miércoles, 22 de enero de 2020

🔥 EL GENOCIDIO DE LA VENDÉE: POR DEFENDER SUS PRINCIPIOS CRISTIANOS FUE APLASTADA DURANTE LA REVOLUCIÓN FRANCESA OCULTADA POR LA "MEMORIA HISTÓRICA"


Los generales del Terror se vanagloriaban 
del exterminio y lo contaron todo


las pruebas de la determinación anticatólica 
de la Revolución Francesa

Por defender sus principios católicos y monárquicos la Vendée fue aplastada durante la Revolución Francesa, después la memoria histórica trató de ocultar su existencia.
"Camaradas, entramos en el país insurrecto. Os doy la orden de entregar a las llamas todo lo que sea susceptible de ser quemado y pasar al filo de la bayoneta todo habitante que encontréis a vuestro paso. Sé que puede haber patriotas [ciudadanos afectos a la Revolución] en este país; es igual, debemos sacrificarlo todo".
El primer genocidio de la era moderna tuvo lugar en 1794 en la región francesa de la Vendée.

Ni Lenin fue más claro. De todos los intentos de exterminio que jalonan la historia de la Modernidad (armenios, ucranianos, judíos, rusos blancos, camboyanos, tutsis...), aquel en el que mejor consta la determinación genocida es el que tuvo lugar en 1793 y 1794 contra la población de la región francesa de la Vendée a causa de su fidelidad católica. La voluntad exterminadora del Comité de Salud Pública era tan clara, que los ejecutores materiales de las matanzas, sintiéndose inequívocamente respaldados, no temieron dejar constancia de ellas, por incriminatorio que pudiese resultar.

La frase citada al principio, por ejemplo, la pronunció el general Grignon, al mando de la primera columna que entró en el país. Pero esa y otras pruebas padecieron durante dos siglos un espeso manto de silencio: la historia de la Revolución Francesa la escribieron los revolucionarios, y la protección pública a una verdad oficial que ocultaba esos hechos laminaba en la práctica la labor de los historiadores que osaran discutirla.

Una investigación capital: Reynald Secher

Sólo en torno a 1989, con ocasión del bicentenario, comenzaron a llegar a la opinión pública hechos que hasta entonces sólo divulgaban las minorías contrarrevolucionarias. En 1985, cuando Reynald Secher quiso defender primero, y publicar después, su tesis doctoral sobre el genocidio de la Vendée (La Vendée-Vengé. Le génocide franco-français), que allegaba cientos de testimonios de autoinculpación de los revolucionarios, fue seriamente advertido de las consecuencias para su futuro académico de exponer unos hechos que contradecían el adoctrinamiento impuesto a los franceses desde la escuela durante doscientos años.

Pero siguió adelante, y aunque el libro nunca se ha publicado en español, forma ahora el punto de partida de la reciente obra de investigación del profesor Alberto Bárcena en La guerra de la Vendée. Una cruzada en la revolución (San Román). Bárcena brinda así, por primera vez al lector no especializado, los elementos esenciales de la investigación de Secher, completados con la propia investigación del autor.
El libro demuestra, con base documental y testifical, que el fundamento de la resistencia de los vendeanos, y la causa del odio revolucionario hacia ellos, fue la religión.

Amor a los refractarios, desprecio a los juramentados

Tras el asesinato de Luis XVI el 21 de enero de 1793 y el inicio de la guerra contra España en marzo, la Convención ordenó una leva de 300.000 hombres, que fue la chispa que encendió la rebelión. Pero lo que realmente había convertido en rebeldes los espíritus de los franceses (no sólo los vandeanos) era la Constitución Civil del Clero, que exigía a los sacerdotes un juramento de fidelidad a la Revolución.

La persecución contra los obispos y sacerdotes que se negaron fue brutal, y las autoridades los sustituían por el clero adicto. Bárcena cita multitud de documentos en los que el pueblo exige "buenos curas" como una de sus principales reivindicaciones. Los curas juramentados eran detestados como infieles. Los refractarios, protegidos y escondidos por la gente aun a riesgo de su propia vida.



Los vandeanos, entrañablemente adheridos a la monarquía católica, se distinguieron particularmente en ese rechazo a las autoridades revolucionarias.

Héroes de la resistencia católica

El levantamiento popular, en ocasiones sin más armas que los aperos de labranza, fue tan entusiasta que infligió a los azules derrotas memorables, de forma que los caudillos católicos se convirtieron en mitos, comenzando por el primero de ellos, Jacques Cathelineau, muerto en combate, y siguiendo por nombres de leyenda como François de Charette o el conde de La Rochejaquelein.

Cathelineau (izquierda) y Charette (derecha), 
dos de los grandes caudillos vandeanos.

Hasta 40.000 soldados lograron presentar en orden de batalla los contrarrevolucionarios, que estuvieron a punto de conquistar Nantes. Llegaron a sumar más de cien mil hombres.

Se decide el genocidio

La Convención comprendió que la mecha vandeana podía prender en todo el país por motivos similares, y fue entonces cuando se tomó la decisión del genocidio: el decreto de 1 de agosto de 1793, que incluía el envío a la región de cantidades ingentes de materiales combustibles de toda clase. El pueblo no combatiente abandonó masivamente la zona, en número de 80.000 personas, mientras los revolucionarios saqueaban y quemaban sus casas.

Un despacho del general Marceau, comandante en jefe interino del ejército del oeste, describe así su paso por la Vendée: "Por agotadas que estuvieran nuestras tropas hicieron todavía ocho leguas, masacrando sin cesar y haciendo un botín inmenso. Nos hicimos con siete cañones, nueve cajas y una inmensidad de mujeres (tres mil fueron ahogadas en Pont-au-Baux)". Los ahogamientos masivos en los ríos fueron uno de los métodos más usados para las matanzas: las llamaban eufemísticamente "deportaciones verticales".
"Fusilamos a todo el que cae en nuestras manos, prisioneros, heridos, enfermos en los hospitales", confiesa el general Rouyer.
Medidas "buenas y puras"

La intensidad de las matanzas era de tal calibre, que algunos de los ejecutores quisieron ponerse a cubierto de cualquier responsabilidad. El 17 de de enero de 1794, el general Turreau exige a la Convención que le confirme la orden de "quemar todas las villas, pueblos y aldeas de la Vendée que no estén en el sentido de la Revolución". Y no por escrúpulos morales, sino por mera seguridad jurídica, pide certidumbres: "Debéis igualmente pronunciaros de antemano sobre la suerte de las mujeres y los niños. Si hay que pasarlos a todos por el filo de la espada, yo no puedo ejecutar semejante medida sin una orden que ponga mi responsabilidad a cubierto".

La respuesta del Comité de Salud Pública llegó el 8 de febrero, y es la prueba evidente de que en la Vendée no hubo excesos: todo lo que se hizo estaba amparado por las autoridades de la Revolución Francesa. "Te quejas, ciudadano general", le dicen, "de no haber recibido del Comité una aprobación formal a tus medidas. Éstas le parecen buenas y puras pero, alejado del teatro de operaciones, espera los resultados para pronunciarse: extermina a los bandidos hasta el último, ése es tu deber". Los "bandidos" eran, obviamente, los católicos vandeanos.

Un horror inconcebible

De las atrocidades cometidas da cuenta la denuncia de un oficial de policía, Gannet, sobre lo que vio cometer al general Amey, que mandaba la división con sede en Mortagne. Una vez más, la denuncia no es moral, sino política: sencillamente, Amey, en absoluta orgía asesina, está matando también a partidarios de la Revolución Francesa.

He aquí el impresionante testimonio de Gannet: "Amey hace encender los hornos y cuando están bien calientes mete en ellos a las mujeres y los niños. Le hemos hecho amonestaciones; nos ha respondido que era así como la República quería cocer su pan. Primeramente se ha condenado a este género de muerte a las mujeres bandidas, y no hemos dicho demasiado; pero hoy los gritos de esas miserables han divertido tanto a los soldados y a Turreau que han querido continuar esos placeres. Faltando las hembras de los realistas, se han dirigido a las esposas de verdaderos patriotas. Ya veintitrés, que sepamos, han sufrido este horrible suplicio y no eran culpables más que de adorar a la nación. Hemos querido interponer nuestra autoridad, los soldados nos han amenazado con la misma suerte".

Aquellas fuerzas revolucionarias, uniformadas, al mando de generales que luego destacarían bajo Napoleón, debidamente respaldadas por el Comité de Salud Pública, fueron denominadas "columnas infernales".

Se justifica por más testimonios. El capitán Dupuy, del batallón de la Libertad, escribe así a su hermana: "Por todas partes donde pasamos, llevamos la llama y la muerte. La edad, el sexo, nada es respetado. Un voluntario mató, con sus propias manos, a tres mujeres. Es atroz, pero la salvación de la República lo exige imperiosamente. No hemos visto un solo individuo sin fusilarle. Por todas partes la tierra está cubierta de cadáveres".

El cirujano Thomas describe escenas horrorosas: "He visto quemar vivos a hombres y mujeres. He visto ciento cincuenta soldados maltratar y violar mujeres, chicas de catorce y quince años, masacrarlas después y lanzarse de bayoneta en bayoneta tiernos niños que habían quedado al lado de su madre sobre las baldosas".

Hay datos aún más escalofriantes, como la utilización de la piel de las víctimas, un hecho firmemente documentado en varias causas judiciales e incluso en un informe oficial del capitoste revolucionario Saint-Just: "Se curte en Meudon la piel humana. La piel que proviene de hombres es de una consistencia y de una bondad superiores a la de las gamuzas. La de los sujetos femeninos es más flexible, pero presenta menos solidez".

Los cadáveres de los vandeanos servían incluso para grasa. De nuevo, a confesión de parte, en este caso de uno de los soldados del general Crouzat que el 5 de abril de 1794 quemaron a 150 mujeres: "Hicimos agujeros en la tierra para colocar calderas a fin de recibir lo que caía; habíamos puesto barras de hierro encima y colocado a las mujeres encima. Después, más encima aún, estaba el fuego. Dos de mis camaradas estaban conmigo en este asunto. Envié diez barriles a Nantes. Era como la grasa de momia: servía para los hospitales".

Reacción tardía

Algunos revolucionarios, como el general Danican, sí denunciaron la barbarie: "He visto masacrar a viejos en su cama, degollar niños sobre el seno de sus madres, guillotinar mujeres embarazadas e incluso al día siguiente de su alumbramiento. Las atrocidades que se han cometido ante mis ojos han afectado de tal manera mi corazón que no sentiré nunca la vida".

Y al final, la misma Convención que había ordenado el genocidio y amparado su brutalidad tuvo que reconocer, el 29 de septiembre de 1794, que "jefes bárbaros, que osan aún decirse republicanos, han hecho degollar, por el placer de degollar, a viejos, mujeres, niños. Municipios patriotas incluso han sido las víctimas de esos monstruos de los que no detallaremos las execrables actuaciones".

Exterminada la quinta parte

No hacía falta, pues sus mismos autores no tuvieron reparo en contarlas. Todo este aporte documental, que se hallaba virgen hasta 1985 porque nadie se atrevía a desmentir la versión oficial hasta que Reynald Secher lo hizo, forma parte de La guerra de la Vendée de Alberto Bárcena.

Pero la obra de Bárcena no se limita a estudiar la represión. Es una historia completa de las campañas bélicas, de la trastienda política y de las razones que, aparte la religión (la principal), también contribuyeron al ensañamiento con esa región francesa, que perdió el 14,38% de la población (dos tercios campesinos, un tercio comerciantes) y vio destruidas el 18,16% de sus casas. Son valores medios, porque hay pueblos donde el exterminio de personas y de hogares llegó al 80%.

Todo ello, bajo la divisa Libertad, Igualdad, Fraternidad y en nombre de los Derechos Humanos. Una historia que estaba por escribirse.



En relación con la guerra de la Vendée una tesis doctoral vino a cambiar el estado de la cuestión definitivamente: me refiero a la de Reynald Secher, publicada en Francia en 1986 con el título de "La Vendée-Vengé". Le génocide franco français 1. A partir de enton­ces, al menos quienes quisieran conocer la verdad más profunda de la Revolución francesa disponían de un trabajo de investiga­ción inapelable por su rigor. Ciertamente, no ha tenido -aunque haya sido bastante- toda la difusión que merecía; tanto desde el poder -político y mediático- como dentro el mundo académico se hizo lo posible por minimizarla. Y es que la corrección política de una sociedad ya gobernada por el relativismo moral no podía tolerar que aquella revolución, madre del régimen liberal tanto como de la laicidad masónica establecida de su mano, se presenta­ra con su verdadero rostro: el de un sistema totalitario que, a fin de establecer su propia religión, había tratado de erradicar el cato­licismo sobre la faz de la tierra francesa para extender después al resto del mundo su nuevo sistema de valores y creencias; comple­tamente opuestos a la fe revelada. Sin detenerse ante el genocidio, empleado, ya entonces, como un aviso de lo que podía ocurrirles a los individuos o naciones que se opusieran al designio espiritual de la hecatombe revolucionaria. Y los autores de dicho genocidio, a su vez, tampoco habrían de entretenerse en consideraciones de
tipo humano o legal -acababan de proclamar unos derechos que serían conculcados de la manera más atroz- para castigar y pre­venir a los católicos de toda la nación; hasta extremos que podrían considerarse exagerados por parte de quienes se acerquen por vez primera a aquellos sucesos.

El libro de Secher no se tradujo al español, por lo que mi editor, consciente de su importancia, me propuso darlo a cono­cer al lector de lengua española en sus principales aportaciones documentales. Así surgió "La guerra de la Vendée". Una cruzada en la Revolución 2, donde sostengo, a diferencia de Secher, que sin la menor duda dicha contienda tuvo, por parte del bando sublevado, ese carácter de cruzada por encima de cualquier otra consideración. Y esa es la tesis que se desprende precisamente de la lectura de "Una familia de bandidos", como podrá confirmar el lector que acaba de terminarla. No dudé por tanto en aceptar también la re­ciente proposición del responsable de esta nueva edición de la ya clásica obra que narra lo sucedido a la familia de Serant durante el período revolucionario en aquella región, mítica referencia del legitimismo francés. Y aquí está este epílogo, en el que hablaré de lo que vino detrás del huracán que barrió la Francia del Antiguo Régimen; en más de un sentido esa doucer de vivre que se entrevé en el comienzo de la narración había desaparecido para siempre. Esa es una de las primeras conclusiones.

Las consecuencias de la barbarie republicana incluso va­rios años después del final de la guerra eran claramente visi­bles: disminución de la población y ruina económica; ese era el legado de los gobernantes de la República, tanto de los que ya habían controlado el país años antes, durante el período de la Asamblea, como de los que vinieron después con mayor en­sañamiento: los del Comité de Salud Pública; los de aquel pe­ríodo justamente recordado como El Terror; los que firmaron la sentencia de muerte para toda aquella población que vivía en una de las regiones de su propia patria; la patria que decían defender autoproclamándose precisamente «patriotas»; como si los defensores del trono y el altar no fueran «ciudadanos» ni franceses. Como si no fueran ni siquiera humanos se les trató.
«Insectos dañinos» como calificaba Lenin a los rusos contra­ rrevolucionarios; insectos que debían ser exterminados en la "nueva Rusia". Eso ya se había visto antes; en la Francia que fue el escenario de la obra que comentamos. Aparte de tanta desolación como reflejan las cifras, resultará interesante sin duda para quienes acaben de leer estas páginas, sin conocer a fondo la materia, saber qué fue de la Vendée, qué de los des­ cendientes de aquel heroico pueblo que lo sacrificó todo a la fe que profesaba. Pues bien, tras El Terror, con el Directorio, la persecución religiosa se mantuvo, aunque en un tono menor; es decir, sin las masacres de períodos anteriores. Pero inmedia­ tamente después, con el principio del Consulado, parecía ter­ minar la pesadilla; o al menos su peor parte, -porque ya nada sería igual que antes de la galerna-: por fin en 1799 volvían los sacerdotes refractarios. Uno de los documentos que Secher incluyó en su tesis nos resume la situación anímica y material del país, en aquellos esperanzadores momentos, relatando el regreso de uno de aquellos «buenos curas» a la región; concre­tamente al Loreaux-Bottereau:

«La población entera, en traje de fiesta había acu­ dido a la carretera de Nantes [...] Todos habían querido rodear algunos instantes antes a aquel cuya ausencia había sido tan amargamente llora­da. A la vista de aquellas caras conocidas, de esta multitud que hacía retumbar el cielo de gritos de alegría, de esos niños que pedían de rodillas su ben­dición, el santo anciano [el abate Peccot, refugiado en España] olvidó los sufrimientos del exilio. La in­mensa alegría que inundaba su corazón no podía traducirse en palabras. Recibía en sus brazos a sus buenos labradores, lloraba, sonreía a su alrededor y no dejaba escapar más que estas palabras: inin tinesupas. Buenos días hijos míos, buenos días mis queridos hijos, iré a veros. (...)

El pastor no puede dominar su emoción ante los desastres y las desapariciones acumuladas por el terror: a su llegada a la calle Des Forges, las lá­grimas bañaron de golpe su rostro. Una sola mi­rada lanzada sobre todas esas ruinas acababa de revelarle la extensión de las desgracias que habían abrumado a su parroquia. Buscaba en vano a su alrededor aquella muchedumbre de jóvenes cuya cuna había bendecido o cuya unión había consa­grado, que había dejado llenos de fuerza y salud en el principio de la vida. Apenas osaba pronunciar sus nombres o pedir noticias a sufamilia. Para un gran número, desgraciadamente, la respuesta ha­bría sido la misma. La vista de su iglesia incen­diada le arrancó profundos suspiros; esos muros ennegrecidos y esas casas sin techo le anunciaban que desde hacía tiempo el fuego del hogar se había apagado y que no había, en su lugar, más que ceni­zas y lágrimas3».

Dos años después la situación mejoraba ostensiblemente: en 1801 el Primer Cónsul, Napoleón Bonaparte, firmaba un concorda­to con Pío VII, el sucesor del papa que había muerto prisionero en la Francia revolucionaria, Pío VI; el mismo que había condenado la Constitución Civil del Clero. Con el concordato se restablecían las relaciones Iglesia-Estado al tiempo que se recuperaba el calen­dario tradicional, suprimido por los que quisieron erradicar el Cristianismo para introducir a la nación en una era republicana sin Dios; sin el del Evangelio por lo menos. Pero aquello no fue más que un ejercicio de pragmatismo; Napoleón, que a través de la masonería controlaba las instituciones de lo que pronto conver­tiría en un Imperio, sabía que el trauma revolucionario no podría superarse, ni por tanto reconstruir la unidad nacional, sin restau­rar la religión mayoritaria de los franceses; al menos aparente­mente y por el momento, ya que después aspiraría a trasladar la sede de la Iglesia a París para, de ese modo, controlarla también. En 1809 llegaría a invadir los Estados Pontificios, convirtiéndolos en un nuevo departamento francés -el del Tíber-, mientras que el propio papa era llevado a Francia como prisionero, al igual que su antecesor. Ese fue uno de los mayores errores del corso: des­velar ante los franceses su propio juego. Por eso, además de otras obvias razones, la Restauración fue recibida en la Vendée con el mayor entusiasmo; otro de los testimonios recogidos por Secher lo refleja:

«{...} el día de Pascua, a las ocho de la mañana, está­bamos desayunando cuando el señor de Mauvillain acudió corriendo a casa gritando: "¡Viva el Rey! El Emperador ha sido destronado, Luis XVIII es pro­clamado rey de Francia". Cómo expresar el asom­bro, la alegría, la felicidad de nuestros padres que no se esperaban en absoluto un acontecimiento semejante. ¡Francia era liberada de su tirano! ¡Sus hijos, sus queridos niños estaban salvados! El entusiasmo de la población llegaba al colmo. Nunca olvidaré con qué arranque de felicidad se cantó el "Dómine, salvum fac Regem", por primera vez en la iglesia4».

Habían pasado más de veinte años desde la primera rebelión vandeana; la nación se había convertido en cabeza de un imperio que controló la mayoría de las naciones europeas, y la religión, en parte, se había restaurado, a pesar del golpe asestado a los cató­licos en 1809, y los sentimientos de los vandeanos seguían siendo los mismos; por eso exultaban de alegría ante el regreso del Conde de Provenza -hermano del Rey guillotinado y tío de Luis XVII, el niño prisionero del Temple por el que se luchó en la Vendée­ convertido en Rey de Francia, mientras que Pío VII, libre de su cautiverio de años, podía regresar a Roma y volvía a gobernar sus Estados, al tiempo que restauraba la Compañía de Jesús disuelta, medio siglo antes, mediante una conspiración de ministros euro­peos tan "ilustrados" y regalistas como impíos. Parecía cerrarse un ciclo infernal con el establecimiento, en el Congreso de Viena, de unos principios que deberían alumbrar una nueva etapa histó­rica, superadora del caos de los últimos años: era la Restauración.

Pero en 1830 otra revolución liberal terminaba con la mo­narquía restaurada; al tiempo que la Virgen revelaba en la calle Du Bac de París a una joven religiosa -Santa Catalina Labouré-­ que tiempos detribulación se acercaban nuevamente para Francia y para la Iglesia; en realidad no le hablaba solamente de sucesos puntuales sino de todo un siglo de persecuciones religiosas más o menos visibles, según los instrumentos y la violencia utilizados. Dos años después, en 1832, la impulsiva Duquesa de Berry5, madre del último Borbón de la rama primogénita, acudiría, no por casua­lidad, a la Vendée esperando que volviera a levantarse a favor de la legitimidad. Pero no lo logró, y su aventura acabó como un tris­te vodevil. Acaso su imprevista llegada a Sainte-Croix fue dema­siado precipitada; o los vandeanos no apreciaran claramente las amenazas que a la larga representaba el gobierno de Luis Felipe; a pesar de ser hijo de aquel Duque de Orleans que votó por la muerte de su primo el Rey, además de haber gobernado el Gran Oriente de Francia. No les faltaban motivos de desconfianza hacia la rama menor de los Borbones, pero la situación, desde luego, no era la de 1793. Los tiempos de las persecuciones sangrientas y el genoci­dio dirigido contra los católicos habían pasado. Salvo momentos bien visibles como fue la Comuna, en 1870, cuando el Arzobispo de París, monseñor Darboy fue asesinado, las técnicas utilizadas por los enemigos de la Iglesia serían más "inteligentes" y sutiles. Quizá fueran ya más plenamente conscientes de que «la sangre de los mártires es semilla de cristianos»6, en todo tiempo y lugar. Por eso, entre otros motivos, el desmantelamiento del Catolicismo se vestiría con el disfraz de «libertad, igualdad Y fraternidad», y durante la III República el asalto dirigido contra la Fe por masones como Ferry o Gambetta, resultaría mucho más eficaz y duradero. Tanto que aún hoy se considera su corrosiva labor una gran aportación a la República. Empezando por la enseñanza como es ha­bitual; tal como denunciara lúcidamente León XIII en Humanum Genus, su gran encíclica condenando la masonería por aquellas mismas fechas (1884). Lo mismo que denunciaría su sucesor San Pío X, en 1906, en otra encíclica histórica, Vehementer Nos, dirigi­ da a los franceses, cuando ya la separación de la Iglesia y del Es­tado -por no llamarlo proscripción de la primera- era un hecho en Francia. Y señalaba también a la masonería como responsable de aquel proyecto:

«Ustedes conocen el objetivo de las sectas impías que ponen sus cabezas bajo su yugo, porque ellos mismos han proclamado con cínica valentía que están deci­didos a "descatolizar" a Francia. Quieren extirpar de sus corazones el último vestigio de la fe que cubrió a sus padres con gloria, que hizo a su país grande y próspero entre las naciones, que lo sostiene en sus pruebas, que trae tranquilidad y paz a sus hogares y que abre el camino a la felicidad eterna7».

Ya en 1880, Jules Ferry8, desde su ministerio de Instrucción Pública, que él mismo llamó "de las almas", asestaba dos mazazos a la Iglesia como recogí en mi libro sobre la masonería, citando la publicación de Antonio Martín Puerta relativa a este período: «El primero disolvió la Compañía de Jesús, dándole tres meses para dispersarse; el segundo otorga otros tres meses a las demás con­gregaciones bajo amenaza de disolución, para solicitar ser autori­zadas. Ya presidente del Gobierno desde 23 de septiembre de 1880, entre el 16 de octubre y el 9 de noviembre se hace cerrar a 261 con­ventos y se expulsa a cerca de 6.000 religiosos»9. Pero la ley decisi­va vendría en 1882, prohibiendo a los religiosos, sin excepciones, entrar en las aulas; tampoco podrían ya dirigir o supervisar las escuelas primarias, públicas o privadas. No; aquella legislación no tuvo nada de neutral; era tan violentamente anticlerical que logró ahondar la brecha que separaba a las dos Francias: las que estaban a favor o en contra de una laicidad impuesta desde el po­der como un objetivo prioritario siempre que la masonería tenía el gobierno en sus manos o podía condicionar sus políticas. Igual que sucedería después y ocurre actualmente. Aunque siempre, desde 1880, lo hayan presentado como una garantía de las liberta­des republicanas, cuyo eje central era, aparentemente, la separa­ ción Iglesia-Estado. Algo supuestamente neutral que ocultaba, en realidad, otros propósitos.

Ese divorcio, convenientemente utilizado, se ha mantenido de manera inflexible desde 1880, pero no puede negarse que antes se había producido en Francia una revitalización del Catolicismo, después de la devastación revolucionaria. Sin hogueras, "colum­nas infernales" o "deportaciones verticales", los dirigentes de la Tercera República buscaban imponer un régimen tan contrario a la Iglesia como el diseñado por los de la Primera, aunque no cam­biaran ya el calendario ni la era; sus gobernantes se habían pro­puesto, ante todo, neutralizar esa pujanza católica que se apreciaba en el viejo solar de «La hija mayor de la Iglesia». Y eran conscientes de que debía obrarse de manera muy distinta a la empleada por el Comité de Salud Pública. Todo mucho más "discreto". Y esa es­ trategia, al servicio del mismo designio laicista, ha perdurado: el todavía presidente Hollande, en febrero de 2017, visitaba la sede del Gran Oriente de Francia para reconocer la deuda que, según él, la Francia "laica" -la oficial- tiene con la masonería, llegan­do a decir: «Si se cree, como es mi caso, en la República, en al­ gún momento hay que pasar por la masonería», e identificaba la ideología masónica con la constitución republicana 10. Años antes su ministro de Educación, Vincent Peillon, desde el estrado del templo Groussier del mismo Gran Oriente, proclamaba: «Quere­mos refundar la República. ¡Y queremos refundarla desde la es­cuela!»11. Claro que en su libro "La Revolución no ha terminado" 12, el ministro Peillon iba más lejos, concretando más cuando afirmaba: «La laicidad puede considerarse como la famosa religión de la República buscada después de la Revolución».

Éste es actualmente el estado de la cuestión. Así que, desde nuestra perspectiva histórica, podría considerarse fallida en to­dos los aspectos la rebelión vandeana; pero sería muy precipitado hacerlo así: el ejemplo de aquellos héroes mayoritariamente des­conocidos, resplandece para los católicos como el de tantos otros que a través de los siglos han antepuesto su Fe a cualquier otra cosa. Como ha escrito el profesor de Historia de la Iglesia Enrique de la Lama, refiriéndose a la Vendée: «... Merecía la pena difundir estos contenidos que nos hablan de héroes cristianos anónimos, pero que miraron a la muerte sin temor. Por amor a la Virgen y a Cristo, como los testigos de todos los tiempos» 13. Aparte de que el valor de su oración de intercesión por la Iglesia ante el Padre Eter­ no es imposible conocerlo en este mundo. La narradora de "Una familia de bandidos" dice en una de sus páginas: «Mi único objeto al emprender este trabajo fue daros a conocer mejor vuestra fa­milia y los beneficios de que Dios la ha colmado, beneficios amar­gos, sin duda, pero preciosos a la vez». 
Esa es la perspectiva que el lector no debe perder para comprender el comportamiento de los protagonistas de esta historia. Es doctrina de la Iglesia que en ocasiones resulta moralmente imposible esquivar el martirio, san Juan Pablo II dijo al respecto: «... puede ser lícito, loable e incluso obligatorio dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor al prójimo o para dar testimonio de la verdad» 14. Los vandeanos, buenos cono­cedores del Evangelio, estaban avisados antes de levantarse con­tra los enemigos de Cristo: «...Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; el que persevere hasta el final se salvará» 15, leemos en la festividad de san Esteban, protomártir del Cristianismo.
Alberto Bárcena
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1 Ed. PUF,París, 1986; Perrin, 2006.
2 Ed. San Román, Madrid, 2016.
3 Reynald Secher, o. c., pp. 302-303, en Alberto Bárcena, o. c., pp.243-244.
4 Reynald Secher, o. c.. p. 304, en Alberto Bárcena, o. c., p. 244.
5 María Carolina de Borbón Dos Sicilias, princesa de Nápoles, había casado en 1816 con Carlos femandode Borbón, Duque de Berry, hijo de Carlos X, último rey de la Casa de Borbón que reinó en Francia. El Duque murió asesinado en 1820, antes de que su padre accediera al trono, y siete meses después María Carolina daba a luz al Conde de Chambord; para los legitimistas Enrique V de Francia. Su fallido intento de sublevar la Vendée terminó con la detención de la princesa, que, vuelta acasar, murió en Austria en 1670.
6 Tertuliano (C.155·2Z5 d.C.)
7 San Pío X, Vehementer Nos, 16.
8 Iniciado en 1875 en la logia parisina Clemente Amistad.
9 Antonio Martín Puerta, "Antecedentes históricos de Educación para la Ciudadanía", Aportes 75. XXVI, (1/2011), p. 26, en Alberto Bárcena,Iglesia y Masonería. Las dos ciudades, p. 168.
10 Carmelo López·Arias/Religión en Libertad, 27 de febrero de 2017
11 Carmelo López·Ar ias/Religión en Libertad, 9 de diciembre de 2012
12 La Révolution framaise n'estpas terminée, Ed. Seuil, 2008.
13  Enrique de la Lama, reseña de "la guerra de la Vendée. Una cruzada en la Revolución", de Alberto Bárcena, Anuario de Historia de la Iglesia. Revista del Instituto de Historia de la Iglesia, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, Vol. 26/2017, p. 594.
14 San Juan Pablo II, Veritatís Splendor, 50.
15 Mt 10,17-22.




Héroes del genocidio francés

Sin la resistencia vendeana, sin el sacrificio de sus héroes, de sus mártires y de lo más puro e inocente que tenían: los niños y bebés lactantes…, jamás hubiésemos podido comprender la perversidad intrínseca de la Revolución Francesa. Su sangre no fue derramada en vano. Dios estaba con ellos, mostrando -paradójicamente- su poder, en la debilidad del pueblo. “Por su sacrificio -señala el Cardenal Robert Sarah-, los vendeanos impidieron que la mentira de la ideología reine como soberana. Gracias a ellos, la revolución debió sacarse la máscara y mostrar el verdadero rostro de su odio a Dios y a la Fe. Gracias a los vendeanos, los sacerdotes no se volvieron esclavos servilesde un estado totalitario, pudiendo permanecer libres para servir a Cristo y a la Iglesia (…). Los cristianos, ¡necesitamos este espíritu de los vendeanos! (…) ¡La sangre de estos mártires corre por nuestras venas, seamos fieles a ella! ¡Todos nosotros somos espiritualmente hijos de la Vendée mártir!”.
¡Cuánta sangre costó a la Vendée y a Francia recuperar su libertad y la vuelta al cultto católico! Y tales laureles no fueron conseguidas sino gracias a hombres comunes que se transformaron en héroes, jugándose la vida y el ho­nor hasta el desprecio de sí mismos. De no haber sido por la cruenta persecución revolucionaria, sus vidas habrían pasado totalmente desapercibidas, quedado enterradas en meras recuerdos familiares; pero la situación las llevó al límite y debieron elegir sin medias tintas: esconder la cabeza como el avestruz o salir al frente como valientes para defender sus hogares y sus iglesias.

Una vez más, Dios escribió derecho sobre renglones torcidos, pues fue gracias a sus encarnizados enemigos que salieron a la luz personalidades sublimes, de una magnanimidad sin límites, capaces decambiar el rumbo de la hútoria. Y, si bien no terminaron triunfaron en el campo inmediato de la batalla, lograron victorias eternas, dignas del más alto respeto, siendo ''gloriosos vencidos" cuyos ejemplos permanecen en el tiempoy fecundan el suelo patrio con simiente de futuros héroes... Su sacrificio no ha quedado ni quedará sin fruto a la hora del balance, pues afin de cuentas, "los protago­nistas decisivos de la historia no son los hombres cotidianos, sino los jefes, los santos, los profetas, los héroes y los mártires, las formas arquetípicas del ser, hayan triunfado o no en sus proyectos perentorios.

Sus figuras, como modelos de Fe y resistencia, son tan actuales que de cada una podemos tomar un aspecto, una palabra o un gesto capaz de ayudarnos a sobrellevar la dificil situación de la patria y de la Iglesia. Cualquier pareciso con nuestra realidad eclesiástica y política podrá ser mera coincidencia; mas lo importante será sacar experiencia de su ejemplo y aprender de la Historia como maestra de la vida, según la sabia indica­ción de Cicerón.

Más aún, contemplando la vida de estos héroes y meditando cada una de sus breves pero intensas intervenciones en el levantamiento, podemos re­vivir "la pasión de la Vendée" a flor de piel: no solo la gesta en su conjunto, sino también encarnada en cada uno de sus protagonistas: esos hombres, mujeres y niños que, con su generosa entrega y sufrimiento, completaron misteriosamente "lo que le falta a la pasión de Cristo" (Col I,24), rejuveneciendo así al cuerpo místico de la Iglesia y tornándose prendas gloriosas de la anunciada resurrección de Francia.

Con admiración leemos que hasta el mismo Napoleón vislumbró parte de este misterio y, amén de llamar "gigantes" a los resistentes, no dudó en sentenciar: "La guerra de la Vendée fue un acto de fe que se renovó en cada
sacrificio.

De nuestra parte, para comprender mejor la dimensión de cada uno de estos arquetipos los hemos enmarcado en una introducción histórica que nos lleva desde aquel fatídico 1789 francés hasta los acuerdos de 1795, con la atención colocada particularmente sobre la primera insurrección de la Vendée Militar - ya que La serie de héroes y heroínas seleccionados actuaron principalmente durante 1793.

Asimismo, para agilizar la lectura hemos intercalado en diversos capí­tulos independientes, un hombre y una mujer, esperando que los ejemplos épicos de estos laicos -solteros, casados, padres y madres de familia y hasta viudas- sean verdaderos faros espirituales a seguir. Ellos vivieron y sufrie­ron lo inimaginable para dejarnos intacta la esperanza, y mostrarnos por adelantado las verdaderas razones por las que debemos vivir, luchar e, incluso, saber morir.

Sin duda alguna, la sangre de estos héroes fue semilla de nuevos ven­deanos. Por eso terminamos con el elogio de dos franceses nacidos en la re­gión, que continúan trabajando incansablemente para dar a conocer la verdad sobre esta sangrienta página tan olvidada y tergiversada por la historia oficial. EL redescubrimiento y la revalorización de esta epopeya -especialmente durante Los últimos 30 años-, se lo debemos a Philippe de Villiers y a Reynald Secher, sin los cuales hubiese sido imposible revisar el levantamiento y conseguir con justicia caratular de ''genocidio" la repre­si'ón del Terror revoludonario. Gracias a su dedicadón titánica y a su lucha contra corriente, el tema "Vendée" se discute hoy abiertamente, y ha dejado ya de ser imposible polemizar contra el relato enciclopédico que censuraba a la gesta contrarrevolucionaria.

Esperando poder contagiar un poco de tanto bien recibido, a ellos, y a muchos otros, les agradecemos el haber "re-vendeanizado" nuestras almas con su fervor y entusiasmo. No por nada el mismo Lenin, al leer sobre el levan­tamiento, anheló para sus bolches: "Necesitamos vendeanos!" Y Soljenitsyne, retomando estas palabras, terminó su apoteótico discurso de/, bicentenario contrarrevolucionario gritando in situ: "¡Necesitamos vendeanos! ¡Y que ellos sean recordados!''.

La Vendée: 
Genocidio y Memoricidio

Cuando la Vendée militar se rebeló en marzo de 1793 y tomó las armas contra la Convención, los insurgentes no imaginaron que su nombre permanecería en la historia y daría lugar, doscientos años después, a tantas obras (alrededor de 14.000), tantas opiniones contradictorias y tantas pasiones exacerbadas.

Respecto al origen del movimiento hay diferentes teorías. En la actualidad, y todos los historiadores coinciden en ese punto, la respuesta es evidente: los vandeanos, acorralados, se rebelaron para defender su bien más preciado: la libertad en el sentido más amplio, sobre todo la libertad religiosa. El poder central, por ideología, se opone a ella. El último recurso local consiste en la resistencia armada según los principios definidos por Santo Tomás de Aquino y recogidos en el artículo 35 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en junio de 1793: «Cuando el Gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo o grupo del pueblo, el derecho más sagrado y el deber más indispensable».

El elemento detonador fue indiscutiblemente la conscripción de marzo de 1793. Francia, tras declarar la guerra «al rey de Bohemia y de Hungría», el 20 de abril de 1792, para exportar la revolución, sufre tales derrotas que, para hacer frente a la consiguiente invasión, debe reclutar 300.000 hombres más. Las municipalidades encargadas de la selección de los reclutas eligen preferentemente a los que forman parte de la oposición local. Desde ese momento, los vandeanos comprenden que no tienen elección: o bien luchan por un régimen odiado y hostigan, siguiendo los dictados de la ley, a los sacerdotes, familiares y amigos, dejando a la población todavía mas inerme ante el poder abusivo del Estado, o se rebelan abiertamente.

Una rebelión espontánea, popular y organizada

En pocos días, los vandeanos harán desaparecer el orden convencional establecido, destruyendo sus símbolos: banderas, tambores, registros de Estado civil, etc., y restableciendo antiguas estructuras como el consejo de «la fabrique»·, formado por un conjunto de clérigos y de laicos que administraban los fondos destinados a la construcción y mantenimiento de las iglesias. Se elije a nuevos jefes mediante el sufragio universal directo, entendiendo por ello a mano alzada, lo que hará manifestar a Napoleón I que «los ejércitos vandeanos estaban inspirados por ese gran principio (la igualdad)». El Poder Ejecutivo se confía a capitanes de parroquias secundados por una jerarquía.

Sorprendentemente, los nobles como Charette y La Rochejacquelein se niegan a aceptar al principio los puestos de mando que les ofrecen. Aceptarán bajo amenazas y a regañadientes, ya que no se hacían ninguna ilusión a largo plazo.

Los vandeanos son pragmáticos y saben que para vencer deben imponerse un mínimo de estructuras. En consecuencia, se organizan y se dividen en tres grandes grupos: el primero está constituido por la parte no combatiente de la población y se ocupa de los cultivos y del ganado. Los otros dos están formados por los hombres en edad de llevar las armas y se encargan de la defensa del territorio parroquial, sobre todo desde los molinos que se convierten en puestos de observación y transmisión ideales, o de unirse al Ejército Católico y Real. Este ejército, cuyos efectivos son difíciles de evaluar, está formado por soldados permanentes y no permanentes. En agosto de 1793 a la cabeza del ejército encontramos un Estado Mayor, el Consejo superior, compuesto por un general en jefe, un comandante, generales, generales de división, y tenientes coroneles; cada cual encargado de tareas determinadas: acuartelamiento, armamento e impresión, etc.

Este ejército, al menos al principio, estaba compuesto por tres grandes grupos: el ejército del Loira, bajo el mando de Charles de Bonchamps (1760- 1793), el ejército Central bajo el mando de Maurice d’Elbée (1752-1794) y el ejército del Marais, bajo el de François Athanase Charette de la Contrie (1763-1796). Estos jefes, antiguos oficiales del ejército real, recurrieron a estrategias y ardides aprendidos en el extranjero, sobre todo en los Estados Unidos, donde algunos combatieron junto a los insurgentes. Además, iniciaron a los antiguos milicianos y a los nuevos reclutas en el arte de la guerra y la obediencia en los campos de entrenamiento.

El resultado de esta organización será el Gran Consejo de la Vendée militar, llamado el Consejo de Chátillon. Creado tras la toma de Fontenay le Comte, bajo el consejo del abad Bemier y de d’Elbée, el Consejo administraba el territorio que se había rebelado en el nombre de Luis XVII, para el que se construyó una casa en Belleville, y publicaba decretos y mandatos en su nombre. La presidencia de honor recayó en el obispo de Agras, la presidencia real en Donissens, el secretario fue el abad Bemier. El 12 de junio, este consejo eligió al primer generalísimo, Cathelineau, cochero y vendedor ambulante de profesión, y más tarde a d’Elbée, Henri de La Rochejacquelein y Fleuriot.

Durante Jos primeros días de la insurrección, los vandeanos tenían pocas armas. Para lo esencial se contentaron con lo que encontraron: cuchillos de lagar, horcas, guadañas y algunos fusiles de caza. Más tarde también contaron con armas confiscadas a los Azules. Respecto a la artillería, estaba formada por unas 130 piezas: la toma de Saumur, el 9 de junio, les proporcionó 15.000 fusiles y una cincuentena de cañones. Los Azules reaccionaron con lentitud frente a esta insurrección espontánea, masiva y popular. Esta actitud puede resultar sorprendente, pero no pudieron obrar de otra forma debido a la falta de medios, de hombres y de coordinación. Sin embargo algunos militares propusieron planes de «aplastamiento», como el adjunto al ministro de guerra, Ronsin, pero fueron archivados sin llevarse a la práctica.

El año 1793, el año de la guerra civil

Desde marzo a diciembre de 1793, la guerra de la Vendée fue sobre todo una guerra civil: podemos distinguir tres grandes etapas:
De marzo al 29 de junio, los vandeanos se hicieron, en la euforia general, con un inmenso territorio de cerca de 10.000 km2, o el equivalente más o menos a 770 comunas o parroquias repartidas en cuatro semi-departamentos: el norte de la Vendée y el noroeste de Deux-Sèvres, el sur del Loira Inferior y el suroeste del Maine y del Loira. Algunas ciudades periféricas, como Angers y Saumur, se entregaron o cayeron. Nada parecía poder parar el avance de este ejército y por razones estratégicas decidieron atacar Nantes, cuya toma les permitiría enlazar con Bretaña. La ciudad estaba poco protegida y la guarnición sólo se componía de once batallones, es decir de 12.000 hombres. 

Los representantes de la ciudad, temerosos, quisieron huir, pero el cerco completo de la ciudad, efectuado a pesar de las consignas de Cathelineau, y la valiente energía del alcalde, Baco de la Chapelle, les disuadieron. La batalla fue dura y la victoria vandeana parecía segura hasta que una bala perdida hirió mortalmente al generalísimo Catheüneau, provocando el pánico. La batalla terminó con la derrota vandeana. Esta primera derrota será decisiva; desde ese momento, la guerra discurrirá de otra forma.

Desde el 29 de junio al 18 de octubre, asistimos al reequilibrio de las fuerzas existentes y las victorias y derrotas se suceden en ambos campos. Es el momento culminante de la guerra civil, lo que explica la dureza de los combates:

Chátillon, Montaigu, Mortagne, etc., fueron sucesivamente conquistadas, abandonadas y reconquistadas. El envío por parte de la Convención del ejército de Maguncia, en septiembre, compuesto por 16.000 hombres bajo el mando del general Kléber, parece dar la ventaja en un momento dado a los Azules. Pero en el «choque» de Torfou, el 19 de septiembre, tras cinco horas de combates encarnizados, fueron derrotados y los vandeanos recuperaron la esperanza de ganar. Sin embargo, los desacuerdos sobre los objetivos a conseguir y las rivalidades personales crearon divisiones entre los jefes vandeanos, quienes decidieron finalmente luchar por separado. Los errores estratégicos se multiplicaron condenando al fracaso al levantamiento de la Vendée; además sus principales jefes, d’Elbée, Bonchamps y Lescure murieron justo cuando el ejército republicano estaba siendo restructurado y dotado de poderosos medios. El 17 de octubre, los vandeanos perdieron Cholet, lo que desató el pánico. Convencidos de que no podían resistir en su territorio, decidieron cruzar el Loira para unirse a los Chouanes y para hacerse con un puerto desde donde podrían recibir ayuda de los inmigrados y de los coligados: es la Virée de Galeme.

La tragedia durará cien días. El ataque de Granville, el 4 de noviembre, se salda con una derrota y se produce el regreso al «país» donde los vandeanos esperan encontrar una relativa seguridad. Sin embargo, los Azules impiden que atraviesen el Loira gracias a 41 chalupas con cañones y en Savenay se produce una batalla de exterminio durante los días 21 y 25 de diciembre de 1793, como lo explica el famoso informe del general Westermann: «Se acabó la Vendée, ciudadanos republicanos. Ha perecido con sus mujeres e hijos bajo nuestro sable libre. Acabo de enterrarla en las marismas y en los bosques de Savenay. Siguiendo las órdenes que vos me distéis, he aplastado a los niños con los cascos de los caballos y masacrado a las mujeres que, al menos éstas, ya no darán a luz más bandoleros. No tengo que reprocharme el haber hecho prisioneros, los he exterminado a todos... Todos los húsares tienen en las colas de los caballos jirones de estandartes rebeldes y los caminos están sembrados de cadáveres. Hay tantos que en algunos lugares forman pirámides. En Savenay se fusila constantemente, ya que a cada instante llegan bandidos que pretenden entregarse como prisioneros. Kléber y Marceau no están allí. No hacemos prisioneros, habría que darles el pan de la libertad y la piedad no es revolucionaria...».
Los vandeanos piden gracia pero la Convención no quiere escucharles y decide aniquilarlos y exterminarlos.

El año 1794, el año del genocidio

La idea de aniquilar y de exterminar a los vandeanos fue formulada por vez primera el 4 de abril de 1793. El ministro Barére, propuso en julio «un plan de destrucción total» por razones militares: «¡Destruid la Vendée\ Valenciennes y Condé ya no están en poder de los austríacos; los ingleses ya no se ocupan de Dunkerque, los prusianos se quedarán con el Rhin; España será dividida y conquistada por los meridionales. Destruid la Vendée y Lyon no resistirá más, Toulon se levantará contra los españoles y los ingleses y el espíritu de Marsella se mostrará a la altura de la revolución republicana (...) la Vendée, siempre la Vendée, ése es el fuego político que devora el corazón de la República francesa; hay que atacar ahí (...) hay que acabar hasta con su paciencia».

El primero de agosto, la Convención vota la destrucción de la Vendée: los bosques, los montes y los oquedales deben ser talados, los animales y el habitat confiscados, las cosechas destruidas. El primero de octubre se decreta la exterminación: «Soldados de la libertad, es necesario que los bandidos de la Vendée sean exterminados antes de finales de octubre: la defensa de la libertad lo exige; la paciencia del pueblo francés lo ordena, su valentía debe llevarlo a cabo.
Los que con su valor y patriotismo defiendan la libertad y la república recibirán el agradecimiento de la nación».

El 8 de noviembre, durante una sesión solemne, la Convención propuso incluso sustituir el nombre de la Vendée de los mapas por el de «Vengé» (vengado). La medida fue desestimada algunos días más tarde.
Hasta finales de diciembre de 1793 la decisión de «transformar la Vendée en un cementerio nacional» no se aplicó porque las tropas republicanas no controlaban el territorio sublevado. A partir de Savenay la situación cambia y la Convención decide pasar a la acción.

Mujeres y niños fueron condenados con circunstancias agravantes; las primeras debido a su «capacidad de reproducirse, son todas unos monstruos» y los últimos «son también peligrosos porque son unos bandoleros o lo serán en el futuro».

Lequinio exige que no se hagan más prisioneros. Los patriotas tampoco se salvarán de la quema ya que «la raza está maldita». Algunos departamentos como el de Eure toman medidas similares respecto a los vandeanos que se han refugiado en su territorio. «Dejarles escapar -escribe el representante del pueblo el 20 del mes de Pluvioso (quinto mes del calendario republicano)-, seria compartir el crimen de su existencia».

Desde ese momento, la misión terrorista tendrá prioridad. Debemos distinguir tres etapas:

La primera corresponde más bien al enunciado de ideas o a experimentos. Siguiendo órdenes de la Convención y del Comité de Salud Pública, un farmacéutico de Angers, físico de profesión y también alquimista llamado Proust, ideó un arma química al efecto consistente en «una bola de cuero llena de una sustancia cuyo vapor, producido por el fuego, podría asfixiar a todo ser que viviera incluso a una gran distancia a la redonda». El ensayo que se hizo en Ponts de Cé con ovejas y en presencia de diputados no produjo ningún efecto y «nadie se indispuso». Otros propusieron el envenenamiento o el minado de los campos.

Sin embargo estos proyectos de envergadura, tras un inicio de ejecución, fueron abandonados debido a su incertidumbre y sustituidos por medidas empíricas puntuales como la guillotina, denominada «la navaja nacional», «el molino de silencio» o «la santa madre», la bala, la bayoneta, el sable y la culata de los fusiles.

Sin embargo, según propia confesión de los republicanos, estos medios resultan demasiado lentos y por lo tanto ineficaces y sobre todo muy costosos. El verdugo encargado de la guillotina recibe 59 libras (50 libras para él y 9 para el que transporta la guillotina) por cada cabeza cortada. Las balas escasean y están destinadas sobre todo al esfuerzo de guerra dedicado a la conquista exterior. Las bayonetas y los sables se rompen fácilmente debido a los repetidos choques y las culatas, utilizadas como porras para destrozar los cráneos de los vandeanos alineados en forma de «rosario» no son suficientemente sólidas.

Deberán buscar soluciones más adaptadas a las circunstancias y al resultado definido. En las ciudades periféricas se llevaran a la práctica dos nuevas soluciones: «las antecámaras de la muerte» y los ahogamientos.
«Las antecámaras de la muerte», según la expresión de Carrier, son prisiones, como la de Bouffay en Nantes, campos a cielo abierto, sobre todo los campos de las islas del Loira o barcos-prisión de Angers, de Ponts de Cé, de Nantes, etc. 

Estas prisiones estaban concebidas como «mataderos» según la expresión nantesa de moda. Se esperaba que los prisioneros amontonados unos sobre otros, morirían de forma natural, vencidos por la enfermedad o en su defecto acabarían matándose entre sí. Sin embargo los resultados fueron decepcionantes y fue necesario acelerar el proceso. Volvieron a recurrir a la guillotina, a los fusilamientos en masa, que daban lugar a verdaderas fiestas, y a los ahogamientos.

Durante largo tiempo se creyó que los ahogamientos se limitaron a la ciudad de Nantes (se contaron al menos 23, de los cuales uno fue de 1.200 personas). De hecho no se limitaron sólo a Nantes y los encontramos en todas partes: en Angers, en Ponts de Cé, en Pellerin, etc.

Según los casos, estos ahogamientos eran individuales, en parejas o en masa. Los ahogamientos por pareja, denominados «matrimonios republicanos», impresionaron enormemente a los testigos por su carácter; consistían en unir desnudos (la ropa era confiscada y vendida por los verdugos) en posicionés obscenas a un hombre y a una mujer, preferentemente a un padre y a una madre, a un hermano y a una hermana, a un sacerdote y a una religiosa, etc., antes de tirarlos al agua. Para los ahogamientos en masa, el proceso era más largo. El «cargamento humano» era hacinado en una galeota con portillas, al soltar las amarras hacían saltar a hachazos las planchas que tapaban las portillas, y el agua invadía rápidamente el barco hundiéndolo con los prisioneros dentro. Los' supervivientes eran rematados a sablazos, de ahí el nombre «sableadas» inventado por Grandmaison. Para disimular los gritos de las víctimas «los verdugos simulaban cantar muy alto» explicó un testigo.
Los convencionales, preocupados por el ahorro (cada barco hundido costaba 200 libras) intentaron la asfixia en barcos herméticamente cerrados. No se siguió aplicando esta solución porque «los estertores de los moribundos molestaban a los ribereños...».

Respecto a las soluciones adoptadas en la Vendée militar, se dejaron a la discreción de los responsables y de las estructuras encaigadas de atravesar el territorio: las columnas infernales o filas de Robespierre que se ponen en camino el 21 de enero de 1794, la flotilla del Loira y el comité de subsistencia.
Toda orden dada conlleva su informe y los generales y demás responsables encargados de las operaciones, como buenos militares, lo cumplían escrupulosamente. En la actualidad esos informes redactados por partida doble se encuentran en los archivos militares del fuerte de Vincennes. Se cometieron las peores atrocidades; en Angers y en otros lugares se curtió la piel de los vendeanos para hacer pantalones de montar destinados a los oficiales superiores y se les cortaban las cabezas para disecarlas. En Herbiers se arrojaba a mujeres y a niños pálidos de miedo a los hornos, en Clisson fundieron los cuerpos para recuperar la grasa y utilizarla en hospitales, etc.

El holocausto iba acompañado por la ruina del país: «Se trata, para el ministro Barére, de barrer con los cañones las tierras de la Vendée y de purificarlas con el fuego».
Este genocidio, a pesar de las intenciones y la programación, no pudo ser llevado a cabo por «la escasez de medios». Turreau estaba desesperado porque «le parece horrible que su celo quede en entredicho». Además pensaba que no estaba adecuadamente secundado.

Debemos hacer un balance: la Vendée militar perdió al menos 117.000 miembros de una población estimada en 815.000 personas. La mayor parte de ellos fueron víctimas del sistema de despoblamiento denunciado en su tiempo por Gracchus Babeuf, padre del comunismo, que habla de «populicidio». Además, al menos 10.300 casas de las 53.273 censadas en los departamentos del Loira Inferior, de Deux-Sèvres y de un tercio de la Vendée fueron destruidas. Algunas zonas, por diversas razones, resultaron más afectadas que otras.
Por ejemplo, Bressuire perdio un 80% de su hábitat y Cholet un 40% de su población, etc.

El memoricidio o la memoria imposible

Hubo que esperar a la caída de Robespierre, en julio de 1794, para que se descubrieran los horrores cometidos, que asombraron a todo el mundo. Se exigieron sanciones contra los culpables para «la defensa de los derechos fundamentales de los hombres». Se denunció ese sistema atroz, el «populicidio» incalificable, según la expresión de Gracchus Babeuf.
Se llevaron a cabo procesos. Carrier y sus compañeros fueron condenados a muerte mientras que el general Turreau fue liberado ya que «las responsabilidades estaban por encima de él».

Napoleón, Luis XVIII y Carlos X intentaron, como pudieron, curar las heridas y reparar los destrozos causados, indemnizando a las poblaciones con dinero y útiles y librándoles de toda obligación militar para «atenuar las necesidades más acuciantes».
Paralelamente, sancionan a los culpables, que serán degradados, y retirados, privados de pensiones o desterrados. Durante largo tiempo la nación no oirá hablar más de Lazare Camot, que firmó los decretos de exterminación, de Barére, de Cordelier, etc.

Habrá que esperar al reinado de Luis Felipe (1830-1848) para que se inicie la revisión de este período histórico.
El gran historiador del siglo XIX, Hippolyte Taine, en la introducción de su obra sobre los Orígenes de Francia contemporánea aparecida en 1884, denuncia esta atrocidad: «Éste volumen, como los precedentes, dice, está escrito para los amantes de la zoología moral, por los naturalistas del espíritu, para los buscadores de la verdad, textos y pruebas; para ellos solamente y no para la gente que ha tomado partido por la revolución y tiene su opinión hecha. Esta opinión comenzó a formarse entre 1825 y 1830 tras el retiro o la muerte de los testigos oculares. Con su desaparición se pudo convencer a la gente de que los cocodrilos eran filántropos y de que algunos tenían talento, de que sólo devoraron a los culpables y de que si a veces lo hicieron fue a su pesar, por sacrificio y dedicación a su público».

La operación consiste en lavar al modelo de toda mancha, de hacer desaparecer la marca de sangre vandeana de la Revolución. Como les resulta imposible explicar el crimen cometido contra la Vendée, prefieren negarlo, relativi- zarlo, justificarlo y banalizarlo. Esas falsificaciones de la historia esos «revisionismos» han utilizado toda clase de medios; entre ellos la mentira y la manipulación de documentos. En la actualidad hay ciertos universitarios que llegan hasta el punto de suprimir de las citas las palabras molestas de la época.

De forma natural hemos llegado a una atrofia de la historia que permite todos los abusos. A título de ejemplo, el nombre de Turreau está inscrito en el Arco de Triunfo, el de Robespierre fue dado a una estación de metro, Westermann tiene calles dedicadas, Carnot tiene su liceo, etc. En 1988, Orleans dedicó un homenaje solemne a Carrier y un ministro, portavoz del Elíseo se trasladó a la Vendée para «volver a las raíces de la República».
¡Y pobre de aquel que intente recordar la realidad de los hechos!




Cardenal Sarah:

En adelante, en el corazón de cada familia, 
de cada cristiano, de cada hombre de buena voluntad, 
debe librarse una “Vendée interior”. 
¡Todo cristiano es espiritualmente un vandeano! 
No dejemos que se ahogue en nosotros el don generoso y gratuito. Sepamos, como los mártires de la Vendée, 
extraer este don de su fuente: el Corazón de Jesús.

¡Oremos para que una poderosa y alegre Vendée interior
 se alce en la Iglesia y en el mundo!

Amen.

VER+:


La película narra, a través de la figura del jefe militar Charette, las masacres que padecieron los católicos y monárquicos que se rebelaron contra el terror revolucionario.
«Vencer o morir»: la épica de Charette, 
el héroe de la Vendée, conmueve a los propios actores




La Vendée se levantó contra los jacobinos - TIEMPOS MODERNOS 


La Vandée: El primer -y ocultado- genocidio contra católicos de la era contemporánea


La Vendée. El lado más tenebroso de la revolución francesa | Jorge Manuel Rodríguez


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