domingo, 3 de abril de 2016

SAN DIMAS, EL CRIMINAL ARREPENTIDO Y TOTALMENTE PERDONADO

San Dimas 
(Celebración 25 de marzo),
el criminal o ladrón arrepentido.
Cómo robar el cielo en dos pasos
Un libro sobre san Dimas explica 
la misericordia de Dios



Ni era bueno, ni sólo ladrón, sino también asesino. Sin embargo, es el primer santo canonizado personalmente por Jesús: el Buen Ladrón encarna «la alegría de la misericordia de Dios», que el Papa Francisco nos ha invitado a redescubrir en el Año Santo de la Misericordia. Él, hoy, desde el Paraíso, nos enseña a dar el mejor golpe: robar el cielo

«La Iglesia es la casa que a todos acoge y a nadie rechaza, para que todos los que hayan sido tocados por la gracia puedan encontrar la certeza del perdón. Nadie está excluido de la misericordia», ha dicho el Papa Francisco al anunciar el Año de la Misericordia. El Buen Ladrón, sobre quien el sacerdote canadiense André Daigneault ha escrito El Buen Ladrón. Misterio de Misericordia (ed. Voz de Papel), sabe bien de qué habla el Papa.

El único santo canonizado directamente por Jesús, en realidad, no fue nunca un Robin Hood. Según varios exegetas, Dimas formó parte de una banda de agitadores políticos que hacían la guerra a los romanos, robando, saqueando y matando; junto a Barrabás, fue responsable del homicidio que refieren Marcos y Lucas al final de sus evangelios. Lo más seguro es que presenciara en el Pretorio el juicio a Jesús; y escuchara el diálogo con Pilatos: Mi reino, ahora,  no es de este mundo… Así se entiende la confesión posterior del malhechor sobre la cruz: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Dice Daigneault que «la fe del Buen Ladrón nació del atractivo que la persona y las palabras de Cristo provocaron en él durante aquellas pocas horas. La fe fue para él un don de Dios, una siembra de su Espíritu».



Seremos juzgados según las oportunidades 
que hayamos tenido.

Invitado VIP al Paraíso

Entonces, el Buen Ladrón… ¿un ladrón y un asesino? Sí, y el primer hijo de la Iglesia. Y el primer invitado al cielo, el que estrenó el Paraíso, como escribió Claudel: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso. ¡Hoy! Así, de golpe. ¡No sólo queda absuelto de sus crímenes, sino santificado! El asesino, el ladrón, el impúdico, el bandido profesional… ¡es ya santo! Bastó una mirada entre los párpados sangrientos del invitado de la derecha…, y en este inmenso lugar que es el Paraíso, no hay nadie en el primer momento más que él. Él solo. No ha llegado todavía nadie más. Hasta el trono de la Inmaculada está vacío. Él está allí, en el Paraíso, todavía oliendo a fluidos corporales. Él, el primer fruto. Para esto ha servido la sangre de Dios».

¿Qué hizo en realidad Dimas para conquistar el cielo? ¿Qué hizo para ganarse el perdón de Jesús? 

En realidad, apenas nada… Fueron unos segundos de conversación, pero nos enseñan hoy, dos mil años después, el modo de robarle el Corazón a Cristo: medio desnudo, vulnerable, expuesto, inmóvil, el delincuente ya no puede escapar, el bandido no se puede esconder. 

Y, en un primer paso, se atreve a mirar a Jesús, reconociendo la verdad de lo que es: Lo nuestro es justo, pues recibimos el pago de lo que hicimos. El cardenal Saliége admiró en el Buen Ladrón «el valor de ser humilde y de reconocer sinceramente quién era. Un valor muy poco frecuente. Cuando Dios encuentra la humildad en un alma, no puede resistirse y se precipita sobre ella».

El segundo momento es la confianza y su Fe Esperanzada: Dimas es de los pocos en el Evangelio que llama al Señor por su nombre: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. No puede prepararse para la muerte, ni borrar su historial, ni actualizar su curriculum, ni hacerse un selfie un poco más amable. Con Daigneault: «El Buen Ladrón cambia nuestra escala de valores. Dios no necesita para nada nuestras virtudes naturales, en cambio necesita nuestro vacío y nuestra pobreza para colmarlos de su Misericordia. Le causa horror la autocomplacencia, y espera de nosotros el abandono de un niño. Su Misericordia quiere derramarse en nuestras pobrezas. Dios se complace en manifestar su fuerza en la debilidad de los más pequeños».

Quizá nos cuesta creer que Dios nos pueda mirar así, hasta el perdón total, sin exigirnos un pagaré de vuelta. «Las obras del Buen Ladrón no habían sido muy buenas; las nuestras tampoco lo son», escribe Daigneault, que lamenta que, «a veces, se confunde la santidad con la perfección y la virtud moral», y cita a Von Balthasar cuando explica que «no es mirar nuestra miseria lo que nos purifica, sino mirar a Aquel que es la total pureza y santidad. El Redentor pide únicamente una simple mirada hacia Él».

El Buen Ladrón nos marca el camino hacia el Año Santo de la Misericordia. Como escribe Daigneault: «Si un hombre pide perdón desde el fondo de su corazón, aunque haya cometido las peores bajezas, puede ser transformado en un santo, como el Buen Ladrón. El peor de los criminales, que confía sus pecados a la Misericordia de Dios, a la infinita santidad de Cristo, puede llegar a ser santo».

En medio de nuestra desnudez, de nuestra vida siempre pobre en obras, méritos y deseos, la cruz de Dimas se levanta ante nosotros como la llave con la que abrir el corazón del Padre. De su confianza –casi descaro– aprendemos a tratar a Cristo, a descansar a su derecha, a apoyar nuestra cabeza en su misericordia. Como dijo san Bernardo, «mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras Él no lo sea en misericordia. Y porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos. Y aunque tengo conciencia de mis pecados, donde abundó el pecado sobreabundó la gracia».
A muchos les puede escandalizar la figura del Buen Ladrón. «Dios no es justo. Dimas no se lo merece…», podrían argüir. ¿Qué se les puede decir?
Es verdad que Dimas realmente no se merece la salvación. Pero lo que vale para él, también vale para quienes siempre estamos intentando escondernos detrás de una aparente justicia. Porque en realidad lo que nos hace justos no es nuestra justicia, que nunca es plenamente tal. Porque, por nuestra condición humana, queramos o no, estamos sometidos al pecado. La verdadera justicia no nace de nuestra generosidad natural, o de nuestras pretendidas virtudes. Pensar que podemos hacernos justos con nuestro mero esfuerzo es una muestra evidente de orgullo. Una afirmación de la fe cristiana, enseñada particularmente por San Pablo, es que en el orden sobrenatural no podemos hacer nada meritorio sin la gracia. Nuestras técnicas y nuestros esfuerzos nada valen sin ella. Todo es don de la gracia, que hemos de acoger, como enseña San Agustín, como mendigos, según la enseñanza de Jesús: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Y es únicamente la sangre de Cristo la que nos justifica. Nunca estaremos justificados por nuestras obras de justicia. Si así fuera hubiera sido inútil el sacrificio salvador de Cristo.

Que Dios, en su infinita Misericordia, salve al condenado, no es razón para afirmar que sea injusto. Porque hay una justicia insondable para el hombre, que no es sólo la justicia que retribuye a cada uno según sus obras, sino una justicia más grande, y más extraordinaria, que es la justicia capaz de acceder a la entraña misma del hombre injusto, iluminar las tinieblas de su extravío con la luz de la verdad, abrazarle interiormente con su Misericordia, y destruir desde dentro la fuerza del pecado con la fuerza suprema del Amor, realizando en el corazón del hombre el milagro de su justificación y de su conversión. Dios realizando este milagro de su Misericordia, que es la conversión del pecador, lo justifica y le ofrece una vida nueva. Así muestra Dios que no es injusto, al contrario, muestra la potencia de su justicia que hace justo al impío, y santo al pecador.

La cosa más importante que el Ladrón arrepentido nos enseña es que la salvación es un don gratuito que se nos ofrece, y que se nos invita a acoger siempre de nuevo. También, y de modo más consciente, en este Año de la Misericordia. Que el modo adecuado como hemos de recibirla es con asombro y gratitud. Es así como el Ladrón arrepentido la recibió en el primer Viernes Santo de la historia. Pues el hombre no puede llegar a su estado de justicia, a la salvación, a través de un conocimiento privilegiado que le salva (como afirmaban los griegos, y como lo han hecho todas las gnosis de todos los tiempos), tampoco a través de una accésis corporal, de los afectos y de la voluntad, o de técnicas sutiles de silencio y de interiorización personal (como afirma el budismo y la actual nueva Nueva Era). Únicamente Cristo, con su Misericordia, le salva. Pues, como afirmaba el Cardenal Ratzinger en su Introducción al cristianismo, el hombre no vuelve profundamente a sí mismo por lo que hace sino por lo que recibe. Tiene que esperar el don del amor, y el amor solo puede recibirlo como don. No podemos «hacerlo» nosotros solos sin los demás, tenemos que esperarlo, dejar que se nos dé. El hombre para salvarse depende de un don. Si se niega a recibirlo se destruye a sí mismo. El amor, la Misericordia, el perdón, es el don que todos necesitamos.



El Buen Ladrón - Felipe Gómez


La Pasión De Cristo  - Dimas, El Buen Ladrón



Siete Palabras - El Buen Ladrón - Francisco Ruiz 



El Ladrón Arrepentido - Doris Machín 


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