UNA HISTORIA DE ESPAÑA
«Desde siempre, ser lúcido y español
aparejó gran amargura y poca esperanza.»
aparejó gran amargura y poca esperanza.»
"Somos un país en demolición y quizás nos lo merezcamos. Pero hay que saber por qué nos lo estamos cargando. Ningún país de Europa tiene un impulso suicida parecido al nuestro. Es una batalla perdida. Echo en falta cultura y generosidad por su parte. No buscar la aniquilación del otro, el exterminio o la anulación, sino la solidaridad. La historia no nos sirve para construir un mejor futuro. Pero si asumes lo que eres, si te sientes cómodo en tu camisa puedes empezar a hacer cosas. No somos inferiores a nadie, somos incluso mejores en muchas cosas. Pero también debemos ser conscientes de que podemos convertirnos en seres muy peligrosos. Debemos buscar las condiciones para no serlo. Conocer las causas para intentar no caer. Eso requiere un esfuerzo nacional. He visto lugares aparentemente civilizados irse en poco tiempo al diablo. Todo es posible"
1. TIERRA DE CONEJOS
Érase una vez una hermosa piel de toro con forma de España llamada Ishapan, que significa, o significaba, tierra de conejos —les juro que la palabra significaba eso—, y que estaba habitada por un centenar de tribus, cada una de las cuales tenía su lengua e iba a su rollo. Es más: procuraban destriparse a la menor ocasión, y sólo se unían entre sí para reventar al vecino que era más débil, destacaba por las mejores cosechas o ganados, o tenía las mujeres más guapas, los hombres más apuestos y las chozas más lujosas. Fueras cántabro, astur, bastetano, mastieno, ilergete o lo que se terciara, que te fueran bien las cosas era suficiente para que se juntaran unas cuantas tribus a las que les caías mal y te pasaran por la piedra, o por el bronce, o por el hierro, según la época prehistórica que tocara.
Envidia y mala leche eran marca de la tierra ya entonces, cual reflejan los más antiguos textos que nos mencionan. Ishapan, como digo. O sea, esto de aquí. Y el caso era que así, en plan general, toda esa pandilla de animales bípedos, tan prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos: iberos y celtas. Los primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el sol, las minas, la agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego y otros factores económicos interesantes. Los celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que nada para estrechar lazos con las iberas; que, aunque menos exuberantes que las rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo castizo (véase, por ejemplo, la Dama de Elche).
Los iberos, claro, solían tomárselo a mal, y a menudo devolvían la visita. Así que cuando no estaban descuartizándose en plan doméstico en su propia casa, iberos y celtas se lo hacían unos a otros, sin complejos ni complejas. Facilitaba mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata, prodigio de herramienta forjada en hierro —Diodoro de Sicilia la califica de magnífica— que cortaba como hoja de afeitar y, cual era de esperar en manos adecuadas, deparó a iberos, celtas y resto de la peña apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en vivo y en directo (tiene su premonitorio simbolismo que una de las primeras cosas que griegos y romanos elogiaron de aquí fuera una espada). Ayudaba mucho que, como entonces la Península estaba tan llena de bosques que una ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol, todas aquellas ruidosas incursiones, destripamientos con falcata y demás actos sociales podían hacerse a la sombra, y eso facilitaba las cosas y las ganas. Animaba mucho. De cualquier modo, hay que reconocer que en el arte de picar carne propia o ajena, tanto iberos como celtas, y luego esos celtíberos resultado de tantas incursiones en plan romántico piel de toro arriba o piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos. Feroces y valientes hasta el disparate, la vida propia o ajena les importaba literalmente un carajo.
Según los historiadores de entonces, aquellos abuelos nuestros morían matando cuando los derrotaban y cantando cuando los crucificaban, se suicidaban en masa cuando palmaba el jefe de la tribu o perdía su equipo de fútbol, y las señoras, puestas en plan broncas, eran de armas tomar. De manera que, si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no caer. Y si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de trasegar unas litronas de caelia, que era la cerveza de la época, ya ni te cuento. Imaginen los botellones que liaban mis primos. Y primas. Que en lo religioso, por cierto, a falta todavía de monseñores que pastoreasen sus almas prohibiéndoles la coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta todavía de teléfono móvil, de Operación Triunfo y de Sálvame para babear en grupo, rendían culto a los ríos, las montañas, los bosques, la luna y otros etcéteras. Y éste era, siglo arriba o siglo abajo, el panorama de la tierra de conejos cuando, cerca de ochocientos años antes de que el Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y mercaderes con cara de pirata, llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el dinero (la que más) y el alfabeto (la que menos). También fueron los fenicios quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo propiedades en la costa, adelantándose a los jubilados anglosajones y a los simpáticos mafiosos rusos que hoy bailan los pajaritos en Benidorm. Pero de los fenicios, de los griegos y de otra gente parecida hablaremos en un próximo capítulo. O no.
Envidia y mala leche eran marca de la tierra ya entonces, cual reflejan los más antiguos textos que nos mencionan. Ishapan, como digo. O sea, esto de aquí. Y el caso era que así, en plan general, toda esa pandilla de animales bípedos, tan prolífica a largo plazo, podía clasificarse en dos grandes grupos étnicos: iberos y celtas. Los primeros eran bajitos, morenos, y tenían más suerte con el sol, las minas, la agricultura, las playas, el turismo fenicio y griego y otros factores económicos interesantes. Los celtas, por su parte, eran rubios, ligeramente más bestias y a menudo más pobres, cosa que resolvían haciendo incursiones en las tierras del sur, más que nada para estrechar lazos con las iberas; que, aunque menos exuberantes que las rubias de arriba, tenían su puntito meridional y su morbo castizo (véase, por ejemplo, la Dama de Elche).
Los iberos, claro, solían tomárselo a mal, y a menudo devolvían la visita. Así que cuando no estaban descuartizándose en plan doméstico en su propia casa, iberos y celtas se lo hacían unos a otros, sin complejos ni complejas. Facilitaba mucho el método una espada genuinamente aborigen llamada falcata, prodigio de herramienta forjada en hierro —Diodoro de Sicilia la califica de magnífica— que cortaba como hoja de afeitar y, cual era de esperar en manos adecuadas, deparó a iberos, celtas y resto de la peña apasionantes terapias de grupo y bonitos experimentos colectivos de cirugía en vivo y en directo (tiene su premonitorio simbolismo que una de las primeras cosas que griegos y romanos elogiaron de aquí fuera una espada). Ayudaba mucho que, como entonces la Península estaba tan llena de bosques que una ardilla podía recorrerla saltando de árbol en árbol, todas aquellas ruidosas incursiones, destripamientos con falcata y demás actos sociales podían hacerse a la sombra, y eso facilitaba las cosas y las ganas. Animaba mucho. De cualquier modo, hay que reconocer que en el arte de picar carne propia o ajena, tanto iberos como celtas, y luego esos celtíberos resultado de tantas incursiones en plan romántico piel de toro arriba o piel de toro abajo, eran auténticos virtuosos. Feroces y valientes hasta el disparate, la vida propia o ajena les importaba literalmente un carajo.
Según los historiadores de entonces, aquellos abuelos nuestros morían matando cuando los derrotaban y cantando cuando los crucificaban, se suicidaban en masa cuando palmaba el jefe de la tribu o perdía su equipo de fútbol, y las señoras, puestas en plan broncas, eran de armas tomar. De manera que, si eras enemigo y caías vivo en sus manos, más te valía no caer. Y si además aquellas angelicales criaturas de ambos sexos acababan de trasegar unas litronas de caelia, que era la cerveza de la época, ya ni te cuento. Imaginen los botellones que liaban mis primos. Y primas. Que en lo religioso, por cierto, a falta todavía de monseñores que pastoreasen sus almas prohibiéndoles la coyunda, el preservativo y el aborto, y a falta todavía de teléfono móvil, de Operación Triunfo y de Sálvame para babear en grupo, rendían culto a los ríos, las montañas, los bosques, la luna y otros etcéteras. Y éste era, siglo arriba o siglo abajo, el panorama de la tierra de conejos cuando, cerca de ochocientos años antes de que el Espíritu Santo en forma de paloma visitara a la Virgen María, unos marinos y mercaderes con cara de pirata, llamados fenicios, llegaron por el Mediterráneo trayendo dos cosas que en España tendrían desigual prestigio y fortuna: el dinero (la que más) y el alfabeto (la que menos). También fueron los fenicios quienes inventaron la burbuja inmobiliaria adquiriendo propiedades en la costa, adelantándose a los jubilados anglosajones y a los simpáticos mafiosos rusos que hoy bailan los pajaritos en Benidorm. Pero de los fenicios, de los griegos y de otra gente parecida hablaremos en un próximo capítulo. O no.
2. ROMA NOS ROBA
Como íbamos diciendo, griegos y fenicios se asomaron a las costas de Hispania, echaron un vistazo al personal del interior (si nos vemos ahora como nos vemos, imagínennos entonces en Villailergete del Arévaco, con nuestras boinas, garrotas, falcatas y demás) y dijeron: pues va a ser que no, gracias, nos quedamos aquí en la playa, turisteando con las minas y las factorías comerciales, y lo de dentro que lo colonice mi suegra, si tiene huevos. Y los huevos, o parte, los tuvieron unos fulanos que, en efecto, eran primos de los fenicios —«Venid, que lo tenéis fácil», dijeron éstos aguantándose la risa— y se llamaban cartagineses porque vivían a dos pasos, en Cartago, hoy Túnez o por allí. Y bueno. Llegaron los cartagineses muy sobrados a fundar ciudades: Ibiza, Cartagena y Barcelona (esta última lo fue por Amílcar Barca, creador también de la famosa frase Roma nos roba). Hubo, de entrada, un poquito de bronca con algunos caudillos celtíberos llamados Istolacio, Indortes y Orisón, entre otros, que fueron debidamente masacrados y crucificados; entre otras cosas, porque allí cada uno iba a su aire, o se aliaba con los cartagineses el tiempo necesario para reventar a la tribu vecina, y luego si te he visto no me acuerdo (me parece que eso es Polibio quien lo dice). Así que los de Cartago destruyeron unas cuantas ciudades:
Belchite, que se llamaba Hélice, y Sagunto, que se llamaba igual que ahora y era próspera que te rilas. La pega estuvo en que Sagunto, antigua colonia griega, también era aliada de los romanos: unos pavos que por aquel entonces —siglo III antes de Cristo, echen cuentas— empezaban a montárselo de gallitos en el Mediterráneo. Y claro. Se lió una pajarraca notable, con guerra y tal. Encima, para agravar la cosa, el hijo de Amílcar, que se llamaba Aníbal y era tuerto, no podía ver a Roma ni por el ojo sano, o sea, ni en fotos, porque de pequeño lo habrían obligado a zamparse Quo Vadis en la tele cada Semana Santa, o algo así, y acabó la criatura jurando odio eterno a los romanos. De manera que, tras desparramar Sagunto, reunió un ejército que daba miedo verlo, con númidas, elefantes y crueles catapultas que arrojaban discos de Manolo Escobar. Además, bajo el lema Vente con Aníbal y verás mundo, alistó a treinta mil mercenarios celtíberos, cruzó los Alpes (ésa fue la primera mano de obra española cualificada que salió al extranjero) y se paseó por Italia dando estiba a diestro y siniestro.
El punto chulo de la cosa es que, gracias al tuerto, nuestros honderos baleares, jinetes y acuchilladores varios, precursores de los tercios de Flandes y de la selección española, participaron en todas las sobas que Aníbal dio a los de Roma en su propia casa, que fueron unas cuantas: Tesino, Trebia, Trasimeno y la final de copa en Cannas, la más vistosa de todas, donde palmaron cincuenta mil enemigos, romano más, romano menos. La faena fue que luego, en vez de seguir todo derecho hasta Roma por la vía Apia y rematar la faena, Aníbal y sus huestes, hispanos incluidos, se quedaron por allí dedicados al vicio, la molicie, las romanas caprichosas, las costumbres licenciosas y otras rimas procelosas. Y mientras ellos hacían el zángano en Italia, un general enemigo llamado Escipión desembarcó astutamente en España a la hora de la siesta, pillándolos por la retaguardia. Luego conquistó Cartagena y acabó poniéndole al tuerto los pavos a la sombra; hasta que éste, retirado al norte de África, fue derrotado en la batalla de Zama, tras la que se suicidó para no caer en manos enemigas, por vergüenza torera, ahorrándose así salir en el telediario con los carpetanos, los cántabros y los mastienos que antes lo aplaudían como locos cuando ganaba batallas, amontonados ahora ante el juzgado —actitudes ambas típicamente celtíberas— llamándolo cobarde y chorizo. El caso es que Cartago quedó hecho una piltrafa, y Roma se calzó Hispania entera. Sin saber, claro, dónde se metía. Porque si la Galia, con todo su postureo irreductible en plan Astérix y Obélix, Julio César la conquistó en nueve años, para España los romanos necesitaron doscientos. Calculen la risa. Y el arte. Pero es normal. Aquí nunca hubo patria, sino jefes (lo dice Plutarco en la biografía de Sertorio). Uno en cada pueblo: Indíbil, Mandonio, Viriato. Y claro. A semejante peña había que irle dándole matarile uno por uno. Y eso, incluso para gente organizada como los romanos, llevaba su tiempo.
Belchite, que se llamaba Hélice, y Sagunto, que se llamaba igual que ahora y era próspera que te rilas. La pega estuvo en que Sagunto, antigua colonia griega, también era aliada de los romanos: unos pavos que por aquel entonces —siglo III antes de Cristo, echen cuentas— empezaban a montárselo de gallitos en el Mediterráneo. Y claro. Se lió una pajarraca notable, con guerra y tal. Encima, para agravar la cosa, el hijo de Amílcar, que se llamaba Aníbal y era tuerto, no podía ver a Roma ni por el ojo sano, o sea, ni en fotos, porque de pequeño lo habrían obligado a zamparse Quo Vadis en la tele cada Semana Santa, o algo así, y acabó la criatura jurando odio eterno a los romanos. De manera que, tras desparramar Sagunto, reunió un ejército que daba miedo verlo, con númidas, elefantes y crueles catapultas que arrojaban discos de Manolo Escobar. Además, bajo el lema Vente con Aníbal y verás mundo, alistó a treinta mil mercenarios celtíberos, cruzó los Alpes (ésa fue la primera mano de obra española cualificada que salió al extranjero) y se paseó por Italia dando estiba a diestro y siniestro.
El punto chulo de la cosa es que, gracias al tuerto, nuestros honderos baleares, jinetes y acuchilladores varios, precursores de los tercios de Flandes y de la selección española, participaron en todas las sobas que Aníbal dio a los de Roma en su propia casa, que fueron unas cuantas: Tesino, Trebia, Trasimeno y la final de copa en Cannas, la más vistosa de todas, donde palmaron cincuenta mil enemigos, romano más, romano menos. La faena fue que luego, en vez de seguir todo derecho hasta Roma por la vía Apia y rematar la faena, Aníbal y sus huestes, hispanos incluidos, se quedaron por allí dedicados al vicio, la molicie, las romanas caprichosas, las costumbres licenciosas y otras rimas procelosas. Y mientras ellos hacían el zángano en Italia, un general enemigo llamado Escipión desembarcó astutamente en España a la hora de la siesta, pillándolos por la retaguardia. Luego conquistó Cartagena y acabó poniéndole al tuerto los pavos a la sombra; hasta que éste, retirado al norte de África, fue derrotado en la batalla de Zama, tras la que se suicidó para no caer en manos enemigas, por vergüenza torera, ahorrándose así salir en el telediario con los carpetanos, los cántabros y los mastienos que antes lo aplaudían como locos cuando ganaba batallas, amontonados ahora ante el juzgado —actitudes ambas típicamente celtíberas— llamándolo cobarde y chorizo. El caso es que Cartago quedó hecho una piltrafa, y Roma se calzó Hispania entera. Sin saber, claro, dónde se metía. Porque si la Galia, con todo su postureo irreductible en plan Astérix y Obélix, Julio César la conquistó en nueve años, para España los romanos necesitaron doscientos. Calculen la risa. Y el arte. Pero es normal. Aquí nunca hubo patria, sino jefes (lo dice Plutarco en la biografía de Sertorio). Uno en cada pueblo: Indíbil, Mandonio, Viriato. Y claro. A semejante peña había que irle dándole matarile uno por uno. Y eso, incluso para gente organizada como los romanos, llevaba su tiempo.
3. ROSA, ROSAE. HABLANDO LATÍN
Estábamos con Roma. En que Escipión, vencedor de Cartago, una vez hecha la faena, dice a sus colegas generales «Ahí os dejo el pastel», y se vuelve a la madre patria. Y mientras, Hispania, que aún no puede considerarse España pero promete, se convierte, en palabras de no recuerdo qué historiador, en sepulcro de romanos: doscientos años para pacificar el paisaje, porque pueblos tipo Astérix tuvimos a punta de pala. El sistema romano era picar carne de forma sistemática: legiones, matanza, crucifixión, esclavos. Lo típico. Lo gestionaban unos tíos llamados pretores, Galba y otros, que eran cínicos y crueles al estilo de los malos de las películas, en plan sheriff de Nottingham, especialistas en engañar a las tribus con pactos que luego no cumplían ni de lejos. El método funcionó lento pero seguro, con altibajos llamados Indíbil, Mandonio y tal. El más altibajo de todos fue Viriato, que dio una caña horrorosa hasta que Roma sobornó a sus capitanes y éstos le dieron matarile. Su tropa, mosqueada, resistió numantina en una ciudad llamada Numancia, que aguantó diez años hasta que el nieto de Escipión acabó tomándola, con gran matanza, suicidio general (eso dicen Floro y Orosio, aunque suena a pegote) y demás. Otro que se puso en plan Viriato fue un romano guapo y listo llamado Sertorio, quien tuvo malos rollos en su tierra, vino aquí, se hizo caudillo en el buen sentido de la palabra, y estuvo dando por saco a sus antiguos compatriotas hasta que éstos, recurriendo al método habitual -la lealtad no era la más acrisolada virtud local- consiguieron que un antiguo lugarteniente le diera las del pulpo. Y así, entre sublevaciones, matanzas y nuevas sublevaciones, se fue romanizando el asunto. De vez en cuando surgían otras numancias, que eran pasadas por la piedra de amolar sublevatas. Una de las últimas fue Calahorra, que ofreció heroica resistencia popular -de ahí viene el antiguo refrán «Calahorra, la que no resiste a Roma es zorra»-. Etcétera.
La parte buena de todo esto fue que acabó, a la larga, con las pequeñas guerras civiles celtíberas; porque los romanos tenían el buen hábito de engañar, crucificar y esclavizar imparcialmente a unos y a otros, sin casarse ni con su padre. Aun así, cuando se presentaba ocasión, como en la guerra civil que trajeron Julio César y los partidarios de Pompeyo, los hispanos tomaban partido por uno u otro, porque todo pretexto valía para quemar la cosecha o violar a la legítima del vecino, envidiado por tener una cuadriga con mejores caballos, abono en el anfiteatro de Mérida u otros privilegios. El caso es que paz, lo que se dice paz, no la hubo hasta que Octavio Augusto, el primer emperador, vino en persona y le partió el espinazo a los últimos irreductibles cántabros, vascones y astures que resistían en plan hecho diferencial, enrocados en la pelliza de pieles y el queso de cabra -a Octavio iban a irle con reivindicaciones autonómicas, mis primos-.
El caso es que a partir de entonces, los romanos llamaron Hispania a Hispania, dividiéndola en cinco provincias. Explotaban el oro, la plata y la famosa triada mediterránea: trigo, vino y aceite. Hubo obras públicas, prosperidad, y empresas comunes que llenaron el vacío que (véase Plutarco, chico listo) la palabra patria había tenido hasta entonces. A la gente empezó a ponerla eso de ser romano: las palabras hispanus sum, soy hispano, cobraron sentido dentro del cives romanus sum general. Las ciudades se convirtieron en focos económicos y culturales, unidos por carreteras tan bien hechas que algunas se conservan hoy. Jóvenes con ganas de ver mundo empezaron a alistarse como soldados de Roma, y legionarios veteranos obtuvieron tierras y se casaron con hispanas que parían hispanorromanitos con otra mentalidad: gente que sabía declinar rosa-rosae y estudiaba para arquitecto de acueductos y cosas así. También por esas fechas llegaron los primeros cristianos; que, como monseñor Rouco aún no había sido ordenado obispo -aunque estaba a punto-, todavía se dedicaban a lo suyo, que era ir a misa, y no daban la brasa con el aborto y esa clase de cosas. Prueba de que esto pintaba bien era la peña que nació aquí por esa época: Trajano, Adriano, Teodosio, Séneca, Quintiliano, Columela, Lucano, Marcial… Tres emperadores, un filósofo, un retórico, un experto en agricultura internacional, un poeta épico y un poeta satírico. Entre otros. En cuanto a la lengua, pues oigan. Que veintitantos siglos después el latín sea una lengua muerta, es inexacto. Quienes hablamos en castellano, gallego o catalán, aunque no nos demos cuenta, seguimos hablando latín.
La parte buena de todo esto fue que acabó, a la larga, con las pequeñas guerras civiles celtíberas; porque los romanos tenían el buen hábito de engañar, crucificar y esclavizar imparcialmente a unos y a otros, sin casarse ni con su padre. Aun así, cuando se presentaba ocasión, como en la guerra civil que trajeron Julio César y los partidarios de Pompeyo, los hispanos tomaban partido por uno u otro, porque todo pretexto valía para quemar la cosecha o violar a la legítima del vecino, envidiado por tener una cuadriga con mejores caballos, abono en el anfiteatro de Mérida u otros privilegios. El caso es que paz, lo que se dice paz, no la hubo hasta que Octavio Augusto, el primer emperador, vino en persona y le partió el espinazo a los últimos irreductibles cántabros, vascones y astures que resistían en plan hecho diferencial, enrocados en la pelliza de pieles y el queso de cabra -a Octavio iban a irle con reivindicaciones autonómicas, mis primos-.
El caso es que a partir de entonces, los romanos llamaron Hispania a Hispania, dividiéndola en cinco provincias. Explotaban el oro, la plata y la famosa triada mediterránea: trigo, vino y aceite. Hubo obras públicas, prosperidad, y empresas comunes que llenaron el vacío que (véase Plutarco, chico listo) la palabra patria había tenido hasta entonces. A la gente empezó a ponerla eso de ser romano: las palabras hispanus sum, soy hispano, cobraron sentido dentro del cives romanus sum general. Las ciudades se convirtieron en focos económicos y culturales, unidos por carreteras tan bien hechas que algunas se conservan hoy. Jóvenes con ganas de ver mundo empezaron a alistarse como soldados de Roma, y legionarios veteranos obtuvieron tierras y se casaron con hispanas que parían hispanorromanitos con otra mentalidad: gente que sabía declinar rosa-rosae y estudiaba para arquitecto de acueductos y cosas así. También por esas fechas llegaron los primeros cristianos; que, como monseñor Rouco aún no había sido ordenado obispo -aunque estaba a punto-, todavía se dedicaban a lo suyo, que era ir a misa, y no daban la brasa con el aborto y esa clase de cosas. Prueba de que esto pintaba bien era la peña que nació aquí por esa época: Trajano, Adriano, Teodosio, Séneca, Quintiliano, Columela, Lucano, Marcial… Tres emperadores, un filósofo, un retórico, un experto en agricultura internacional, un poeta épico y un poeta satírico. Entre otros. En cuanto a la lengua, pues oigan. Que veintitantos siglos después el latín sea una lengua muerta, es inexacto. Quienes hablamos en castellano, gallego o catalán, aunque no nos demos cuenta, seguimos hablando latín.
4. ROMA SE VA AL CARAJO
Pues aquí estábamos, cuatro o cinco siglos después de Cristo, en plena burbuja inmobiliaria, viviendo como ciudadanos del imperio romano; que era algo parecido a vivir como obispos pero en laico, con minas, agricultura, calzadas y acueductos, prósperos y tal, con el último modelo de cuadriga aparcado en la puerta, hipotecándonos para ir de vacaciones a las termas o comprar una segunda domus en el litoral de la Bética o la Tarraconense. Viviendo de puta madre. Y con el boom del denario, y la exportación de ánforas de vino, y la agricultura, la ganadería, las minas y el comercio y las bailarinas de Gades todo iba como una traca. Y entonces -en asuntos de Historia todo está inventado hace rato- llegó la crisis. La gente dejó el campo para ir a las ciudades, la metrópoli absorbía cada vez más recursos empobreciendo las provincias, los propietarios se tornaron más ambiciosos y rapaces atrincherados en sus latifundios, los pobres fueron más pobres y los ricos más ricos. Y por si éramos pocos, parió la abuela:
nos hicimos cristianos para ir al Cielo. Ahí echaron sus primeros dientes el fanatismo y la intransigencia religiosa que ya no nos abandonarían nunca, y el alto clero hispano empezó a mojar en todas las salsas, incluida la gran propiedad rural y la política. A todo esto, los antiguos legionarios que habían conquistado el mundo se amariconaron mucho, y en vez de apiolar bárbaros (originalmente, bárbaro no significa salvaje, sino extranjero) como era su obligación, se metieron también en política, poniendo y quitando emperadores. Treinta y nueve hubo en medio siglo; y muchos, asesinados por sus colegas. Entonces, para guarnecer las fronteras, el limes del Danubio, el muro de Adriano y sitios así, les dijeron a los bárbaros de enfrente: «Oye, Olaf, quédate tú aquí de guardia con el casco y la lanza que yo voy a Roma a por tabaco». Y Olaf se instaló a este lado de la frontera con la familia, y cuando se vio solo y con lanza llamó a sus compadres Sigerico y Odilón y les dijo: «Venid pacá, colegas, que estos idiotas nos lo están poniendo a huevo». Y aquí se vinieron todos, afilando el hacha. Y fue lo que se llamaron invasiones bárbaras. Y para más Inri (que es una palabra romana) dentro de Roma estaban otros inmigrantes, que eran los teutones, partos, pictos, númidas, garamantes y otros fulanos que habían venido como esclavos, por la cara, o voluntarios para hacer los trabajos que a los romanos, ya muy tiquismiquis, les daba pereza hacer; y ahora con la crisis esos desgraciados no tenían otra que meterse a gladiadores -que no tenían seguridad social- y luego rebelarse como Espartaco, o buscarse la vida aun de peor manera. Y a ésos, por si fueran pocos, se les juntaron los romanos de carnet, o sea, las clases media y baja empobrecidas por la crisis económica, enloquecidas por los impuestos de los Montorus Hijoputus de la época, asfixiadas por los latifundistas y acogotadas por los curas que encima prohibían fornicar, último consuelo de los pobres. Así que entre todos empezaron a hacerle la cama al imperio romano desde fuera y desde dentro, con muchas ganas. Imagínense a la clase política de entonces, más o menos como ahora la clase dirigente española, con el imperio-estado hecho una piltrafa, la corrupción, la mangancia y la vagancia, los senadores Anasagastis, la peña indignada cuando todavía no se habían puesto de moda las maneras políticamente correctas y todo se arreglaba degollando. Añadan el sálvese quien pueda habitual, y será fácil imaginar cómo aquello crujió por las costuras, acabándose lo de «Para frenar el furor de la guerra, inclinar la cabeza bajo las mismas leyes» (que escribió un tal Prudencio, de nombre adecuado al caso). Las invasiones empezaron en plan serio a principios del siglo V:
suevos y vándalos, que eran pueblos germánicos rubios y tal, y alanos, que eran asiáticos, morenos de pelo, y que se habían dado -calculen, desde Ucrania o por allí- un paseo de veinte pares de narices porque habían oído que Hispania era Jauja y había dos tabernas por habitante. El caso es que, uno tras otro, esos animales liaron la pajarraca saqueando ciudades e iglesias, violando a las respetables matronas que aún fueran respetables, y haciendo otras barbaridades, como el sustantivo indica, propias de bárbaros. Con lo que la Hispania civilizada, o lo que quedaba de ella, se fue a tomar por saco. Para frenar a esas tribus, Roma ya no tenía fuerzas propias. Ni ganas. Así que contrató mano de obra temporal para el asunto. Godos, se llamaban. Con nombres raros como Ataúlfo y Turismundo. Y eran otra tribu bárbara, aunque un poquito menos.
nos hicimos cristianos para ir al Cielo. Ahí echaron sus primeros dientes el fanatismo y la intransigencia religiosa que ya no nos abandonarían nunca, y el alto clero hispano empezó a mojar en todas las salsas, incluida la gran propiedad rural y la política. A todo esto, los antiguos legionarios que habían conquistado el mundo se amariconaron mucho, y en vez de apiolar bárbaros (originalmente, bárbaro no significa salvaje, sino extranjero) como era su obligación, se metieron también en política, poniendo y quitando emperadores. Treinta y nueve hubo en medio siglo; y muchos, asesinados por sus colegas. Entonces, para guarnecer las fronteras, el limes del Danubio, el muro de Adriano y sitios así, les dijeron a los bárbaros de enfrente: «Oye, Olaf, quédate tú aquí de guardia con el casco y la lanza que yo voy a Roma a por tabaco». Y Olaf se instaló a este lado de la frontera con la familia, y cuando se vio solo y con lanza llamó a sus compadres Sigerico y Odilón y les dijo: «Venid pacá, colegas, que estos idiotas nos lo están poniendo a huevo». Y aquí se vinieron todos, afilando el hacha. Y fue lo que se llamaron invasiones bárbaras. Y para más Inri (que es una palabra romana) dentro de Roma estaban otros inmigrantes, que eran los teutones, partos, pictos, númidas, garamantes y otros fulanos que habían venido como esclavos, por la cara, o voluntarios para hacer los trabajos que a los romanos, ya muy tiquismiquis, les daba pereza hacer; y ahora con la crisis esos desgraciados no tenían otra que meterse a gladiadores -que no tenían seguridad social- y luego rebelarse como Espartaco, o buscarse la vida aun de peor manera. Y a ésos, por si fueran pocos, se les juntaron los romanos de carnet, o sea, las clases media y baja empobrecidas por la crisis económica, enloquecidas por los impuestos de los Montorus Hijoputus de la época, asfixiadas por los latifundistas y acogotadas por los curas que encima prohibían fornicar, último consuelo de los pobres. Así que entre todos empezaron a hacerle la cama al imperio romano desde fuera y desde dentro, con muchas ganas. Imagínense a la clase política de entonces, más o menos como ahora la clase dirigente española, con el imperio-estado hecho una piltrafa, la corrupción, la mangancia y la vagancia, los senadores Anasagastis, la peña indignada cuando todavía no se habían puesto de moda las maneras políticamente correctas y todo se arreglaba degollando. Añadan el sálvese quien pueda habitual, y será fácil imaginar cómo aquello crujió por las costuras, acabándose lo de «Para frenar el furor de la guerra, inclinar la cabeza bajo las mismas leyes» (que escribió un tal Prudencio, de nombre adecuado al caso). Las invasiones empezaron en plan serio a principios del siglo V:
suevos y vándalos, que eran pueblos germánicos rubios y tal, y alanos, que eran asiáticos, morenos de pelo, y que se habían dado -calculen, desde Ucrania o por allí- un paseo de veinte pares de narices porque habían oído que Hispania era Jauja y había dos tabernas por habitante. El caso es que, uno tras otro, esos animales liaron la pajarraca saqueando ciudades e iglesias, violando a las respetables matronas que aún fueran respetables, y haciendo otras barbaridades, como el sustantivo indica, propias de bárbaros. Con lo que la Hispania civilizada, o lo que quedaba de ella, se fue a tomar por saco. Para frenar a esas tribus, Roma ya no tenía fuerzas propias. Ni ganas. Así que contrató mano de obra temporal para el asunto. Godos, se llamaban. Con nombres raros como Ataúlfo y Turismundo. Y eran otra tribu bárbara, aunque un poquito menos.
5. EL PUÑAL DEL GODO
Y fue el caso, o sea, que mientras el imperio se iba a tomar por saco entre bárbaros por un lado y decadencia romana por otro, y el mundo civilizado se partía en pedazos, en la Hispania ocupada por los visigodos se discutía sobre el trascendental asunto de la Santísima Trinidad. Y es que de entonces (siglo V más o menos), datan ya nuestros primeros pifostios religiosos, que tanto iban a dar de sí en esta tierra antaño fértil en conejos y siempre fértil en fanáticos y en gilipollas. Porque los visigodos, llamados por los romanos para controlar esto, eran arrianos. O sea, cristianos convertidos por el obispo hereje Arrio, que negaba que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tuvieran los mismos galones en la bocamanga; mientras que los nativos de origen romano, católicos obedientes a Roma, sostenían lo de un Dios uno, trino y no hay más que hablar porque lo quemo a usted si me discute. Así prosiguió ese tira y afloja de las dos Hispanias, nosotros y ellos, quien no está conmigo está contra mí, tan español como la tortilla de patatas o el paredón al amanecer, con los obispos de unos y otros comiéndole la oreja a los reyes godos, que se llamaban Ataúlfo, Teodoredo y tal.
Hasta que en tiempos de Leovigildo, arriano como los anteriores, consiguieron que su hijo Hermenegildo se hiciera católico y liaron nuestra primera guerra civil; porque el niñato, con el fanatismo del converso y la desvergüenza del ambicioso, se sublevó contra su papi. Que en líneas generales estaba resultando ser un rey bastante decente y casi había logrado, con mucho esfuerzo y salivilla, unificar de nuevo esta casa de putas, a excepción de las abruptas tierras vascas; donde, bueno es reconocerlo históricamente, la peña local seguía belicosamente enrocada en sus montañas, bosques, levantamiento de piedras e irreductible analfabetismo prerromano. El caso es que al nene Hermenegildo acabó capturándolo su padre Leovigildo y le dio matarile por la que había liado; pero como el progenitor era listo y conocía el paño, se quedó con la copla. Esto de una élite dominante arriana y una masa popular católica no va a funcionar, pensó. Con estos súbditos que tengo. Así que cuando estaba recibiendo los óleos llamó a su otro hijo Recaredo -la monarquía goda era electiva, pero se las arreglaron para que el hijo sucediera al padre- y le dijo: mira, chaval, éste es un país con un alto porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado, y su naturaleza se llama guerra civil. Así que hazte católico, pon a los obispos de tu parte y unifica, que algo queda. Si no, esto se va al carajo. Recaredo, chico listo, abjuró del arrianismo, organizó el tercer concilio de Toledo, dejó que los obispos proclamaran santo y mártir al capullo de su hermano difunto, desaparecieron los libros arrianos -primera quema de libros de nuestra muy inflamable historia- y la iglesia católica inició su largo y provechoso, para ella, maridaje con el Estado español, o lo que esto fuera entonces; luna de miel que, con altibajos propios de los tiempos revueltos que trajeron los siglos, se prolongaría hasta hace poco en la práctica (confesores del rey, pactos, concordatos) y hasta hoy mismo (véase la simpática cara de monseñor Rouco) en las consecuencias.
De todas formas, justo es reconocer que cuando los clérigos no andaban metidos en política desarrollaban cosas muy decentes. Llenaron el paisaje de monasterios que fueron focos culturales y de ayuda social, y de sus filas salieron fulanos de alta categoría, como el historiador Paulo Orosio o el obispo Isidoro de Sevilla -San Isidoro para los amigos-, que fue la máxima autoridad intelectual de su tiempo, y en su influyente enciclopedia Etimologías, que todavía hoy ofrece una lectura deliciosa, resumió con admirable erudición todo cuanto su gran talento pudo rescatar de las ruinas del imperio devastado; de la noche que las invasiones bárbaras habían extendido sobre Occidente, y que en Hispania fue especialmente oscura. Con la única luz refugiada en los monasterios, y la influyente iglesia católica moviendo hilos desde concilios, púlpitos y confesionarios, los reyes posteriores a Recaredo, no precisamente intelectuales, se enzarzaron en una sangrienta lucha por el poder que habría necesitado, para contarla, al Shakespeare que, como tantas otras cosas, en España nunca tuvimos. De los treinta y cinco reyes godos, la mitad palmaron asesinados. Y en eso seguían cuando hacia el año 710, al otro lado del Estrecho de Gibraltar, resonó un grito que iba a cambiarlo todo: No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta.
Hasta que en tiempos de Leovigildo, arriano como los anteriores, consiguieron que su hijo Hermenegildo se hiciera católico y liaron nuestra primera guerra civil; porque el niñato, con el fanatismo del converso y la desvergüenza del ambicioso, se sublevó contra su papi. Que en líneas generales estaba resultando ser un rey bastante decente y casi había logrado, con mucho esfuerzo y salivilla, unificar de nuevo esta casa de putas, a excepción de las abruptas tierras vascas; donde, bueno es reconocerlo históricamente, la peña local seguía belicosamente enrocada en sus montañas, bosques, levantamiento de piedras e irreductible analfabetismo prerromano. El caso es que al nene Hermenegildo acabó capturándolo su padre Leovigildo y le dio matarile por la que había liado; pero como el progenitor era listo y conocía el paño, se quedó con la copla. Esto de una élite dominante arriana y una masa popular católica no va a funcionar, pensó. Con estos súbditos que tengo. Así que cuando estaba recibiendo los óleos llamó a su otro hijo Recaredo -la monarquía goda era electiva, pero se las arreglaron para que el hijo sucediera al padre- y le dijo: mira, chaval, éste es un país con un alto porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado, y su naturaleza se llama guerra civil. Así que hazte católico, pon a los obispos de tu parte y unifica, que algo queda. Si no, esto se va al carajo. Recaredo, chico listo, abjuró del arrianismo, organizó el tercer concilio de Toledo, dejó que los obispos proclamaran santo y mártir al capullo de su hermano difunto, desaparecieron los libros arrianos -primera quema de libros de nuestra muy inflamable historia- y la iglesia católica inició su largo y provechoso, para ella, maridaje con el Estado español, o lo que esto fuera entonces; luna de miel que, con altibajos propios de los tiempos revueltos que trajeron los siglos, se prolongaría hasta hace poco en la práctica (confesores del rey, pactos, concordatos) y hasta hoy mismo (véase la simpática cara de monseñor Rouco) en las consecuencias.
De todas formas, justo es reconocer que cuando los clérigos no andaban metidos en política desarrollaban cosas muy decentes. Llenaron el paisaje de monasterios que fueron focos culturales y de ayuda social, y de sus filas salieron fulanos de alta categoría, como el historiador Paulo Orosio o el obispo Isidoro de Sevilla -San Isidoro para los amigos-, que fue la máxima autoridad intelectual de su tiempo, y en su influyente enciclopedia Etimologías, que todavía hoy ofrece una lectura deliciosa, resumió con admirable erudición todo cuanto su gran talento pudo rescatar de las ruinas del imperio devastado; de la noche que las invasiones bárbaras habían extendido sobre Occidente, y que en Hispania fue especialmente oscura. Con la única luz refugiada en los monasterios, y la influyente iglesia católica moviendo hilos desde concilios, púlpitos y confesionarios, los reyes posteriores a Recaredo, no precisamente intelectuales, se enzarzaron en una sangrienta lucha por el poder que habría necesitado, para contarla, al Shakespeare que, como tantas otras cosas, en España nunca tuvimos. De los treinta y cinco reyes godos, la mitad palmaron asesinados. Y en eso seguían cuando hacia el año 710, al otro lado del Estrecho de Gibraltar, resonó un grito que iba a cambiarlo todo: No hay otro Dios que Alá, y Mahoma es su profeta.
6. Y NOS MOLIERON A PALOS
En el año 711, como dicen esos guasones versos que con tanta precisión clavan nuestra historia: «Llegaron los sarracenos / y nos molieron a palos; / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos». Suponiendo que a los hispano-visigodos se los pudiera llamar buenos. Porque a ver. De una parte, dando alaridos en plan guerra santa a los infieles, llegaron por el norte de África las tribus árabes adictas al Islam, con su entusiasmo calentito, y los bereberes convertidos y empujados por ellos. Para hacerse idea, sitúen en medio un estrecho de solo quince kilómetros de anchura, y pongan al otro lado una España, Hispania o como quieran llamarla -los musulmanes la llamaban Ispaniya, o Spania-, al estilo de la de ahora, pero en plan visigodo, o sea, cuatro millones de cabrones insolidarios y cainitas, cada uno de su padre y de su madre, enfrentados por rivalidades diversas, regidos por reyes que se asesinaban unos a otros y por obispos entrometidos y atentos a su negocio, con unos impuestos horrorosos y un expolio fiscal que habría hecho feliz a Mariano Rajoy y a sus más infames sicarios. Unos fulanos, en suma, desunidos y bordes, con la mala leche de los viejos hispanorromanos reducidos a clases sociales inferiores, por un lado, y la arrogante barbarie visigoda todavía fresca en su prepotencia de ordeno y mando. Añadan el hambre del pueblo, la hipertrofia funcionarial, las ambiciones personales de los condes locales, y también el hecho de que a algún rey de los últimos le gustaban las señoras más de lo prudente -tampoco en eso hay ahora nada nuevo bajo el sol-, y los padres, y tíos, y hermanos y tal de algunas prójimas le tenían al lujurioso monarca unas ganas horrorosas. O eso dicen. De manera que una familia llamada Witiza, y sus compadres, se compincharon con los musulmanes del otro lado, norte de África, que a esas alturas y por el sitio (Mauretania) se llamaban mauras, o moros:
nombre absolutamente respetable que han mantenido hasta hoy, y con el que se les conocería en todas las crónicas de historias escritas sobre el particular -y fueron unas cuantas- durante los siguientes trece siglos. Y entre los partidarios de Witiza y un conde visigodo que gobernaba Ceuta le hicieron una cama de cuatro por cuatro al rey de turno, que era un tal Roderico, Rodrigo para los amigos. Y en una circunstancia tan española -para que luego digan que no existimos- que hasta humedece los ojos de emoción reconocernos en eso tantos siglos atrás, prefirieron entregar España al enemigo, y que se fuera todo a tomar por saco, antes que dejar aparte sus odios y rencores personales. Así que, aprovechando -otra coincidencia conmovedora- que el tal Rodrigo estaba ocupado en el norte guerreando contra los vascos, abrieron la puerta de atrás y un jefe musulmán llamado Tariq cruzó el Estrecho (la montaña Yebel-Tariq, Gibraltar, le debe el nombre) y desembarcó con sus guerreros, frotándose las manos porque, gobierno y habitantes aparte, la vieja Ispaniya tenía muy buena prensa entre los turistas muslimes: fértil, rica, clima variado, buena comida, señoras guapas y demás. Y encima, con unas carreteras, las antiguas calzadas romanas, que eran estupendas, recorrían el país y facilitaban las cosas para una invasión, nunca mejor dicho, como Dios manda. De manera que cuando el rey Rodrigo llegó a toda candela con su ejército en plan a ver qué diablos está pasando aquí, oigan, le dieron las suyas y las del pulpo.
Ocurrió en un sitio del sur llamado La Janda, y allí se fueron al carajo la España cristianovisigoda, la herencia hispanorromana, la religión católica y la madre que las parió. Porque los cretinos de Witiza, el conde de Ceuta y los otros compinches creían que luego los moros iban a volverse a África; pero Tariq y otro fulano que vino con más guerreros, llamado Muza, dijeron «Nos gusta esto, chavales. Así que nos quedamos, si no tenéis inconveniente». Y la verdad es que inconvenientes hubo pocos. Los españoles de entonces, a impulsos de su natural carácter, adoptaron la actitud que siempre adoptarían en el futuro: no hacer nada por cambiar una situación; pero, cuando alguien la cambia por ellos y la nueva se pone de moda, apuntarse en masa. Lo mismo da que sea el Islam, Napoleón, la plaza de Oriente, la democracia, no fumar en los bares, no llamar moros a los moros, o lo que toque. Y siempre, con la estúpida, acrítica, hipócrita, fanática y acomplejada fe del converso. Así que, como era de prever, después de La Janda las conversiones al Islam fueron masivas, y en pocos meses España se despertó más musulmana que nadie. Como se veía venir.
nombre absolutamente respetable que han mantenido hasta hoy, y con el que se les conocería en todas las crónicas de historias escritas sobre el particular -y fueron unas cuantas- durante los siguientes trece siglos. Y entre los partidarios de Witiza y un conde visigodo que gobernaba Ceuta le hicieron una cama de cuatro por cuatro al rey de turno, que era un tal Roderico, Rodrigo para los amigos. Y en una circunstancia tan española -para que luego digan que no existimos- que hasta humedece los ojos de emoción reconocernos en eso tantos siglos atrás, prefirieron entregar España al enemigo, y que se fuera todo a tomar por saco, antes que dejar aparte sus odios y rencores personales. Así que, aprovechando -otra coincidencia conmovedora- que el tal Rodrigo estaba ocupado en el norte guerreando contra los vascos, abrieron la puerta de atrás y un jefe musulmán llamado Tariq cruzó el Estrecho (la montaña Yebel-Tariq, Gibraltar, le debe el nombre) y desembarcó con sus guerreros, frotándose las manos porque, gobierno y habitantes aparte, la vieja Ispaniya tenía muy buena prensa entre los turistas muslimes: fértil, rica, clima variado, buena comida, señoras guapas y demás. Y encima, con unas carreteras, las antiguas calzadas romanas, que eran estupendas, recorrían el país y facilitaban las cosas para una invasión, nunca mejor dicho, como Dios manda. De manera que cuando el rey Rodrigo llegó a toda candela con su ejército en plan a ver qué diablos está pasando aquí, oigan, le dieron las suyas y las del pulpo.
Ocurrió en un sitio del sur llamado La Janda, y allí se fueron al carajo la España cristianovisigoda, la herencia hispanorromana, la religión católica y la madre que las parió. Porque los cretinos de Witiza, el conde de Ceuta y los otros compinches creían que luego los moros iban a volverse a África; pero Tariq y otro fulano que vino con más guerreros, llamado Muza, dijeron «Nos gusta esto, chavales. Así que nos quedamos, si no tenéis inconveniente». Y la verdad es que inconvenientes hubo pocos. Los españoles de entonces, a impulsos de su natural carácter, adoptaron la actitud que siempre adoptarían en el futuro: no hacer nada por cambiar una situación; pero, cuando alguien la cambia por ellos y la nueva se pone de moda, apuntarse en masa. Lo mismo da que sea el Islam, Napoleón, la plaza de Oriente, la democracia, no fumar en los bares, no llamar moros a los moros, o lo que toque. Y siempre, con la estúpida, acrítica, hipócrita, fanática y acomplejada fe del converso. Así que, como era de prever, después de La Janda las conversiones al Islam fueron masivas, y en pocos meses España se despertó más musulmana que nadie. Como se veía venir.
7. UN NIÑO PIJO DE ORIENTE
Estábamos en que los musulmanes, o sea, los moros, se habían hecho en sólo un par de años con casi toda la España visigoda; y que la peña local, acudiendo como suele en socorro del vencedor, se convirtió al Islam en masa, a excepción de una estrecha franja montañosa de la cornisa cantábrica. El resto se adaptó al estilo de vida moruno con facilidad, prueba inequívoca de que los hispanos estaban de la administración visigoda y de la iglesia católica hasta el extremo del cimbel. La lengua árabe sustituyó a la latina, las iglesias se convirtieron en mezquitas, en vez de rezar mirando a Roma se miró a La Meca, que tenía más novedad, y la Hispania de romanos y visigodos empezó a llamarse Al Andalus ya en monedas acuñadas en el año 716. Calculen cómo fue de rápido el asunto, considerando que, sólo un siglo después de la conquista, un tal Álvaro de Córdoba se quejaba de que los jóvenes mozárabes -cristianos que aún mantenían su fe en zona musulmana- ya no escribían en latín, y en los botellones de entonces, o lo que fuera, decían «Qué fuerte, tía» en lengua morube. El caso fue que, con pasmosa rapidez, los cristianos fueron cada vez menos y los moros más. Cómo se pondría la cosa que, en Roma, el papa de turno emitió decretos censurando a los hispanos o españoles cristianos que entregaban a sus hijas en matrimonio a musulmanes.
Pero claro: ponerte estrecho es fácil cuando eres papa, estás en Roma y nombras a tus hijos cardenales y cosas así; pero cuando vives en Córdoba o Toledo y tienes dirigiendo el tráfico y cobrando impuestos a un pavo con turbante y alfanje, las cosas se ven de otra manera. Sobre todo porque ese cuento chino de una Al Andalus tolerante y feliz, llena de poetas y gente culta, donde se bebía vino, había tolerancia religiosa y las señoras eran más libres que en otras partes, no se lo traga ni el idiota que lo inventó. Porque había de todo. Gente normal, claro. Y también intolerantes hijos de la gran puta. Las mujeres iban con velo y estaban casi tan fastidiadas como ahora; y los fanáticos eran, como siguen siendo, igual de fanáticos, lleven crucifijo o media luna. Lo que, naturalmente, tampoco faltó en aquella España musulmana fue la división y el permanente nosotros y ellos. Al poco tiempo, sin duda contagiados por el clima local, los conquistadores de origen árabe y los de origen bereber ya se daban por saco a cuenta de las tierras a repartir, las riquezas, los esclavos y demás parafernalia. Asomaba de nuevo las orejas la guerra civil que en cuanto pisas España se te mete en la sangre -para entonces ya llevábamos unas cuantas-, cuando ocurrió algo especial:
como en los cuentos de hadas, llegó de Oriente un príncipe fugitivo joven, listo y guapo. Se llamaba Abderramán, y a su familia le había dado matarile el califa de Damasco. Al llegar aquí, con mucho arte, el chaval se proclamó una especie de rey -emir, era el término técnico- e independizó Al Andalus del lejano califato de Damasco y luego del de Bagdad, que hasta entonces habían manejado los hilos y recaudado tributos desde lejos. El joven emir nos salió inteligente y culto -de vez en cuando, aunque menos, también nos pasa- y dejó la España musulmana como nueva, poderosa, próspera y tal. Organizó la primera maquinaria fiscal eficiente de la época y alentó los llamados viajes del conocimiento, con los que ulemas, alfaquíes, literatos, científicos y otros sabios viajaban a Damasco, El Cairo y demás ciudades de Oriente para traerse lo más culto de su tiempo. Después, los descendientes de Abderramán, Omeyas de apellido, fueron pasando de emires a califas, hasta que uno de sus consejeros, llamado Almanzor, que era listo y valiente que te rilas, se hizo con el poder y estuvo veinticinco años fastidiando a los reinos cristianos del norte -cómo crecieron éstos desde la franja cantábrica lo contaremos otro día- en campañas militares o incursiones de verano llamadas aceifas, con saqueos, esclavos y tal, una juerga absoluta, hasta que en la batalla de Calatañazor le salió el cochino mal capado, lo derrotaron y palmó. Con él se perdió un tipo estupendo. Idea de su talante lo da un detalle: fue Almanzor quien acabó de construir la mezquita de Córdoba; que no parece española por el hecho insólito de que, durante doscientos años, los sucesivos gobernantes la construyeron respetando lo hecho por los anteriores; fieles, siempre, al bellísimo estilo original. Cuando lo normal, tratándose de moros o cristianos, y sobre todo de españoles, habría sido que cada uno destruyera lo hecho por el gobierno anterior y le encargara algo nuevo al arquitecto Calatrava.
***
Un relato ameno, personal, a ratos irónico, pero siempre único, de nuestra accidentada historia a través de los siglos. Una obra concebida por el autor para, en palabras suyas, «divertirme, releer y disfrutar; un pretexto para mirar atrás desde los tiempos remotos hasta el presente, reflexionar un poco sobre ello y contarlo por escrito de una manera poco ortodoxa.»
A lo largo de los 91 capítulos más el epílogo de los que consta el libro, Arturo Pérez-Reverte narra los principales acontecimientos ocurridos desde los orígenes de nuestra historia y hasta el final de la Transición con una mirada subjetiva, construida con las dosis exactas de lecturas, experiencia y sentido común. «La misma mirada con que escribo novelas y artículos -dice el autor-; no la elegí yo, sino que es resultado de todas esas cosas: la visión, ácida más a menudo que dulce, de quien, como dice un personaje de una de mis novelas, sabe que ser lúcido en España aparejó siempre mucha amargura, mucha soledad y mucha desesperanza.»
«Arturo Pérez-Reverte sabe cómo retener al lector a cada vuelta de página.» The New York Times Book Review
«Arturo Pérez-Reverte consigue mantener sin aliento al lector.» Corriere della Sera
«No solo es un espléndido narrador. También maneja con pericia diferentes géneros.» El Mundo
«Hay un escritor español que se parece al mejor Spielberg más Umberto Eco. Se llama Arturo-Pérez-Reverte.» La Repubblica
«Su sabiduría narrativa, tan bien construida siempre, tan exhaustivamente detallada, documentada y estructurada, hasta el punto de que, frente a todo ello, la historia real resulta más endeble y a veces hasta tópica.» Rafael Conte
«Su estilo elegante se combina con un gran manejo de la lengua española. Pérez-Reverte es un maestro.» La Stampa
«Pérez-Reverte tiene un talento endiablado y un sólido oficio.» Avant-Critique
«Un repaso equidistante por los tres años de contienda [...] donde defiende la importancia de la memoria y la necesidad de no olvidar lo que fueron aquellos tres años de barbarie.» Antonio Lucas, El Mundo (sobre La guerra civil contada a los jóvenes)
«La capacidad de síntesis y la ecuanimidad crítica del autor abonan un trabajo de lectura obligatoria.» Sergio Vila-SanJuán, La Vanguardia (sobre La guerra civil contada a los jóvenes)
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