sábado, 21 de octubre de 2023

QUIEN SIEMBRA VIENTOS, COSECHA TEMPESTADES por EL CONDESTABLE DE LA PLUMA FINA ⛈🌀



Quien  siembra  vientos,  
cosecha  tempestades


Dicen los sabios y entendidos que muchas de las sentencias del Refranero Español tienen su origen histórico, literario y metafórico en versículos de la Biblia (especialmente de los libros sapienciales), y es el caso del que intitula esta pobre columna, señor lector, puesto que podemos encontrar una formulación bastante similar en el libro del Profeta Oseas, capítulo 8, versículo 7: “Porque siembran viento, y recogerán tempestades”, de la cual ha devenido el refrán actual.

Desde luego es cierto en toda su extensión, porque podemos comprobar cada día la veracidad de los asertos que en ellos se expresan. Sin embargo, la formulación de éste tiene la claridad de reflejar lo que en tiempos hodiernos estamos viviendo: una cosecha de algo sembrado, un resultado de algo producido, una consecuencia de una acción elegida y ejecutada (que puede ser también la inacción fruto de la pereza, el desencanto, la acedia y la ignorancia).
Sin duda alguna, en mayor o menor medida, todos hemos podido comprobar, señor lector, que la vida, antes o después, pone a cada uno en su lugar, así que, si se hacen cosas malas durante la vida de uno, probablemente antes o después la vida sea mala con él, nos lo retribuya en forma negativa (aunque nos quejemos, blasfememos, busquemos chivos expiatorios o cabezas de turco). Si siempre elegimos con el estómago (en el sentido de dejar que nuestras emociones y pareceres nublen el recto juicio, la ponderación y el valor objetivo de la realidad y la verdad), el día en que las cosas no den el resultado apetecido, o sean negativas para nosotros, poco podremos reclamar, al igual que si llevamos una mala vida, lo más seguro es que terminaremos mal.

Por si hubiere alguna duda sobre los términos del refrán que analizamos, «sembrar» es arrojar y esparcir las semillas en una tierra preparada para cultivar algo, y en este caso concreto la máxima utiliza la metáfora de «sembrar» como si cada una de las acciones (o inacciones) que hacemos (o dejamos de hacer) a lo largo de nuestra vida fuesen semillas que están siendo cultivadas en el campo que es nuestra vida, y las situaciones que nos vamos encontrando posteriormente resultaren las cosechas que se producen (en sentido literal podríamos hacer referencia a las condicionantes de si el mal denominado “cambio climático” lo permite, o si los agobiantes impuestos que recaen sobre nuestra vida y hacienda dejan algo posible para realizar la siembra). Si se pone una mala semilla (o si se elige sin conciencia, conocimiento ni objetividad), el fruto obtenido será malo, taxativamente. 
Las últimas elecciones generales en la Patria nos han dejado un extraño sabor sulfuroso en el paladar, por las extrañas permutaciones que se dan entre las encuestas, estadísticas y resultados, así como por el oscilante devenir de los cambios realizados para “asegurar” la legalidad de los sufragios. En mi muy humilde opinión, señor lector, muchos electores han sembrado mal –me he de exceptuar de ello, puesto que en mi caso no he seguido tradición ni sentimiento, sino un análisis completo de las propuestas de los principales partidos concurrentes, sus candidatos y su preparación vital, laboral y social–, y por ello cosecharán ellos (aunque también su servidor) una nueva tempestad que sacudirá los cimientos de la convivencia y que hará caer, no lo dudo, una plétora de males sobre España y todos sus habitantes.

Es así que nunca hemos de cansarnos de insistir, desde todas las perspectivas y ángulos, en que se ha de reflexionar mesurada y objetivamente cada elección –bueno, excepción hecha de la rutina fisiológica, o algunos hábitos alimenticios que dependerán de la salud de cada cual–, porque dependiendo de lo que se siembre (lo que usted siembre, lo que cada uno sembremos), así será la cosecha que cada quien recoja y todos recojamos.
Por si no terminase de quedar clara la intención del suscribiente, mi estimado lector, permítame, le ruego, expresarlo de otro modo: «sembrar vientos» equivale a apagar el fuego con gasolina (y dando por bueno que pueda ser conseguido tal combustible, lo cual, vistas la economía y las políticas ambientales, es mucho dar por sentado). Por ello, “el sembrador de vientos recogerá torbellinos para su ruina”, insiste otra traducción de la predicción bíblica, en última alusión a los nefastos resultados de las acciones malvadas. Malvadas, sí, porque es malvado (sea por pensamiento, acción, comisión u omisión) todo aquello que no busca el auténtico bien, el que se basa en la razón natural, el que se sustenta en la verdad inequívoca e imprescriptible, el que no desdeña la sabiduría y la lógica.

En verdad, si Nostradamus viviese en los actuales devenires históricos, sería un nuevo Tiresias anunciando el dolor de la lucha de los aqueos contra los troyanos, porque no pueden obviarse los llamados «signos de los tiempos», es decir, las señales de verdad que existen en todas las realidades y que hacen percibir, para quien desea entender, que, sin importar su formulación, uno más uno siempre serán dos (sin género, sin modernidad líquida, sin fluidez ni ser binario, porque la verdad es una y única, el resto es error, ignorancia, falsedad o mentira).
Construyendo una “nueva normalidad” (¡qué desprecio siento al escribir tal barbarie, señor lector!), a muchos se les ha olvidado que, tras la tempestad, las aguas del río han de retornar a su cauce (le ruego que no lo interprete como una manifestación sobre las presas y embalses destruidos, etcétera), y no se ha de evaporar ni trasvasar, porque entonces el río deja de ser tal. Con tantos cambios en esta “postmodernidad líquida”, no me extraña que hasta las neuronas estén desapareciendo del homo sapiens para involucionar nuevamente al australopiteco.

Hemos sembrado políticamente con un voto –excepción hecha de los no sé si bienintencionados o malintencionados “abstencionistas”, que propugnan una realidad utópica de que esa epojé de los estoicos, el abstenerse de la acción, es una virtud–. La tempestad no ha dejado de crecer desde el mismo momento de la emisión de ese sufragio (entre cómputos previos, sistemas que fallan, empresas que ilegítima e ilegalmente proceden a conteos, material electoral faltante en muchas casillas, etcétera), y los fenómenos meteorológicos concomitantes (entre diluvios, tsunamis, terremotos y rayos) no pueden dejar de ser observados y vividos, puesto que es la consecuencia de la siembra. Al parecer, como puercos que se revuelcan en su propio lodo, muchos han querido mantener España en el mismo lodazal, por la gran pereza que supone limpiar la porquería acumulada (trabajo comparable al de Hércules en los establos de Augías).

No dejemos de recordar esa sentencia de Aristóteles: “La inteligencia consiste no solo en el conocimiento, sino también en la destreza de aplicar los conocimientos en la práctica”. De nada sirve “saber”, si no se “hace”, “realiza”, “ejecuta”, “comete”, “esfuerza” y “consigue” el bien que busca. De ahí la conclusión obligada a esta columna: no sembremos vientos, pero tengamos la destreza para resistir las tempestades que la necedad, la desvergüenza, la insidia y la apatía traen sobre nosotros, porque en esa debilidad, como dice Saulo de Tarso, se manifiesta nuestra fortaleza, y esa esperanza cierta no puede defraudar. Al final, y sin que nada ni nadie pueda evitarlo, el Bien triunfa y la Verdad se muestra. De la misma forma sucederá en nuestras familias, nuestra sociedad y nuestra amada Patria: perseveremos en el bien, en la siembra correcta, que los principios no los perdemos ni prostituimos. ¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey!



Apagar los fuegos con gasolina no es sabio, al igual que no es lógico combatir inundaciones con hidroaviones ni evitar el granizo con pedradas. La lógica (que no es otra cosa que aplicar la inteligencia a la resolución de premisas correctas para la consecución de un resultado que pueda orientar hacia el camino de la verdad) es odiada por todos los que se aferran al subjetivismo, al relativismo, a la mentira, a la ambición y al orgullo. Estos cinco males son los que aquejan al mundo “moderno”, y se fundamentan en la carencia de valores, la indiferencia ante los principios y la estigmatización a quien es firme en el bien, en la verdad, en lo justo.
Escribíale en la primera parte de esta serie de columnas (Quien siembra vientos, cosecha tempestades), mi estimado lector, que “si se pone una mala semilla (o si se elige sin conciencia, conocimiento ni objetividad), el fruto obtenido será malo, taxativamente”. Y recordábale que en España (y en un mundo globalista) las semillas de la tempestad han sido sembradas sibilina y paulatinamente, en lo oculto (como la cizaña en el trigo), desde muchas décadas ha. Siempre, cuando se piensa en el “yo” antes que en el “nosotros”, la semilla del subjetivismo dará frutos de egoísmo y perversión, porque, velis nolis, la persona pierde la objetividad racional para dejarse guiar por ideologías que exacerban sentimientos y pasiones antes que verdades y deberes. De la misma forma, cuando nos cerramos en ese “yo” y dejamos de lado el bien común, el relativismo campa cual nuevo Maquiavelo que justifica cualquier medio para obtener un fin.

¿De dónde provienen tales semillas, si en nuestra naturaleza está la tendencia hacia la felicidad y el bien? Si su servidor fuese San Pablo, le diría que “el ángel de tinieblas se disfraza de ángel de luz” (2Cor. 11,14) para confundir y extraviar al incauto. Hoy en día, siguiendo las lecturas del inimitable C. S. Lewis (especialmente su deliciosa obrita Cartas del diablo a su sobrino), no hace falta siquiera que Satanás intervenga mucho, porque ya sus semillas fructifican en una muy fértil tierra que son las almas y mentes de millones de personas, tierra ubérrima en frutos de ambición, mentira, desidia, apatía, desinterés, corrupción, negligencia, omisión y toda clase de ideologías (del mal denominado “género”, de la confundida “política”, de la abusada “libertad”, etcétera). Si en lugar de Pablo de Tarso fuera Séneca, hablaría del deber incumplido, y si resultare Aristóteles le recordaría que es la corrupción de lo bueno el generador de la perversión y degradación de la esencia natural del ser humano. No soy ninguno de los anteriores, señor lector, pero de todos ellos he aprendido (además de las experiencias personales, de mis múltiples defectos, de mis carencias y miserias), y puedo afirmarle que lo malo proviene de la inepta comprensión de un aparente bien (un disfraz, si lo prefiere), al igual que un ladrón no roba en sí por robar o causar un mal sino por el bien que se le aparece en su mente pensando en un beneficio obtenido y aquello que hará con el mismo.

Así ha sucedido y sucederá, señor lector, siempre que no pongamos en el centro de nuestro ser los principios inmutables de la naturaleza racional, de la dignidad intrínseca del ser humano, de la bondad y verdad que dimanan del único bien. Hoy en día los principios se venden como panecillos calientes, la dignidad se troca por cualquier aparente beneficio, la bondad es confundida con la debilidad y la verdad es tomada por mentira o engaño. Permítaseme dar unos ejemplos al respecto. Si tomamos la inventada “ideología de género” –no creo necesario recordarle que solo las cosas tienen género, las personas no–, una presunta “mujer trans” ha de acudir al urólogo para revisar su próstata en vez de al ginecólogo, porque la naturaleza no puede mentir. Si analizamos las llamadas “políticas sociales”, no puede dilapidarse el Erario en programas de “regalo” al vago, al ilegal o al mentiroso, sino que el dinero público debe ir al auténticamente necesitado, sin exclusión por cuestiones de la malentendida “igualdad” –ya no se diferencia hoy de la equidad por la imbecilidad supina de legisladores, políticos y jueces que han de aplicar los criterios políticos en jurisprudencia y doctrina–. Respecto a las políticas educativas, los padres de familia han de poder educar en conciencia y libertad a sus hijos, de quienes son legalmente responsables, sin interferencias de nada ni nadie –excepción hecha de la demostración de un auténtico mal para las criaturas, por supuesto–, etcétera.

Entonces, ¿cómo es posible que seamos el país más endeudado de Europa, el que presenta más bajo crecimiento laboral, el que arroja resultados de ignorancia educativa, el que se divide y se ataca desde dentro o permite partidos políticos inconstitucionales o ilegales en el resto de esa Unión Europea a la que dicen que se quiere emular? Sencillamente, es la cosecha de las tempestades, una nueva caja de Pandora, el resultado de tantas décadas (y especialmente los últimos años) de retorcer cada principio y trastocar ley por ley, so pena de acusarnos a todos los ciudadanos de cualquier “delito de odio”, “discriminación”, “fobia”, etcétera. En definitiva, y como también le relaté a usted en columna anterior, “de aquellos polvos, estos lodos”.
Esta columna, señor lector, no es el Muro de las Lamentaciones… Al contrario, pretende ser el análisis desde los principios filosóficos, metafísicos y legales de una realidad (a la que desvergonzadamente llaman “nueva normalidad”) para comprender cómo hemos mal derivado de la generosidad al egoísmo, del respeto a la ofensa, de la unidad a la separación, de la convivencia al fanatismo. No realizar este ejercicio implica un mal en la mente (puesto que, como bien dice el refrán, “no hay mayor ciego que el que no quiere ver”), una incapacidad en la inteligencia. Si me permite usted, ése es el diagnóstico de la enfermedad que aqueja al separatista furibundo, al etarra sanguinario, al comunista enajenado: la falta de análisis objetivo del deber auténtico por el bien. Claro, sé que es casi pedir que el asno rebuzne como Pavarotti o baile como Pavlova, pero simplemente es una apelación a la recta razón.

Pese a todo lo anterior (y cuanto continuaremos analizando, si la paciencia de usted me lo permite), jamás hemos de desesperar, puesto que la virtud de los firmes es la perseverancia en el bien para la obtención de lo esperado. Piedras, baches, tropiezos, abismos y engaños los habrá siempre. El cómo superarlos es la suprema respuesta: eligiendo el bien, que es difícil y arduo, o el mal, que es sencillo y cómodo. Considero que si usted, señor lector, ha podido llegar hasta esta línea final, pertenece al primer grupo, y le felicito, rogando al Altísimo que le dé sus bendiciones, pero también que nos evite caer en una soberbia que derruiría lo construido. Veraces pero humildes, firmes pero sencillos, respetuosos pero cimentados. Así saldrán adelante nuestras familias, así será justa nuestra amada Patria, por el esfuerzo y amor de sus hijos. Por España, ¡viva España!
















Ruégole, señor lector, perdone que haya iniciado esta columna, tercera y última de las ubicadas bajo el título de la siembra y cosecha, con la contundencia de una frase de un autor de cuentos infantiles, Christopher Paolini, en la segunda obra de su ciclo El legado. En el contexto del entrenamiento de un joven alumno humano, el venerable maestro elfo afirma, junto con la sentencia inicial de esta columna, que “mucha gente, convencida de hacer lo que debía, cometió por ello crímenes terribles”. Ciertamente, nadie se ve a sí mismo como un malvado, y podríamos imaginar que son pocos los que toman decisiones sabiendo que se equivocan –excepción hecha de los mentirosos compulsivos, los oclócratas tergiversadores y los demagogos empedernidos, bien lo sabemos en nuestra pobre y amada Patria, donde ya no sabe casi uno dónde mirar para encontrar un político honesto, un funcionario coherente o un ideario consecuente–.

Desentrañando la cita inicial, amable lector, creo que tenemos claro quiénes son los demagogos: aquéllos que en sus discursos, pronunciamientos y palabras se dedican a vender humo, a prometer sin cumplir, a constantemente avivar las brasas del odio –reitero que solo por “palabras”, porque la cobardía ante las acciones es típica y tópica de esta sinvergüenza clase de manipuladores políticos, sociales, económicos, religiosos y educacionales–. No debieran existir dudas sobre quiénes son los tramposos: todos los que mienten, traicionan, tergiversan, manipulan, compran conciencias, etcétera.
Lo más complicado es reconocer «la locura de las multitudes», puesto que, itérole, a nadie le gusta reconocerse como un malvado, como una persona laxa, sin escrúpulos, traicionera y epítetos similares, o pertenecer a grupos donde abundan personas tales como las descritas. Solamente podré a usted dos ejemplos: acuérdese, señor lector, que más del 93% de los votantes alemanes en 1933 eligió a Adolf Hitler como Canciller (y en Austria más del 99% de los votantes decidió su anexión a Alemania poco después) –creo que es claro signo de que las mayorías pueden equivocarse tanto o más que las minorías, por lo que la tan cacaraqueada «democracia» moderna es uno de tantos mitos y leyendas urbanas que circulan en los estados hodiernos–; el segundo ejemplo es más cercano: multitudes de personas acudían a vitorear a Francisco Franco en todas y cada una de las regiones de España, sin excepción (como prueba la abundante hemeroteca, resistente a todas las ilegítimas leyes de “memoria histórica” que quieran promulgarse), durante las décadas de su gobierno (dictadura) en nuestra Patria.

Ni diatribas ni ditirambos, no tenemos tiempo para ello. Si, al parecer, las apelaciones al sentido común, a la ley natural, al derecho natural, a la recta razón, a la conciencia formada e informada, a los principios inmutables y a la esencia de la verdad no sirven de nada, el tiempo de cada uno de nosotros no puede ser desperdiciado únicamente en tales acciones. Nos quedan solamente los criterios de actuación personal (para todo aquello que es la coherencia en nuestras vidas) y de caridad social (en lo referente a la sociedad). Por supuesto, no abdicamos de ninguna de las verdades que son parte de nuestro ser (puesto que también son inalienables, como fuente de los derechos humanos de los que tanto se habla y tan escasamente se conocen, son imprescriptibles, universales, etcétera), pero sí sabemos cuándo es momento de sembrar y cuándo llega el tiempo de la cosecha. Retomando otra cita del mencionado Paolini: “La lógica no te fallará nunca, salvo que no seas consciente de las consecuencias de tus obras, o las ignores deliberadamente”.

No nos engañemos. Estamos en una postmodernidad que odia la razón, que desprecia la objetividad y que abomina de la verdad. Es campo muy bien dispuesto para que toda clase de “ideologías” proliferen, como pulgas en perro callejero. Lo constatamos diariamente: en nombre de los derechos humanos (que sí, existen, son consubstanciales a la persona humana por el hecho de ser humana) se extrapolan sus bases para defender las irracionalidades y absurdos más inverosímiles: elecciones de sexo ad libitum (como si éste no dependiese de la biología y la genética), educación involucionada al adoctrinamiento (como si las matemáticas, la historia o la física fuesen derivadas de extrapolaciones políticas), economía basada en el despilfarro del Erario (que ya no propicia que el Estado sea subsidiario del necesitado en verdad sino del “políticamente inclusivo, correcto y legalizado”), destrucción progresiva de la naturaleza (so pretexto de “energía verde”, “cambio climático”, “huella de dióxido de carbono” y análogos, que impiden el desarrollo de los sectores primarios y secundarios), destrucción de la vida desde su concepción hasta su fin natural (bajo múltiples supuestos de aborto, eutanasia, ontotanasia, etcétera), persecución de la fe cristiana y sus símbolos (con cada día más profanaciones, sacrilegios, incluso asesinatos que son martirios, por parte de gobiernos “liberales y demócratas”), imposiciones lingüísticas, alimentarias, sociales, etcétera.

Los vientos desatados por la vesania política han sido sembrados desde la indiferencia de las personas hasta los globalismos políticos, y serán (son) cosechados en forma de desastre, ruina, inseguridad, hambre, pobreza, deshumanización y locura por las generaciones actuales, bajo un pretendido lema de “vive y deja vivir” (que atribuye derechos a la mentira, verosimilitud a la falsedad y legalidad a lo ilegítimo). No podemos ni debemos, en conciencia, mantener esta siembra, salvo señal aguda del masoquismo más extremo, del victimismo más estúpido, de la idiocia más profunda. Porque querer “lo bueno” implica desechar “lo malo”, así como la luz destierra la oscuridad. Oponerse a lo que ha sido, es y será, dimanado de la ley natural inmutable y perfecta, es el desatino más feroz de “la razón de la sinrazón”. ¿Qué otra cosa habremos de cosechar, si permitimos tales siembras e incluso abonamos a ellas?
La clandestinidad de la razón, de la verdad, del pensamiento crítico, de la objetividad analítica y de la actuación coherente con los principios vivenciales ha llegado, la hemos traído, cosechado y permitido. 
¡Quiera el Todopoderoso darnos oportunidad de rehacer el campo de labor, para que no se destruya cuanto de bueno, justo, bello, verdadero y honesto queda en nuestra Patria y el mundo! Solamente de nosotros depende construir el refugio firme en el corazón, el hogar y los grupos sociales, para fructificar abundantemente y reconquistar el camino de todo lo bueno, del cual hemos sido arrojados por la mentira disfrazada, la política prostituida y la indiferencia consentida.


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