"Esperanza no es lo mismo que optimismo.
No es la convicción de que algo saldrá bien,
sino la certeza de que algo tiene sentido,
independientemente de cómo resulte".
Václav Havel
"El poder de los sin poder y otros escritos"
de Václav Havel
Prólogo
"Vivir en la verdad"
En algunas ocasiones, Václav Havel confesó a los periodistas que parecía haberse convertido, a su pesar, en un personaje salido de un cuento, alguien en quien él mismo no se reconocía. Lo cierto es que su vida y su obra fueron verdaderamente extraordinarias: el joven Havel de los años sesenta, que casi sin educación se convirtió en un dramaturgo de éxito internacional; el disidente y prisionero político, que denunció el régimen comunista y escribió algunos de los ensayos que harían de él uno de los más importantes pensadores políticos de Europa central; el líder pacífico de aquella Revolución de Terciopelo, que en unas semanas y sin un disparo acabó con el régimen comunista en noviembre de 1989; y también, casi por sorpresa, el Primer Presidente de la nueva Checoslovaquia, que emprendería una era de reformas e iniciaría el camino de retorno a Europa de su país.
Havel dramaturgo, prisionero político, ensayista, revolucionario, presidente… Resultaría imposible en este breve prólogo tratar de dar cuenta de todo ello, pero sí quisiéramos, al menos, al hilo de unas líneas en recuerdo de su vida, explicar por qué Václav Havel constituye una valiosa contribución a una colección sobre las Raíces de Europa, en la que hasta ahora habíamos publicado a algunos de los que han sido los líderes del proceso de integración —los llamados padres de Europa, como Jean Monnet, Robert Schuman o Alcide de Gasperi—; y también quisiéramos señalar por qué estos escritos, alguno de los cuales se remonta a los años setenta del siglo pasado, resultan en nuestros días de tanta actualidad; por qué pueden constituir una rica fuente de reflexión y de inspiración para la Europa de nuestros días.
Nacido en 1936, en el seno de una familia burguesa —gran parte de cuyos bienes habían sido nacionalizados tras la Segunda Guerra Mundial—, Václav Havel se vio obligado a dejar la escuela a los quince años para trabajar de ayudante en un laboratorio. Tras cumplir el servicio militar, comenzó a ejercer como tramoyista y director de escena en un pequeño teatro de Praga. Si bien por motivos políticos no pudo prolongar su educación formal, pronto comenzó a escribir y, a finales de los sesenta, años de apertura del comunismo checo, estrenó sus primeras obras: La fiesta en el jardín y El memorando. En ellas, Havel desvelaba sus impresiones sobre la atmósfera comunista, y su particular preocupación por la manipulación que el sistema ejercía sobre el lenguaje. Estas críticas eran consentidas por el gobierno reformista de Alexander Dubček, que en su intento de establecer «un socialismo en libertad» o «de rostro humano» había prohibido la censura. Sin embargo, después de la Primavera de Praga, resultaron inaceptables para el nuevo régimen.
Tras la invasión de los tanques soviéticos, aquel agosto de 1968, la representación de sus obras fue prohibida. Sólo a distancia, Havel sería testigo de su creciente éxito en el extranjero. En los setenta continuaría escribiendo HAVEL_PODER 6 23/09/13 11:38 7 Prólogo teatro —Los conspiradores, La audiencia, El hotel de la montaña— y denunciando con su palabra lo que él denominaba un sistema postotalitario, que separaba los gobernantes de los gobernados, y que —como diría en su carta pública al líder comunista Gustav Husak— fomentaba lo peor de cada uno: «el egoísmo, la hipocresía, la indiferencia, la cobardía, el miedo, la resignación, y el deseo de escapar de cualquier responsabilidad individual».
A partir de 1977 comienza una larga historia de entradas y salidas de prisión, donde cumpliría cinco años. El detonante fue la "Carta 77", una de las más decisivas manifestaciones de la disidencia de los países del bloque comunista, de la que Havel sería portavoz. Con el motivo inicial del encarcelamiento de los miembros de la banda de rock The Plastic People, sus firmantes exigían al gobierno el respeto de los derechos humanos con los que formalmente se habían comprometido en su Constitución y en los convenios internacionales (los Convenios de Naciones Unidas de 1966 y el Acta Final de Helsinki, de 1975). Los 242 valedores de la Carta, unidos contra el régimen, denunciaban la hipocresía de un sistema que decía defender a los ciudadanos, cuyos derechos vulneraba sistemáticamente. Acusados de traidores y agentes del imperialismo, los firmantes fueron interrogados y castigados. Otro de sus portavoces, Jan Patočka, filósofo formado en el entorno de Husserl y la fenomenología, cuyas ideas ejercerían una influencia decisiva en Václav Havel, moriría en el curso de los interrogatorios. Havel pasaría varios meses en prisión en 1977, y de nuevo en 1978.
En este contexto, y en memoria de su amigo Patočka, Havel escribió "El poder de los sin poder", el primero de los ensayos aquí reunidos. Resulta difícil reprimir una sonrisa al imaginar cuál sería la impresión que este audaz escrito clandestino —que pronto circularía en el Samizdat— causaría en las autoridades comunistas. Más allá de la crítica y de la denuncia, el ensayo constituye un minucioso análisis, una disección, de las mentiras y la manipulación en las que se sustenta el sistema comunista, que aparece desnudo, desenmascarado por su palabra. Como él mismo diría más tarde, «una palabra verdadera, incluso pronunciada por un solo hombre, es más poderosa, en ciertas circunstancias, que todo un ejército. La palabra ilumina, despierta, libera. La palabra tiene también un poder. Es ése el poder de los intelectuales».
El poder de los sin poder pronto habría de constituir un manifiesto de la disidencia en Checoslovaquia, en Polonia, y en otros regímenes comunistas. Este grito de libertad, esta máxima expresión de denuncia de los sistemas totalitarios, justificaría de por sí su inclusión en esta colección de Raíces de Europa. Pero quizá lo más sorprendente de este ensayo sea la sensación de actualidad que se desprende, de principio a fin, de cada una de sus páginas... ¿A qué se debe, si precisamente sus esfuerzos contribuyeron a socavar un régimen que forma ya parte de la historia?
Es indiscutible que este ensayo constituye, decíamos, un grito de libertad. Libertad de reflexión filosófica y política, en la literatura y en la música… una libertad que como él decía es indivisible y es solidaria, ya que no defender la de los demás significa también renunciar voluntariamente a la propia. Pero El poder de los sin poder es además, o es aún en mayor medida, una voz que clama la necesidad del hombre de vivir en la verdad, un acto de resistencia, de rebelión contra la mentira de la que el propio poder totalitario es prisionero.
Ésta es la idea que Havel nos transmite en sus primeras páginas con aquella inolvidable parábola del tendero que pone en su escaparate, entre las cebollas y las zanahorias, el cartel: «Proletarios del mundo uníos». Este cartel, nos dice, que le ha sido entregado por la administración, transmite un mensaje secreto: «Estoy aquí y sé lo que tengo que hacer; mi comportamiento es el esperado; soy de fiar y no se me puede reprochar nada; obedezco y, por tanto, tengo derecho a una vida tranquila», o incluso algo que su dignidad no le permitiría admitir: «Tengo miedo y por eso obedezco sin rechistar». Su profesión de lealtad —continúa— «toma la forma de un signo que sirve para ocultar al hombre los fundamentos ínfimos de su obediencia y en consecuencia, los fundamentos ínfimos del poder; detrás de él está la fachada de algo elevado». Esto elevado es la ideología, «que da al individuo la ilusión de ser una persona con una identidad digna y moral y así le hace más fácil no serlo. [...] Le permite engañar la propia conciencia y enmascarar ante el mundo y ante sí mismo su condición real». La ideología actúa pues —explica Havel— como un velo que oculta la realidad, que crea un mundo en apariencia, un ritual, una mentira que el tendero acepta y a la que presta su lealtad convirtiéndose así no sólo en víctima, sino también en sostén e instrumento del sistema.
Por eso, cuando un buen día se rebela y deja de exponer aquel cartel, «sale de la vida en la mentira; rechaza el ritual y viola las reglas del juego, reencuentra su identidad y su dignidad reprimida; realiza su libertad. Su rebelión será un acto de vida en la verdad». Pero al hacerlo, nuestro tendero no sólo ha seguido la llamada de su conciencia y dado un paso en falso individual, «ha hecho algo mucho más grave: ha violado las reglas del juego, ha transgredido el juego en cuanto tal. Ha abatido el mundo de la apariencia [...]; ha desbaratado la fachada de lo elevado y ha revelado los fundamentos ínfimos del poder. Ha dicho que el Emperador está desnudo».
El poder de los sin poder es una llamada a la vida en la verdad, al despertar de la conciencia y a la responsabilidad individual. Como más tarde diría desde prisión en sus Cartas a Olga1 , «no callar ante todo lo que pasa, decir, de vez en cuando, en voz alta lo que uno piensa y comportarse de acuerdo con su sentido de la responsabilidad no significa de ninguna manera ser un idealista […] significa únicamente que uno intenta actuar de una manera normal, o sea digna y libre, de acuerdo consigo mismo, y que su estado de ánimo fundamental es el de creer y su necesidad vital básica es la búsqueda de sentido».
La cuestión de la responsabilidad personal habría de constituir para él la clave y la raíz de la identidad del hombre. Con razón diría después que la responsabilidad no se puede predicar, sino únicamente llevarse a cabo, y el único lugar por el que empezar es por uno mismo. En efecto, su vida sería el mejor testimonio del poder de la palabra de un hombre que —como aquel tendero que imaginó— no se resignó a mentir y al escuchar la llamada de su conciencia se convirtió en un verdadero elemento de transformación de la historia de Europa.
La reflexión sobre el poder de la palabra y la responsabilidad individual se abre al lector desde las primeras páginas de El poder de los sin poder. Pero aún quisiéramos señalar un segundo aspecto que explica que la lectura de este ensayo no haya perdido actualidad, y es que, más allá del mundo comunista, su autor apuntaba explícitamente a una crisis de identidad que concierne a Europa Occidental, y más aún, al mundo moderno.
Para Havel, esa inclinación que percibía a su alrededor a aceptar el sistema, a adaptarse a él, se correspondía con la resistencia del hombre moderno, aplastado por la sociedad de consumo y sometido por la técnica, a sacrificar cualquier seguridad material en nombre de su integridad espiritual y moral. Para el autor, ese hombre moderno ha perdido el sentimiento de responsabilidad que tenía respecto a algo trascendente, y ha renunciado a un significado superior ante los atractivos superficiales de la civilización moderna. Por eso, la grisura y la escualidez de la vida en el sistema totalitario serían para él «la caricatura de la vida moderna en general», «una especie de recordatorio para Occidente que le desvela su destino latente».
Su mirada crítica no escapa pues al mundo occidental, a las debilidades de la sociedad de consumo, de las democracias parlamentarias y de su sistema de partidos, a lo que dedica las últimas páginas de este ensayo. Para Havel, a ambos lados del telón de acero, el cambio sólo podía partir de una vuelta al hombre, «de la reconstrucción sustancial de su posición en el mundo, de su relación consigo mismo, con los otros hombres y con el universo». De ello hablaría en El poder de los sin poder, donde sostendría que el nacimiento de un modelo económico y político mejor sólo podría partir de un cambio existencial y moral más profundo, pues «sólo con una vida mejor se puede construir un sistema mejor».
Sus reflexiones sobre esa vuelta al hombre y sobre el sentido de la vida se recogerían ámpliamente en sus Cartas a Olga, escritas a su mujer en su siguiente estancia en prisión, entre 1979 y 1983. Fueron aquellos unos años especialmente difíciles para la disidencia checoslovaca, en los que se produjo una gran ola de emigración de la que formarían parte muchos intelectuales. Havel se lamentaría amargamente de ese continuo «despoblamiento», que —como decía con su característico sentido del humor— le acabaría convirtiendo en un «emigrante en su propio país».
Él, por su parte, guiado por ese exigente sentido de la responsabilidad, siempre prefirió la prisión al exilio. Como explicaría en el verano de 1982, en unas inolvidables cartas sobre la culpa y la responsabilidad, nunca se había perdonado el haber traicionado a la causa, al haber escrito, en los primeros días de su encarcelamiento, una petición de excarcelamiento al fiscal que sería después difundida y utilizada por el régimen. Siempre se lamentó de los amigos que se fueron, y nunca cedió a las presiones de las autoridades para que abandonase el país: «Al final de mis meditaciones surge siempre una especie de alegría interior de estar donde estoy, de no haberme desviado de mi camino, de mí mismo, de no haber tomado la salida de emergencia, y aunque sufra, no sufro el peor de los sufrimientos (que también he experimentado en mi propia piel), esa sensación de no estar a la altura de la tarea».
Pero a finales de los ochenta, los vientos de cambios en la Unión Soviética, en Hungría y en Polonia llegaron también a la más débil disidencia checoslovaca. Mientras, la fama de Havel crecía en el extranjero y también en su país, donde hasta hacía poco era casi un desconocido fuera de la disidencia y los círculos intelectuales. Su última entrada en prisión, en enero de 1989, fue objeto de tal indignación que las autoridades se vieron obligadas a liberarlo en abril. Algunos interpretaron esta pequeña victoria como el principio del fin del régimen.
En el mes de noviembre, tambaleándose ya el mundo soviético, el gobierno reprimía en Praga la última manifestación estudiantil. Havel y los disidentes respondieron organizando el Foro Cívico y día tras día, cada vez en mayor número, se manifestaban de forma pacífica cantando en la plaza de San Wenceslao: «La verdad triunfará». Así, en apenas unas semanas y sin violencia alguna, la llamada Revolución de Terciopelo forzó la renuncia del gobierno, que se anunció el 24 de noviembre. Unos días más tarde, un Havel reticente, que nunca había tenido aspiraciones políticas, tomó «la decisión más difícil de su vida» y se convirtió en presidente de la República Checoslovaca por votación unánime de la Asamblea Federal. Poco después, este intelectual dedicado a la política escribiría: «Estando en el poder, sospecho de mí permanentemente».
Recogemos en estas páginas uno de sus discursos más célebres, pronunciado con motivo del Año Nuevo aquel primero de enero de 1990. Fue el primer intento del presidente de la nueva Checoslovaquia de poner en práctica los ideales a los que se había adherido toda su vida y que le habían guiado en sus años de disidencia, algo que —como diría más tarde— había de ser mucho más difícil en la práctica de la política. Sus ideas, desarrolladas largamente en sus escritos previos, asoman de nuevo en este histórico discurso que comienza hablando sobre el valor de la verdad, y que por ello no ocultaba a los ciudadanos y al mundo la grave situación que afrontaba su país. Un discurso que hablaba sobre la exigencia de la responsabilidad, y al hacerlo confrontaba a cada uno de sus conciudadanos con su pasado y su relación con el régimen. Y un discurso que hablaba también de la búsqueda de la justicia, y por esta razón, y por la imposibilidad de confiar en un sistema que había condenado a ciudadanos sin garantía judicial alguna, declaraba una amplia amnistía que luego sería duramente criticada por sus compatriotas. Al final, Havel hablaba de la voluntad de construir una política basada en la moralidad, una política que irradiase «amor, comprensión, la fuerza del espíritu y de las ideas», y de su sueño, una república «independiente, libre y democrática, […] económicamente próspera y también socialmente justa; en resumen, una república que vele por el individuo y que, por tanto, albergue la esperanza de que el individuo vele por ella a su vez».
A lo largo de toda su vida algunos criticaron su ingenuidad y su idealismo, pero su autoridad moral fue ámpliamente reconocida dentro y fuera de las fronteras de su país. Tras su elección, el Castillo de Praga se convirtió en el destino de numerosos líderes internacionales como el presidente Bill Clinton, que aprovechó su visita para tocar el saxofón en su club de jazz favorito, o el Dalai Lama, que consideraría a Havel «una fuente de inspiración». A ello contribuyó no sólo el testimonio de su vida, sino sus cuidados discursos, verdaderos ensayos en los que, más allá de la política, asomaba el Havel más personal, admirado por su autenticidad y su profunda humanidad. Recogemos en este libro el discurso pronunciado en Hiroshima, el 5 de diciembre de 1995, sobre El futuro de la esperanza, el pronunciado en París en 2009 sobre El misterio de la historia y el destino del mundo y el último diálogo con el arzobispo Dominik Duka en 2011, unas semanas antes de su fallecimiento.
Para terminar, los dos discursos que completan esta publicación se refieren específicamente a Europa: el primero de ellos fue pronunciado en el Parlamento Europeo el 11 de noviembre de 2009, y el segundo, Europa y el mundo, en el Senado de Roma, en abril de 2002. En ellos se recogen las ideas principales del autor sobre el proceso de integración, y se transmite su ilusión por este experimento que tantos años de paz ha traído a gran parte de Europa, y que constituye un «intento extraordinario de unión democrática de Estados».
Havel fue, como él mismo diría, un firme promotor de la idea de Europa. Desde sus primeros días en la Presidencia luchó por llevar a su país de retorno a Europa, para ingresar en la OTAN primero y en la Unión Europea después. También trabajó por la unidad europea, tratando de reparar la relación de su país con Alemania —lo que le llevó a disculparse por la expulsión de los alemanes de los Sudetes tras la Segunda Guerra Mundial—, y oponiéndose infructuosamente a la escisión de Checoslovaquia en dos repúblicas independientes.
Por eso, si Havel es una valiosa contribución a una colección sobre las raíces de Europa no es sólo por su apoyo al proceso de integración, sino sobre todo porque con su vida y con su obra recordó a Europa su propia esencia. Le recordó que, más allá de la economía, la integración europea ha sido desde su origen un proceso de reconciliación histórica, como decían en los años cincuenta los Tratados fundacionales, un intento de forjar «una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa». Y también le recordó que, más allá de un lugar geográfico, Europa es un concepto basado en unos fundamentos espirituales y en unos valores compartidos —como hoy dice el artículo 2 de Tratado de la Unión Europea—: «la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos».
Como diría su amigo Timothy Garton Ash con motivo de su muerte, en diciembre de 2011, Václav Havel no fue sólo un europeo, «fue un europeo que, con la elocuencia de un dramaturgo profesional y la autoridad de un ex prisionero político, nos recordó las dimensiones históricas y morales del proyecto europeo». Quizá por ello, en estos años difíciles para el proyecto de integración, se lamentaba de su pérdida: «¡Havel! ¡Europa te necesita!».
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"Creo que estamos viviendo la crisis más grande de la democracia desde la Guerra Fría y quizás de toda la historia. Tenemos que pensar qué es lo que quieren los partidos, grupos y tendencias populistas y xenófobas y pensar en qué fallo la democracia liberal que ha hecho posible la emergencia de estas fuerzas políticas. Para mí el punto clave es el mismo que denunció Havel tanto en su obra como en su vida política y es por qué falló la responsabilidad de muchos políticos tanto en sus palabras como en sus hechos y actos. Hay que volver hacia la responsabilidad. Es preciso reclamar la responsabilidad también de los ciudadanos y de los votantes. Estamos jugando con fuego y eso, por el bien de todos y por el bien del mundo, no puede continuar". Michael Žantovský
Havel
Una vida
Siempre he creído que lo que ha pasado alguna vez nunca puede deshacerse, así que en realidad todo dura para siempre. El ser, lisa y llanamente, tiene memoria. Así que incluso mi insignificancia –un niño burgués, asistente de laboratorio, soldado, tramoyista, autor teatral, disidente, preso, presidente, pensionista, fenómeno público y eremita, presunto héroe y miedoso encubierto– estará aquí para siempre, o más bien, no aquí mismo, sino por algún sitio. No en otro lugar. Por aquí. Václav Havel, Sea breve, por favor
Habría que plantearse tres preguntas, por lo menos de forma implícita, y darles respuesta, o por lo menos intentarlo, antes de que una nueva arboleda sea víctima de la idea de escribir un libro. ¿El argumento es de algún interés para alguien, aparte del autor? ¿Ha habido otros tratamientos del asunto que pudieran satisfacer dicho interés? ¿Es el autor la persona adecuada para escribir sobre ello?
Václav Havel fue uno de los políticos más fascinantes del siglo pasado. Su singular biografía, que va de la riqueza a la pobreza y de nuevo a la riqueza, se presta fácilmente a explicaciones simplistas, pero no cabe duda de que desempeñó un papel destacado a la hora de dejar a un lado una de las utopías más fascinantes de todos los tiempos, y de que presidió una de las transiciones sociales más espectaculares de la historia reciente. Aunque mucha gente, incluido el propio Havel, a menudo se asombraba de la naturaleza de cuento de hadas de su repentina elevación al más alto cargo del país, en realidad no hubo nada de milagroso ni accidental en ello. Como intentaré mostrar en este libro, la ambición de «arreglar el mundo» estuvo presente en la vida de Havel desde que, con diez años, imaginó una fábrica para producir «el bien» en vez de bienes. Dotado de un sentido de la responsabilidad hipertrófico, que le llevó a resistir y a perseverar ante las adversidades, y afrontando la tarea que tenía ante sí con una disciplina y una iniciativa no tan evidentes pero igual de reales, Havel surgió en noviembre de 1989 como el candidato no sólo más probable, sino también como el único plausible para liderar la revolución. Aun así, a Havel no se le puede reducir de forma simplista a la categoría de disidente o de político. Fue también un pensador formidable, que intentó constantemente aplicar los resultados de su proceso razonador, así como los preceptos morales que estaban en la raíz de ese proceso, a su compromiso práctico en el ámbito de la política. Puede que algunos cuestionen que Havel haya sido un pensador original de una relevancia duradera.
A pesar de ser una persona muy leída, carecía de la educación formal, de la erudición en sentido amplio, y de la disciplina sistemática de un verdadero experto, y él mismo solía recordarles a sus lectores y sus oyentes ese hándicap. Su filosofía moral puede reducirse a tres conceptos, que están indisolublemente vinculados a su nombre.
El primero, el «poder de los sin poder», que también es el título de su ensayo más conocido, es casi un eslogan por su simplicidad. Constituye una excelente consigna, pero a primera vista no parece ser aplicable a la mayoría de las situaciones cotidianas, donde el poder está en manos de los poderosos, y los sin poder no son más que eso. Paradójicamente, resulta todavía más difícil de aplicar cuando repentinamente los sin poder pasan a ocupar puestos de poder. Y, sin embargo, ese concepto encontró una expresión indeleble en la que probablemente ha sido la única revolución de la historia que no dejó víctimas.
El segundo concepto, «vivir en la verdad», tiene casi un tinte mesiánico, y expone a su autor a la acusación de ser un soñador, un hipócrita o cosas peores. Conforme a las definiciones más corrientes de la «verdad», a veces es posible sorprender a Havel en contradicción con sus propias enseñanzas, pero muy pocos serían capaces de encontrarle defectos a su determinación de estar a la altura de ese principio en la medida de lo posible. El concepto de «responsabilidad», arraigado en la «memoria del ser» completa el trío. Lo demás, como suele decirse, son comentarios. Havel no ha dejado tras de sí ninguna obra integral, ni un sistema filosófico formal. En una parte de su pensamiento metafísico, sobre todo en su época como presidente, Havel se balancea peligrosamente al borde de las tendencias new age y de la filosofía pop. Sin embargo, en casi todo su pensamiento hay una claridad moral y una coherencia cristalinas. Además, pero no al margen de su papel como disidente, político y pensador, Havel fue un escritor maravilloso, ingenioso y original. Su éxito en ese ámbito no le debía nada a su estatus y su renombre público como disidente o como político; de hecho, fue un factor que entró en juego mucho antes de que Havel se convirtiera en el preso de conciencia checoslovaco más famoso, y aun mucho antes de que llegara a ser presidente de su país.
Por el contrario, podría argumentarse que la carrera pública de Havel impuso serias limitaciones a su actividad como escritor. Los momentos culminantes de su obra creativa llegaron a mediados de los años sesenta, con obras de teatro como Una fiesta en el jardín (1964) y El comunicado (1965). Aunque nunca fue visto con buenos ojos por los comisarios comunistas para el arte, Havel disfrutó de una considerable libertad artística, y de numerosas oportunidades durante aquel periodo. Odcházeni [La retirada] (2008), su última obra de teatro, que empezó antes de embarcarse en la presidencia y concluyó poco después de abandonarla, es un esclarecedor recordatorio de su potencial como escritor. El periodo que transcurre entre sus primeras obras y la última contiene pequeñas joyas, como las obras de un solo acto Audiencia (1975) e Inauguración (1975), impactantes dramas morales como La tentación (1985), fascinantes hazañas como la Ópera de los mendigos (1972) y Largo desolato (1984), y lo que podrían considerarse fracasos, como Los conspiradores (1971) y El hotel de montaña (1976).
Las dos autobiografías disfrazadas de entrevistas con Karel Hvížďala, Dálkový výslech [Interrogatorio a distancia] (1986) y Sea breve, por favor (2006), dan fe tanto de la extraordinaria capacidad de introspección de Havel como de su humor subversivo. Sus escritos en prosa, en el apogeo de su etapa como disidente, entre los que se incluyen algunos de sus ensayos más memorables y la excepcional obra epistolar que es Cartas a Olga, son híbridos de escritura creativa, filosofía y prosa política, que se apreciaban mejor en el contexto en que fueron escritos; a pesar de todo, algunos de ellos claramente han superado la prueba del tiempo y las circunstancias cambiantes.
Por último, estaba Havel el hombre, una persona que conseguía dejar su huella en los demás a través de unos medios tan peculiares como su propia vida. Ya desde su adolescencia, Havel fue un líder que marcaba las agendas, que marchaba en primera línea, que iba mostrando el camino. Sin embargo, nada de ello tenía que ver con la monomanía de un auténtico visionario, sino que Havel lo hacía con una falta de seguridad en sí mismo, con una bondad y una amabilidad tan inquebrantables (y a menudo injustificadas), que él mismo lo caricaturizaba en algunas de sus obras; por añadidura, esos rasgos iban de la mano de un omnipresente sentido del humor y del absurdo, que casi siempre era amable, a veces malvado, pero nunca cruel. Era un hombre que daba lo mejor de sí mismo en compañía, era el corazón y el alma de la fiesta, que ganaba amistades con facilidad y las correspondía generosamente. Un hombre encantador, que diría un inglés.
No obstante, también estaba el otro Havel, un «manojo de nervios»,1 deprimido, enfermo, furioso ante su propia impotencia, que se evadía con la bebida, los fármacos, las enfermedades y, en ocasiones, con las aventuras sexuales poco meditadas. Su confianza no flaqueó ni por un momento cuando se puso al frente de millones de personas y contempló la posibilidad de una represión armada a manos de los tanques que rodeaban Praga en noviembre de 1989. Sin embargo, cuando efectivamente llegó a ser presidente, con todo lo que conlleva el poder, raramente estuvo seguro de estar a la altura de la tarea; él mismo admitía que acabó desconfiando de sí mismo. Al intentar vivir en la verdad, se evaluaba a sí mismo, aunque nunca a los demás, conforme a sus estándares imposiblemente exigentes, e invariablemente fracasaba conforme a su propio criterio. Un hombre imperfecto, como todo el mundo. Así pues, la única forma de explicar y comprender la enorme y perdurable popularidad y relevancia de Havel –como quedó claro tras su fallecimiento– es teniendo en cuenta no sólo las áreas individuales de su obra y de su actividad, fascinantes y valiosas ya de por sí, o explorando los aspectos individuales de su compleja personalidad, sino más bien apreciando cómo encajan las piezas en un todo coherente, imperecedero y mutuamente reafirmante, aunque paradójico, que fue muchísimo más que la suma de sus partes.
Havel fue el ejemplo supremo de «lo que se ve es lo que hay», auténtico, genuino, real de una manera a la que la mayoría de la gente tan sólo puede aspirar, y por la que estaría dispuesta a matar la mayoría de los políticos. Incluso sus defectos fueron reales, no los pecadillos de la caricatura de un famoso que se inventan los medios de comunicación. Se da la circunstancia de que existen numerosos estudios biográficos previos de Havel desde distintas perspectivas y ángulos, en checo, en inglés y en otros idiomas, todos ellos –salvo uno– escritos antes de la muerte de Havel.1
Todos ellos contienen valiosas claves para comprender múltiples aspectos de la vida, la obra y la personalidad de Havel. Obviamente, son fragmentarios: ningún relato de una vida puede estar completo hasta que esa vida se acaba; pero también son fragmentarios en el sentido de que se centran en un componente específico del mito de Havel, ya sea el punto de vista del hombre que ha sido un marginado y un rebelde toda su vida, o su actitud ambivalente ante la política en general –y ante su presidencia en particular– o su filosofía moral, su creatividad artística o su despreocupado estilo de vida. Dicho esto, por supuesto no existe eso que llaman una biografía definitiva, y por consiguiente este libro está destinado a ser considerado un simple peldaño en el camino para descubrir al verdadero Václav Havel.
Y por último, ¿por qué yo? Fui un íntimo amigo de Václav Havel, pero no sería capaz de afirmar que fui la persona más próxima a él, ni que lo conocía desde hacía más tiempo. Lo conocí durante dos tercios de su vida, pero tan sólo llegué a conocerlo bien durante el último tercio. Durante ese periodo fuimos íntimos, pero justamente debido a los vericuetos de la historia que él contribuyó a escribir, y a las obligaciones que supuso para ambos, estuvimos sin vernos durante largos periodos. De hecho, uno de los misterios de Havel –y sobre el que este libro tan sólo puede arrojar un poco de luz– es quiénes fueron realmente las personas más próximas a él. Aparte de sus dos esposas, y de su hermano Ivan, que fueron la familia que tuvo en su vida adulta, y tal vez el desaparecido Zdeněk Urbánek, que alternaba entre sus papeles de álter ego y superego de Havel, hay muchas personas que tuvieron una íntima relación con él, y sin embargo ninguna de ellas sería capaz de afirmar que fue su mejor amigo o amiga sin que otra le disputara el título.
Al mismo tiempo que el cariño y la cordialidad, en la personalidad de Havel había cierto desapego, una sensación de distancia, un núcleo impenetrable donde era imposible adentrarse. Eso también explica una cierta asimetría en las relaciones personales de Havel, incluida la nuestra. Al margen de lo importantes que fueran para él distintas personas en diferentes momentos, siempre existía una sensación de que ellas le necesitaban más a él que él a ellas. Por lo que yo sé, no había un esfuerzo deliberado por su parte de dominar o de ponerse por encima de los demás. Por el contrario, tendía a ser excesivamente modesto, muy crítico consigo mismo, incluso parecía sumiso ante sus amigos y, sin embargo, al final siempre quedaba por encima.
Estoy convencido de que ésa era la clave secreta de su peculiar pero extrañamente eficaz estilo como líder, y por esa razón trataré esa cuestión por extenso más adelante. No me cabe duda de que Havel y yo nos sentíamos a gusto cuando estábamos juntos, y que compartimos muchas risas, muchos momentos de tristeza, bastantes copas y algunos momentos increíbles, tanto antes como después de que él llegara a ser presidente. El momento compartido del que más orgulloso estoy no fue cuando ambos nos dirigimos «conjuntamente» a los asistentes a una sesión conjunta del Congreso de Estados Unidos, como contaré más tarde, ni cuando me presentó a la reina Isabel.
Por el contrario, fue cuando me dejó llevar sus efectos personales en una bolsa de malla el 17 de mayo de 1989, cuando salió por la puerta lateral de la cárcel de Pankrác en el momento de su puesta en libertad tras cumplir su última condena. Durante los dos primeros mandatos (entre 1989 y 1992) de sus cuatro como presidente, probablemente pasé más tiempo con Václav Havel que ninguna otra persona, incluida su esposa. No se trata de un indicador de mi importancia, sino que se debía a la naturaleza de mi trabajo: en calidad de portavoz y secretario de prensa, tuve que estar presente en todos y cada uno de sus viajes en el extranjero, en todas sus citas infructuosas y en todos sus actos públicos ya olvidados, para poder informar posteriormente de todo ello a la prensa en nombre de un presidente al que no le gustaba demasiado ser el centro de atención de los medios. Yo tenía un enorme respeto por sus ideas, su sinceridad, su imperturbable amabilidad, su autenticidad y su valentía. Aun así, eso no siempre me llevaba a estar de acuerdo con él, tanto acerca de las decisiones prácticas que tenía que tomar como presidente como sobre la filosofía que había detrás de ellas.
Una parte de mi trabajo consistía en hacer de abogado del diablo, y justificar que algunas cosas se hicieran de una forma distinta, o que se hicieran cosas distintas, o que no se hiciera nada en absoluto. Ocasionalmente –aunque no muy a menudo– yo me imponía. Eso a su vez dio lugar a mi nombramiento para un papel paralelo como coordinador político del gabinete del presidente, un ascenso problemático, ya que carecía de facultades específicas, y casi siempre resultaba imposible hacer cumplir su autoridad en un equipo de amigos. Con el tiempo nuestras diferencias fueron en aumento, no en términos de nuestras metas, ni de nuestra visión del mundo ni de nuestro papel en él, sino en términos de la gestión práctica de la presidencia.
Para bien o para mal, yo tenía la sensación de que a Havel iba a hacérsele cada vez más difícil tener un impacto real en los acontecimientos políticos y sociales del país a menos que él organizara a la enorme masa de sus partidarios y admiradores en una fuerza política eficaz, o que por lo menos les permitiera organizarse. Havel respetaba el argumento, y en gran medida compartía mi análisis, pero al final prefirió vivir con el hándicap de no disponer de una maquinaria política antes que bajar a la arena de la política entre facciones. Por mi parte, ésa fue una decisión suya que yo tuve que respetar. No obstante fue una de las principales razones de mi salida del gabinete presidencial al final del segundo mandato de Havel, aunque me invitaron a seguir en él. En la primavera de 1992, tomándonos unas copas, Havel aceptó con elegancia mis razones para marcharme, y apoyó plenamente mi nombramiento como embajador en Washington, mi siguiente paso profesional. Nunca dejó de apoyarme, y siguió siendo generoso con su tiempo y su amistad, a través de tres continentes, y siempre que surgió la ocasión. Mi relación con Havel puede calificarse con una palabra que yo utilizo con la máxima reticencia.
Pero si el amor no sólo significa apreciar a otra persona y disfrutar de su compañía, sino cuidar de ella, preocuparse por ella, pensar constantemente en ella a través de grandes distancias y durante considerables periodos de tiempo, y estar pendiente de su aprobación y de sentirse correspondido por esa persona, entonces lo que yo sentía era amor. Sospecho que yo no era la única persona del círculo íntimo de Havel que definiría de esa forma su relación con él. Fue ese vínculo lo que nos mantuvo unidos, y lo que nos animó a seguir durante los enloquecidos comienzos de la transformación democrática de Checoslovaquia.
Querer tanto al sujeto de la biografía de la que uno es autor no es necesariamente la mejor cualificación para escribirla, ya que conlleva el riesgo de caer en la hagiografía, carecer de perspectiva y distorsionar los hechos. Aunque no estoy seguro de poder sortear todos esos peligros, en su mayoría ocultos bajo el agua, podría hacer algo peor que recurrir a mi profesión original, la de psicólogo clínico. Un aspecto menos grato pero esencial de esa profesión, y de otras disciplinas médicas, es la capacidad de asumir una «postura clínica», es decir, la facultad de observar cómo otros seres humanos, incluidas las personas más próximas, luchan, triunfan, decaen, sufren y mueren, al tiempo que uno va tomando notas ecuánimes sobre la experiencia. Evaluar el resultado es tarea del lector.
De la misma forma que Havel, un creyente no confesional, fue honrado en su elección con una misa Te Deum, ahora le homenajeaban con una misa católica, acompañada por el Réquiem de Antonín Dvořák. Josef Abrhám, que interpretaba al canciller Rieger en la versión cinematográfica de La retirada, leyó el Dies Irae, unas palabras que reflejaban de una forma asombrosa la forma de pensar del propio Havel: ¡Cuánto terror habrá en el futuro cuando el juez haya de venir a juzgar todo estrictamente! La trompeta, esparciendo un sonido admirable por los sepulcros de todos los reinos, reunirá a todos ante el trono. La muerte y la Naturaleza se asombrarán, cuando resucite la criatura para que responda ante su juez. Aparecerá el libro escrito en que se contiene todo y con el que se juzgará al mundo. Havel no murió como un católico romano, y durante sus días finales nunca pidió los últimos sacramentos, pero a su sentido del teatro y del ritual le habría halagado la liturgia, celebrada por el cardenal Duka, que había sido su compañero de cárcel, y la procesión que la precedió. Habría disfrutado, aunque con cierto sonrojo, al escuchar los elogios de sus amigos, de Madeleine Albright, del obispo Václav Malý, su colega en la Revolución de Terciopelo, y de Karel Schwarzenberg.
El presidente habló por tercera vez, esta vez sobre el legado espiritual de Havel, encarnado en las ideas de que «la libertad es un valor por el que vale la pena sacrificarse», que «es fácil perder la libertad cuando nos preocupamos poco por ella y no la protegemos», que «la existencia humana se extiende hasta el reino de lo trascendental, y es algo de lo que debemos ser conscientes», que «la libertad es un principio universal», que «una palabra tiene un tremendo poder; puede matar y puede curar, puede herir y puede ayudar», que la palabra «es capaz de cambiar el mundo», que «hay que decir la verdad, aunque sea incómoda», y que «una opinión minoritaria no es necesariamente errónea».1 Aquel día se dijeron muchas palabras de elogio, pero es posible que éstas tuvieran un peso mayor que la mayoría, simplemente debido a la persona que las pronunció.
1. A mi juicio, los tres más interesantes son Acts of Courage: Václav Havel’s Life in the Theater, de Carol Rocamora; y, por desgracia tan sólo disponibles en checo, Václav Havel, duchovní portrét v rámu české kultury 20. století, de Martin C. Putna, y Politika jako absurdní drama: Václav Havel v letech 1975-1989, de Jiří Suk. También hay tres biografías genéricas, aunque incompletas, Václav Havel: el reto de la esperanza, de Eda Kriseová (Espasa Libros, 1993), Václav Havel: A Political Tragedy in Six Acts, de John Keane, y (en checo) Disident, Václav Havel 1936-1989, de Daniel Kaiser, que vale la pena leer por su abundancia de detalles y por sus interesantes, aunque a veces discutibles, puntos de vista. Mi agradecimiento a todos ellos por haberme servido como fuente.
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