jueves, 5 de diciembre de 2019

🌊 LA OLA DEL RELATO EMOCIONALISTA: EL DESPOTISMO DE LO BANAL Y LOS NUEVOS MEDIOS QUE BANALIZAN 💟



La ola del relato emocional

“Lo que llamas amor fue inventado por tipos como yo. Para vender medias”. Don Draper
Se trata de Mad Men, la estupenda ficción creada por Matthew Weimar, la pronuncia Don Draper, protagonista de la serie y creativo de la agencia, poco amigo de la sonrisa aunque en los dos últimos capítulos de la séptima temporada, la cosa cambiará. Mad Men es un relato en toda regla, con personajes sólidos, calidad en el guion, y abundante ingenio en sus diálogos, conducido por una cámara que casi siempre está donde debe, empapada en humo, tabaco y alcohol.


Si abandonamos nuestro sofá y su ficción, tropezamos cada día con otros muchos relatos, que a diferencia del anterior, sirven las emociones en una constante obscenidad narrativa. Si hoy queremos reafirmarnos en nuestras verdades, señalar al enemigo, ser muy identitarios y difundir nuestra religión, debemos tener un relato que mueva y conmueva, sobre todo que aglutine a grandes masas y contagie.

La RAE ofrece dos acepciones del término. La primera, “conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho”. Su segundo significado es “narración, cuento”. No en vano, al colocar en Google el término relato, me salen más setenta y dos millones de entradas, donde la primera definición es “cuento o narración de carácter literario, generalmente breve”. No es que nos fiemos demasiado del resultado del buscador, pero es evidente que refleja lo que circula.

Un relato sin dosis de neurociencia no es relato

Si los siglos XVIII, XIX y XX fueron los de la razón, este siglo es el de la neurociencia, en el que lo que no emociona o no existe o no interesa. Proliferan los relatos en la economía, cultura, educación, sociedad, en particular en la política, que se encargan de analizar, descifrar e interpretar los politólogos, esos nuevos chamanes del elixir ideológico. Sus conclusiones y los resultados de las encuestas construyen las corrientes de opinión, que con frecuente facilidad se convierten en axiomas, no científicos sino sociales e ideológicos, siempre aliñados con la suficiente carga emocional.

Escuchar y contar cuentos han sido dos necesidades primarias que han formado parte de la cuna de la humanidad. Hans Magnus Enzensbergerg, uno de los ensayistas con más prestigio en Alemania acierta cuando dice que el más primitivo analfabeto no sabía leer y escribir, pero sabía contar. Todas las culturas tuvieron el deseo de contar sus vidas y sus experiencias, del mismo modo que todas las generaciones tuvieron la necesidad de transmitir su sabiduría a los más jóvenes, no solo para conservar las tradiciones y el idioma, también para enseñarles las normas de convivencia y los valores.
Actualmente el relato es el término de moda en la comunicación política, que se ha reducido a las historias que cada partido cuenta a su electorado apelando a las emociones
Actualmente el relato es el término de moda en la comunicación política, que se ha reducido a las historias que cada partido cuenta a su electorado apelando a las emociones. No es un invento de Iván Redondo, ni de Fernando de Páramo, los tertulianos de la radio, columnistas de los medios o de los venerables politólogos, pues su origen se remonta a los inicios de la humanidad, pero hoy se han vaciado de significado mítico, simbólico y experiencial, y se han llenado de artificio retórico e impacto emocional.

El victimismo funciona muy bien en la narrativa emocional, consigue ser catártico en su propia mentira. Estamos inmersos en el relato de los ERE, donde la prensa exculpa al PSOE, desde su tribuna El País sentencia que su partido se encuentra con la “sentencia más difícil”. Nada dice que perjudique a los trabajadores, ciudadanos, incluso a sus votantes. Pero sí, el partido de los trabajadores pasa por una enorme dificultad ante estos hechos, con graves consecuencias, pero sin autoría ni intención.

La comunicación política que idiotiza e insulta a la inteligencia

Liberato Pérez Marín, de la Fundación UNED, indica que el relato político de hoy “aglutina las estrategias diseñadas en el cuarto trasero de los partidos”, solo es necesario un telón de fondo de la realidad, unos conflictos y unos personajes. El escritor y columnista británico George Monbiot señala en “Salir del naufragio: una nueva política para una época de crisis”, que “el desorden castiga el país causado por fuerzas poderosas y malvadas que actúan contra los intereses de la humanidad. El héroe (persona o grupo), se revuelve contra el desorden, lucha contra estas fuerzas, las vence pese a las dificultades y restaura el orden” (pg 3).

A veces la evidencia, aunque no se reconozca, se confirma. Los políticos de todo el mundo han ido abandonando el discurso racional y el pensamiento analítico y han decidido dirigirse a los votantes con mensajes simples y elementales que sólo transmiten seguridad y emoción. El estudio editado por Steven Pinker, publicado en la prestigiosa revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), ha analizado más de 33.000 textos de todos los presidentes de Estados Unidos desde finales del siglo XVIII, así como intervenciones en debates, entrevistas, campañas de primarias y discursos.

Dicho de otro modo, cuando un político utiliza preposiciones, conjunciones o adverbios enunciativos como “posiblemente” o “seguramente”, o bien frases subordinadas o cautas expresiones como “de este modo”, “por lo visto” o “según parece,” esta exponiendo un discurso racional, que no interesa. Se presenta una sucesión lógica que conduce a unas conclusiones o consecuencias. Lo contrario y frecuente son expresiones como “no es no”, “España va bien” o el “yes we can” de Obama, y la “América real” de Trump.
La construcción actual de los relatos en Occidente, difundidos en los medios y las redes sociales, es un revulsivo que cataliza el sentido de pertenencia e identificación acompañado de consignas emocionales tan auténticas para sus creadores como verdaderas para los que las sienten. Lazos amarillos, colores en las diferentes mareas y banderas de todo tipo ocupan las plazas, balcones y calles.
Quizá por eso el Metro de Santiago se convirtió en el emblema de la vanguardia revolucionaria, fue necesario construir una potente metáfora tal y, como explicaba la politóloga Kathya Araujo, en hora punta el Metro es el lugar donde las personas están obligadas a funcionar como en una guerra contra los otros, donde para subir al vagón hay que pelearse todos contra todos, donde queremos que no nos empujen, pero estamos obligados a empujar. Es la simbología perfecta para dar cuerpo al relato de la desigualdad.

“Es una paradoja del éxito de la democracia que ocurre desde los tiempos de Platón”, explica Steven Pinker “Los líderes políticos tienen que dirigirse a un grupo cada vez mayor de votantes y esto no lleva a una mejora de la calidad de su comunicación, sino a una mayor simplicidad y emocionalidad. Y esto no tiene nada que ver con sus habilidades comunicativas, sino a su necesidad de conseguir votos”. Es necesario construir ese relato que mueva y conmueva la ilusión colectiva, el uso del “nosotros” como parte del cambio garantiza la víscera social que cataliza las pulsiones de pertenencia e identificación con una causa o un género, la consigna emocional es tan auténtica para sus creadores como verdaderas para los que las sienten como suyas. Lazos amarillos, mareas, banderas de todo tipo.

Asistimos impávidos a un cambio de régimen mediático caracterizado, diseñado en la intensificación del politainment (info-entretenimiento) y del simulacro político. Ya no existe separación entre información y entretenimiento, como tampoco entre lo público de lo privado, ya que ambas producen una espectacularización de la política. El infoentretenimiento es la alcoba emocional. El reality show se ha convertido en el metagénero que recrea la vida política. Es muy cómodo no pensar, para que lo banal llene las noticias. “En todo problema humana hay siempre una solución fácil, clara, plausible… y equivocada” (Henry-Louis Mencken). Como me dijo un forero hace unos meses, aquí en Disidentia:

“Quizás la emoción más intensa que puede sentir un hombre sea descubrir “La Verdad”.



Los nuevos medios 
banalizan las emociones

Quien no se emociona no existe, tampoco es bien visto, pero además de emocionarse tiene que evidenciarlo, solo así parece una persona sensible, cercana y solidaria con el dolor y la desgracia propia o ajena. Hace apenas unas décadas era todo lo contrario, manifestar las emociones significaba debilidad y flaqueza, de modo particular si lo hacía un hombre.

Muchas generaciones han sido instruidas y educadas en los fundamentos racionales, la enciclopedia fue el referente y Gutenberg el canon. La era de la imprenta creció y maduró con la palabra que “toca” y desarrolla de modo particular el hemisferio derecho, racional y abstracto.

Con el siglo XXI llegó la neurociencia. El cerebro, eso que cabe en la palma de nuestra mano, que apenas pesa kilo y medio, que tiene un billón de neuronas y más de un trillón de conexiones es todavía un enigma para la ciencia. Un estudio liderado por la Universidad de California, San Diego, señala con precisión la parte exacta donde se produce el procesamiento de las emociones, un pequeño pero complejo laboratorio de combinaciones químicas.

Hoy los relatos publicitarios, series, informativos, plataformas como Netflix, Sky, Amazon, HBO, los vídeos de YouTube, están fragmentados en el reino de la brevedad y del impacto. Instagram estrenó hace dos años “Shield Five”, una serie de 28 episodios con solo quince segundos por capítulo. La narración ha saltado en cientos de pedazos que pueden volar por las redes, su dimensión viral lo es en función de su componente emocional.

La atención es más difícil de atrapar que nunca, bombardeada a diario por miles de estímulos

La atención es más difícil de atrapar que nunca, bombardeada a diario por miles de estímulos que apelan al otro lado del cerebro, el “emocional y límbico”. El más primitivo, el que empuja los impulsos y las pasiones. Ahí estamos, en la era de la emoción. En nuestra retina permanecen deportistas que lagrimean, políticos que lloran, lo hemos visto con Trudeau, Obama, Berlusconi o, en España, con Esperanza Aguirre, además de artistas, actores que se emocionan y lo evidencian de modo muy visible en público.

Los sucesos, atrapados y amplificados por los medios de comunicación y las redes sociales se convierten en productos emocionales donde todo vale. Según la consultora Graphext, el relato de Diana Quer ha generado solo en sus dos primeras semanas, más de 33.000 mensajes en Twitter. Las noticias han sido compartidas 400.000 veces en Facebook. Las palabras más repetidas han sido asesino, cadáver, guardia civil, desaparición. La semana del 7-11 de Enero de este año, cuando la noticia estaba en el pico de audiencia, hubo 6.800 noticias en la prensa española, y su nombre solo fue superado en los buscadores por Trump y Messi.
El éxito de “Operación Triunfo”

Es evidente que fascinan estas noticias, que estos sucesos atraen, aunque en las encuestas no reconozcamos los que vemos y mintamos crónicamente, pero los datos de audiencia son tozudos, y sus números no engañan. Operación Triunfo fue el programa más visto en la televisión generalista española el año pasado. Según los datos de Kantar Media, la final del concurso en 2017, retuvo en la pantalla a 3.925.000 espectadores, con un 30,4% de audiencia, una barbaridad para el mercado audiovisual tan competitivo y segmentado que tenemos. El audio de Aitana confesando su amor por Cepeda ha ocupado numerosas portadas. Amaya conmueve porque conquista España con su naturalidad y cercanía, “vemos sus logros y los sentimos como propios.”

Estamos ante una televisión globalizada, uniformada y clonada culturalmente en sus formatos y contenidos

Desde que en España comenzaran los reality show a inicios de los noventa, proliferan los formatos y subgéneros, que no han cesado de crecer y multiplicarse como amebas. Ciertamente, este tipo de televisión refleja unos gustos de la audiencia, e incentiva una disposición emocional fácilmente manejable. Estamos ante una mirilla con poder y sin pudor. Una televisión globalizada, uniformada y clonada culturalmente en sus formatos y contenidos. Una televisión encajada en una cadena que se retroalimenta con sus galas, crónicas rosas donde los participantes cuentan su experiencia vital y emocional, una fiesta íntima a voces en formato celebrity. Puesta en escena de la “era de la simulación” que dijera Baudrillard y que Eco describiera en su “Número Cero”, como el “síndrome del complot que nos invade”.

La seducción de los estímulos negativos

En este circo de emociones, parece que los estímulos negativos seducen particularmente. La empatía por las víctimas y el deseo de justicia o venganza “colorean” este tono negativo muy humano. Los estudios confirman que las personas reaccionan antes y de modo más intenso frente a estímulos negativos. Incluso se observa que el parpadeo es más rápido y más voraz con la estimulación.
Las narrativas necesitan rostros y conflictos para que sus lectores y espectadores sonrían y lloren, sientan y se emocionen
Las narrativas necesitan rostros y conflictos para que sus lectores y espectadores sonrían y lloren, sientan y se emocionen, y esto sucede cuando hay imágenes visuales o sonoras que provocan las emociones. Pero cuando hablamos de relatos informativos preguntémonos si son necesarias esas imágenes, si añaden algo al contenido, si contextualizan o completan, o si solo simplifican y banalizan la información.

Es muy fácil conducir a la masa, y crear una tendencia y una opinión, bien en el fragor violento del suceso que se convierte en relato, o en el efecto balsámico de la noticia amable, condescendiente, que nos hace sentir a todos un poco más buenos y un poco menos culpables. Es difícil imaginarse un telediario sin los deportes y el tiempo en su cierre, o la noticia y crónica de una catástrofe sin el socorro a las víctimas con la intervención final de una ONG.

El uso de una imagen para emocionar puede facilitar el compromiso ético frente a la barbarie, pero acompañar los datos y la información con imágenes que buscan emocionar implican un compromiso con la ética y la inteligencia del público. Otra cosa es crear una opinión solo desde lo obvio y el estereotipo.

El sentimentalismo tóxico

Anthony Daniels, psiquiatra británico, describe con precisión lo que denomina “sentimentalismo tóxico”, donde el culto a la emoción pública está infectando nuestra sociedad. “Buscamos la simplicidad en aras de una vida mental más tranquila, el bien absolutamente bueno; el mal, totalmente malo; lo bello, enteramente bello”
Desde las emociones al sentimentalismo tóxico hay un corto, cómodo y tentador paso, el tránsito de lo privado a lo público
Desde las emociones al sentimentalismo tóxico hay un corto, cómodo y tentador paso, el tránsito de lo privado a lo público. Pero es un paso que tiene sus consecuencias, porque la expresión pública de los sentimientos pide una respuesta a los demás, las lágrimas provocan una reacción y tienen unas consecuencias. Señala el psiquiatra británico que “existe algo coercitivo o intimidatorio en la expresión pública del sentimiento”.

Cuidado, no discuto la existencia de las emociones y sentimientos, la pregunta es cómo, cuándo y hasta dónde se deben expresar estas emociones y sentimientos. Convendrán conmigo que la expresión debe ser acorde y proporcional al contexto y las circunstancias en que se produce. Lo que está permitido y es digno en la intimidad, también es rechazable ante extraños. Pero claro, no estamos en la frutería, las emociones y sentimientos no se miden o pesan por kilos, aunque sabemos cuando una demostración de las emociones es excesiva, como también sabemos cuando una circunstancia concreta precisa sus emociones y su expresión.

Es muy fácil creer que sufre más quien así lo expresa y lo manifiesta con más insistencia y vehemencia. Curiosa paradoja, no valoramos el sufrimiento y a su vez, nos sentimos obligados a ejercer la compasión y la autocompasión, señala Daniels. No cabe duda que “estar junto” a los pobres, marginados y enfermos ennoblece nuestra moral, “la autoridad no procede solo del sufrimiento (que también), es la respuesta a ese sufrimiento”.
La no distinción entre lo público y lo privado empobrece la vida, banaliza los sentimientos y mercantiliza las emociones
La no distinción entre lo público y lo privado empobrece la vida, banaliza los sentimientos y mercantiliza las emociones. El espacio íntimo y privado es parte de la persona, de su identidad, la colectivización de ese territorio mediante la banalización de las emociones es un ataque frontal a la dignidad del individuo. El aplauso social para quien manifiesta sus emociones, y la estigmatización de quien no lo hace, sí es una discriminación.

El despotismo de lo banal

El objetivo es que cuanto antes, más usuarios puedan expresar la experiencia más valiosa. Si lo hacen más veces, más tiempo estarán en la plataforma los que escriben y los que reciben, por consiguiente más monetización. Facebook ha conseguido convertir la comunicación digital en un interminable sentimiento. Un botón resuelve el estado de ánimo de millones de individuos, la banalidad del “Me gusta” elimina cualquier complejidad.

A las redes sociales y sus espasmos virales les acompañan los libros con sus best seller, músicas pegadizas, series que se alargan artificialmente, cine para la temporada o festivales de turno, y mucha televisión que pasa por la batidora de la telerrealidad. Cientos de títulos que obedecen a una distracción vinculada a internet, al producto comercial, donde las series televisivas, y un sinfín de formatos procedentes del reality show, o los intereses cada vez más acuciantes de unas plataformas, se lanzan para atrapar la escasa atención.

Seguramente en la mejor “Historia del cine”, publicada en español, Román Gubern indica cómo el poso de los seriales mantiene viva la distracción: “Los seriales consiguieron su objetivo: con su semanal ración de “opio óptico” conquistaron la fidelidad de las masas. Estas desquiciadas aventuras de bajos fondos, que han nacido a la sombra de la ya lejana Historia de un crimen de Zecca, han introducido ciertamente en el cine una involuntaria poesía de los objetos insólitos y de la acción disparatada: aparatos infernales, ferrocarriles dinamitados, paisajes suburbanos, escenarios inéditos e inquietantes y sombras expresivas crean un universo poético y unas obras que Louis Delluc, primer crítico francés, consideraba “abominaciones folletinescas”.

Una distracción permanente que se nutre en pequeñas píldoras, capítulos de 30 a 45 minutos en su mayoría, muchas veces alargados indefinidamente, agotando el guion y sus posibles giros. Aunque no se trata de una ficción gratuita, el consentimiento que concede el espectador o usuario al contenido goza de un plus de confianza, al fin y al cabo, “eso no es la realidad, no estamos en un informativo”. Lo que no quita que en países de América Latina los “malos” de los seriales y teleseries estén criminalizados por la población.
En infinidad de series observamos hombres y mujeres que asombran por su facilidad para excitarse
Si entramos en infinidad de series observamos hombres y mujeres que asombran por su facilidad para excitarse, incluso después de una profunda noche de sueño, siempre están a punto… La gente se encuentra tras muchos años sin verse, pero no tienen ninguna dificultad en quedar para cenar esa misma noche… No beber alcohol es aburrido (antes también había que salir fumando), lo que se lleva es disponer del mueble bar a mano. Se han separado más o menos civilizadamente, pero será el “ex” el que traiga siempre los problemas. No hay un buen diálogo, ni tensión en una escena, si alguien no suelta dos o tres tacos o palabrotas. Tópicos que nada añaden al contenido del relato, pero que salpican constantemente el discurso de simplismo y superficialidad. Se evidencia el axioma de Pierre Bourdieu, “la televisión, que pretende ser instrumento que refleja la realidad, acaba convirtiéndose en instrumento que crea una realidad”.

Describo en Los nuevos medios banalizan las emociones, cómo el culto a la emoción pública se ha extendido de manera vírica por la sociedad actual. Theodore Darlymple, pseudónimo del médico psiquiatra británico Anthony Daniels, profundo conocedor de la naturaleza humana, desnuda el “sentimentalismo tóxico”, que infecta con intensa actividad los relatos de ficción, también los informativos. “Buscamos la simplicidad en aras de una vida mental más tranquila, el bien absolutamente bueno; el mal, totalmente malo; lo bello, enteramente bello”. Y así sucesivamente, como si la vida y la naturaleza humana fuera una paleta de blancos y negros.

La narrativa ficcional está saturada de situaciones que se resuelven desde la más elemental y primaria emoción, donde el conflicto en su complejidad, el diálogo en su potencialidad son inexistentes (ruptura de relaciones, desengaños amorosos, pérdidas de empleo, aplicación de la justicia, enfrentamiento intergeneracional, relaciones de pareja o parentales…). Y las consecuencias de estas acciones, alentadas o alertadas por el ingrediente emocional, tampoco existen.
La no distinción entre lo público y lo privado empobrece la vida, banaliza los sentimientos y mercantiliza las emociones
Desde las emociones al sentimentalismo tóxico existe un rápido y cómodo paso, el tránsito de lo privado a lo público. Pero es un paso que tiene sus consecuencias, porque la expresión pública de los sentimientos exige una respuesta a los demás, las lágrimas provocan una reacción y tienen unas consecuencias. Señala el psiquiatra británico que “existe algo coercitivo o intimidatorio en la expresión pública del sentimiento”. La no distinción entre lo público y lo privado empobrece la vida, banaliza los sentimientos y mercantiliza las emociones.El espacio íntimo y privado es parte de la persona, de su identidad, la colectivización de ese territorio mediante la banalización de las emociones es un ataque frontal a la dignidad del individuo, y un modo más de infantilizar la sociedad.

Este relato emocional también ha sido estudiado por Domique Moïsi, politólogo, y uno de los mayores referentes europeos en geopolítica internacional. Su geopolítica de las emociones analiza la importancia de las emociones en un mundo en el que los medios de comunicación, y en particular el producto ficcional audiovisual, se convierte en caja acústica. Emociones muy arraigadas en el sustrato socio-cultural como la humillación, la ira o el miedo, expuestas y exhibidas estratégicamente en los guiones contemporáneos, reclaman un bien hoy muy escaso, la confianza. Algo que los políticos, las tradicionales narrativas culturales y sociales como la familia, la escuela y la religión, o lo han perdido, o se intenta socavar.

El “quiero conseguirlo pero jamás podré”, “tú eres el culpable de que no lo consiga”, “este mundo se acaba, ¿qué será de él?” recogen esta triple entente emocional, que reclama esa confianza entre naciones y entre individuos. No se confía en los políticos, cada vez menos en las instituciones, el mundo interconectado y globalizado es un fértil jardín para la inseguridad. Como señala Moïsi “la atmósfera ideológica del siglo XX estuvo marcada por los modelos políticos en conflicto; socialismo, fascismo, comunismo. En el mundo actual, la ideología ha sido reemplazada por la identidad”.
Todo es relativo, todo perecedero, pero la novedad es un valor que exhibe y alimenta lo insustancial
Se trata de un juego de percepciones, en los denominados relatos emocionales, que funcionan muy bien narrativamente, que distorsionan con interés los símbolos, un conjunto de emociones que pasean entre como nos vemos y como nos ven, entre nosotros y los otros. Los nacionalismos de uno y otro color, los feminismos radicales, las fobias y paranoias de la inmigración, que no atienden a razones y desafían la estadística, sin embargo explotan impúdicamente las emociones más atávicas.

Alvin Toffler ya advirtió en la década de los setenta, en “El shock del futuro”, cómo la transitoriedad, lo provisional, ingredientes básicos de lo banal, caracterizaría nuestra era de las primeras décadas del siglo XXI. Todo es relativo, todo perecedero, pero la novedad es un valor que exhibe y alimenta lo insustancial. El disfrute cultural de cualquier manifestación artística o cultural exigen un conocimiento básico, una disposición para un cierto ejercicio de voluntad intelectual, esfuerzo y tiempo.


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