lunes, 18 de abril de 2016

OTRO MODO DE PENSAR (NUEVO PARADIGMA DE PENSAMIENTO)

«Otro modo de pensar», 


“Lo más grave de esta época cargada de gravedad –decía Heidegger- es que aún no pensamos”. Y, por su parte, Emerson indicaba: “La concentración es el bien. La dispersión es el mal”. 

Pensar: no hay faena más difícil y evasiva. Todo conspira para que no la llevemos a cabo. Nos da miedo enfrentarnos con la realidad pura y dura. Y mucho más si hemos de hacerlo por nuestra cuenta y riesgo. Sin embargo, la realidad es que siempre se piensa con otros. Hemos de contar con los libros, los amigos, los colegas, los consejeros e, incluso, los críticos y los contrincantes. Pero, seamos muchos o pocos –uno solo, incluso– nuestro único interlocutor es la verdad. Y lo terco del caso es que la verdad tiende a ocultarse, siempre esquiva, como si quisiera no caer una vez más en el equívoco y la ambigüedad. El empeño por desnudar la verdad de sus disfraces y tratar de hacerla resplandecer ante nuestros ojos no es tarea mollar, sino fatigosa y lenta. No todos son capaces de proseguir en ese trabajo de rechazar equívocos y superar apariencias.

Para pensar bien, hay que aprender a pensar. Lo cual equivale a no dejarse llevar por los tópicos imperantes. Amar la verdad, cueste lo que cueste, es el único sendero que nos aparta de los tópicos manidos, convencionales, y nos ayuda a librarnos de la sumisión. Por eso, el desafío de pensar equivale a encontrar otro modo de pensar. Y esta es, precisamente, la ayuda que ofrece el libro que el lector tiene entre sus manos.

El otro modo de pensar 

Necesitamos más que nunca pensar. Pero hemos de pensar de otro modo. El modo de pensar dominante hasta ahora, desde hace más de dos siglos, es el que corresponde al racionalismo moderno y al predominio del Estado nacional, en el que se mezclan las utopías socialista y liberales, hasta desembocar en el capitalismo consumista.

Ha empezado a ser posible cuestionar públicamente las ideas que han dominado el llamado “primer mundo” a lo largo de los tres últimos siglos: la implacable racionalización del mundo y de la sociedad a través de la ciencia.

La creencia en un progreso histórico indefinido.
La democracia liberal como solución de todos los problemas sociales.
La revolución como medio radical para liberar a los individuos y a los pueblos.
Es necesario, como propone McIntyre, pasar del paradigma de la certeza al paradigma de la verdad que sitúa a la verdad por delante de la certeza, lo radical no es la objetividad sino la realidad.
Surge, así, el otro modo de pensar que se abre a la pluralidad de lo real y ajeno a los modelos unilaterales y cerrados.
El otro modo de pensar diferencia pero no discrimina. Se da un predominio de lo cualitativo sobre lo cuantitativo.
Se da el criterio de incidencia o de cercanía, que fomenta ámbitos compatibles, donde se cultivan bienes que han de ser compartidos: tal es el caso del conocimiento, de la paz, de la armonía, de la amistad, de la alegría, que crecen cuando se participan. El lema es “Yo sólo puedo estar donde tú estás”, en contraposición al “Donde yo estoy tú no puedes estar” propio del criterio de generalidad que produce ámbitos incompatibles, porque se manejan bienes que no se pueden compartir, como el dinero, el prestigio, el placer físico o la influencia, que disminuyen cuando se comparten.

La perfección del mundo, la plenitud de los tiempos, llega cuando el Hijo de Dios hecho carne se ha unido en cierto modo a todo hombre, haciendo al hombre manifiesto a sí mismo, revelando la grandeza de su vocación, de manera que el misterio del hombre sólo se desvela en el misterio del Verbo Encarnado.
Si volvemos la espalda a esta fuente de luz, nuestro saber es vano y nuestra cultura vacía, mientras que la filosofía se curva sobre sí misma, asfixiada por una erudición desesperante o debilitada por el narcisismo.
El otro modo de pensar es la pasión incondicionada por la verdad de lo que las personas son. Lo importante no es lo que nosotros hacemos con la verdad, sino lo que la verdad hace con nosotros, al desvelarla nos desvela lo que nosotros mismos somos.
El “proyecto moderno”, con sus profecías de progreso indefinido, ha entrado en pérdida y casi nadie cree ya que pueda remontar.
Hace ya algún tiempo que se va produciendo la mutación de la sociedad industrial a la sociedad del conocimiento. Hace ya más de treinta años se viene realizando una “revolución silenciosa” cuyo trasunto son las exigencias postmaterialistas de más alto nivel, configuradas en torno a los movimientos de disidencia social.

Un modo de pensar en el que se armonicen la pluralidad de métodos y de sensibilidades, más atento al juego de las complementariedades que a la dialéctica de las oposiciones. Un modo de pensar solidario en el que se practique la hospitalidad de considerar a los extraños como propios.
Un modo de pensar humanista que sepa ver el rostro de las mujeres y de los varones el resplandor de una dignidad intocable, reflejo de nuestra condición de Hijos de Dios, unidos vitalmente al Verbo Encarnado.

Como sugiere Kolakowski, antes de sembrar y poder recoger, en la vida intelectual es preciso remover la tierra, airearla, exponerla a todos los vientos, fecundarla con catalizadores que pueden parecer distorsionantes, pero que provocan reacciones nuevas. La paz no tiene nada que ver con el inmovilismo: no es el silencio de los cementerios ni de las cárceles. 

Quien desee mantener la mente abierta, disponer de un fresh understanding, debe estar reflexivamente precavido para no quedar anclado en situaciones que se dan por intocables, ni confundir el aprecio a la tradición con “lo que siempre hemos hecho”. Porque una de las exigencias del avance en el conocimiento es librarse de los prejuicios que paralizan. Y desprenderse de tales preconcepciones exige originalidad de pensamiento, la cual no estriba en pensar de distinta forma que los demás, sino en pensar desde el origen, por propia cuenta y riesgo, sin dar lo escuchado por supuesto, acudiendo a la fuente misma de donde brota el conocimiento. 


La originalidad consiste en remontarse al manadero del saber, sin aceptar como definitivas informaciones ya empaquetadas, que traen consigo -listas para consumir- las respuestas a los problemas que aparentan plantear. Si Max Weber pudiera levantarse de su tumba muniquesa y darse un paseo por nuestras Universidades, pronto le vendría a la memoria su célebre expresión “rutinización del carisma”. ¿Qué es lo que distingue a un funcionario de la docencia de un maestro? ¿Qué es lo que convierte a un estudiante gregario y sometido a la burocracia en un buscador de la verdad? Lo que establece la diferencia es la hondura en los planteamientos, la creatividad en las hipótesis, el afán de innovación en las soluciones, el ejercicio de la inteligencia como capacidad de enfrentarse con las ortodoxias laicas, el coraje de cuestionar el punto de partida de los enfoques convencionales. ¿Qué pasaría si las cosas fueran de otro modo o las hiciéramos de distinta manera? 

Sólo se avanza en el conocimiento –según veíamos antes- dentro de una comunidad de investigación y aprendizaje. La educación es una simbiosis, porque aquello en lo que se pretende avanzar (el saber) constituye una práctica compartida, que tiene un curso histórico, un horizonte social y unas implicaciones éticas y religiosas. Si se considera que todos estos factores son accidentales al propio saber, lo que sucede es que el conocimiento se desvitaliza y se cosifica, pues queda desarraigado de su tierra natal, de esas comunidades de tradición y de progreso entre las que la Universidad se sitúa en una posición avanzada. Por utilizar una vieja metáfora, nosotros somos enanos a hombros de gigantes. Vemos más que los que nos precedieron, precisamente porque no nos olvidamos de ellos. 
La ciencia es un empeño histórico, en el cual se puede participar cuando se aporta a la empresa común. Según ha recordado Charles Taylor, la cultura de la autenticidad, característica de nuestro tiempo, se estrecha y se aplana cuando se la confunde con el individualismo atomista. 

La cuestión de la esperanza pasa a primer término cuando nos encontramos en la fase terminal de una época en la cual la mayoría de los movimientos culturales presentan una deriva inercial y conformista. La esperanza brilla por su ausencia si lo mejor que puede pasarnos es seguir un trecho más como hasta ahora. Y es que el objeto de la esperanza no es lo seguro; el objeto de la esperanza es lo nuevo. La esperanza, como pasión y como virtud, se refiere al bien arduo y humanamente incierto que no se halla precontenido en las condiciones iniciales, y que sólo se puede atisbar si uno acepta el bello riesgo de aventurar la propia vida. La apuesta incondicionada por la eficacia genera una espantosa esterilidad. La apuesta por la fecundidad, en cambio, presupone un suelo fértil, una cultura, un cuidado, un cultivo del espíritu, como condición imprescindible para la generación y el crecimiento. Por eso, la mentira primordial del pragmatismo materialista, hoy hegemónico, consiste en orientar la esperanza –decaída a superficial optimismo- en la línea de la eficacia y desarraigarla de los enclaves de la fecundidad. En cambio, el fomento del amor a la sabiduría, la primacía del factor humano –del humanismo incluso- en las organizaciones, y la promoción de una imagen digna y libre del hombre, constituyen hoy lo que podríamos llamar preámbulos de la esperanza...


“Lo más grave de esta época cargada de gravedad –decía Heidegger- es que aún no pensamos”. Y, por su parte, Emerson indicaba: 

“La concentración es el bien. La dispersión es el mal”. 
Se nos va el tiempo y las energías en lo accidental y perdemos la visión firme de lo esencial, a la que hemos de acudir siempre como a una fuente de vida. En una sociedad que ha reconocido al conocimiento como su energía imprescindible, hemos de empeñarnos en el estudio, la reflexión y el diálogo. Ahora bien, no se trata de llenarse la cabeza de datos, sino que lo importante es descubrir las claves que dan sentido a los hechos. Y tal hallazgo sólo se logra tras un largo ejercicio del pensar meditativo. 
Estamos sedientos de sentido. Pero hemos de recordar que el sentido sólo vale en cuanto que es camino hacia la verdad. Lo principal es a amar la verdad. Y quien libremente quiere dar un paso más y adentrarse en la espesura, llega a esta idea clave, que en cierto modo vale por todas: “Dios es la verdad”.



Metanoia - Sopla Señor


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