TERRORISMO DE ALLÁ.
TERRORISMO DE ACÁ
"NO A LA GUERRA"
CÁNDIDO MORENO ARAGÓN
(AÑO 2003)
De todos los titulares de los periódicos del 12 de septiembre de 2001, el del PERIÓDICO ABC ha sido el más acertado, y el tiempo le está dando la razón: "El terrorismo islámico declara la guerra a occidente".
Juan Pablo II propone justicia (no venganza)
y una nueva cooperación mundial
Aquí se resume la gran preocupación actual del Papa (y no sólo del Papa) en estos momentos: ¿qué respuesta debe ofrecer el mundo ante ataques tan salvajes? ¿Cómo es posible reaccionar a lo que parece una red terrorista con tentáculos en todos los continentes, con hombres kamikaze, y con el fanatismo y el odio por ideología que además utiliza la religión?
El Santo Padre ofreció pistas de respuesta importantes al recibir, dos días después de los atentados, al nuevo embajador de Estados Unidos ante el Vaticano, James Nicholson. En la ceremonia de entrega de las cartas credenciales, constató dos principios fundamentales: la primera respuesta debe estar guiada por la justicia (no por la venganza); ahora bien, a largo plazo, la solución pasará por la promoción de una nueva era de colaboración entre las naciones. «Rezo para que este acto inhumano despierte en los corazones de todos los pueblos del mundo el firme propósito de rechazar los caminos de la violencia –dijo al embajador estadounidense–, de combatir todo lo que siembra odio y división en la familia humana, y de trabajar por el amanecer de una nueva era de cooperación internacional inspirada en los más altos ideales de solidaridad, justicia y paz».
La propuesta del Papa está destinada a superar la gran tentación que se cierne en estos momentos sobre la Humanidad, eso que Samuel Huntington, en 1996, describió en su famoso libro como el choque de las civilizaciones (The clash of civilizations and the remake of world order). El peligro de interpretar estos dramáticos acontecimientos como el enfrentamiento entre el Islam y el cristianismo, entre el mundo árabe y Occidente, no ha estado ajeno, esta semana, incluso en la reflexión de importantes exponentes del cristianismo mundial. Se trata de una tentación que el Pontífice ya lleva denunciando desde hace tiempo, por considerarla fruto de análisis simplistas. Siguiendo la iniciativa de las Naciones Unidas de proclamar el año 2001, Año internacional del diálogo entre las civilizaciones, Juan Pablo II dedicó su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz (1 de enero pasado) a «reflexionar sobre el diálogo entre las diferentes culturas y tradiciones de los pueblos –son palabras del mismo texto–, indicando así el camino necesario para la construcción de un mundo reconciliado, capaz de mirar con serenidad al propio futuro».
«Estos actos de violencia no son el camino para llevar la paz al mundo. Como líderes religiosos deseamos subrayar que el auténtico fundamento de la paz es la justicia y el respeto mutuo».
"El mundo sólo tiene futuro si las culturas y las religiones aprenden a colaborar juntas al servicio de la persona".
A TORRE VIXÍA
¿QUÉ ES LA JUSTICIA INFINITA?
Los romanos lo decían así de bonito: summum ius, summa crux. Y nosotros podemos traducirlo de esta otra manera: la justicia infinita no es más que una crasa injusticia.
Aunque Patton y otros generales americanos presumían mucho de leer a los clásicos, me temo que esta vez se han columpiado como monas, y que esta denominación escogida para el escarmiento que van a producir en carne afgana no hace más que poner al descubierto la mentalidad subconsciente de una potencia militar humillada y aturdida.
Para empezar, hay que considerarse un dios para hablar así. Porque a los hombres sólo nos compete una justicia limitada y falible, y siempre que hemos ido un poco más allá nos hemos metido en las tenebrosas fauces del absolutismo y la dictadura. ¿Quién son ellos para hablar así? ¿Qué sentido de la medida puede haber en quien asume el obsceno papel de juez infalible de todos los pueblos, creencias y culturas? ¿Qué privilegio les asiste para ser jueces de todos sin ser juzgados por nadie?
Pero hay más. Porque la justicia no se hace con armas, sino con leyes. Y no es posible aceptar como acto de justicia aquel que empieza por el castigo y termina por la sentencia. Al presidente Bush le gustan los bandos del Oeste: «Se busca. Vivo o muerto». Pero, ¿le gustan también los que primero cuelgan y luego preguntan? ¿Está de acuerdo con aquellos jueces que linchaban al bandido con las formas procesales? «Serás colgado -decían- después de un juicio justo». Y se iban tan panchos, a su casa, como si el mismo Dios quedase sujeto por su firma.
Pues ésta es, me temo, la suerte que le espera a Afganistán: que antes de hacerle el juicio justo que les vamos a hacer, ya sabemos que los vamos a colgar. Y que sus cuerpos despanzurrados por los misiles -que nunca veremos por televisión- se van a convertir en el sangrante testimonio de una justicia infinita cuyos antecedentes más inmediatos encontró George Bush en los cuatreros colgados en un árbol solitario del Far West.
Quizá por eso, y por no saber parar el tono militarista que se está adueñando de nuestras democracias, los llamados occidentales -presuntos beneficiarios de una cultura cristiana peligrosamente reivindicada y reverdecida- estamos pagando todas las facturas de la crisis: pusimos los aviones y la gasolina, y pusimos también los muertos. Pusimos la crisis bursátil y sus consecuencias, y abrimos de par en par las puertas hacia el paro. Pagamos la incomodidad de una vigilancia organizada en plena tragedia y con evidente nerviosismo. Invocamos contra nosotros mismos el reblandecimiento del sistema democrático y estamos dispuestos a pagar con libertad el precio de una seguridad utópica. Y corremos el riesgo de meternos en un follón tan grande como inútil. ¿Quién da más? ¿Cómo verá todo esto el terrorista Bin Laden?
El modelo de razonamientos binarios -¡nunca hay más de dos alternativas!- nos está llevando, sin frenos, por una fuerte pendiente. Entre matar o dejarnos matar escogemos lo primero. Entre arrear leña a ciegas en Afganistán o dejar impune a Bin Laden escogemos lo segundo. Entre mostrar debilidad o arriesgar la paz del mundo clamamos por la fortaleza. Y así, incapaces para razonar y hacer política en un mundo complejo y lleno de alternativas, acabamos haciendo solemnes estupideces que tienen la apariencia de silogismos enbárbara.
Ya lo dijo Aznar: «No hay fronteras para el terrorismo». ¿Dónde no hay fronteras? ¿En Rusia? ¿En China? ¿En Estados Unidos? ¿En España? ¿En Afganistán? ¿En Argelia? Creo que a la Teoría del Estado de nuestro presidente le faltan un par de capítulos. La realidad es compleja, y las cesiones peligrosas. Pero, mientras tratamos de descubrir todas las caras del poliedro, hay que saber que la vieja ley del Talión tiene una nueva formulación. Es la justicia infinita con la que se va a alimentar, si Dios y/o Alá no lo remedian, el vicio de la violencia.
La rabia y el orgullo
Fallaci predijo la Cruzada al Revés:
"Destruirán nuestra identidad"
Con este extraordinario relato, Oriana Fallaci
rompe un silencio de décadas. La más célebre
escritora italiana vive gran parte del año en
Manhattan totalmente aislada. Pero el destino
quiso que, el 11 de septiembre, el Apocalipsis
se abriese a poca distancia de su casa. En estas
páginas plasma qué sintió. Ideas fuertes.
Ideas para razonar y reflexionar.
Hay momentos de la vida en que callar se convierte en una culpa. Hablar, una obligación, un deber civil, un desafío moral, un imperativo categórico del cual no te puedes evadir.
Los hijos de Alá En esta segunda entrega, Oriana Fallaci reflexiona, al hilo de su vivencia de los ataques del 'Martes Negro', sobre el mundo islámico y sus diferencias con la cultura occidental. «En cada experiencia dejo jirones de mi alma», escribió la prestigiosa periodista italiana hace años. Una vez más, es absolutamente cierto.
¿QUE por qué quiero hacer este discurso sobre lo que tú llamas 'contraste entre las dos culturas'? Pues, si quieres saberlo, porque a mí me fastidia hablar incluso de dos culturas. Ponerlas sobre el mismo plano, como si fuesen dos realidades paralelas, de igual peso y de igual medida. Porque detrás de nuestra civilización están Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y Fidias, entre otros muchos. Está la antigua Grecia con su Partenón y su descubrimiento de la Democracia. Está la antigua Roma con su grandeza, sus leyes y su concepción de la Ley. Con su escultura, su literatura y su arquitectura. Sus palacios y sus anfiteatros, sus acueductos, sus puentes y sus calzadas.
Y por último está la ciencia. Una ciencia que ha descubierto muchas enfermedades y las cura. Yo sigo viva, por ahora, gracias a nuestra ciencia, no a la de Mahoma.
Una ciencia que ha inventado máquinas maravillosas. El tren, el coche, el avión, las naves espaciales con las que hemos ido a la Luna y quizás pronto vayamos a Marte. Una ciencia que ha cambiado la faz de este planeta con la electricidad, la radio, el teléfono, la televisión... Por cierto, ¿es verdad que los santones de la izquierda no quieren decir todo esto que yo acabo de enumerar? ¡Válgame Dios, qué bobos! No cambiarán jamás. Pues bien, hagamos ahora la pregunta fatal: y detrás de la otra cultura, ¿qué hay? Busca, busca, porque yo sólo encuentro a Mahoma con su Corán y a Averroes con sus méritos de estudioso (los comentarios sobre Aristóteles, etc.), al que Arafat encasqueta el honor de haber creado incluso los números y las matemáticas. De nuevo chillándome en la cara, de nuevo cubriéndome de pollos, en 1972, me dijo que su cultura era superior a la mía, muy superior a la mía, porque sus antepasados habían inventado los números y las matemáticas.
Pero Arafat tiene poca memoria. Por eso cambia de idea y se desmiente cada cinco minutos. Sus antepasados no inventaron los números ni las matemáticas. Inventaron la grafía de los números, que también nosotros, los infieles, utilizamos, y las matemáticas fueron concebidas casi al mismo tiempo por todas las antiguas civilizaciones. En Mesopotamia, en Grecia, en la India, en China, en Egipto y entre los mayas... Sus antepasados, ilustre señor Arafat, sólo nos han dejado unas cuantas bellas mezquitas y un libro con el que, desde hace 1.400 años, nos rompen las crismas mucho más que los cristianos nos la rompían con la Biblia y los hebreos con la Torá.
Y ahora veamos cuáles son los méritos que adornan al Corán. ¿Se puede hablar realmente de méritos del Corán? Desde que los hijos de Alá casi destruyeron Nueva York, los expertos del Islam no dejan de cantarme las alabanzas de Mahoma. Me explican que el Corán predica la paz, la fraternidad y la justicia. (Por lo demás, lo dice hasta Bush, pobre Bush. Y es lógico que Bush tenga que tranquilizar a los 24 millones de musulmanes estadounidenses, convencerlos de que cuenten todo lo que saben sobre los eventuales parientes o amigos o conocidos fieles de Osama bin Laden). ¿Pero cómo se come eso con la historia del ojo por ojo y diente por diente? ¿Cómo se come con el chador y el velo que cubre el rostro de las musulmanas, que hasta para poder echarle una ojeada al prójimo esas infelices tienen que mirar a través de una tupida rejilla colocada a la altura de sus ojos? ¿Cómo se come eso con la poligamia y con el principio de que las mujeres deben contar menos que los camellos, no deben ir a la escuela, no deben hacerse fotografías, etc? ¿Cómo se come eso con el veto a los alcoholes y con la pena de muerte para el que beba? Porque también esto está en el Corán. Y no me parece tan justo, tan fraterno ni tan pacífico.
No entendéis, no queréis entender, que para los musulmanes Occidente es un mundo que hay que conquistar, castigar, someter al Islam.Querido sostenedor de Las-Dos-Culturas, las mezquitas que en toda Europa florecen a la sombra de nuestro (vuestro) olvidado laicismo y de nuestro (vuestro) pacifismo hipócrita y desbocado están llenas de terroristas y futuros terroristas. Protegidos por el cinismo, el oportunismo, el cálculo, la estupidez de quienes nos los presentan como si fueran tibias de santo.
Esta es, pues, mi respuesta a tu pregunta sobre el contraste de las dos culturas. En el mundo hay sitio para todos, digo yo. En su casa, cada cual hace lo que quiere. Y si en algunos paí- ses las mujeres son tan estúpidas que aceptan el chador e incluso el velo con rejilla a la altura de los ojos, peor para ellas. Si son tan estúpidas como para aceptar no ir a la escuela, no ir al doctor, no hacerse fotografí- as, etcétera, peor para ellas. Si son tan necias como para casarse con un badulaque que quiere tener cuatro mujeres, peor para ellas. Si sus maridos son tan bobos como para no beber vino ni cerveza, ídem. No seré yo quien se lo impida. Faltaría más. He sido educada en el concepto de libertad y mi madre siempre decía: «El mundo es bello porque es muy variado». Pero si me pretenden imponer todas esas cosas a mí, en mi casa... Porque la verdad es que lo pretenden. Osama bin Laden afirma que todo el planeta Tierra debe ser musulmán, que tenemos que convertirnos al Islam, que por las buenas o por las malas él nos hará convertir, que para eso nos masacra y nos seguirá masacrando. Y esto no puede gustarnos, no. Debe darnos, por el contrario, razones más que suficientes para matarle a él.
Pero la cosa no se resuelve, ni se termina, con la muerte de Osama bin Laden. Porque hay ya decenas de miles de Osamas bin Laden, y no están sólo en Afganistán y en los demás países árabes. Están en todas partes, y los más aguerridos están precisamente en Occidente. En nuestras ciudades, en nuestras calles, en nuestras universidades, en los laboratorios tecnológicos. Una tecnología que cualquier idiota puede manejar.
Hace tiempo que comenzó la cruzada. Y funciona como un reloj suizo, sostenida por una fe y una perfidia sólo equiparable a la fe y a la perfidia de Torquemada cuando dirigía la Inquisición. De hecho, es imposible dialogar con ellos. Razonar, impensable. Tratarlos con indulgencia o tolerancia o esperanza, un suicidio. Y el que crea lo contrario es un iluso. Te lo dice una que conoció bastante bien ese tipo de fanatismo en Irán, Pakistán, Bangladesh, Arabia Saudí, Kuwait, Libia, Jordania, el Líbano y en su propia casa, es decir, en Italia. Una que lo ha experimentado incluso en muchos y muy variados episodios triviales y grotescos, con los que ha tenido confirmación absoluta de su fanatismo. Nunca olvidaré lo que me pasó en la embajada iraní de Roma, cuando fui a pedir un visado para viajar a Teherán, para entrevistar a Jomeini, y me presenté con las uñas pintadas de rojo. Para ellos, signo de inmoralidad. Me trataron como una prostituta a la que hay que quemar en la hoguera. Me querían obligar a quitarme el esmalte. Y si no les hubiese dicho lo que tenían que quitarse ellos, o incluso cortarse...
Nunca olvidaré tampoco lo que me pasó en Qom, la ciudad santa de Jomeini, donde como mujer fui rechazada en todos los hoteles. Para entrevistar a Jomeini tenía que ponerme un chador, para ponerme el chador tenía que quitarme los vaqueros y para quitarme los vaqueros quería utilizar el coche con el que había viajado desde Teherán. Pero el intérprete me lo impidió. «Está usted loca, loca de remate, hacer una cosa así en Qom es correr el riesgo de ser fusilada». Prefirió llevarme al antiguo Palacio Real, donde un guardia piadoso nos acogió y nos dejó la antigua Sala del Trono. De hecho, yo me sentía como la Virgen que para dar a luz al Niño Jesús se refugia junto a José en el pesebre del asno y del buey. Pero a un hombre y a una mujer no casados entre sí, el Corán les prohíbe estar en la misma estancia con la puerta cerrada y, hete aquí, que de pronto la puerta se abrió. El mulá dedicado al control de la moralidad irrumpió gritando «vergüenza, vergüenza, pecado, pecado». Y, para él, sólo había una forma de no terminar fusilados: casarnos.
Firmar el acta de matrimonio que el mulá nos restregaba en las narices. El problema era que el intérprete tenía una mujer española, una tal Consuelo, que no estaba dispuesta en absoluto a aceptar la poligamia y, además, yo no quería casarme con nadie. Y mucho menos con un iraní con esposa española y que no estaba dispuesta en absoluto a aceptar la poligamia. Al mismo tiempo, no quería morir fusilada ni perder la entrevista con Jomeini. En ese dilema me debatía cuando... Te ríes, ¿verdad? Te parecen tonterías.
Pues, entonces, no te cuento el final de este episodio. Para hacerte llorar te contaré el de 12 jovencitos impuros que, terminada la guerra de Bangladesh, vi ajusticiar en Dacca. Los ajusticiaron en el estadio de Dacca, a golpes de bayoneta en el tórax o en el vientre, ante la presencia de 20.000 fieles que, desde las tribunas, aplaudían en nombre de Dios. Chillaban «¡Allah akbar, Allah akbar!». Lo sé, lo sé, en el Coliseo, los antiguos romanos, aquellos antiguos romanos de los que mi cultura se siente orgullosa, se divertían viendo morir a los cristianos como pasto de los leones. Lo sé, lo sé, en todos los países de Europa, los cristianos, aquellos cristianos a los que, a pesar de mi ateísmo, les reconozco la contribución que han hecho a la Historia del Pensamiento, se divertían viendo arder a los herejes. Pero, desde entonces, ha llovido mucho. Nos hemos vuelto más civilizados, e incluso los hijos de Alá deberían haber comprendido que ciertas cosas no se hacen. Tras los 12 jovencitos impuros, mataron a un niño que, para intentar salvar al hermano condenado a muerte, se había abalanzado sobre los verdugos. Los militares le rompieron la cabeza a puntapiés con sus botas. Y si no me crees, vuelve a leer mi crónica y la crónica de los periodistas franceses y alemanes que, presos del terror como yo, estaban también allí. O mejor aún, mira las fotos que uno de ellos consiguió. De todas formas, lo que quiero subrayar no es esto.
Lo que quiero subrayar es que, concluido el acto, los 20.000 fieles (muchas mujeres entre ellos) abandonaron las tribunas y bajaron al terreno de juego. No de una forma despavorida, no. De una forma ordenada y solemne. Lentamente compusieron un cortejo y, siempre en nombre de Dios, pisaron a los cadáveres. Siempre gritando «¡Allah akbar, Allah akbar!». Los destruyeron como a las Torres Gemelas de Nueva York. Los redujeron a un tapiz sanguinolento de huesos rotos...
Nunca olvidaré tampoco lo que me pasó en Qom, la ciudad santa de Jomeini, donde como mujer fui rechazada en todos los hoteles. Para entrevistar a Jomeini tenía que ponerme un chador, para ponerme el chador tenía que quitarme los vaqueros y para quitarme los vaqueros quería utilizar el coche con el que había viajado desde Teherán. Pero el intérprete me lo impidió. «Está usted loca, loca de remate, hacer una cosa así en Qom es correr el riesgo de ser fusilada». Prefirió llevarme al antiguo Palacio Real, donde un guardia piadoso nos acogió y nos dejó la antigua Sala del Trono. De hecho, yo me sentía como la Virgen que para dar a luz al Niño Jesús se refugia junto a José en el pesebre del asno y del buey. Pero a un hombre y a una mujer no casados entre sí, el Corán les prohíbe estar en la misma estancia con la puerta cerrada y, hete aquí, que de pronto la puerta se abrió. El mulá dedicado al control de la moralidad irrumpió gritando «vergüenza, vergüenza, pecado, pecado». Y, para él, sólo había una forma de no terminar fusilados: casarnos.
Firmar el acta de matrimonio que el mulá nos restregaba en las narices. El problema era que el intérprete tenía una mujer española, una tal Consuelo, que no estaba dispuesta en absoluto a aceptar la poligamia y, además, yo no quería casarme con nadie. Y mucho menos con un iraní con esposa española y que no estaba dispuesta en absoluto a aceptar la poligamia. Al mismo tiempo, no quería morir fusilada ni perder la entrevista con Jomeini. En ese dilema me debatía cuando... Te ríes, ¿verdad? Te parecen tonterías.
Pues, entonces, no te cuento el final de este episodio. Para hacerte llorar te contaré el de 12 jovencitos impuros que, terminada la guerra de Bangladesh, vi ajusticiar en Dacca. Los ajusticiaron en el estadio de Dacca, a golpes de bayoneta en el tórax o en el vientre, ante la presencia de 20.000 fieles que, desde las tribunas, aplaudían en nombre de Dios. Chillaban «¡Allah akbar, Allah akbar!». Lo sé, lo sé, en el Coliseo, los antiguos romanos, aquellos antiguos romanos de los que mi cultura se siente orgullosa, se divertían viendo morir a los cristianos como pasto de los leones. Lo sé, lo sé, en todos los países de Europa, los cristianos, aquellos cristianos a los que, a pesar de mi ateísmo, les reconozco la contribución que han hecho a la Historia del Pensamiento, se divertían viendo arder a los herejes. Pero, desde entonces, ha llovido mucho. Nos hemos vuelto más civilizados, e incluso los hijos de Alá deberían haber comprendido que ciertas cosas no se hacen. Tras los 12 jovencitos impuros, mataron a un niño que, para intentar salvar al hermano condenado a muerte, se había abalanzado sobre los verdugos. Los militares le rompieron la cabeza a puntapiés con sus botas. Y si no me crees, vuelve a leer mi crónica y la crónica de los periodistas franceses y alemanes que, presos del terror como yo, estaban también allí. O mejor aún, mira las fotos que uno de ellos consiguió. De todas formas, lo que quiero subrayar no es esto.
Lo que quiero subrayar es que, concluido el acto, los 20.000 fieles (muchas mujeres entre ellos) abandonaron las tribunas y bajaron al terreno de juego. No de una forma despavorida, no. De una forma ordenada y solemne. Lentamente compusieron un cortejo y, siempre en nombre de Dios, pisaron a los cadáveres. Siempre gritando «¡Allah akbar, Allah akbar!». Los destruyeron como a las Torres Gemelas de Nueva York. Los redujeron a un tapiz sanguinolento de huesos rotos...
CÓMO DERROTAR A LOS TERRORISTAS
SALMAN RUSHDIE
“El fundamentalista busca derribar mucho más que edificios. Estas personas están en contra, para ofrecer sólo una breve lista, de la libertad de expresión, un sistema multipartidista, el sufragio universal, un gobierno responsable, los judíos, los homosexuales, los derechos de las mujeres, el pluralismo, el secularismo, pantalones cortos, del baile, de la teoría de la evolución y de la sexualidad.
Son tiranos, no musulmanes.
El fundamentalista cree que nosotros creemos en nada. En su visión del mundo, él tiene certezas absolutas, mientras que nosotros estamos sumidos en indulgencias sibaritas.
Para demostrar que está equivocado, primero debemos saber que está equivocado.
Debemos estar de acuerdo en lo que realmente importa: besarse en lugares públicos, sándwiches de jamón, el desacuerdo, la moda de vanguardia, la literatura, la generosidad, el agua, una distribución más equitativa de los recursos del mundo, las películas, la música, la libertad de pensamiento, la belleza y el amor.
Estas serán nuestras armas. No por hacer la guerra sino por la forma sin miedo que elegimos vivir, vamos a derrotarlos.
¿Cómo derrotar al terrorismo?
No aterrorizarnos. No dejar que el miedo gobierne tu vida. Incluso si tienes miedo".
DIÁLOGO:
BELLA PERO EQUÍVOCA PALABRA
Josep Piqué
¿Qué significa la palabra "Diálogo". Sólo puede ser diálogo democrático. Diálogo entre los que quieren la paz auténtica, en libertad, entre los que respetan los derechos de todos. Es muy difícil entender el diálogo si una de las partes cree que la violencia o el terrorismo debe tener réditos...
Estos días he rememorado hechos históricos. Muchos británicos o franceses recibieron como héroes de la paz a Chamberlain y a Daladier, cuando cedieron en Munich, ante Hitler penando que esas cesiones apaciguaran la bestia totalitaria. Afortunadamente hubo otros que no cayeron en esa trampa. Y reaccionaron. Y, al final, ganaron. En beneficio de la democracia y de la libertad.
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La Comunicación más alta posee la gracia de despertar en otro lo que es y contribuir a que se reconozca.
Gracias amig@ de la palabra amiga.
"Nos co-municanos, luego, co-existimos".
Juan Carlos (Yanka)