El remordimiento de los
moribundos o agonizantes
Recuerdo que mi padre, en los asilos de ancianos, les hacía siempre a los viejos dos preguntas. La primera era si ya querían morirse; la segunda, si valía la pena nacer y haber vivido. Llevaba sobre las respuestas una rudimentaria estadística que anotaba en una libreta. Decía que casi el 80 % estaban cansados y querían morirse, pero que más del 90 % estaban también contentos de haber tenido la experiencia de la vida.
Una enfermera australiana, Bronnie Ware, que trabajaba en cuidados paliativos para enfermos terminales, empezó en 2009 a publicar un blog en el que registraba los remordimientos que tenían sus pacientes moribundos. Ella los había estado acompañando y cuidando en las últimas semanas de vida. Años más tarde su blog se convirtió en un libro que ha sido muy leído y traducido: "Los cinco mayores remordimientos de los moribundos (The Top Five Regrets of the Dying)". Susie Steiner, en el Guardian, hizo hace cinco años una reseña del libro y fue una de las páginas más visitadas del periódico.
¿De qué se arrepienten los moribundos?
Aquello de lo que se arrepienten los enfermos, con esa lucidez que da la certeza de la muerte inminente, según Ware, se repite una y otra vez. Aunque el artículo en inglés lo han leído millones de personas, creo que vale la pena traducirlo y resumirlo también en español. Los cinco remordimientos más frecuentes son estos:
1. Me hubiera gustado tener la valentía de vivir la vida que yo quería tener auténticamente, y no la que los otros se esperaban de mí. Sueños que no solo no se realizan, sino que ni siquiera se intentan cumplir. Cuando había salud era posible intentarlo, pero ya es demasiado tarde con la enfermedad.
2. Quisiera no haber trabajado tan duro. Esta es la queja de casi todos los hombres. No vieron crecer a sus hijos y no estuvieron el tiempo suficiente con su pareja. Las mujeres de generaciones anteriores no tenían este remordimiento, pero las más jóvenes sí. Los varones se quejaban de haber dedicado casi todo el tiempo disponible a trabajar.
3. Me hubiera gustado tener el valor de manifestar mis sentimientos. Para estar en paz con los demás, muchos reprimen la expresión de lo que están sintiendo. Esto crea un fondo de resentimiento que podría estar en el origen de algunas dolencias y enfermedades, según los enfermos.
4. Me hubiera gustado seguir en contacto con mis amigos. Los viejos amigos son irreemplazables, pero volver a estar con ellos es ya casi imposible en las últimas semanas de la vida. Es difícil incluso poder encontrarlos, saber dónde están. Muchos se arrepienten de no haberse esforzado más por mantener viva la amistad. “No hay quien no extrañe a los amigos cuando está muriendo”.
5. Me hubiera gustado permitirme ser más feliz. Aquí Ware habla de la “zona de confort” y del miedo al cambio. Los moribundos se quejan de no haber tenido la valentía de intentar algo distinto en busca de la felicidad, y de haberse dejado envolver por una aparente estabilidad y seguridad.
Nadie sabe exactamente cómo se debe vivir. Hay mucha basura de autoayuda, pero también hay libros que contienen cierta sabiduría elemental. Como todos estamos sometidos al envejecimiento y a la enfermedad, a la irremediable entropía de la vida, a largo o mediano plazo todos somos moribundos. Cuando uno tiene la fortuna de no estar obligado solamente a buscar los medios para subsistir (como es el caso de la mitad de los colombianos), podemos darnos el lujo de pensar y de escoger una vida mejor, más plena, más satisfactoria. La lucidez de los moribundos nos ayuda a pensar en las cosas que quisiéramos cambiar de nuestra vida.
También el final del año y el comienzo de otro nos sitúan en un nuevo ciclo que nos impulsa a meditar en posibles cambios positivos. Por eso les dejo este muy sencillo, pero muy serio tema de reflexión. Tener el valor de intentar algo nuevo vale la pena. Incluso si fracasamos, al menos cuando la muerte esté cerca no tendremos el remordimiento de no haberlo intentado.
Fragmento del libro citado
Del trópico a la nieve
«No encuentro mis dientes, no encuentro mis dientes.» Esa queja tan familiar llenó la habitación mientras yo intentaba disfrutar de la que esperaba fuera mi tarde de descanso. Dejé sobre la cama el libro que estaba leyendo y fui al salón.
Como era de esperar, allí estaba Agnes, con una mirada al mismo tiempo confusa e inocente y una sonrisa que dejaba a la vista sus encías . Ambas estallamos en una carcajada. La situación ya debería haber perdido su gracia, porque cada pocos días olvidaba dónde había dejado sus dientes, pero lo cierto era que aún nos reíamos.
«Estoy segura de que lo haces solo para que vuelva aquí contigo», le dije riendo mientras me ponía a buscar en los sitios habituales . Fuera, la nieve seguía cayendo, lo que hacía que la casa resultase todavía más cálida y acogedora. «Nada de eso, querida —respondió Agnes, negando insistentemente con la cabeza— . Me los quité antes de la siesta y al despertarme ya no he sido capaz de encontrarlos.» Salvo por el hecho de que estaba perdiendo la memoria, Agnes era más lista que el hambre.
Llevábamos cuatro meses viviendo juntas, desde que respondí a un anuncio que buscaba a una acompañante interna. Como buena australiana que vivía en Inglaterra, había estado trabajando como interna en un bar a cambio del alojamiento, para tener un sitio donde dormir. Lo había pasado bien y hecho buenas migas con otros trabajadores y con los lugareños. Tener experiencia como camarera me resultó muy útil y me permitió encontrar trabajo en cuanto llegué al país. Y, aunque me sentía afortunada por ello, había llegado el momento de cambiar.
Había pasado los dos años anteriores a mi estancia en el extranjero en una isla tropical, igual que las que aparecen en las postales. Tras trabajar más de diez años en la banca, sentía la necesidad de vivir alejada de la rutina cotidiana de lunes a viernes y de nueve a cinco.
Junto con una de mis hermanas, nos aventuramos a pasar unas vacaciones en una isla de North Queensland para sacarnos el título de buceadoras de inmersión. Mientras ella se liaba con nuestro monitor, lo cual fue de gran ayuda para que consiguiésemos aprobar el examen, yo subí a una de las montañas de la isla. Durante un descanso sobre un enorme canto rodado que parecía estar apoyado en el cielo y con una sonrisa en los labios, tuve una epifanía. Quería vivir en una isla.
Cuatro semanas después el trabajo en el banco ya era historia, y las pocas pertenencias que no había conseguido vender quedaron almacenadas en un cobertizo en la granja de mis padres. Cogí un mapa y elegí dos islas basándome únicamente en su conveniente ubicación. No sabía nada sobre ellas, aparte de que me gustaba dónde estaban situadas y que en cada una de ellas había un centro turístico. Era la época anterior a internet, cuando cualquiera puede encontrar al instante todo lo que desee saber sobre cualquier cosa . Envié por correo sendas cartas de presentación y puse rumbo al norte, sin saber cuál sería mi destino final. Era el año 1991, unos pocos años antes de que los teléfonos móviles también invadiesen Australia .
En el camino, mi alma despreocupada recibió las oportunas y pertinentes advertencias, como una experiencia que tuve haciendo autoestop que me llevó rápidamente a descartar esa forma de transporte. Cuando me encontré en un camino de tierra en mitad de la nada, lejísimos del pueblo al que trataba de llegar, se dispararon en mi cabeza las alarmas suficientes para que nunca más se me volviese a ocurrir hacer dedo. El tipo que me había parado me dijo que quería enseñarme dónde vivía. A medida que avanzábamos las casas se alejaban en la distancia y la vegetación se volvía cada vez más espesa, y en el camino se veían cada vez menos señales de visitantes habituales. Por suerte, me mantuve firme y decidida y logré salir de la situación gracias a mi labia. Solo consiguió darme unos besos babosos mientras yo trataba de salir del coche, a toda velocidad, en el pueblo al que quería llegar. Ahí terminaron mis aventuras en autoestop.
A partir de entonces me moví en transporte público y, salvo por esa desafortunada experiencia, fue una gran aventura, en especial por no saber dónde acabaría viviendo. Viajar en trenes y autobuses hizo que me cruzase con personas extraordinarias a medida que me acercaba a climas más suaves. Cuando llevaba unas pocas semanas de viaje, llamé a mi madre, que había recibido una carta en la que me informaban de que había un trabajo esperándome en una de las islas elegidas. Estaba tan desesperada por escapar de la rutina del banco que cometí el absurdo error de decir que estaba dispuesta a aceptar cualquier trabajo, así que pocos días después estaba viviendo en una hermosa isla, fregando cacerolas y sartenes asquerosas.
Sin embargo, vivir en la isla resultó ser una experiencia fantástica, que no solo me permitió escapar de la rutina cotidiana, sino que hizo que incluso me olvidara de en qué día de la semana vivía. Me encantó. Después de un año fregando platos, conseguí un puesto de camarera en el mismo bar. El tiempo que estuve en la cocina había sido realmente entretenido y me había permitido aprender un montón de cosas sobre gastronomía creativa, pero era un trabajo duro y en el que sudabas constantemente debido al ambiente sofocante de una cocina sin aire acondicionado en pleno trópico. Eso sí, en mis días libres aprovechaba para perderme por los espléndidos bosques tropicales, o alquilaba un barco para recorrer las islas cercanas y hacer buceo, o simplemente me dedicaba a relajarme en aquel paraíso.
Me ofrecí como voluntaria para trabajar como camarera en el bar, y eso me acabó abriendo la posibilidad de acceder al puesto que tanto deseaba. Con unas vistas impagables a un mar de aguas cristalinas en perfecta calma, la blanca arena y el balanceo de las palmeras, la verdad era que el trabajo no resultaba tan duro. Tratar con clientes alegres que estaban disfrutando de las vacaciones de sus vidas, mientras me convertía en experta mezcladora de unos cócteles dignos de aparecer en los folletos turísticos, estaba a años luz de mi vida anterior en el banco.
Fue en el bar donde conocí a un europeo que me ofreció un trabajo en su imprenta. Yo siempre había tenido el gusanillo de viajar, y tras más de dos años en la isla tenía ganas de cambiar de aires y de volver a disfrutar de cierto anonimato. Cuando vives y trabajas en el mismo ambiente un día tras otro, es fácil llegar a considerar la privacidad en tu vida cotidiana como algo sagrado.
Era de esperar que alguien que volvía al continente tras un par de años en una isla sufriese un choque cultural, pero aventurarme a ir a un país extranjero cuyo idioma ni siquiera conocía supuso, como mínimo, todo un reto. En los meses que pasé allí conocí a gente muy agradable, y me alegro de haber tenido esa experiencia. Pero necesitaba volver a hacer amigos afines, así que acabé yéndome a Inglaterra. Llegué con el dinero justo (me sobraron una libra y setenta peniques) para comprar el billete que me llevaría a donde se encontraba la única persona a la que conocía en el país. Se abría un nuevo capítulo de mi vida.
Nev tenía una sonrisa abierta y afable, y sus rizos canosos empezaban a clarear. Era un experto en vinos, y era lógico que trabajara en el departamento de vinos de Harrods. Ese día empezaban las rebajas de verano. Cuando entré en ese establecimiento tan elegante y ajetreado salida directamente del ferry nocturno que cruzaba el canal de la Mancha, tenía todo el aspecto de la niña abandonada que era . «Hola, Nev, soy Bronnie. Nos vimos una vez . Soy amiga de Fiona . Pasaste una noche en mi sofá hace unos años», le dije desde el otro lado del mostrador con una amplia sonrisa.
«Claro, Bronnie —escuché con alivio—. ¿Qué te cuentas?» «Necesito encontrar un lugar donde poder quedarme unas pocas noches, por favor», le respondí esperanzada.
Mientras él buscaba la llave en su bolsillo, me dijo: «Por supuesto. Aquí tienes». Y así fue como me ofreció un lugar donde dormir, en su sofá, y las indicaciones para llegar a su casa.
«¿Me podrías dejar también diez libras, por favor?», le pedí con aire ingenuo. Sin dudarlo, sacó el dinero de su bolsillo trasero. Me despedí con palabras de agradecimiento y una alegre sonrisa como respuesta. Ya estaba todo arreglado: tenía cama y comida.
La revista de viajes donde esperaba encontrar algún anuncio de trabajo salía ese día, así que compré un ejemplar, fui a casa de Nev e hice tres llamadas. A la mañana siguiente hice una entrevista para un trabajo como interna en un bar en Surrey. Por la tarde ya estaba viviendo allí. Perfecto.
La vida transcurrió sin mayores sobresaltos durante dos años, entre amistades y amoríos. Fue una época divertida. Me adapté muy bien a la vida de pueblo, que a veces me recordaba a la de la isla, rodeada de gente a la que fui tomando aprecio. Además, no estábamos demasiado lejos de Londres, así que era fácil organizar excursiones cada cierto tiempo, la mayoría de las cuales fueron muy agradables.
Pero sentía la necesidad de seguir viajando . Quería conocer Oriente Próximo. Los largos inviernos ingleses fueron experiencias positivas y me alegré de haber pasado un par de ellos allí. Eran completamente opuestos a los calurosos e interminables veranos australianos. Pero tenía que decidir si irme o quedarme, y opté por pasar allí un último invierno, con la intención de ahorrar algo de dinero para el viaje. Para conseguirlo, tenía que alejarme del ambiente del bar y de la tentación de hacer vida social todas las noches. Nunca he sido una gran bebedora (ahora no bebo nada) pero, aun así, saliendo por ahí cada noche, me gastaba un dinero que podría emplear en pagarme el viaje.
Casi al mismo tiempo en que tomé esa decisión, me topé con el anuncio para el trabajo con Agnes, que era en el condado contiguo a Surrey. Me ofrecieron el puesto en la primera entrevista, cuando Bill, que era granjero, se dio cuenta de que yo también había sido una chica de granja. Agnes, su madre, tenía casi noventa años, el cabello gris que le llegaba por los hombros, una voz alegre y un vientre muy prominente, cubierto casi todos los días por la misma rebeca roja y gris. Su granja estaba a apenas hora y media en coche, lo que me permitía visitar a todo el mundo en mis días libres. Pero mientras estaba allí parecía que me hallaba en otro mundo. Me sentía muy aislada, porque me pasaba todo el día con Agnes, desde la noche del domingo hasta la del viernes . Dos horas libres cada tarde no eran suficientes para hacer mucha vida social, aunque lo cierto era que de vez en cuando aprovechaba para ir ver a mi inglés.
Dean era un encanto de persona. El sentido del humor fue lo que hizo que conectásemos desde el principio, en cuanto nos conocimos. También nos unía el amor por la música. Nos habíamos conocido al día siguiente de llegar yo al país, justo después de hacer la entrevista para trabajar en el pub, y vimos enseguida que nuestras vidas serían más ricas y divertidas si pasábamos tiempo juntos. Sin embargo, por desgracia, no era con él con quien pasaba más tiempo por aquel entonces. Normalmente me quedaba atrapada por la nieve en casa de Agnes y, muy a menudo, tratando de encontrar sus dientes. Era alucinante cómo alguien podía perder sus dientes en tantos sitios en una casa tan pequeña...
Su perra, Princess, un pastor alemán de diez años que soltaba pelo por todas partes, era muy cariñosa, pero sus patas traseras apenas la sostenían debido a la artritis, algo habitual en los perros de esta raza, al parecer. Conociéndola, levanté su trasero del suelo y busqué allí los dientes de su ama. Ese día no hubo suerte. Sin embargo, en otra ocasión sí se había sentado sobre ellos, así que tenía sentido buscarlos allí. Princess meneó su gran cola y a continuación volvió a quedarse dormida junto a la chimenea, olvidando al minuto la breve molestia. Una y otra vez, Agnes y yo nos cruzábamos mientras proseguíamos con la búsqueda. «No están aquí», me decía desde el dormitorio.
«Aquí tampoco están», contestaba yo desde la cocina. Aun así, yo acababa buscando en el dormitorio y Agnes en la cocina. Una casa tan pequeña no tenía tantas habitaciones en las que buscar, así que las dos las registrábamos todas, para estar doblemente seguras. Ese día, en concreto, se habían caído dentro de la bolsa donde guardaba los artilugios para tejer, junto a la butaca del salón.
«Eres un cielo, querida —me dijo, mientras se volvía a meterlos en la boca—. Quédate a ver la televisión conmigo, ya que estás aquí .» Ese truco era habitual, y yo sonreí mientras hacía lo que me pedía. Era una señora mayor que había vivido mucho tiempo sola y que agradecía la compañía. Mi libro podía esperar. No era que el trabajo fuese muy intenso ni en sus mejores momentos. Simplemente, se trataba de hacerle compañía, y si lo necesitaba fuera de mis horas de trabajo estipuladas, no había problema.
Otras veces habíamos encontrado los dientes bajo su almohadón, en el lavabo del baño, en una taza de té en el armario de la cocina, en su bolso y en otros muchos lugares insospechados. Pero también habían aparecido detrás del televisor, en la chimenea, en el cubo de la basura, encima de la nevera y dentro de uno de sus zapatos. Y, por supuesto, bajo los cuartos traseros de Princess, su imponente pastor alemán.
A mucha gente le sienta bien la rutina. Yo, personalmente, prefiero los cambios. Pero la rutina tiene su espacio, y no cabe duda de que a muchas personas es lo que mejor les funciona, sobre todo cuando se van haciendo mayores. Agnes tenía rutinas semanales y rutinas diarias. Todos los lunes iba al médico, ya que tenía que hacerse análisis de sangre periódicamente. La cita era exactamente a la misma hora todas las semanas. Eso sí, con una cosa al día bastaba, porque, de lo que contrario, su rutina de pasar las tardes descansando y tejiendo se vería alterada .
Princess nos acompañaba a todas partes, tanto si llovía como si granizaba o hacía sol. Lo primero era bajar el portón trasero de la camioneta, mientras la vieja perra esperaba pacientemente sin dejar de mover el rabo. Era una criatura hermosa. Después yo colocaba sus patas delanteras sobre el portón y la agarraba rápidamente por detrás para subirla antes de que le fallasen los cuartos traseros y tuviésemos que volver a empezar. Y me pasaba el resto de la excursión cubierta de pelos rubios de perro.
Hacer que bajase era más fácil, aunque también necesitaba ayuda. Princess se dejaba caer hasta que sus patas delanteras llegaban al suelo, y esperaba entonces a que yo le bajase las traseras. Si entretanto Agnes necesitaba mi ayuda por algún motivo, Princess esperaba en esa posición con el lomo en alto hasta que yo hubiese terminado. Una vez que estaba abajo, se movía alegremente y sin dolores, sacudiendo continuamente esa cola suya, grande y vieja.
Dedicábamos los martes a hacer la compra en el pueblo de al lado. Muchas de las personas mayores para las que he trabajado gastaban muy poco, pero Agnes era todo lo contrario. Siempre intentaba comprarme algo, sobre todo cosas que yo ni quería ni necesitaba. En cada pasillo se nos podía ver a las dos, una joven y otra anciana, discutiendo. Ambas sonreíamos, y a veces nos reíamos, pero ninguna cedía. En consecuencia, yo acababa con la mitad de las cosas que Agnes quería comprarme, que podían ser delicias vegetarianas variadas, mangos de importación, un nuevo cepillo para el cabello, una camiseta interior o una pasta de dientes de sabor espantoso.
Los miércoles íbamos al bingo, también en el pueblo. Agnes estaba perdiendo vista, por lo que yo era sus ojos para confirmar sus resultados en el juego. Ella podía leer los números y oía bastante bien, pero me preguntaba para estar segura antes de tachar cada número. Me encantaban todos los ancianos que encontrábamos allí. Yo iba camino de los treinta y era la única persona joven, lo que hacía que Agnes se sintiese muy especial. Se refería a mí como «mi amiga» .
«Mi amiga y yo fuimos ayer de compras y le compré unas bragas nuevas», anunciaba con semblante serio y orgulloso a todos sus amigos del bingo.
Todos asentían y me sonreían mientras yo me decía para mis adentros: «Madre mía».
Y proseguía: «Su madre le escribió esta semana desde Australia. Ahora hace mucho calor allí. Y ha tenido un sobrino». De nuevo, todos asentían y sonreían.
No tardé en aprender cuánta información me convenía darle. No quiero ni pensar en lo que podrían haber sabido de mi vida de no haber sido así, sobre todo cuando mi madre me envió por correo varios conjuntos de lencería y otros regalos, para mimarme en la distancia. Pero con Agnes todo resultaba inocente y cariñoso, así que fui capaz de sobrellevar los sonrojos y los momentos de vergüenza que me hacía pasar de vez en cuando.
El jueves era el único día que no comíamos en casa. Era un día importante para las tres, Princess incluida, por supuesto. Íbamos en coche hasta un pueblo en Kent y comíamos con su hija.
Cincuenta kilómetros era una distancia considerab ...
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