de Joseph Roth:
testamento poético de un peregrinaje
Cuando se editó por primera vez, en 1949, La leyenda del santo bebedor, su autor, Joseph Roth, llevaba ya una década muerto y olvidado. Se fue de este mundo en la habitación de un viejo hospital del distrito XV de París, exiliado, delirante, alcoholizado y en la ruina. En su partida de defunción, dos días después de su muerte, se le define como hombre “sans (sin) profession“.
El relato, de unas 90 páginas (Ed. Anagrama, 1981) y escrito en 1939, fue el último legado que el periodista y escritor nos dejó, una suerte de testamento vital de un hombre que, poco antes de morir, escribió sobre sí mismo: “Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido” (1938).
No deja de ser paradójico que el hombre que firma esa sentencia, a todas luces definitiva, sea el mismo que la primavera que habría de dejar atrás sus miserias llevó a los altares a Andreas Kartak, el santo bebedor.
El crítico y novelista Hermann Kesten le recuerda pocos días antes de su muerte, con su “tiernísima sonrisa de borracho” a altas horas de la madrugada, contando su último relato: el de un indigente alcoholizado que contrae una deuda de 200 francos con Santa Teresita de Lisieux que le habría de ayudar a reconstruirse y que, por supuesto, nunca llega a devolver.
Seamos justos, el pobre hombre lo intenta, tiene la intención de hacerlo. Busca trabajo, amasa una pequeña cantidad de dinero (siempre escurridizo entre copas y copas) trata de dignificar su apariencia y progresar, e incluso acude (varias veces) a la capilla de la santa para tratar de cumplir su promesa. Pero hacerle un préstamo a un alcohólico, o, lo que es lo mismo, a quien no es dueño de sí mismo, parece tener un único desenlace probable.
“¿No es divertida?“, recuerda Kesten que le preguntó Roth tras exponerle su última creación. A priori, podría parecer cinismo, pues detrás del santo bebedor se intuye inevitablemente una intuición del autor acerca de sus propias desgracias.
Joseph Roth: arruinado e incapaz de responder a los préstamos de quienes le querían bien (entre ellos su amigo y antagonista, Stefan Zweig), alcoholizado, enfermo, vetado por los editores de lengua alemana (por ser judío) después de haber sido una estrella, casado con una mujer a la que fue infiel (según se deduce de algunos de sus escritos) y a la que, sin embargo, trató de cuidar y retener hasta que hubo de ingresar de por vida con diagnóstico de esquizofrenia y delirio furioso. En los últimos delirios del escritor, toda su preocupación era reunir dinero para mantener a su mujer cuando saliera del sanatorio (cosa que nunca ocurriría).
Buena parte de su obra literaria, lo mejor que había de dejar al mundo, se perdió al ser arrestada por los nazis la mujer que conservaba su archivo.
Hay algo en la mirada de Roth que infunde cierto vértigo: ¿Por qué esa alegría?
A todas luces, su vida parecería la versión más bochornosa de la parábola de los talentos: la del hombre llamado a grandes obras que acaba resultando un “fracaso”. Al menos el cobarde de la historia evangélica tiene algo que devolver. Sin embargo, hay algo en la pregunta de Roth (“¿No es divertida?”) que infunde cierto vértigo: ¿Por qué un hombre así mira con alegría, incluso con sentido del humor, sus propias desgracias?
¿Es La leyenda del santo bebedor una última carcajada de amargura? Desde luego que no: es más bien una provocación, un grito triunfal desde la más profunda miseria humana. La lucidez de la que presume Roth consiste precisamente en eso, en haber experimentado en sus carnes la debilidad de su propia voluntad, las inclemencias de la historia y de la suerte, la pobreza y, haber salido “ileso”.
No hay en todo el breve relato de Roth un solo juicio, una reprobación de la asombrosa (pero reconocible) liviandad de nuestro santo borracho, a la deriva de su propia debilidad pese a su constante empeño en ser fiel a la confianza de la santa. Solo la sincera constatación de la propia nadedad y la espera constante de un milagro.
Roth era un converso al catolicismo, por lo que en cualquier caso habrá que acudir a su fe.
Dice el pregón de la vigilia pascual, el antiquísimo Exultat, “¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!” y, en eso de las miserias y desgracias, nuestro amigo Andreas Kartak fue un profesional, un hombre hecho a la medida del amor misericordioso del Dios cristiano que carga sobre sí las culpas de sus torpes criaturas. Porque, ¿quién se atrevería a aspirar a un Dios que no fuese así?
"Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte"·
PELÍCULA "LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR"
dirigido por Ermanno Olmi
Ganadora del León de Oro en Venecia, La leyenda del santo bebedor (La leggenda del santo bevitore) es una adaptación bastante fiel a la novela dominada de arriba abajo por la habitual elegancia en la puesta en escena de Ermanno Olmi, que opta por darle al film un tono de serena tristeza alejado de dramatismos, al que contribuyen los pequeños flashbacks que nos muestran, sin apoyarse en la palabra, el pasado de Andreas (impresionante interpretación de Rutger Hauer) y el porqué de su situación actual.
Obra maestra sobre la redención más íntima y personal, sobre la segunda oportunidad para los abandonados de sentirse persona y disfrutar de nuevo brévemente de lo que no debería negársele a nadie, religiosa y mística en el más amplio sentido, La leyenda del santo bebedor nos guarda para su parte final una larga secuencia sin diálogos de cine descomunal, la que nos muestra las últimas horas que pasa Andreas, antes de realizar, por fin, su ofrenda, en la taberna donde se refugia habitualmente junto a otros vagabundos. Pocas veces el cine nos ha hecho sentir tan intensamente la amenaza del frío, el viento y la lluvia tras unos cristales, el calor acogedor de una pequeña estufa, la soledad de unas personas que comparten abrigo sin dirigirse la palabra, la compañía del abundante vino por el que una pareja de ancianos le devuelve a Andreas la imagen de sus padres y este les muestra el reloj que le dieron al dejar su hogar y que aún conserva… Solo por ese fragmento inolvidable, Olmi debería tener reservado un rinconcito en los altares del cine.
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