miércoles, 13 de marzo de 2019

📕 LIBRO "SOBRE LA NOSTALGIA". DAMMATIO MEMORIAE 😔



SOBRE LA NOSTALGIA
DAMMATIO MEMORIAE (Condena de la Memoria)
La palabra nostalgia fue inventada por un médico suizo a finales del 1600. Formada por el griego "nostos" "regreso a casa" y "algos" "dolor, angustia". Originalmente se trataba de un diagnóstico médico para los soldados mercenarios. Hoy en día, describe un anhelo agridulce por el pasado.
"Todo acto de rebelión expresa una nostalgia por la inocencia y una apelación a la esencia de ser". Albert Camus

El ser humano es un animal que añora. De las muchas formas en las que podríamos concretar la vivencia de una ausencia o de una falta, la nostalgia se destaca como una experiencia enormemente singular. De pocas emociones, tal vez de ninguna otra, conocemos la fecha exacta de su cuño. En el caso de la nostalgia sabemos que fue en 1688 cuando Johannes Hofer, un médico suizo, alumbró el término con el que desde entonces no hemos dejado de nombrar una singular manera de ejercer la memoria, la ficción y el olvido. Desde la Grecia antigua hasta nuestros días la añoranza nostálgica, incluso sin palabra, no ha dejado de hacerse presente. Sin embargo, es a finales del siglo XX cuando la cultura occidental comenzó a cobrar una impronta esencialmente memorativa hasta prescindir, ya en el nuevo siglo, de los dispositivos mnemotécnicos habituales (los monumentos, las placas, las ruinas) para convertir cualquier cosa en objeto de la memoria.

Como se intuye tras el subtítulo de este volumen, la condena de la memoria parece sugerir no sólo el sacrificio de nuestra historia, sino el dolor o el daño que nos impone toda forma de recuerdo. A fin de cuentas, no hay nada más moderno que la nostalgia porque no hay nada más antiguo que el futuro.

INTRODUCCIÓN
Lo dijo Nietzsche en algún lugar: 
«sólo lo que no deja de doler 
permanece en la memoria»

Lo advirtió con esa rotundidad certera e insolente con la que los niños dicen algunas verdades. La sentencia, bella como pocas, puede pese a todo que no sea absolutamente verdadera. Muchas son las experiencias inolvidables de una vida y en toda biografía se custodian memorias irrepetibles de días felices, anécdotas luminosas y escenas a las que nos gustaría regresar de nuevo. Ojalá siempre quede un sitio al que volver. No sólo se hace imposible olvidar lo que fuimos, allí donde por un instante alcanzamos a ser lo que quisimos ser, sino que a veces la memoria, aviesa y sagaz, resuelve maquillar y ornamentar aquello que pudo ser un sencillo acontecimiento ordinario. Casi nadie está dispuesto a asumir que sus memorias son perfectamente mediocres y prescindibles. Todos tenemos un patrimonio memorativo y acaso, andado el tiempo, sea eso lo único que tengamos. Es probable, sin embargo, que aquella vivencia registrada como noble y dignísima no la viviéramos en tiempo presente más que como un capítulo -otro más- perfectamente vulgar. El aglutinante de cualquier biografía son las medianías y quizá por ello la memoria, que sabe hacer trampas, sale al auxilio de nuestra vanidad para aliarse con la ficción e incluso, a veces, con la mentira. Un recurso con el que, por cierto,jamás contará el olvido. Recordamos, pero no sólo. Incluso y ante todo inventamos días felices, lo que en poco desdice el diagnóstico nietzscheano. Podríamos, a lo más, enmendar la cita del pensador intempestivo para precisar que no hay manera de rememorar sin dolor; no tanto por la cualidad dañina de aquello que recordamos sino porque quizá, al fin, no haya nada más doloroso que recordar los días felices que fueron.

La íntima relación que se establece entre el ejercicio memorativo y el daño se demuestra paradójica y casi contradictoria cuando constatamos que nuestra tradición cultural y epistémica, cuyos orígenes podrían situarse, por ejemplo, en los hexámetros de Homero, se ha afanado en asistir, así sea artificialmente, al ejercicio de la memoria. Si Platón alcanzó a sostener que conocer es recordar, no tendremos forma de albergar ningún conocimiento lúcido si no es asumiendo una preliminar, y quién sabe si hasta irremediable, conciencia del daño.

Una vieja ecuación sincopa el sufrimiento,la memoria y el conocimiento

El pasado y su evocación pueden resultar siempre dolorosos si es cierto que la memoria puede definirse como una forma de condena. Tal vez por ello nuestra tradición tuvo que intervenir el descubrimiento de aquel castigo o advertencia -memento, homo- con soluciones mitológicas y fascinantes como la que certifica una confianza absurda e injus tificada en el tiempo por venir. Tal fue la naturaleza de la esperanza, razón fundamental de una manera de declinar Occidente, desde el socratismo más estricto hasta las bienaventuranzas de los cristianos; desde el regreso a Ítaca de Odiseo hasta la doctrina ilustrada. Vendrán días más felices, pensaron muchos de los que nos precedieron, confiados en el decir de una palabra o ejerciendo incluso un desafío contra todos los signos presentes, ya que pocas veces existen verdaderos motivos para la esperanza. Lo recordó Esquilo por boca de Prometeo: para que los hombres dejaran de pensar en la muerte (segura y cierta) antes de tiempo, el Titán, amigo de los hombres, nos proveyó de «ciegas esperanzas». Gran beneficio regaló con ello a los mortales, apuntó el corifeo. Pero también, con ello, habilitó la posibilidad dela más terrible e inescapable de las condenas.

Y como de condenas se trata, no podremos dejar dejustificar aquella que da subtítulo a este libro y con la que desde hace tiempo se indicó un castigo que habría de hacerse célebre en la Roma antigua. La damnatio memoriae es la denominación que se impuso sobre un hábito cívico y jurídico en el que pretendía enmendarse el recuerdo y la gloría de aquellos que, habiendo sido reconocidos en tiempo presente, pasaron a la categoría de infames después de su muerte. Retirar el apellido familiar, un cargo o el epíteto laudatorio con el que un epigrama recordaba la vida de un notable eran gestos habituales en los que se ejercía aquel castigo retrospectivo. La enmienda de la fama y del recuerdo se caracterizó como una sanción post mortem en la que una comunidad política sacrificaba, abolía o mutilaba el recuerdo de un personaje memorable. Esa mutilación en muchas ocasiones adquiría incluso una expresión literalmente material. Bustos decapitados, esculturas vejadas y epigrafías intervenidas se registran todavía, con cierta frecuencia, en los catálogos de arqueología. Es curioso constatar cómo la condición memorable previa del damnatus resultaba imprescindible para ejercer aquella condena puesto que, todos lo saben, sólo se puede olvidar, mancillar, ultrajar. .. aquello que se recuerda. El indiferente, el insignificante o el marginal no dejaron un rastro en nuestra memoria sobre la que legislar o imponer castigos postreros. Sin embargo, el trazo material y por ello deleble de la memoria de los personajes dignos de recuerdo, esto es, las inscripciones mortuorias, la arquitectura monumental o la escultura en mármol del emperador caído, exhiben siempre una superficie sobre la que intervenir, precisamente, el registro original de aquella intención memorativa.

La damnatio memoriae fue un castigo singular, reservado en tiempos para aquellos que habían cometido un crimen o un delito especialmente dañino contra la comunidad. En origen fueron los delitos de perduellio y maiestate, faltas que después de la República tenderían a unificarse,los crímenes que habitualmente exigían una reparación retrospectiva.

El crimen contra la comunidad se retribuía con un castigo igualmente colectivo ya que el olvido, como la memoria, sólo podía ejercerse en sede política de una forma compartida. Las penas y castigos sobre la memoria exhiben un interés específico por cuanto retienen una dosis de revancha en la que se conjugan, en un mismo gesto, la materialidad y la espiritualidad del castigo. La pena se impone sobre una superficie material para sacrificar algo tan etéreo y casi espiritual como un recuerdo con la esperanza de que la destrucción del significante pueda afectar de algún modo la integridad de lo significado. Hay toda una semiótica y hasta una trascendencia implícita en aquellos castigos figurados como lo fueron, es imposible no recordarlo, las ejecuciones en efigie.

La historia de una experiencia es distinta -lo veremos varías veces a lo largo de este ensayo- de la historia de los nombres con los que signamos dicha experiencia. Intuimos que el miedo existió antes de que supiéramos nombrarlo, pero también sabemos que existe una forma esencialmente humana de temer que guarda una estrecha relación con el modo en que expresamos nominalmente esta vivencia. En el caso de la damnatio memoriae, como también ocurrirá en el caso de la nostalgia, sabemos por Friedrích Vittinghoff que el término fue acuñado mucho tiempo después de su registro experiencial. Así, a pesar de que en el Corpus Iuris Civilis se empleara la expresión «memoria damnata» no fue hasta el siglo XlX cuando la damniatio memoriae se asentó definitivamente.

Hasta entonces no existió un único término o expresión que aglutinase ese conjunto de prácticas destinadas a prescribir el olvido o proscribir la memoria. Eso nos impediría reconocer que la tentación de enmendar políticamente un recuerdo no haya sido constante en períodos ya remotos, pues incluso en el Salmo 34 (Los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos, atentos a sus oraciones; el rostro del Señor está contra los que hacen el mal, para borrar de la tierra su memoria) ya se advierte que la ira de Yahvé se dirige contra aquellos que hacen el mal cercenando de la tierra su memoria.

Este ensayo, pese a todo, no tendrá por objeto ni el análisis de una institución jurídica ni el examen de aquella costumbre política que llevó a enmendar el recuerdo de tantos hombres que, habiendo sido ensalzados en vida, fueron víctimas de una infamia, merecida o no, después de su muerte. Esta vez será el nombre, y no la cosa nombrada, lo que apunte al centro del problema, pues es el propio nombre de damnatio memoriae y su ambigua inexactitud la que habrán de servirnos para recorrer una hipótesis tentativa e incierta, como tantas, pero que acaso pueda justificar la coherencia sostenida de una de las experiencias más esencialmente humanas.

Condenar la memoria no es más que una estrategia para intentar que la memoria no nos condene a nosotros. Y es en esa ambigüedad lingüística, en la indeterminación que le es inherente al genitivo latino, sobre la que quisiéramos ensayar nuestra naturaleza irremediablemente nostálgica. Así, una de las posibles traducciones de la damnatio memoriae podría ser la condena de la memoria, una expresión casi literal que mantiene esa dualidad semántica en la que cabe preguntarse sí por tal nombre entendemos la condena y censura de un ejercicio memorativo o acaso, más propiamente, la condena que sobre nosotros impone siempre y necesariamente el ejercicio de la memoria. Esta segunda acepción, residual y accidental en el uso habitual del término, apunta una posibilidad amenazante que no ha dejado de asediar la conciencia de tantos hombres. Sí la melancolía fue una dolencia propia de hombres de ingenio, que diría Aristóteles, las historias, esto es, toda historia del animal humano ha operado siempre como un espasmo moribundo y aturdido en el que se ha tratado de combatir el olvido. Ser mortal nunca fue otra cosa. Incluso la estructura misma de toda esperanza podría hacerse deudora de una promesa que se dijo siempre hace demasiado tiempo. Sí hemos creído en el futuro es porque hemos confiado en una palabra que se dijo hace demasiado tiempo. La palabra de un padre, de una tradición, de una tribu o de alguna autoridad puede que incluso cabal. Por eso desde niños creímos en los cuentos. Fue «en aquellos días», «en un principio», «once upon a time», «il etait une fois»... Las cosas fueron, pero nadie nos dijo que fueron, precisamente, a condición de que algún día dejaran de ser. Sólo entonces aquello que ya no está, que algún día dejará de estar, podrá entonces retornar en forma de regreso o de nostalgia. Incluso la estructura de la esperanza, sea esta cual sea, habrá de justificarse en una palabra dicha hace ya mucho tiempo. Sólo la palabra antigua puede hacernos creer en un tiempo nuevo. Por ello, la condena de la memoria, en toda su amplitud, habrá de servirnos como excusa para rastrear las antiguas y las nuevas formas de la nostalgia en una circunstancia que desde hace demasiado tiempo insiste en decirse novedosa. Entre la Nova Aetas que obsesionara a Koselleck o el Modern Times de Chaplin, que es el mismo título que años después de Dylan reservaría para uno de sus discos, no hay diferencia alguna.

No hay nada más moderno que la nostalgia porque no hay nada más antiguo que el futuro.

Una última advertencia. De entre los ejemplos más célebres de la damnatio memoriae destaca la tumba de Lucius Cornelius Scípío Barbatus. El sepulcro de aquel cónsul de la República romana, miembro de la familia de los Escipiones, se alojó originalmente en una tumba cercana a la Via Appia. Hoy podemos contemplar el sepulcro en los Museos Vaticanos, donde se nos desvela un fascinante enigma que no deja de convocar, y con razón, la atención de muchos estudiosos. La inscripción de aquella tumba resulta singular por la perfección con la que se operó la intervención de una tachadura medida y exacta sobre los dos primeros versos del epitafio. Durante algún tiempo se pensó que un epitafio más corto y antiguo fue enmendado para inscribir, en métrica saturnina, las nuevas palabras. Parece improbable, sin embargo, que un cantero experimentado operase una tachadura tan regular y perfecta sin apurar, en la nueva inscripción, el margen original. Podría haber borrado para escribir de nuevo, pero no. La enmienda se hace evidente a ojos de cualquier observador y, sin embargo, todos los títulos, la onomástica y epítetos y sus victorias permanecen visibles. En principio esa damnatio memoriae no tiene ningún sentido, puesto que no parece justificado que se interviniera un epitafio para mantener la gloria y la memoria del finado. Nadie sabe exactamente qué pudo leerse originalmente en aquella inscripción. Sólo sabemos que alguien decidió que nadie pudiera recordar aquellas primeras palabras. Unas palabras grabadas en piedra para perpetuar la memoria fueron condenadas para siempre al olvido. Sabemos que falta algo, echamos de menos algo aunque no sepamos exactamente el qué. Tal vez esa sea la esencia de la nostalgia.
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