianza por Alemania, grupo den1ocristiano equivalente a la Unión Demócrata Cristiana que gobernaba en el Oeste, se presentó con una propuesta de unificación, logró el 48 por ciento de los votos y lideró la coalición de Gobierno. El primer presidente democrático de Alemania del Este, Lothar de Maziere, quería una reunificación rápida.
El canciller de Alemania Occidental, el democristiano Helmut Kohl, se sintió respaldado por ese apoyo electoral. Además, ahora los ciudadanos del Este -que estaba sumido en una pésima situación económica tras años de crisis ocultada y atenazado por la incertidumbre política- podían cruzar libremente al Oeste, y el éxodo aumentaba. Por estas razones, pero también por el profundo argumento histórico y moral de que Alemania debía recuperar su unidad perdida tras la Segunda Guerra Mundial, Kohl y su partido, con el apoyo menos resuelto de los socialdemócratas occidentales, decidieron que las dos Alemanias debían reunificarse. El primer paso fue establecer una unión monetaria. De acuerdo con esta, el marco occidental también sería la moneda de Alemania del Este, y sus habitantes podrían cambiar los viejos e inservibles marcos orientales por los occidentales con una equivalencia muy beneficiosa para ellos de 1 a 1. La medida funcionó y los alemanes orientales dejaron de desplazarse en masa hacia Occidente. Pero aquello tendría unas enormes consecuencias económicas en toda Europa durante los años siguientes.
Estados Unidos, presidido por George H. W. Bush, apoyó sin reservas el proceso de reunificación. Kohl consiguió que Gorbachov también lo aceptara, reconociera que el nuevo Estado gozaba de plena soberanía -lo que incluía su pertenencia a la OTAN- e incluso permitiera la salida gradual de las tropas soviéticas de la mitad este del país. A cambio, Alemania renunciaba a disponer de armas atómicas y químicas, limitaba a 370.000 los integrantes de su ejército y se comprometía a ayudar a la Unión Soviética a modernizarse y a acercarse al modelo europeo. El resto de los países europeos, sin embargo, eran mucho más escépticos con la idea de la reunificación alemana. La primera ministra británica, Margaret Thatcher, se opuso abiertamente al regreso de una Alemania reunificada. «Hemos ganado dos veces a los alemanes y ahí están otra vez», dijo en referencia a las dos guerras mundiales.
En una conversación con el presidente de Francia, François Mitterrand, este también mostró su renuencia. Según recoge el memorando del encuentro, Mitterrand dijo que
la repentina perspectiva de la reunificación había provocado una especie de shock mental en los alemanes. Su efecto había sido convertirlos de nuevo en los alemanes «malos» que habían sido en el pasado. Se estaban comportando con una cierta brutalidad y concentrándose en la reunificación a expensas de todo lo demás. Era difícil mantener buenas relaciones con ellos en ese estado de ánimo. Por supuesto que los alemanes tenían el derecho de autodeterminación. Pero no tenían derecho a alterar las realidades políticas de Europa. No creía que Europa estuviera lista aún para la reunificación alemana.
Estas reticencias tendrían consecuencias a largo y a corto plazo: la desconfianza británica por la posibilidad de que una Alemania fuerte dominara la futura Comunidad Europea y redujera la capacidad de maniobra de Reino Unido fue uno de los orígenes del euroescepticismo que conduciría finalmente al Brexit. A corto plazo, serviría para que Francia presionara a Alemania para que renunciase al marco, la moneda que había dominado durante décadas la economía europea, y aceptara la unión monetaria de buena parte del continente. Felipe González, el presidente español, se mostró de inmediato partidario de la reunificación. En un telegrama enviado a Kohl el 17 dejulio de 1990, González le dijo que «al enterarme del feliz resultado de tus conversaciones con el presidente Gorbachov, deseo hacerte llegar mi más cálida enhorabuena por el paso decisivo que supone para la rápida unificación de Alemania en el seno de las instituciones europeas y atlánticas. Con mis mejores deseos de éxito para la continuación del proceso de unidad, te envío un cordial saludo». El 8 de agosto, Kohl le respondió:
«Estamos agradecidos a nuestros aliados y vecinos, especialmente a nuestros socios de la Alianza Atlántica y de la Comunidad Europea, por la comprensión y confianza con que vienen respaldando al pueblo alemán en su camino hacia la unidad».
Fuera corno fuese, la República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana se unificaron oficialmente el 3 de octubre de 1990; lo que sucedió, en realidad, fue más bien que la segunda desapareció y quedó subsumida en la primera. La caída del comunismo había empezado en Polonia poco antes de la apertura de las fronteras entre las dos Alemanias. En esos meses entre finales de 1989 y 1990 cayeron también, de manera parecida, los regímenes comunistas en Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, Bulgaria y Yugoslavia. Antes de que acabara 1991, también desaparecería el régimen comunista de Albania y se desintegraría la Unión Soviética.
«¿Por qué cayó el comunismo con tanta celeridad en 1989?», se pregunta Judt con cierta perplejidad. Tal vez la ruina moral, política y económica del comunismo lo condenaban a desaparecer en algún momento, pero nadie había previsto que fuera entonces y de manera tan rápida. En 1990, en un estudio colectivo sobre el futuro de la Unión Soviética, Walter Laqueur, el prolífico y popular historiador estadounidense que parecía encarnar el siglo XX -pues era un judío alemán que había huido de los nazis, cuyos padres murieron en el Holocausto y se había refugiado en Palestina antes de marcharse a Reino Unido y luego a Estados Unidos-, hizo una predicción que en ese momento parecía muy razonable: «Es improbable que al final de esta década la Unión Soviética sea un estado de bienestar basado en el modelo escandinavo y una democracia parlamentaria funcional. Pero una ruptura total es casi igualmente improbable a corto plazo [...]. En el mundo real existen varios estabilizadores y factores retardadores; las sociedades con frecuencia experilnentan crisis, incluso crisis graves y peligrosas. Pero raramente se suicidan». Sin embargo, eso era lo que en cierto modo había pasado. «No hay duda de que la facilidad con que reventó la ilusión del poder comunista puso de manifiesto que esos regímenes eran aún más débiles de lo que nadie podía suponer», afirma Judt. Pero lo cierto es que lo eran desde hacía décadas. ¿Por qué ocurrió en aquel momento? Quizá fuera por la llamada teoría del dominó: una vez empezaron a caer los primeros regímenes comunistas, y a demostrarse con ello que la «necesidad histórica» del comunismo solo era una falacia intelectual o un recurso propagandístico, era lógico que lo hicieran también los demás, por simple contagio. En ese proceso sin duda tuvieron su papel los medios, que permitieron que en algunos países la gente presenciara en directo la revolución, una señal de que los partidos comunistas iban perdiendo poco a poco el monopolio de la información. También fue relevante el carácter pacífico de las revueltas, con la excepción de Rumanía, donde los insurgentes fusilaron a Ceaucescu y a su esposa. «En algún momento crucial todos los regímenes autoritalios agonizantes vacilaron entre la represión y la cesión. En el caso de los comunistas, la confianza en su propia capacidad para gobernar se estaba evaporando con tanta rapidez que las posibilidades de aferrarse al poder únicamente por la fuerza comenzaron a ser escasas, y nada claros los beneficios de hacerlo de ese modo. En el cálculo del propio interés que realizaban la mayoría de los burócratas y apparátchiks comunistas, el peso de la balanza estaba cayendo del otro lado: era mejor nadar a favor de la corriente que ser arrastrado por la marea del cambio.»
No fue eso lo que sucedió en China. Las protestas de la plaza de Tiananmén, que tuvieron lugar en junio de 1989, fueron reprimidas por el Gobierno chino y seguidas de la purga de los mandatarios que se negaron a ejercer la violencia contra los manifestantes. Con ello, el Partido Comunista chino asentó su monopolio del poder y empezó a desmentir una teoría surgida en la posguerra mundial que volvería a ponerse de moda en la década de los noventa: la llamada «teoría de la modernización». Según esta, el desarrollo industrial de los países hacía que sus patrones de crecimiento económico fueran comparables, lo que permitía pensar que en todos los lugares donde se produjera ese desarrollo se irían formando estructuras políticas y modelos sociales semejantes. O, por decirlo de otro modo, todas las sociedades que se industrializaran y, en consecuencia, se enriquecieran, acabarían siendo democracias liberales semejantes a las occidentales.
Así había sucedido en países como Portugal, España, Grecia y Corea del Sur, donde la creación de una clase media y la consecución de unas rentas per cápita elevadas habían contribuido enormemente a la transición de la dictadura a la democracia. Ese se esperaba que fuera también el caso de China, un país al que valía la pena integrar en la economía global no solo por los grandes beneficios que generarían en Occidente unos precios más bajos derivados de su mano de obra barata, sino porque ayudaría a convertir al país más poblado del mundo en una democracia. Pero China no cumplió esa hipótesis y siguió con las reformas económicas iniciadas por Deng Xiaoping sin por ello renunciar en absoluto al autoritarismo político.
En todo caso, ¿quién propició ese cambio que condujo hacia el fin del comunismo en Europa? Según Judt, «la aversión al uso de la fuerza era lo único que tenían en común muchos de los revolucionarios de 1989. Eran un grupo insólitamente variopinto», en el que había «comunistas reformistas, socialdemócratas, intelectuales liberales, economistas del libre mercado, activistas católicos, sindicalistas, pacifistas y algunos trotskistas irredentos ». En Polonia estaban Lech Walesa, que luchaba contra el monopolio del poder; o Bronislaw Geremek, que veía una dicotomía entre el constitucionalismo parlamentario y el populismo extraparlamentario. La disputa real, decía Adam Michnik, el heroico periodista fundador del periódico demócrata Gazeta Wyborcza en 1989, era entre el europeísmo y el nacionalismo. En Checoslovaquia, para Václav Havel, el dramaturgo que se convertiría en presidente del país, el objetivo era la democracia; para su futuro primer ministro, Vaclav Klaus, lo primordial era el mercado. En el Parlamento húngaro estaban representados, de izquierda a derecha, los miembros del Partido Socialista (es decir, excomunistas), la Alianza de Jóvenes Demócratas, la Alianza de los Demócratas Libres, el Partido de los Pequeños Propietarios, el Foro Democrático, los Demócratas Cristianos y unos cuantos miembros independientes, cada uno con ideas que iban desde el cosmopolitismo urbano hasta el nacionalismo cristiano.
Ese pluralismo demostraba hasta qué punto esos países no podían seguir siendo gobernados por un partido único, pero también implicaba que, una vez derrotado el comunismo, su enemigo común, había que construir otro sistema. Para la mayoría de los revolucionarios que en 1989 acabaron con el comunismo, lo contrario de este régimen no era el capitalismo, sino Europa. Su intención última, aunque no escasearan los nacionalistas, era regresar a una -en parte imaginada- normalidad europea. Una normalidad a la que, en las décadas previas, además, se le había sumado la novedad de una Comunidad Europea erigida en torno «a unos valores "europeos" conscientemente aceptados -derechos individuales, obligaciones ciudadanas, libertad de expresión y de movimiento- con los que los europeos orientales podían identificarse sin ningún problema», decía Judt y proseguía:
Para la mayoría delos habitantes del bloque comunista, la liberación no implicaba en modo alguno el ansia de lanzarse a una competencia económica sin ataduras y mucho menos la pérdida de los servicios sociales gratuitos, el empleo garantizado, los alquileres baratos y otras ventajas que comportaba el comunismo. Después de todo, una de las abstracciones de «Europa», tal como se imaginaba en el Este, era que ofrecía bienestar y seguridad; libertad y protección. Se podía tener el pastel socialista y comerlo en libertad [...]. Esos sueños europeos presagiaban las decepciones venideras.
Esta interpretación sobre la caída del comunismo contrastaba con otras más habituales en Occidente. En muchos casos se ignoró que, en esencia, lo que deseaban los antiguos países comunistas era abandonar el bloque soviético y volver a la Europa previa al final de la Segunda Guerra Mundial, a la que habían pertenecido. Se interpretó que lo que querían era adoptar con entusiasmo el capitalismo, en particular la versión en auge en aquella época en países como Reino Unido o Estados Unidos: un capitalismo que confiaba ciegamente en los mercados cmoo herramienta de solución de conflictos y sentía un profundo recelo por las intervenciones gubernamentales. La «teoría del imán» de Adenauer, que había sido canciller de la República Federal entre 1949 y 1963, según la cual la libertad y la prosperidad de los países de la Europa occidental atraerían, más pronto o más tarde, a los países que no eran libres ni prósperos, había funcionado. Como lo había hecho la llamada ostpolitik, la política de acercamiento, de su sucesor socialdemócrata, Willy Brandt. Y no solo en el caso de Alemania Oriental, sino en el resto del bloque soviético. También influyeron en este proceso el papa Juan Pablo II con su labor en Polonia; Ronald Reagan, cuando le pidió a Gorbachov en un discurso pronunciado en Berlín que derribara el Muro; las presiones de Margaret Thatcher a Gorbachov, o la escalada militar soviética para igualar las inversiones en armamento de Estados Unidos, que casi lleva a la URSS a la bancarrota. Pero el comunismo se desmoronó, sobre todo, por sus propios y evidentes deméritos. El triunfalismo de los países occidentales estaba en buena medida justificado, pero generó equívocos cuyas consecuencias pudieron observarse durante las décadas posteriores en la evolución de los antiguos países comunistas.
Algo más que el fin de la Guerra Fría
Un desconocido profesor estadounidense de ciencia política, Francis Fukuyama, se anticipó por poco a la progresiva desaparición del comunismo. En el verano de 1989, meses antes de la caída del Muro, publicó el ridículo «¿El fin de la historia?» en una pequeña revista estadounidense de relaciones internacionales, The National Interest ,. baluarte del pensamiento neoconservador de la época. Previendo el fin del bloque soviético y, con él, el de la Guerra Fría, Fukuyama sostenía que
el siglo XX fue testigo de cómo el mundo desarrollado se sumergió en un paroxismo de violencia ideológica, cuando el liberalismo se batió primero contra los vestigios del absolutismo, después contra el bolchevismo y el fascismo y, por último, contra un marxismo puesto al día que amenazaba con llevar al apocalipsis definitivo de la guerra nuclear. Pero el siglo que comenzó lleno de confianza en el triunfo final de la democracia liberal occidental parece, cuando está próximo a concluir, que ha descrito un círculo al volver a su punto de partida inicial: no a un «fin de la ideología» o a una convergencia entre capitalismo y socialismo, como se predijo tiempo atrás, sino a la inquebrantable victoria del liberalismo económico y político. [...] el triunfo de Occidente, de la idea occidental, se pone ante todo de manifiesto en el agotamiento total de alternativas sistemáticas viables al liberalismo occidental [...]. Lo que podríamos estar presenciando no es simplemente el fin de la Guerra Fría o la desaparición de un determinado periodo de la historia de la posguerra, sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final del gobierno humano.
El artículo, que, debido a su éxito, Fukuyama convertiría en 1992 en un libro con el título "El fin de la Historia y el último hombre" -al que sintomáticamente se le cayeron los signos de interrogación originales-, era al mismo tiempo triunfalista y nostálgico. Consideraba, por ejemplo, que no era probable que en un futuro próximo Rusia y China se unieran a las naciones desarrolladas de Occidente como sociedades liberales. Pero, al mismo tiempo, le parecía casi inconcebible que China fuera a ser el único país asiático que no se viera afectado por la gran tendencia democratizadora del momento, y aludía a las manifestaciones estudiantiles que se habían producido recientemente en Pekín con motivo de la muerte de Hu Yaobang -un ex alto cargo comunista caído en desgracia por su reformismo-, es decir, los sucesos de Tiananmén. Fukuyama reconocía que, una vez desaparecidos el comunismo y el fascismo, el nacionalismo y la religión podían ser grandes obstáculos para el avance del liberalismo, como lo habían sido desde sus orígenes en el siglo XVIII. Pero se mostraba relativamente optimista sobre la capacidad del liberalismo para contener o subsumir esos fenómenos: «En el mundo contemporáneo -decía- solo el Islam ha presentado un Estado teocrático como alternativa política tanto al liberalismo como al comunismo. Pero la doctrina tiene poco atractivo para quienes no son musulmanes y es difícil pensar que el movimiento pueda adquirir alguna significación universal». Por lo que respecta al nacionalismo, afirmaba que «la gran mayoría de los movimientos nacionalistas del mundo no poseen un programa político más allá del deseo negativo de independizarse de otros grupos o pueblos, y no ofrecen nada parecido a un programa global de organización socioeconómica».
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