miércoles, 28 de marzo de 2018

🌌 ¿POR QUÉ EXISTE EL UNIVERSO? por JIM HOLT



JIM HOLT 
¿POR QUÉ EXISTE EL MUNDO? 
Una historia sobre los orígenes 
del universo y la existencia 
🌌


"Y este gris espíritu anhelante de deseo 
de perseguir el saber como una estrella 
que se hunde allende los confines 
del pensamiento humano". 
Alfred, Lord Tennyson, «Ulises» 

Recuerdo vívidamente la primera vez que se me metió en la mente el misterio de la existencia. Fue a principios de la década de 1970. Era yo por entonces un estudiante de bachillerato inmaduro y de futura actitud rebelde en la Virginia rural. Como hacen a veces los estudiantes de bachillerato inmaduros y de futura actitud rebelde, había empezado a interesarme por el existencialismo, una filosofía que pensaba que podía resolver mis inseguridades de adolescente o, por lo menos, elevarlas a un plano superior. Un día fui a la biblioteca del college local y me fijé en unos tomos de aspecto impresionante: 

El ser y la nada, de Sartre, e Introducción a la metafísica, de Heidegger. Fue en las primeras páginas del segundo libro, con su prometedor título, donde me enfrenté por primera vez a la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Aún recuerdo que su contundencia, su pureza y su fuerza inapelable me dejaron pasmado. Ahí estaba la pregunta más que definitiva del «¿por qué?», la que alentaba en el fondo de todas las demás que la humanidad jamás haya planteado. ¿Dónde había estado, me preguntaba, toda mi vida intelectual (breve, lo admitía)? 

Se ha dicho que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» es tan profunda que solo se le podía ocurrir a un metafísico, pero al mismo tiempo tan simple que solo se le podría ocurrir a un niño. Por entonces yo era demasiado joven para ser metafísico. Pero ¿por qué no se me había ocurrido la pregunta de niño? Visto en retrospectiva, la respuesta era evidente. Mi educación religiosa había ahogado mi natural curiosidad metafísica. Desde mi más tierna infancia me habían dicho —mi madre y mi padre, las monjas de la escuela, los monjes franciscanos del monasterio de la colina donde vivíamos— que Dios creó el mundo y que lo creó de la nada. Por eso existía el mundo. Por eso existía yo. La cuestión de por qué existía el propio Dios era un tanto vaga. A diferencia del mundo finito que libremente había creado, Dios era eterno. También era todopoderoso y poseía en grado sumo todas las demás perfecciones, de modo que tal vez no necesitara una explicación de su propia existencia. Al ser omnipotente, pudo Él mismo iniciarse en la existencia. Era, para decirlo con la expresión latina, causa sui. 

Esta era la historia que me enseñaban de pequeño, una historia en la que aún creen muchos estadounidenses. Para estos creyentes no hay ningún «misterio de la existencia». Si se les pregunta por qué existe el universo, dicen que existe porque Dios lo hizo. Si a continuación se les pregunta por qué existe Dios, la respuesta dependerá de la complejidad de la teología que profesen. Tal vez digan que Dios es autocausado, que es la base de su propio ser. Su existencia está contenida en su propia esencia. O quizá digan que la gente que hace estas preguntas sacrílegas debería arder en el infierno. 

Pero supongamos que pedimos a los no creyentes que expliquen por qué existe un mundo en vez de nada. Lo más probable es que no nos den ninguna respuesta muy satisfactoria. En las actuales «guerras de Dios», quienes defienden la creencia religiosa acostumbran a utilizar el misterio de la existencia de garrote con el que atizar a sus adversarios neoateos. Richard Dawkins, el biólogo evolucionista y ateo profesional, está cansado de oír hablar de este supuesto misterio: 

«Una y otra vez —dice Dawkins—, mis amigos teólogos vuelven a la cuestión de que debió haber una razón de que haya algo en vez de nada». Christopher Hitchens, otro infatigable proselitista del ateísmo, se enfrenta a menudo a la misma pregunta de sus adversarios. «Si no se acepta que Dios existe, ¿cómo se explica que pueda existir el mundo?», le preguntó a Hitchens un presentador de televisión conservador y de aspecto un tanto matón, con tono de triunfo. Otro de esos presentadores, en este caso de la variedad femenina, rubia y de piernas largas, dejaba traslucir la misma inquietud religiosa: 

«La idea de que todo salió de la nada... parece contradecir la lógica, la razón. ¿Qué había antes del Big Bang?». A lo que Hitchens contestó: 

«Me encantaría saber qué había antes del Big Bang». ¿Qué posibilidades hay de resolver el misterio de la existencia una vez descartada la existencia de Dios? 

Bueno, cabe esperar que algún día la ciencia explique no solo qué es el mundo, sino por qué es. En esto, al menos, confía Dawkins, que busca una respuesta en la física teórica. «Tal vez la “inflación” que los físicos postulan que ocupó una fracción del primer y octosegundo de la existencia del universo resulte, cuando se comprenda mejor, que sea la grúa cosmológica que se levante al lado de la biológica de Darwin», dice Dawkins. 

Stephen Hawking, que en realidad es un cosmólogo practicante, adopta una postura diferente. Hawking plantea un modelo teórico en que el universo, aunque finito en el tiempo, es completamente autocontenido, sin principio ni fin. En este modelo «sin fronteras», dice, no hay necesidad de un creador, ni divino ni de otra índole. Sin embargo, Hawking duda de que su conjunto de ecuaciones pueda resolver en su totalidad el misterio de la existencia. «¿Qué es lo que arroja fuego a las ecuaciones y fabrica un universo para que estas lo describan?», pregunta. «¿Por qué iba tomarse el universo la gran molestia de existir?».

El problema de la opción científica sería el siguiente: el universo comprende todo lo que existe físicamente. Una explicación científica ha de implicar algún tipo de causa física, pero toda causa física es, por definición, parte del universo que hay que explicar. Por lo tanto, cualquier explicación puramente científica de la existencia del universo está condenada a ser circular. Aun en el caso de que parta de algo más que diminuto —un óvulo cósmico, un pequeñísimo trozo de vacío cuántico, una singularidad— sigue partiendo de algo, no de nada. Es posible que la ciencia rastree cómo evolucionó el universo actual a partir de un estado anterior de realidad física, remontándose en el proceso nada menos que hasta el Big Bang, pero al final la ciencia se encuentra con un muro. No puede explicar el origen del estado físico primigenio a partir de la nada. Esto es, al menos, lo que los defensores de la hipótesis de Dios arguyen con insistencia. 
Stephen Hawking también, se preguntaba por qué existe el Universo. De todos los misterios sobre los que se ha interrogado la humanidad, el más profundo y persistente es el misterio de la existencia. ¿Por qué existe un universo, y por qué formamos parte de él? ¿Por qué hay algo en vez de nada? La pregunta ha fascinado y desconcertado a los grandes pensadores durante siglos, desde Platón hasta Heidegger y Wittgenstein.
A lo largo de la historia, cuando la ciencia ha parecido incapaz de explicar algún fenómeno natural, los creyentes religiosos se han apresurado a invocar un artífice divino que llenara ese vacío —para después, cuando por fin la ciencia consigue llenarlo, avergonzarse—. Newton, por ejemplo, pensaba que Dios era necesario para, de vez en cuando, hacer pequeños ajustes en las órbitas de los planetas y evitar que colisionaran, pero un siglo después, Laplace demostró que la física era perfectamente capaz de explicar la estabilidad del sistema solar. (Cuando Napoleón le preguntó dónde estaba Dios en su esquema celestial, Laplace la contestó con las conocidas palabras: «Je n’avais pas besoin de cette hypothèse».) En tiempos más recientes, muchos creyentes sostienen que la selección natural ciega sola no puede explicar la aparición de organismos complejos, de modo que Dios debe «guiar» el proceso evolutivo, opinión que Dawkins y otros darwinianos refutaron de forma definitiva (y con regocijo). 

Estos argumentos del «Dios de las brechas», cuando se refieren a las minucias de la biología o la astrofísica, les suelen estallar en la cara a los creyentes religiosos que los utilizan, pero esos creyentes piensan que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» les da una base más segura. «Ninguna teoría científica, al parecer, puede salvar el abismo entre la nada absoluta y un universo con todas las de la ley», dice Roy Abraham Varghese, apologista religioso con inclinaciones científicas. «Esta cuestión del origen último es una cuestión metafísica, en la que la ciencia puede preguntar pero no responder». Owen Gingerich, distinguido astrónomo de la Universidad de Harvard (y ferviente menonita) está de acuerdo. En una conferencia que, con el título de «El universo de Dios», dio en la Memorial Church de Harvard en 2005, afirmaba que la pregunta definitiva de «por qué» era una pregunta «teleológica» («con la que la ciencia no debe forcejear»).

Ante este tipo de argumentos, lo habitual es que el ateo se encoja de hombros y diga que el mundo «simplemente es». Tal vez existe porque siempre ha existido. O quizá irrumpió en la existencia sin causa alguna. En ambos casos, su existencia no es sino un «hecho bruto». 

La idea del «hecho bruto» niega que el universo en su conjunto exija una explicación de su existencia, de modo que evita la necesidad de postular algún tipo de realidad trascendental, como la de Dios, para responder la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Sin embargo, desde un punto de vista intelectual, suena un poco a arrojar la toalla. Una cosa es aceptar un universo que no tenga sentido ni finalidad —todos lo hemos hecho en alguna noche oscura del alma—. Pero ¿un universo sin explicación? Parece absurdo, al menos para una especie como la nuestra, siempre deseosa de encontrar la razón. Nos demos cuenta o no, instintivamente nos aferramos a lo que el filósofo del siglo xvii Leibniz llamó el «principio de razón suficiente», según el cual, la explicación lo abarca todo. Para toda verdad ha de existir una razón de que así sea y no de otra forma; y para toda cosa, ha de haber una razón de su existencia. Algunos se ríen del principio de Leibniz y lo tachan de «exigencia del metafísico», pero es un principio básico de la ciencia, en cuyo campo ha conseguido un notable éxito; tanto, en realidad, que se puede decir que los hechos avalan su verdad: funciona. Parece que el principio es inherente a la propia razón, ya que cualquier intento de argumentar en su favor o en su contra ya presupone su validez. Y si el principio de la razón suficiente es válido, debe existir una explicación de la existencia del mundo, podamos averiguarla o no. 

Sería desconcertante vivir en un mundo que existiera sin razón alguna —un mundo irracional, accidental, que simplemente «ahí está»—. Así lo creía, al menos, el filósofo estadounidense Arthur Lovejoy. En una de las clases sobre «La gran cadena del ser» que impartió en Harvard en 1933, afirmaba que un mundo así «no tendría estabilidad ni merecería confianza; la incertidumbre lo infectaría todo; podría existir cualquier cosa (a excepción, quizá, de lo que se contradice a sí mismo) y ocurrir cualquier cosa, y ninguna sería en sí misma ni siquiera más probable que cualquier otra». ¿Estamos, pues, condenados a elegir entre Dios y el absurdo bruto y profundo? 

Es un dilema que ha estado merodeando por mi mente desde que me topé con el misterio del ser. Y me ha llevado a considerar a qué equivale el «ser». El término del filósofo para designar los constituyentes últimos de la realidad es «sustancia». Para Descartes, el mundo está compuesto de dos tipos de sustancia: la materia, que define como res extensa («sustancia extensa»), y la mente, que define como res cogitans («sustancia pensante»). En la actualidad, hemos heredado gran parte de esta perspectiva cartesiana. El universo contiene materia física: la Tierra, las estrellas, la radiación, la «materia oscura», la «energía oscura», etc. También contiene vida biológica, que, como la ciencia ha desvelado, es de naturaleza física. Además, el universo contiene conciencia. Contiene estados mentales subjetivos, como la alegría y la desdicha, la experiencia del rojo, el sentir el dedo al golpearse. ¿Se pueden reducir estos estados a procesos físicos objetivos? La filosofía no ha dado aún su veredicto al respecto. Una explicación no es más que una historia causal que incluye elementos de una o la otra de estas categorías ontológicas. El impacto de la bola causa que los bolos caigan. El miedo a la crisis económica causó una caída de la bolsa. 

Si esto es todo lo que hay en la realidad —materia y mente, con un entramado de relaciones causales entre ambas—, parece que el misterio del ser no tiene solución. Pero tal vez esta ontología dualista sea excesivamente pobre. Yo mismo empecé a pensarlo así cuando, siguiendo mi flirteo de adolescente con el existencialismo, me encapriché de las matemáticas puras. Los entes a cuya ponderación dedican sus días los matemáticos —no solo números y círculos, sino las potencias y los sistemas de Galois y cohomologías cristalinas— no se encuentran en parte alguna del reino del espacio y el tiempo. Son claramente cosas no materiales. Y tampoco parece que sean mentales. No hay forma, por ejemplo, de que la mente finita del matemático pueda contener unos números infinitos. ¿Existen, pues, realmente las entidades matemáticas? Depende de lo que se entienda por «existencia». Platón pensaba que existían. De hecho, sostenía que los objetos matemáticos, al ser intemporales e inmutables, son más reales que el mundo de las cosas que percibimos con los sentidos. Lo mismo cabe decir, pensaba, de ideas abstractas como las de bondad y belleza. Para Platón, estas formas son la realidad genuina. Todo lo demás es simple apariencia. 

Quizá no queramos llevar tan lejos la revisión de nuestra idea de realidad. La bondad, la belleza, los entes matemáticos, las leyes lógicas: no son exactamente algo, como lo son las cosas de la materia y las de la mente. Pero tampoco son exactamente nada. ¿Pueden desempeñar algún tipo de papel en la explicación de «Por qué hay algo en vez de nada»? 

Hay que reconocer que las ideas abstractas no pueden figurar en nuestras explicaciones causales habituales. No tendría sentido decir, por ejemplo, que la bondad «causó» el Big Bang, pero no todas las explicaciones deben adoptar esta forma de causa-efecto; pensemos, por ejemplo, en la explicación de la razón de un movimiento en el ajedrez. Explicar algo es, fundamentalmente, hacerlo inteligible o comprensible. Cuando una explicación es buena, «sentimos girar la llave en la cerradura», como dijo con acierto el filósofo estadounidense C. S. Peirce. Hay muchos tipos distintos de explicaciones, y cada uno implica un sentido diferente de «causa». Para Aristóteles, por ejemplo, hay cuatro tipos de causas diferentes que se podrían aducir para explicar las ocurrencias físicas, y solo una de ellas (la causa «eficiente») corresponde a nuestra limitada idea científica. La especie de causa más insólita de la estructura aristotélica es la causa «final»: el fin o propósito con que algo se produce. 

En las explicaciones muy malas suelen aparecer las causas finales. (¿Por qué llueve en primavera? Para que crezcan los cultivos.) Voltaire parodia estas explicaciones teleológicas en Cándido, unas explicaciones que la ciencia moderna rechaza como forma de dar cuenta de los fenómenos naturales. Pero, cuando se trata de explicar la existencia en su conjunto, ¿hay que descartarlas con la misma contundencia? Nicholas Rescher, eminente filósofo actual, dice que el supuesto de que las explicaciones siempre deben implicar «cosas» es «un prejuicio de raíces tan profundas como las de cualquier otro de la filosofía occidental». Es evidente que para explicar un determinado hecho —como el de que existe un mundo— hay que referirse a otros hechos, pero de ello no se sigue que la existencia de una determinada cosa solo se pueda explicar refiriéndose a otras cosas. Tal vez haya que buscar en otro sitio la razón de la existencia del mundo, en el reino de esas «nocosas» como los entes matemáticos, los valores objetivos, las leyes lógicas o el principio de incertidumbre de Heisenberg. Quizá algo similar a la explicación teleológica pueda al menos dar pistas de cómo se podría resolver el misterio de la existencia del mundo. 

En el que fue mi primer curso de filosofía como alumno en la Universidad de Virginia, el profesor —en su día un distinguido estudiante de Oxford con el evocador nombre de A. D. Woozley— nos hizo leer los Diálogos sobre la religión natural de David Hume. En ellos, tres personajes ficticios —Cleantes, Demea y Filón— debaten diversas tesis sobre la existencia de Dios. Demea, el más ortodoxo de los tres en cuestiones religiosas, defiende el «argumento cosmológico», que, en esencia, dice que la existencia del mundo solo se puede explicar postulando una deidad necesariamente existente como su causa. Al escéptico Filón —el que más se aproxima a las ideas del propio Hume— se le ocurre un razonamiento sugestivo. Parece que la existencia del mundo necesita una causa de tipo divino, observa Filón, pero tal vez se deba a nuestra propia ceguera intelectual. Considérese, dice Filón, la siguiente curiosidad aritmética. Si se toma cualquier múltiplo de 9 (18, 27, 36, etc.) y se suman sus dígitos (1 + 8, 2 + 7, 3 + 6, etc.), el resultado siempre vuelve a ser 9. Al poco avezado en matemáticas le podrá parecer una casualidad. En cambio, el buen conocedor del álgebra enseguida verá en ello una cuestión de necesidad. «¿No es probable —pregunta Filón a continuación— que toda la economía del universo esté dirigida por una necesidad similar, aunque no haya álgebra humana que pueda dar la clave que resuelva la dificultad?». 

Esta idea de un álgebra cósmica oculta —¡un álgebra del ser!— me pareció irresistible. La propia expresión parecía ampliar la diversidad de explicaciones posibles de la existencia del mundo. Tal vez, en última instancia, no había que elegir entre Dios y el hecho bruto. Quizá había una explicación no teísta de la existencia del mundo: una explicación que la razón humana podía descubrir. Aunque una explicación de este tipo no necesitaría postular una deidad, tampoco tendría que descartarla necesariamente. En efecto, incluso podría implicar la existencia de algún tipo de inteligencia sobrenatural, y con ello proporcionar una respuesta a la temida pregunta del niño precoz: «Pero, mami, ¿quién hizo a Dios?». 

¿A cuánto estamos de descubrir esa álgebra del ser? En cierta ocasión, en un programa de televisión, Bill Moyers le preguntó al novelista Martin Amis cómo creía que pudo llegar a existir el universo. «Creo que estamos por lo menos a cinco Einsteins de responder esta pregunta», contestó Amis. 
Sus cálculos me parecieron bastante acertados, y me preguntaba si había hoy entre nosotros alguno de esos Einsteins. Evidentemente no me correspondía aspirar a ser yo uno de ellos, pero ¿y si podía encontrar uno, o quizá dos o tres y hasta cuatro, y luego, por así decirlo, disponerlos en el orden correcto?... pues sería un empeño fantástico. 

Y eso es lo que me dispuse hacer. Mi investigación para encontrar los inicios de una respuesta a la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» ha dado con muchas pistas prometedoras. Algunas no han conducido a buen fin. Una vez, por ejemplo, llamé a un cosmólogo teórico que conozco, muy renombrado por sus brillantes especulaciones. Le dejé un mensaje en el buzón de voz diciéndole que tenía una pregunta que hacerle. Contestó y me dejó un mensaje en mi contestador: «Deja la pregunta en el buzón de voz y te dejaré la respuesta en el contestador», decía. La cosa prometía. Hice lo que me dijo. Al regresar al piso aquella misma tarde, vi que parpadeaba la lucecita del contestador. Pulsé con un poco de miedo la tecla de reproducir. «Bien —empezó la voz grabada del cosmólogo—, en realidad de lo que hablas es de violación de la paridad materia / antimateria...». 

En otra ocasión, me dirigí a un conocido profesor de teología filosófica. Le pregunté si se podía explicar la existencia del mundo postulando un ente divino cuya esencia contuviera su existencia. «¿Bromea usted? —dijo—; Dios es tan perfecto que no tiene por qué existir». 

Y otra vez, en una calle de Greenwich Village, me encontré con un budista zen al que me habían presentado en un cóctel. Se decía que era una autoridad en cuestiones cósmicas. Después de hablar de las cuatro cosas insustanciales de costumbre, le pregunté —quizá, visto ahora, de forma precipitada—: «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Por toda respuesta, se limitó a darme un coscorrón. Debió de pensar que se trataba de un k an zen.

En esa búsqueda de luz para desentrañar el misterio del ser, dirigí mis pesquisas a toda una multitud de espacios: hablé con filósofos, teólogos, físicos de partículas, cosmólogos, místicos y un gran novelista estadounidense. Buscaba, ante todo, inteligencias versátiles y de amplio espectro. Para decir algo realmente provechoso sobre por qué pudiera existir el mundo, el pensador ha de poseer más de un tipo de complejidad intelectual. Imaginemos, por ejemplo, a un científico con cierta perspicacia filosófica. Podría entender que «la nada» de la que hablan los filósofos equivale conceptualmente a algo científicamente definible, digamos que a una variedad de espacio-tiempo cuatridimensional cerrado cuyo radio se reduce progresivamente. Con la introducción de una descripción matemática de esta realidad nula en las ecuaciones de la teoría cuántica de campos, se podría demostrar que un pequeño fragmento de este «falso vacío» tuvo una probabilidad no cero de aparecer de forma espontánea —y que este trozo de vacío, mediante el maravilloso mecanismo de la «inflación caótica», sería suficiente para conseguir poner en marcha un universo con todas las de la ley—. Si el científico fuera versado también en teología, podría entender que este suceso cosmogónico pudo ser construido como una emanación anterior en el tiempo a partir de un futuro «punto omega» que poseyera alguna de las propiedades que tradicionalmente se adscriben a la deidad judeocristiana. Y así sucesivamente. 

Para entregarse a este tipo de consideraciones especulativas se requiere mucho brío intelectual. Y brío era lo que abundaba en la mayoría de mis encuentros. Uno de los placeres de hablar con los pensadores originales sobre un tema tan profundo como el del misterio del ser es que uno llega a oírles pensar en voz alta. A veces decían las cosas más sorprendentes. Era como si yo tuviera el privilegio de espiarles en sus razonamientos. Era una experiencia sobrecogedora. Pero también pensaba que me daba una extraña fuerza. Cuando uno escucha a estos pensadores mientras reflexionan sobre la pregunta de por qué existe un mundo, empieza a darse cuenta de que sus propios pensamientos sobre esta cuestión no son tan triviales como había imaginado. Ante el misterio de la existencia, nadie puede reivindicar de forma segura una superioridad intelectual. Porque, como dijo William James: «Aquí todos somos unos pordioseros».




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