viernes, 23 de octubre de 2015

NO HAY SOBERANÍA NACIONAL, NI PARLAMENTARIA NI POPULAR. SÓLO HAY SOBERANÍA ESTATAL

LA CREENCIA EN LA FANTASMAGÓRICA 
SOBERANÍA POPULAR 

No existe soberanía, es abstracto. Existe "Soberano". La Soberanía pertenece al Estado. Es el poder supremo del mismo Estado. Ni la Nación, ni el parlamento, ni el Pueblo es soberano. Soberano sólo es el Estado mismo. 
VER ESTATOCRACIA.
Es una expresión propuesta por Marcel Prélot en 1936 en su afán de buscar una doctrina de Estado con bases filosóficas, sociológicas y místicas. Se define como el gobierno por el estado, o por energía política, en la distinción del gobierno por la energía eclesiástica o aristocrática o de otros poderes fácticos que se interpongan entre la plebe y el centro de poder.

"El rol de una ideología decreta el carácter “ideocrático” de un gobierno, en el que se erige al Estado como una verdad fuera de toda discusión, sometiendo a la sociedad al pensamiento único y rechazando automáticamente la pluralidad de ideas". Raymond Aron

«El gobierno popular no es sino una tiranía convulsiva; el monárquico, un despotismo más concentrado. Cuando la soberanía no está limitada, no hay ningún medio de poner a los individuos al cobijo de los gobiernos. En vano se pretenderá someter los gobiernos a la voluntad general. Son siempre ellos los que dictan esa voluntad, y todas las precauciones resultan ilusorias. 

El pueblo dice Rousseau es soberano en un sentido y súbdito en otro; mas en la práctica esas dos relaciones se confunden. Le es fácil a la autoridad oprimir al pueblo como súbdito, para forzarlo a manifestar, como soberano, la voluntad que ella le prescribe. 

Ninguna organización política puede evitar ese peligro. Es inútil la división de poderes si la suma total del poder es ilimitada, los poderes divididos no tienen más que formar una coalición y el despotismo será inevitable con sus nefastas consecuencias. Lo que nos importa no es que nuestros derechos no puedan ser violados por uno de los poderes sin la aprobación del otro, sino que ningún poder pueda transgredirlos. 

No basta que los agentes del poder ejecutivo necesiten invocar la autorización del legislador; es preciso que el legislador no pueda autorizar su acción sino en la esfera que legítimamente le corresponde. 

No basta que el poder ejecutivo no pueda actuar sin el concurso, si no se declara que hay materias que escapan a la esfera de competencia del legislador, es decir, que la soberanía es limitada, y que ni el pueblo ni sus delegados tienen derecho a convertir en ley cualquier capricho. Es eso lo que hay que declarar, esa la verdad importante, el principio eterno que hay que establecer. 

Ninguna autoridad sobre la tierra es ilimitada, ni la del pueblo, ni la de los hombres que se llaman sus representantes, ni la de los reyes, cualquiera que sea el titulo con que reinen, ni la de la ley, que, por ser la expresión de la voluntad del pueblo o del príncipe, según la forma de gobierno, debe circunscribirse a los mismos límites que la autoridad de que emana. 
Los ciudadanos poseen derechos individuales independientes de toda autoridad social o política, y cualquier autoridad que viole esos derechos es ilegítima. Los derechos de los ciudadanos son: la libertad individual, la libertad religiosa, la libertad de opinión, que comprende el derecho a su libre difusión y el disfrute de la propiedad, la garantía contra todo acto arbitrario. Ninguna autoridad puede atentar a esos derechos sin renunciar a su propio titulo. Al no ser ilimitada la soberanía del pueblo y al no bastar su voluntad para legitimar todo lo que quiere, la autoridad de la ley, que no es más que la expresión verdadera o supuesta de esa voluntad, tampoco es ilimitada. 
Debemos muchos sacrificios a la tranquilidad pública; seríamos culpables ante la moral si, debido a un celo inflexible por nuestros derechos, nos resistiéramos a todas las leyes que nos parecieran conculcarlos; pero no estamos obligados a obedecer aquellas pretendidas leyes cuya influencia corruptora amenaza las partes más nobles de nuestra existencia, aquellas leyes que no sólo restringen nuestras libertades legítimas, sino que nos imponen acciones contrarias a esos eternos principios de justicia y de piedad que el hombre no puede dejar de observar sin degradarse y desmentir su naturaleza. Siempre que una ley, aunque injusta, no tiende a depravarnos, siempre que los mandatos abusivos de la autoridad sólo exigen sacrificios que no nos envilecen ni pervierten, podemos obedecerla, pues sólo a nosotros nos afecta. Pero si la ley nos prescribiera pisotear nuestros principios o nuestros deberes, o si, con el pretexto de una devoción gigantesca y ficticia por lo que, según los casos, llamaría monarquía o República, o nos prohibiera la fidelidad a nuestros semejantes, o si nos obligara a traicionar a nuestros aliados o incluso a perseguir a nuestros enemigos vencidos, reflexionemos entonces la serie de injusticias y de crímenes que se esconden bajo el nombre de ley. Siempre que una ley parece injusta existe el deber positivo, general, irrestricto, de no cumplirla. Esa fuerza de inercia no entraña trastornos, ni revoluciones, ni desórdenes. Nada justifica al hombre que presta su asentimiento a la ley que cree inicua. El terror no es una excusa más valiosa que cualquier otra pasión infamante. 

Dios confunda a cuantos sirven dócilmente y como autómatas a sus amos, agentes infatigables de todas las tiranías existentes, denunciadores póstumos de todas las tiranías derrocadas. Durante los años terribles que nos tocó vivir, se nos decía que si se servía a leyes injustas, era sólo para hacerlas menos rigurosas, ya que el poder cuyo depósito se acepta ocasionaría mayores males confiado en manos menos puras. ¡Transacción falsa que abría una carrera sin límites a todos los crímenes! Cada uno jugaba con su conciencia y cada grado de injusticia hallaba dignos ejecutores. No veo por qué en tal sistema no se hacía uno verdugo de la inocencia, con el pretexto de estrangularla más dulcemente.» Benjamin Constant de Rebecque, Principios de política aplicables a todos los gobiernos representativos. 

«La soberanía implica y presupone su indivisibilidad, mientras que la democracia nace y se basa en la división de la soberanía, en la prohibición de todo tipo de poder soberano. La teoría de la división de poderes en el Estado no es específica de la República. La idea de que no hay Constitución si no separa los poderes ejecutivo y legislativo, estaba ya en la Monarquía francesa de 1791, que traducía la formalidad de una Monarquía Constitucional, donde la soberanía única correspondía a la Nación, y ésta la dividía para delegar la ejecutiva en el Trono y la legislativa en la representación de la ciudadanía activa. [...] 

En la República Constitucional, donde hasta la soberanía popular se disuelve en la división de poderes equilibrados sin que ninguno sea soberano, no habrá más autoridades formales que las del Jefe de Estado y de Gobierno, potestad de la República; la del Presidente del Consejo Legislativo, potestad de las Leyes; la del Presidente del Consejo Judicial, potestad de la Jurisdicción. Sería un contrasentido considerar autoridades a los que sólo tienen el poder de hacer cumplir las leyes. Ningún funcionario puede escudarse en el escalafón administrativo, por alto que sea su rango, para recibir obediencia del inferior sin razonar los motivos de su orden.» 

La soberanía nacional es poder ilimitado y originario. Es el punto de partida teórico una ficción jurídica absolutamente necesaria de la Nación. 
Sin soberanía no hay Nación, ni Constitución, y sin reivindicarla no podremos tampoco resistir legítimamente intentos de dominio de otras comunidades políticas. Pocos conceptos más importantes. Pocas cosas hay que tener más claras. Otra cosa es como deba organizarse políticamente la Nación que es como dice Trevijano, más o menos. La excusa de la soberanía no puede permitir ir en contra de las leyes de la razón y de la buena organización política y si lo hace sólo será el reflejo de la tiranía de quien la usurpa. Y el reflejo político concreto de esa soberanía debe ser un Estado convenientemente organizado -con una estricta separación de poderes. 

Pero de "fantasmagórica" nada... Más bien concepto esencial, central. Fantasmagórico era Rousseau.. Los conceptos metafísicos de soberanía nacional y voluntad general eran armas apropiadas para superar, o al menos equilibrar, la no menos metafísica idea de la encarnación de la soberanía en la persona del Rey. También sirvieron para ocultar con velos filosóficos el golpe de mano de la usurpación del poder constituyente por los diputados del tercer estado. Antonio García-Trevijano, Teoría Pura de la República


La división del poder estatal en tres poderes separados por sus competencias, divide y rompe la soberanía. Soberanía que se hizo relativa desde que la libertad y la democracia

exigieron, como condición de existencia, la división de los poderes del estado. En la corrupción sistemática de las partidocracias, la soberanía popular es ficción infamante para los gobernados. En EEUU no se conoce la noción de soberanía popular. En Europa se usó como propaganda demagógica, cuando decayeron las ideas de soberanía nacional (Francia) y soberanía parlamentaria (Reino Unido). La utilidad de abandonar este falso concepto es evidente. 

Sólo un auténtico demócrata se atreve a proclamar la evidencia de que nunca ha existido, ni podrá existir, soberanía del pueblo.








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