viernes, 31 de marzo de 2023

LIBRO "EL MITO DEL CAPITALISMO": LOS MONOPOLIOS Y LA MUERTE DE LA COMPETENCIA por DENISE HEARN


EL MITO 
DEL CAPITALISMO

Los monopolios y la muerte de la competencia

«La ralentización del crecimiento y el aumento de la desigualdad han acabado siendo una combinación tóxica en las economías occidentales, en especial los EE.UU. En la actualidad, esta combinación amenaza la supervivencia de la propia democracia liberal. 
¿Cómo es que ha pasado esto? Algunos echan la culpa a un exceso de capitalismo de libre mercado. En este libro escrito con claridad y bien documentado, los autores demuestran que en realidad ocurre exactamente lo contrario. 
Lo que ha surgido a lo largo de los últimos cuarenta años no es capitalismo de libre mercado sino una forma depredadora de capitalismo monopolista. 
Lamentablemente, los capitalistas siempre preferirán el monopolio. Solo el estado es capaz de restablecer la competencia que necesitamos, pero solo lo hará bajo la dirección de un público informado. Así pues, este es un libro de veras importante. Lee, aprende y actúa.» Martin Wolf, comentarista jefe de economía, Financial Times
"El mito del capitalismo" cuenta la historia de cómo Norteamérica ha pasado de ser un mercado abierto y competitivo a ser una economía en la que unas cuantas empresas poderosas dominan industrias clave que afectan a nuestra vida cotidiana.
Los monopolios digitales como Google, Facebook y Amazon actúan como guardianes del mundo digital. Amazon está captando casi todos los dólares de las compras por Internet. Nos da la impresión de que decidimos, pero para la mayoría de las decisiones críticas, cuando se trata de Internet de alta velocidad, seguros médicos, atención sanitaria, seguros de títulos hipotecarios, redes sociales, búsquedas en Internet o incluso bienes de consumo como la pasta de dientes, contamos solo con una o dos empresas.
Cada día, el norteamericano medio transfiere una parte de su sueldo a los monopolios y los oligopolios. La solución pasa por una enérgica imposición de leyes antitrust para devolver a Norteamérica a un período en el que la competencia genere más crecimiento económico, más empleos, salarios más altos y un marco de igualdad para todos.

"El mito del capitalismo" es la historia de la concentración industrial, pero es algo que importa a todos, pues los intereses no podían ser mayores. Aborda las grandes cuestiones de por qué los EE. UU. son una sociedad cada vez más desigual, por qué el crecimiento económico está anémico pese a los billones de dólares de deuda federal y la emisión de dinero, por qué ha disminuido el número de empresas emergentes, o por qué los trabajadores están cada vez en peores condiciones.

La razón principal de que las grandes multinacionales sigan creciendo y que para los emprendedores y pequeños empresarios sea difícil surgir en el mercado es la excesiva regulación estatal que mediante las licencias que otorga o deja de otorgar reduce la competencia que podría existir, infla los precios y en su consecuencia máxima mata a las empresas pequeñas que no pueden asumir los costes de tantas regulaciones, mientras las más grandes que sí los pueden asumir lideran los mercados y llegan a tener tanto poder como para sobornar o hacer presión a los políticos mediante lobbys.
«Si quieres comprender las razones de la desigualdad deja de leer a Thomas Piketty y lee a Tepper», decía alguien por ahí, y debo decirles que estoy muy de acuerdo con esta afirmación.
En Estados Unidos y en el Reino Unido, la desigualdad también ha crecido. El economista Thomas Piketty describió esta tendencia en su libro El capital en el siglo XXI. En su libro, argumenta que la creciente desigualdad deriva de un fallo esencial en el capitalismo; en su opinión, el retorno al capital se incrementa hasta generar revolución o un cambio de sistema. Según Piketty, el capitalismo devora su propio futuro. A pesar de demostrar que la desigualdad ha crecido, Piketty no pudo explicar por qué ha crecido el retorno al capital. 

En este libro, intentamos responder a esta cuestión y nos detenemos en una de las razones principales por la que las empresas han generado más beneficios y se ha incrementado la desigualdad. La respuesta, en parte, es el crecimiento de monopolios y oligopolios. De hecho, esta tesis forma parte de los argumentos de este libro. Y no debería sorprender que los países con los mayores monopolios son los que tienen las cuotas más altas de desigualdad. Entre los países más desiguales están México, Chile y Estados Unidos. 

Y no puede ser una coincidencia que también sean los que tienen más monopolios. Cada vez que un estadounidense, un mexicano o un chileno gasta sus dólares o sus pesos, transfiere un poco de su salario a compañías que canalizan el dinero a las familias más ricas del país. México es el país de los monopolios. A través de privatizaciones, Carlos Slim ha llegado a dominar por completo el sector de las telecomunicaciones. Hasta hace poco, ha controlado más del 80 % de la telefonía fija y más del 70 % de la telefonía móvil. 

No debería ser una sorpresa averiguar que México tiene los precios más altos del mundo y una pésima inversión en telecomunicaciones. Cada vez que un mexicano llama por teléfono, transfiere parte de su nómina y de sus ahorros a Carlos Slim. De este modo, Slim ha llegado a ser uno de los hombres más ricos del mundo. Sin embargo, los problemas en México se encuentran en docenas de sectores. En el del cemento, Cemex controla casi el 90 % de la producción. La compañía Peñoles domina la producción y el mercado de la plata. Bimbo controla el mercado del pan, y Gruma, el de maíz. 
Y la lista sigue. La consecuencia es que los mexicanos carecen de libre elección de consumo y pagan más de la cuenta, transfiriendo parte de sus salarios a los dueños de los monopolios. No debería sorprender la extraordinaria estadística que dice que el 1 % más rico de la población mexicana posee el 43 % de la riqueza del país, y que el 10 % más rico del país gana treinta veces más que el 10 % más pobre.

En el caso de Chile, el país tiene uno de los peores problemas de desigualdad del mundo: el 10 % más rico del país gana veintiséis veces más que el 10 % más pobre. El 80 % vive con ingresos medios comparables a los de Angola. Su desarrollo económico es tan desigual que solo un 20 % de los chilenos gana lo mismo que ganaría en otros países desarrollados. Chile también es un país dominado por monopolios. La mayoría de las empresas fueron monopolios estatales, pero pasaron a manos privadas a través de privatizaciones: ahora están bajo el dominio de unas pocas familias. Tres supermercados son dueños de todo el sector. Tres farmacias controlan la comercialización de medicamentos. Tres empresas controlan el sector eléctrico.

En Estados Unidos, los monopolios abundan. Cuatro compañías aéreas controlan el país, pero la situación general es aún peor. Las empresas se han repartido las ciudades para tener prácticamente un monopolio. Más del 75 % de los hogares no tienen elección a la hora de acceder a una línea de Internet de alta velocidad. En muchos estados, dos aseguradoras poseen una cuota de mercado de 80-90 %. 

Los estadounidenses creen que su economía les da la opción de elegir, pero lo cierto es que esa libertad es más bien escasa. Cada día transfieren parte de sus ahorros y su nómina a los monopolios. 

¿Y dónde queda España en comparación con Estados Unidos, México y Chile? España tiene una larga historia con los monopolios. Todo comienza con la dictadura de Primo de Rivera, allá por 1923. La dictadura impulsó la creación de monopolios del Estado. 
El proceso continuó con la Segunda República y el franquismo. En estos años se crearon todos los monopolios estatales: la compañía aérea (CLASSA, la futura Iberia), la del petróleo (CAMPSA), la Compañía Telefónica Nacional de España (que sería Telefónica), Tabacalera, Renfe, etc. 

Los monopolios dominaron el país hasta la llegada de la democracia. Con la muerte del dictador, el control y el intervencionismo del Estado no debía durar mucho. Cuando Adolfo Suárez, presidente del Gobierno, pidió en 1977 la entrada de España en la Comunidad Económica Europa (CEE), la actual Unión Europea, quedó claro que la economía española tendría que cambiar. Finalmente, España entró en el club europeo en 1986 y dio el primer paso hacia el desmantelamiento de los monopolios. Pero no fue hasta una década después cuando se pusieron en marcha las privatizaciones. 

En 1996, un mes después de que José María Aznar jurara su cargo como presidente, se lanzó un programa de privatizaciones llamado «Bases del programa de modernización del sector público empresarial del Estado». En los siguientes cinco años, casi todo el patrimonio empresarial de los españoles pasó de manos públicas a manos privadas. El cambio fue radical. En 1986, al entrar en la CEE, había unas ciento treinta grandes empresas públicas y unas ochocientas cincuenta filiales de las anteriores (además de las empresas públicas de los Gobiernos autonómicos y municipales). El Estado controlaba directamente casi un 20 % de la bolsa española a través de sus empresas. 

Veinte años después, en 2006, esta participación se había reducido casi a cero. Empresas como Gas Natural, Aldeasa, Tabacalera, Iberia, Endesa, Repsol, Argentaria, Indra y Telefónica habían pasado a manos privadas. España cambió el monopolio por los oligopolios que, como veremos en este libro, son casi lo mismo. Por ejemplo, los activos de CAMPSA se convirtieron en tres empresas que dominan la distribución de carburantes: Repsol, CEPSA y la británica BP. 

En las décadas en que los monopolios habían dominado la economía del país, los españoles no tenían elección. La situación no era óptima para el consumidor. No había competencia en cuanto a precio o calidad. Pero los monopolios al menos pagaban impuestos y generaban unos beneficios que no se acumulaban en manos de unos pocos, sino del Estado. El sistema era ineficiente, pero no generaba grandes desigualdades. Hoy en día, en la economía todavía abundan los monopolios y los oligopolios, pero ahora recaen en manos privadas. 

En muchas industrias, España sufre de ese exceso de concentración: En los medios de comunicación, el 58 % del mercado español está controlado por solo tres compañías. En el sector editorial, las cinco principales empresas representan el 97 % de las ventas de libros editados en España. En el sector bancario, los cinco grandes bancos españoles (Santander, BBVA, CaixaBank, Bankia y Sabadell) controlaban en 2018 el 68,5 % de los activos del sector. Es un número que está muy por encima del resto de Europa.
En el sector aeroportuario, Aena tiene el monopolio total de aeropuertos en España. Aena cobra tarifas que incrementan el precio de los billetes. En el aeropuerto de Barcelona, El Prat, Vueling tiene un monopolio; cualquiera que haya viajado a Barcelona sabe que los vuelos son más caros y suelen partir casi siempre con retraso. Los viajeros no tienen otra opción. 

A pesar de directivas europeas, Renfe todavía es un monopolio (aunque esto finalmente cambiará en 2020, casi ochenta años después de su creación). La mayoría de los aparcamientos municipales en Madrid están en manos de Empark y de algunas de las familias más ricas de España

Son monopolios locales sobre bienes públicos que producen márgenes muy altos para sus dueños. España es el tercer país donde se produce la electricidad más cara de entre los veintiocho Estados de la Unión Europea. La Comisión ya advirtió en 2013 de que, al limitar con monopolios el número de gestores de la red eléctrica y de gas, está incumpliendo las directivas europeas. En cuanto al precio del gas, en España es el más caro de Europa. El coste de la energía para los hogares es un 49 % más caro que la media europea.

Estos son solo algunos de los monopolios españoles, pero hay muchísimos más. En teoría, el Gobierno debería velar por sus ciudadanos. De hecho, en 2013, unificó todos los organismos reguladores para la defensa de la competencia y creó la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC).

En la práctica, la CNMC tiene muy poco poder, pocos recursos. Además, en los últimos años, ha sufrido muchos reveses en forma de sanciones anuladas en los tribunales.Su buen trabajo ha quedado invalidado después de que grandes compañías hayan recurrido sus multas en los tribunales.  De hecho, la Comisión Europea ha acusado a España de limitar en su legislación los poderes de la CNMC y su independencia, que repercute en su eficacia para proteger al consumidor. 

Los grandes monopolios tienen una existencia tenaz en España. ¿Por qué persisten? En un mercado libre, si una empresa logra beneficios altos, otras compañías querrán competir y hacerse con esas ganancias. Así debería funcionar el capitalismo. Por ejemplo, cuando se creó la tecnología de televisores en color, al cabo de pocos años existían docenas de alternativas para los consumidores (Telefunken, Thomson, Sharp, Sony etc.). Muchísimas empresas empezaron a competir en cuanto a precio y calidad para ganarse la atención del consumidor. Sin embargo, en el caso de los monopolios u oligopolios, no existe la competencia. El libre mercado es simplemente un mito. Para que se mantenga tal situación con los años, tiene que haber una serie de barreras de entrada que impidan la incorporación de nuevas empresas. 

¿Qué tipo de barreras nos encontrarnos en España

La más común es el exceso de regulación o de regulaciones específicas que impiden la llegada de nuevos competidores. La barrera estatal coarta la entrada de nuevas empresas, cuando la competencia crearía costes más bajos, daría más opciones al consumidor y eliminaría el sistema de peaje donde el consumidor transfiere parte de su nómina al monopolista. Para que un monopolio se mantenga con precios altos y poca calidad ha de haber barreras de entrada en la industria. El Estado, lejos de evitar que se formen monopolios, está en la raíz de muchos de ellos y de un buen número de oligopolios, como se demuestra en este libro. 

Las leyes sirven a los monopolios, no a los consumidores ni al libre mercado. En el Global Competitiveness Index, creado por el World Economic Forum (WEF), España está en el puesto número setenta y seis, al nivel de Uganda, en términos de eficiencia del marco regulatorio. 
El WEF no es el único organismo que ha notado los problemas de regulación en este país. De hecho, la Comisión Europea ha dicho que España es el segundo país de la Unión Europea, solo por detrás de Francia, con mayor número de restricciones comerciales. Es difícil entrar en el mercado español y competir en muchas industrias. 

En Estados Unidos, las barreras que se ponen en muchos estados devienen del exceso de regulación o de regulaciones específicas estatales que impiden la competencia. 
En España también existen barreras autonómicas y locales. El presidente de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), José María Marín Quemada, identificó uno de los mayores problemas que arrastra España en materia de libre mercado: la existencia de demasiadas regulaciones, que dificultan la actividad económica. España no es el único país del mundo en enfrentarse a tales problemas. 

En este libro, afrontamos la creciente desigualdad en Estados Unidos y el crecimiento de los monopolios. Miramos la situación con lupa. Nos centramos en él por varias razones: la historia de la lucha contra los monopolios empezó allí y se exportó a Europa después de la Segunda Guerra Mundial. No se puede entender la lucha contra los monopolios sin atender al caso estadounidense y a cómo ha afectado al mundo. Espero que este libro informe, entretenga y sea causa de debate y discusión.

Los mercados rotos provocan políticas rotas. Los poderes económico y político están cada vez más concentrados en manos de monopolistas lejanos. Cuanto más fuerte se vuelve una empresa, mayor se torna su dominio sobre los reguladores y los legisladores a través del proceso político. Esta no es la esencia del capitalismo. 

El capitalismo es un juego donde los competidores participan conforme a normas que todos aceptamos. El Gobierno es el árbitro y, del mismo modo que para jugar un partido de baloncesto se necesitan un árbitro y una serie de reglas acordadas, necesita normas que promuevan la competencia en la economía. Si no están sometidas a regulaciones ni controles, las empresas se valdrán de cualquier medio disponible para aplastar a sus rivales. 

En la actualidad, el Estado, como árbitro, no está imponiendo normas que incrementen la competencia; es más, mediante la captura regulatoria ha creado reglas que la limitan. Los trabajadores han contribuido enormemente a la riqueza de las corporaciones, pero los salarios no van a la par del crecimiento de la productividad y los beneficios. La explicación de la gran brecha está clara. 

El poder económico ha pasado a manos de empresas. La desigualdad en cuanto a rentas e ingresos ha aumentado a medida que las empresas se han apoderado de una porción mayor del pastel económico. 
La mayoría de los trabajadores no poseen acciones y apenas sacan provecho de unos beneficios empresariales sin precedentes. 

Como observó G. K. Chesterton, «demasiado capitalismo no significa demasiados capitalistas, sino demasiado pocos». 
Cuando, hoy en día, la izquierda y la derecha hablan del capitalismo, cuentan historias sobre algo imaginario. Los mercados libres competitivos, sin bridas, tan apreciados por la derecha ya no existen. Son un mito. 

La izquierda ataca el actual capitalismo grotesco, como si esta fuera la auténtica manifestación de la esencia del capitalismo y no una versión distorsionada de él. Algunos economistas, como Thomas Piketty, en vez de situar el problema en la falta de competencia, llegan a ver dentro del capitalismo una contradicción lógica que «devora el futuro». Sin embargo, lo que observamos hoy es el resultado del Monopoly Machine, en el que las empresas grandes se comen a las pequeñas, y el Gobierno queda preso para que amañe las reglas del juego a favor de los fuertes y a costa de los débiles. 

Aunque se han escrito muchos libros sobre el capitalismo y la desigualdad, la derecha y la izquierda no comparten las mismas lecturas. Tras analizar compras de libros, diversos investigadores han observado que casi no hay libros políticos y económicos escogidos y leídos por personas de ambos bandos. Del mismo modo, si nos fijamos en las discusiones en Twitter, los datos revelan que la izquierda y la derecha ni siquiera comparten o debaten ideas entre sí. Nada de hablar unos con otros y no digamos ya escuchar. El respaldo al capitalismo se ha identificado con preferir los grandes negocios al libre mercado. Este libro está descaradamente a favor de la competencia. 

Los grandes negocios no tienen nada de malo, si bien muy a menudo el tamaño responde a fusiones que han debilitado la competencia y han socavado las bases del capitalismo. Esperamos que esta obra supere la división y encuentre un denominador común de la derecha y la izquierda. Ambos bandos acaso discrepen con respecto a los tipos de interés, o tengan puntos de vista distintos sobre la política social, pero deberían coincidir en que la competencia es mejor para contar con mejores empleos, sueldos más altos, más innovación, precios más bajos y un mayor número de opciones. 

Un libro que se limite a analizar los problemas sin ofrecer soluciones no es especialmente útil. En este volumen aportamos soluciones. Al final incluimos una serie de ideas sobre cómo reformar y arreglar la economía y el sistema político. Esperamos que después de leer estas páginas que siguen te sientas indignado, pero sobre todo que te quede la sensación de que la ira del consumidor y del votante puede ser encauzada de forma definitiva.
Los votantes saben que algo está podrido en el capitalismo. Y la élite también es consciente de ello. Si lo que hace la persona corriente es votar a intrusos, lo que hace la élite es fingir que lee sesudos libros sobre capitalismo.
El razonamiento y la retórica de Piketty suelen tener fuertes ecos marxistas, lo cual no es tan extraño tratándose de un economista francés. Como Marx, hace grandes afirmaciones en el sentido de que existe «una contradicción central del capitalismo». Según Piketty, el capital «devora el futuro», como si los elevados rendimientos del capital provocaran inevitablemente ruina o revolución. Estas declaraciones lo han convertido en un héroe para la izquierda. La solución de Piketty para la gran desigualdad relativa a los ingresos pasa por tasas tributarias punitivas a los ricos para así transferir dinero a los pobres. Piketty llega a la conclusión de que las soluciones consisten en gravar hasta un 80 % las rentas altas e imponer un impuesto a la riqueza. Está dirigiéndose a los ya convencidos. 

Según Piketty, los orígenes de la inmensa desigualdad están en la falta de crecimiento. Si el crecimiento estructural es bajo, Piketty cree que el capitalismo se enfrenta a una contradicción lógica muy parecida a la descrita por Marx. La riqueza acumulada en el pasado adquiere gran importancia, mientras las labores del presente apenas son recompensadas. Cuanto mayor sea la brecha entre el crecimiento del capital en relación con el del trabajo, más desestabilización social supondrá: 

«El emprendedor tiende ineludiblemente a convertirse en rentista, cada vez con más dominio sobre quienes solo tienen su fuerza de trabajo. Una vez constituido, el capital se reproduce a sí mismo a un ritmo superior al del crecimiento de la producción. El pasado devora el futuro». 

Si el crecimiento es bajo, la contradicción interna del capitalismo hace que inevitablemente sea víctima de su propio éxito. Un mundo que buscaba respuestas acogió esta percepción de los orígenes de la desigualdad con gran sobrecogimiento y reverencia. Por desgracia, los datos de Piketty eran erróneos en algunos aspectos importantes, y sus conclusiones resultaban incompletas. 

Muchos periodistas y economistas sacaron a la luz fallos considerables. Según el Financial Times, la obra de Piketty contiene «una serie de errores que distorsiona sus hallazgos». 
El libro estaba plagado de «inexactitudes y de entradas inexplicables en sus hojas de cálculo». 

El profesor de economía Richard Sutch intentó reproducir los resultados sin éxito. En un artículo muy crítico, señalaba que «los procedimientos utilizados para armonizar y promediar los datos, la insuficiente documentación y los errores en las hojas de cálculo son algo más que irritantes. En conjunto, crean un cuadro engañoso de la dinámica de la desigualdad en cuanto a la riqueza». En resumen, los datos de Piketty no eran «fiables». Esto es lo peor que pueden decir de ti en un artículo académico.

El libro de Piketty tendrá defectos, pero sí identifica un problema real que está carcomiendo nuestra conciencia económica colectiva. Los lectores intuían que algo fallaba. La desigualdad económica ha estado creciendo en todo el mundo, y los ricos son ahora más ricos y se han distanciado de la mayoría. Piketty acierta al decir que, durante los últimos treinta años, ha habido una tendencia general a una mayor desigualdad dentro de los países, pero se equivoca al establecer la causa. La mayor desigualdad es un síntoma, no la enfermedad. 

Piketty tenía una fantástica teoría sobre el capitalismo, pero no entendía el mecanismo en virtud del cual el capital está ganando mucho más que el trabajo. El problema de la desigualdad es real, pero no se debe al crecimiento bajo. La desigualdad no es tanto una causa de cambios económicos y políticos como una consecuencia. Además, «desigualdad» no es lo mismo que «injusticia». Es la sensación de que una desigualdad cada vez mayor es injusta lo que ha suscitado tanto malestar político. El modo en que se ha producido la desigualdad es la parte problemática que Piketty no ha sabido identificar. 

Lo que está incrementando la desigualdad no es el crecimiento bajo, sino la mayor concentración del mercado y la desaparición de la competencia. Los datos resultantes de varios estudios recientes son incontestables: el poder económico y político de los monopolios y los oligopolios ha condicionado las reglas de juego en favor de las corporaciones dominantes y en contra de los trabajadores. Muchos sectores están dominados por un reducido número de empresas. Hay menos startups nuevas que compitan con las grandes firmas existentes. Hay menos compañías que compitan por contratar trabajadores, y los salarios se estancan toda vez que el equilibrio de poder se ha decantado hacia el lado de las grandes corporaciones. Ninguno de estos hechos es inevitable. 

El capitalismo se puede reparar. Podemos medir la desigualdad de diversas maneras. La más común es analizando los ingresos, es decir, lo que una persona gana en concepto de salario en un año dado. Podemos centrarnos en la riqueza, esto es, el total de activos que una persona ha acumulado a lo largo del tiempo, donde incluiríamos acciones, bonos, propiedades inmobiliarias, arte, etcétera. 

En ambos casos, se aprecia una brecha creciente entre los más ricos y los más pobres. Los primeros están ganando más dinero y poseen una proporción mayor de los activos del mundo. Si analizamos la riqueza más que los ingresos, queda claro hasta qué punto los resultados están distorsionados. Esto es muy útil, pues algunos directores ejecutivos poseen montones de acciones, que no constituyen ingresos, aunque sí tienen mucho peso si comparamos su bienestar con el del empleado corriente. 

La forma más fácil de examinar la desigualdad en cuanto a la riqueza es valorando qué proporción de esta última corresponde al 1 % más rico de un país, incluso al 0,01 %. Por eso el «1 %» ha acabado formando parte de nuestro vocabulario político.
 
 

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