Quienes seguimos a Jesús y nos sentimos movidos por su Espíritu tenemos mucho que decir y compartir con nuestros contemporáneos respecto a la esperanza. El cristianismo es… esperanza, mirada y orientación hacia delante. Es, por ello mismo, apertura y transformación del presente1. Nuestra fe en el Dios de la historia se transforma en esperanza: “la fe que más amo es la esperanza” (Charles Péguy). Ésta es la herencia que hemos recibido: el Evangelio de la esperanza. ¿Qué hará nuestra generación con esa herencia?
En su encíclica Spe Salvi el papa Benedicto XVI nos recordaba el texto de 1Tes 4,13 que dice “no os aflijáis como los hombres sin esperanza” y comentaba que “el elemento distintivo de los cristianos es el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío… solo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente” (Spe Salvi, 2).Y también añadía:“La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (Spe Salvi, 2).
La esperanza es una virtud que nos infunde Dios y consiste en esperar con confianza, con la ayuda de Dios, el alcanzar la felicidad eterna, así como esperar con confianza el tener a nuestra disposición los medios para asegurarla. Su objeto inmediato es Dios. Y se dice que es una virtud infusa porque no es como los buenos hábitos en general el resultado de actos repetidos o el producto de nuestra propia industria. Al igual que la fe sobrenatural y la caridad, el Dios Todopoderoso lo implanta directamente en el alma.
Hay dos pecados que contrarían la esperanza: la desesperación y la presunción. El primero niega la esperanza por desconfiar u olvidar que Dios pueda ayudarnos a alcanzar la felicidad eterna. El segundo lo hace al dar por sentada y asegurada la felicidad eterna, por lo cual no se necesitaría ya de ninguna ayuda divina para obtenerla, pues ya estaría obtenida. La raíz de ambos pecados, me atrevo a decir, consiste en poner las esperanzas en uno mismo, en el mundo, o aun el mismo diablo, pero no en Dios.
Esperamos porque tenemos la convicción de que Dios ha establecido su Alianza con nosotros, con la humanidad: es la Alianza, es nueva y definitiva en la sangre de Cristo Jesús. Dios se ha desposado con la humanidad para siempre. Dios cumplirá sus promesas.
En contraposición, hay un virus malicioso que, inyectado en nuestro corazón, atenta contra la esperanza. Tiene un extraño nombre: se llama “acedia”.
En este retiro queremos meditar y orar sobre la virtud de la esperanza para comprender mejor este don divino y para inmunizarnos contra el virus de la quejosa acedia. Este retiro seguirá tres pasos:
1) La acedia, el virus de la desesperanza;
2) Las dos caras de la Esperanza cristiana.
3) En misión de esperanza.
La acedia: el virus de la desesperanza
Aunque hablamos mucho de la esperanza, ¡no seamos ingenuos! Hay un virus –más común de lo que pensamos– que atenta permanentemente contra ella: la acedia. Fue descubierta por los cristianos de los primeros siglos (Evagrio Póntico, padre del desierto y asceta); él la definió como el “demonio de medio día” o el vicio que más hace sufrir y más problemas causa.
¿Qué es la Acedia?
Sorprendentemente el tema de la acedia goza de actualidad. Se le dedican no pocos estudios2, porque –según se dice– vivimos en “la civilización de la acedia” (Horacio Bojorge). La acedia es denominada “mal oscuro” (Gabriel Bunge), “morfina espiritual” que nos inyectamos cuando se requiere demasiado de nosotros (Katheleen Norris), “apatía espiritual”, que favorece la combinación tóxica de la concupiscencia de los ojos con la concupiscencia de la carne (Reinhardt Hütter), “vicio de forma del cristianismo” (Lucrèce Luciani-Zidane). El papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium presenta la acedia como un vicio paralizante que ataca a los evangelizadores. Produce un “inmediatismo ansioso”, que desea obtener resultados pastorales inmediatos; que no aguanta la espera que requieren los procesos. Las personas atacadas por la acedia (laicos, consagrados y sacerdotes) están obsesionadas por preservar “su tiempo” y no se puede contar con ellas; su vida queda revestida de un “gris pragmatismo”; están apegados a una “tristeza dulzona, sin esperanza”, que es el “elixir del demonio” (EG, 83). La acedia vuelve a los evangelizadores “pesimistas quejosos y desencantados” (EG, 85). La acedia genera desiertos espirituales, ambientes áridos.
El origen de la acedia está en los deseos frustrados. Los síntomas de infección son: atonía, pérdida de tensión en el alma, sensación de vacío, aburrimiento, desgana, incapacidad de concentración, ansiedad del corazón, oposición a cualquier propuesta o novedad, falta de esperanza en los demás, en uno mismo, en Dios. Está precedida por la “tristeza” y de ella se desprende la “agresividad”.
Las manifestaciones de la acedia son: vacío interior, inquietud, desasosiego, que llevan a desear el cambio y buscar compensaciones: ¡cambiar de casa, de trabajo, de amistades, de compañías, de instituto religioso, de matrimonio, o abandonar la propia vocación, o entregarse a la concupiscencia de los ojos –uso de la pornografía–! Otra manifestación es la imposibilidad de concluir trabajos emprendidos, en el temor a caer enfermo. Las personas con acedia no se aguantan a sí mismas, y, por eso, se evaden. La acedia se reviste, a veces, de virtud. Se encuentra en personas adictas al trabajo, a la actividad constante, a la agenda llena, al móvil o celular siempre en actividad. Ocultan así el propio vacío interior, huyen del tiempo para establecerse en el instante.
Un virus contra la esperanza
En el contexto de la vida espiritual la acedia muestra una grave falta de esperanza en la Providencia de Dios: no se espera la intervención de Dios en la historia3. Por eso no se aguantan los “largos plazos” y solo se desean los “a corto plazo”; seduce la levedad del ser, la vida instantánea4.
Para los creyentes el tiempo está bajo la mirada y actuación del Espíritu de Dios. La persona secularizada –en cambio– se siente expuesta al tiempo, y sumamente débil ante algo que no depende de sus propios recursos. Cuando Dios es evacuado del futuro, el ser humano trata de apropiarse de un tiempo que él no puede dominar y del cual no puede esperar nada, a no ser el resultado de sus propios esfuerzos. Se piensa que “esperar es de locos”. Quien no espera en la Providencia es incapaz de imaginar un futuro con sentido. El tiempo no lleva a ninguna parte.
Las dos caras de la Esperanza cristiana
Contra acedia, ¡esperanza! Nuestro Dios es providente no solo porque es el único señor del tiempo y de la historia, sino también porque nos garantiza un tiempo lleno de sentido en el conjunto de la historia, y no permite que el tiempo se fragmente y caiga en una sucesión informe de instantes desarticulados que se suceden unos a otros”5. Contemplemos la virtud teologal de la esperanza como teopatía apofática y orante.
La esperanza es una “teo-patía” o la segunda virtud teologal
La esperanza es una virtud teologal, es decir, es como una “patía” que se apodera de nosotros y nos determina: nos hace participar de la hesed de Dios, por la cual Él es fiel a su Alianza con nosotros y con el mundo. Por la esperanza tenemos la certeza de que Dios cumplirá todas sus promesas y que el Reino de Dios se impondrá sobre cualquier fuerza opositora, sea el pecado o la muerte. El Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5,1-5), nos concede el don de la esperanza y nos asegura que la Gloria de Dios se manifestará en nuestros cuerpos y en la creación entera (Rom 8,18-28).
La teopatía de la esperanza modifica nuestras constantes vitales. Eleva nuestra tensión. Activa todo nuestro ser. Elimina la acedia, nuestros miedos y nos lanza al campo de batalla apocalíptico con la moral alta de la victoria final. Esta teopatía de la esperanza nos vuelve creativos, innovadores, impacientes anticipadores de aquello que esperamos. Qué bien lo entendió Martin Luther King cuando dijo: “Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol”.
Como toda “patía”, la teo-patía de la esperanza es sufrimiento: así la experimentó Jesús en su Viernes Santo. Es la esperanza que grita a Dios y que se atreve a exclamar: “Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado? En la celebración del Viernes Santo la Iglesia se atreve a cantar: ¡Ave Crux, spes unica! (¡Salve, oh cruz, esperanza única!). Jesús sufrió la “noche de la esperanza”. Por ella atravesaron antes Job, el Jeremías de las Lamentaciones, los profetas, los orantes de los salmos. La esperanza nos armoniza dolorosamente con los incomprensibles ritmos de Dios. El gran místico maestro Eckhart decía: “Implorar a Dios por alguna otra cosa que no sea Él mismo, es injusto y no es fe”6. Jesús en la cruz sufrió una aparente lejanía del Abbá; esperó porque sabía que el Abbá no es solo el que es, sino el que será. Y Dios es amor.
La esperanza es apofática y orante
La esperanza es apofática porque nos hace entrar en un proceso de negación de todo aquello que responde a nuestras expectativas; nos introduce en la noche. La oración es el lenguaje de la esperanza. No porque la oración dé pistas a nuestra creatividad o soluciones nuestros dramas y sufrimientos. Es el lenguaje de la confianza en el Dios de la Alianza que nunca falla, aunque no responda inmediatamente. Este lenguaje es a veces una interpelación que procede del sufrimiento y de la ansiedad; y que provoca un abandono total en las manos de Dios: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
La virtud teologal de la esperanza tiene, por tanto, una faz luminosa y otra faz oscura: es pasión creadora y es pasión-sufrimiento. Es tensión creativa hacia el futuro y resistencia dolorida ante las contradicciones del presente.
En la vida consagrada también experimentamos las dos caras de la esperanza: su luz y su noche. La esperanza –como luz y noche– rejuvenece a la vida consagrada. La falta de esperanza nos lleva a la decadencia. El don de la esperanza nos abre a sorprendentes y nuevas perspectivas, nos lanza hacia delante con una confianza inmensa y con moral de victoria.
En misión de Esperanza
Ante todo, acoger la virtud teologal: el arte formativo El Concilio Vaticano II habló de la vida consagrada en términos de Perfectae Caritatis. Hoy debemos contemplarla desde la perspectiva de la “Perfecta Spes” (esperanza perfecta). Los tres consejos evangélicos son los consejos del Espíritu Santo que nos energiza para vivir en la apofática esperanza desde la perspectiva de la obediencia, el celibato y la pobreza. Y nosotros, por los votos, nos comprometemos a vivir “en la loca esperanza” en que los consejos y carísimas evangélicos nos introducen. La Esperanza es la virtud fundamental para quien desee anticipar y vivir en el cielo y tierra nuevos del Reino de Dios.
Vivir en esperanza es un arte que hemos de aprender y ejercitar: es el arte de superar lo que nos deprime, lo que nos vuelve desconfiados o susceptibles. Quien confía no se amilana ante las dificultades, ni se echa para atrás ante la dificultad. El papa Benedicto XVI nos propone varias modelos de esperanza en su encíclica Spe Salvi: la religiosa canosiana Josephine Bakhita, el cardenal vietnamita Nguyen van Thuan o el mártir vietnamita Leo-Bao-Thin (1857), que escribió “una carta desde el infierno” (Spe Salvi, nn.3.37 etc.). El desánimo que a veces nos sobrecoge no ha de tener la última palabra. Puede ser un momento de parada que nos hace reflexionar, corregir errores, fijarnos en lo esencial. Pero después es necesario entregarse de nuevo a la esperanza. Los obstáculos la estimulan. Tenemos dentro de nosotros recursos inéditos, insospechados. La persona esperanzada es como un artista de la vida: de lo que aparentemente no existe, hace brotar una realidad nueva y bella que conmueve a quienes la contemplan y les ofrece sentido y razones para vivir.
No solo hay que dejarse guiar por la esperanza, sino “ser” esperanza: En la fortaleza de ánimo está la raíz subjetiva de la esperanza. Francesco Alberoni en su obra sobre la Esperanza señala toda una serie de virtudes que acompañan a la esperanza en contraposición a ciertos vicios7:
– El entusiasmo, como opuesto al cinismo, que nos hace vivir encerrados en el presente, en el propio egoísmo y no cree ni espera en nada porque está privado de fantasía y de generosidad.
– El remordimiento como memoria de lo que hemos hecho mal y el mundo ha hecho mal, pero que al mismo tiempo nos hace rectificar y nos prepara un futuro limpio.
– La piedad es la virtud de la compasión hacia el sufrimiento de los débiles. La piedad es lo contrario a la rivalidad, o a la envidia, o el odio político. La piedad nos hace sentirnos un poco más solos cuando alguien muere. La piedad es la fuerza espontánea que nos impulsa a mejorar la vida de los demás, a mejorar el mundo para todos. La piedad es también compasión, cercanía, proximidad, hospitalidad.
– La humildad abre el camino a la esperanza, porque nos sitúa en el lugar adecuado ante el mundo, ante los demás, ante nosotros, ante Dios. Quien se siente humilde, necesita de todos, se ubica en el todo. En la totalidad encuentra su plenitud y no en la egolatría. La humildad intelectual, espiritual, amorosa… nos abre los horizontes de la esperanza.
Cuando estamos pasando por esos valles de sombra y de muerte, nuestro primer error, que nos va sumiendo, sin siquiera sospecharlo en tinieblas de angustia y soledad, es rebelarnos y renegar contra todo lo que Dios hace.
Renegar de lo que Dios dispone en nuestras vidas. Renegar de Dios..
El no aceptar confiados y humildes lo que Dios dispone en nuestras vidas, es una de las cosas más terribles que como hijos podemos hacer.
Segundo error es que al renegar de lo que Dios nos da para vivir, renegamos del Dador y Su Voluntad. No nos gusta pasar malos ratos, angustias y desgracias.
Así somos: rebeldes ante la voluntad de Dios cuando ésta trae problemas y dolores.
Mil veces le hemos dicho - aquí estoy, Señor, que se haga Tu Voluntad- pero, apenas nos llega un período muy difícil o ingrato o doloroso, nos desesperamos, desconfiamos del amor de Dios y de su interés por nosotros.
Nos hacemos rebeldes al Todopoderoso Señor y le quitamos Su Gloria al reclamar frente a otros por todo lo que nos sucede.
También al expresar nuestra rabia, angustia y desesperanza, aunque sea verdaderamente fuerte el dolor que sufrimos, hacemos un daño terrible a la obra que tenemos encomendada por Jesús. Ser Sus testigos.
Proclamar y contagiar esperanza
El Evangelio se caracteriza por ser propuesta de esperanza católica –es decir, esperanza para todos–. La Alianza de nuestro Dios con toda la humanidad y con toda la Creación, ratificada por Jesús, nos dice que “no estamos dejados de la mano de Dios” y que de Él podemos esperar todo lo mejor sin excluir a nadie. Nunca hemos de dejarnos llevar por el desaliento, sino esperar contra toda esperanza.
A María, nuestra madre, le suplicamos en una preciosa y conocida canción: “Santa María de la esperanza / mantén el ritmo de nuestra espera”. En eso consiste el arte de la esperanza: ¡saber mantener el ritmo de la espera! Lo que se promete en el germen, no adviene inmediatamente. Para que algo nazca es necesario saber regular la espera. La impaciencia puede producir estragos y generar abortos de todo tipo.
Las comunidades cristianas y religiosas están necesitando “líderes de la esperanza”, capaces de aglutinar expectativas y poner a todos en alerta hacia el “porvenir” de Dios.
Anticipar la Nueva Jerusalén
El libro del Apocalipsis nos enseña que la nueva Jerusalén está bajando hacia la tierra:
“Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén que bajaba del cielo de parte de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo. Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: Esta es la morada de Dios con los hombres. Habitará con ellos y ellos serán su pueblo y Dios, habitando en medio de ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó” (Apc 21,2-4).
Quienes pertenecemos a la vida consagrada –misioneros y misioneras de esperanza– queremos ejercitarnos en anticipar la “nueva ciudadanía” y plasmarla en nuestras comunidades e institutos. A ello nos ayuda la vivencia de los tres consejos-carismas de celibato, pobreza y obediencia. A ello nos lanza la Misión del Espíritu.
Hubo un tiempo en que se nos pedía tener grandes ideales, proponernos sublimes objetivos. En este tiempo lo que más necesitamos es recuperar la “visión” apocalíptica: intuir –desde nuestra humilde complicidad con el Espíritu de Dios– por dónde irán las cosas, visualizar –en una especie de maqueta del porvenir– los sueños que podrán hacerse realidad. Solo la visión dará fundamento y razón de ser a la misión. Los guías ciegos solo llevan al abismo y al caos, o a lo más nos hacen emprender un viaje a ninguna parte.
Este templo santo, esta morada de Dios en el Espíritu, no es solo la Iglesia. Ella es sacramentum mundi, anticipación de aquello que nuestro mundo está llamado a ser. San Pablo concluye su primera carta a los Corintios con un apasionado canto a la esperanza cristiana cuando dice:
“Mirad, os declaro un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados… cuando este cuerpo corruptible se haya revestido de incorruptibilidad y este cuerpo mortal se haya revestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está muerte tu victorioa? ¿Dónde está muerte tu aguijón?… Demos gracias a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo” (1Cor 15,51-57).
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1 Cf. J. Moltmann, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1968, p. 20.
2 Cf. Lucrèce Luciani-Zidane, L’acédie. Le Vie de forme du cristianismo. De saint Paul à Lacan, Du Cerf, París, 2009; Jeffrey A. Vogel, The speed of sloth: reconsidering the sin of Acedia, en Pro Ecclesia 18 (2009), 50-68; Reinhardt Hütter, Pornography and acedia, en First Things 222 (2012), 45-49; Gabriel Bunge, Akedia: il male oscuro, ed. Qiqajon, Magnano, 1999; Katheleen Norris, Acedia & Me: A marriage, Monks and a Writter’s life, Penguins Books, New York – London, 2008; Id., Wasted days: struggling with acedia, en Christian Century 125 (2008), 30-33; Andrew Crislip, The sin of the sloth or the illnes of the demons? The demon of acedia in the early monasticism, en Harvard Theological Review 98 (2005), 143-169; Horacio Bojorge, En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia, Lumen, Buenos Aires, 1999; Id, Mujer, ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia, Lumen, Buenos Aires, 1999.
3 “Vivir en un mundo secular es considerar el mundo en sus términos propios. Es este mundo y no otro el que encierra todos los secretos de nuestra existencia. Nos toca a los individuos administrar nuestro propio tiempo. Ese tiempo es, en última instancia, todo lo que tenemos”: cf. Richard Fenn, Time Exposure: the personal experience of time in secular societies, Oxford University, Oxford 2001, p. 48; Michael G. Flaherty, A watched pot: how we experience time, New York University Press, New York, 1999, 56-63.
4 Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, Fondo de Cultura Económica, México – Buenos Aires, 2003, 127-138.
5 K. Rahner, Theological observations on the concepto of time, en Theological Investigations XI: Confrontatios I, Longan & Todd, London, 1974, 290.
6 Maestro Eckhart, Werke, I y II, Frankfurt, 1993, vol.1, 681.
7 Cf. Francesco Alberoni, La speranza, Rizzoli, Milano 2001, pp. 73-104.
NO A LA DESESPERACIÓN, PRESUNCIÓN Y ATENTADO CONTRA LA CONFIANZA
Y SUMISIÓN A LA DIVINA PROVIDENCIA
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