Me ha ocurrido a veces que un matrimonio amigo me dijera: “Mira, nosotros por amor a la Iglesia, por fidelidad a ella y hasta por rutina, seguimos yendo a misa los domingos. Pero a los hijos no les podemos obligar a ir. Perderían la poca fe que les queda...”.
Hace poco, una religiosa joven, uno de esos escasos milagros que ya difícilmente se encuentran, me contó que muchas veces, antes de algunas misas, reza “pidiendo a Dios que aquella misa no le haga daño”. A las chicas por supuesto, tampoco se atreve a obligarlas a asistir, con ese panorama.
Como contraste: hace pocos años, en Roma, después de una larga misa cargada de monseñores, de trapos, de parafernalias y de hopalandas, al llegar los concelebrantes a la sacristía, tras las inclinaciones de rigor, se vuelven unos a otros diciéndose: “Una cerimonia veramente principesca...”.
Una golondrina no hace verano. Y sé que no siempre es así. Hasta conocí una parroquia de arrabal donde la gente participaba un poco más y se encontraba más como comunidad de fe. Y lo curioso es que, a aquellas misas, bajaban gentes hasta del centro de la ciudad. Otra vez le comenté a un obispo sudamericano que su celebración había sido muy viva, y me respondió: “Es que el derecho canónico no obliga a cuatro mil metros de altura”. Una golondrina no hace verano, pero varias resultan ya un síntoma. Aquí únicamente pido que, si no se acepta mi diagnóstico, se tomen al menos en serio los síntomas descritos.
Porque mi diagnóstico es serio:
la liturgia es hoy una alarmante fuente de pérdidas de fe. Hace años mi colega José María Rovira Belloso alertaba sobre la responsabilidad de una institución como la Iglesia que al menos una vez por semana tiene a su disposición un auditorio numeroso y bien dispuesto. Aquella alerta debería ser hoy una alarma. Y no reclamo éxtasis compartidos ni gratas cenestesias espirituales. El pueblo de Dios es, en este punto, más sensato de lo que parece: sabe lo que dan de sí las cosas, y sólo quisiera salir del marasmo y que se le facilite rezar un poco.
En mi opinión, la reforma litúrgica sigue siendo una asignatura pendiente. La pasada reforma del Vaticano II no hizo más que quitar al rey el vestido del latín, y entonces vimos que el rey “estaba desnudo”. Reconozco que tras el pasado concilio se cometieron muchas imprudencias inútiles, que quizás obligaron a un cierto control. Pero me concederán que la reforma posconciliar parece hecha desde un despacho, sin pensar en ese pueblo de Dios que había de ser su auténtico destinatario.
El resultado es que (pese a mil esfuerzos loables en cantos y guitarras) las misas dominicales son una impresionante inflación de palabras, pronunciadas por un solo actor que igual podría ser una cinta magnetofónica: pocas veces da la sensación de estar dirigiéndose al pueblo o estar dirigiéndose a Dios (cosa desde luego bien difícil), sino sólo de “soltar el rollo” que toca aquel día.
Esta sensación viene arrastrándose hace años. Pero en cuanto alguien intentaba buscar remedio le llovían avisos y amenazas; o denuncias a Roma por parte de todos esos que –como decía Jesús– se dedican a colar la menta y el comino para dispensarse de la justicia y la misericordia. Sería interesante si algún día, obispos y superiores mayores religiosos se atrevieran a reconocer la cantidad de advertencias recibidas de Roma por causa de algunas “imprudencias litúrgicas”. De producirse, abriríamos unos ojos como platos.
Esta es, en mi opinión, una de las causas del mal. Otra es la formación de los sujetos que deben presidir las ceremonias. La obsesión por la “ortodoxia” ha preparado unos presbíteros que saben muy bien lo que no pueden decir, pero no saben qué decir. Las ayudas en forma de materiales distribuidos en librerías o por Internet son insuficientes:
la predicación deriva en un moralismo farragoso carente de toda experiencia espiritual. Y entonces se acuerda uno de la profecía que hizo años atrás el mayor teólogo católico del siglo XX (Karl Rahner): “El cristiano del siglo XXI será un místico o no será cristiano, es decir, habrá experimentado algo o no será cristiano”. Así estamos: tendremos quizá mucha ortodoxia pero no es la ortodoxia de la fe, sino la ortodoxia “del partido”.
La solución no es fácil. Se puede hablar de más participación, más creatividad y más entrada a sujetos con un poco de carisma. Pero las soluciones a los problemas nunca se han encontrado dictando normas desde un despacho, sino a través de la búsqueda y la experimentación: mediante ese difícil camino de “trial and error” que es intrínseco a nuestra condición humana.
Decir estas cosas cuesta. Probablemente molestarán a todos: a las autoridades, a aquellos a quienes deberían molestar y a aquellos otros que (en medio del corsé en que están metidos) hacen más de lo que pueden y no deberían sentirse aludidos pero lo hacen. Pero creo que me obliga a decirlas esa “defensa de la fe del pueblo” que Roma esgrime como argumento cuando quiere apalear a un teólogo. Pues me temo que san Pablo repetiría hoy la dura crítica que hizo a la comunidad cristiana de Corinto: “Lo que hacéis cuando os reunís... ya no es celebrar la Cena del Señor”.
Porque actualizar el gesto de aquel “Idealista” que cuando se vió venir encima la condena y la muerte, celebró una cena con los suyos y en ella convirtió el pan partido y el vino compartido en símbolo real de su destino, es algo demasiado serio y estremecedor para ser trivializado en tantas misas que parecen recordarlo todo, menos la memoria de Jesús.
JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS
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VER +:
http://elrincondeyanka.blogspot.com/2009/06/la-cena-del-senor.html
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