ETA
NI OLVIDO NI PERDÓN
UNA SOCIEDAD QUE PREMIA A LOS VERDUGOS
Y OLVIDA A LAS VÍCTIMAS
El autor de este libro afirma, igual que yo, que el perdón es una decisión personal que solo nos compete a cada uno de nosotros, en tanto que víctimas. Puede ser. Pero el olvido no es individual ni optativo. Ninguna sociedad se puede permitir el lujo de olvidar, ni el de blanquear o manipular la verdad. Algunos no estamos dispuestos a permitirlo. Y a fe mía que Jesús Longueria es uno de los que no está dispuesto a hacerlo, y este libro es su demostración.Siempre he afirmado que las víctimas del terror, no somos solo los que llevamos en nuestra carne el mazazo directo de la muerte, la pérdida o la mutilación. Las víctimas del terror lo somos todo el pueblo español, acongojado, perseguido, asesinado por el mero hecho de serlo y de no estar dispuesto a tolerar que una mentira, una manipulación y una esquizofrenia se convirtieran en realidad.Es por tanto a todo el pueblo español al que es exigible, en su conjunto, que no olvide jamás y también, por qué no, que ponga las condiciones colectivas para otorgar un perdón que no le ha sido solicitado. En las próximas páginas sabrán por qué.
Son días de infamia. ¡Qué digo días, años ya! Cuando escribo estas líneas que inmerecidamente me pide Álvaro Romero, el editor de la exitosa e impagable editorial SND que publica este volumen - entre otras decenas de imprescindibles con que inunda ya las librerías de media España, gracias a Dios – acaba de entrar en vigor la miserable, nefanda, revanchista, falsaria y canallesca Ley de Memoria Democrática, buque insignia de la generación de odio comandada por Pedro Sánchez – Antonio para algunos – y heredera de la no menos miserable Ley de Memoria Histórica de José Luis Rodríguez Zapatero, que sobrevivió sin el menor atisbo de oposición, combate, discusión o posición de fuerza del Partido Popular de Mariano Rajoy y su mayoría absoluta y como sobreviven también sus hijas ilegítimas, bastardas e igual de revanchistas y miserables leyes correspondientes de carácter autonómico que, anticipándose al citado engendro, hicieron su ofrenda en el altar de la ignominia, quizá suponiendo que con su propio sacrificio lograrían, si no impedir, quizá amansar, la voracidad criminal de semejantes textos. ¡ilusos o canallas!
Tienen esas leyes – en especial la última – un objetivo principal que ha sido denominado con varios eufemismos. El más notable es el de la “cancelación”. Cancelación que no es otra cosa que el borrado de la historia – sustituida en el mejor de los casos por recuerdos subjetivos y partidarios, como toda memoria – y la reescritura de esta, conforme a los parámetros que sus artífices declaran como si de verdad absoluta se tratara.
Digo en el mejor de los casos, por dejar espacio a quienes desde sus propios recuerdos idealizados – más bien los de sus ancestros cercanos, que en su mayoría alcanzan ya más a abuelos que a padres, pues la mayoría no han vivido ya ni los coletazos del Régimen en el cual pone su único acento el texto – pretenden construir o reconstruir de buena fe un pasado familiar, político o ambas cosas a la vez, que no les fue propicio y que ahora quedará reconocido como incluso heroico, en nombre de unos ideales que jamás conocieron y que si conocieron, pronto olvidaron.
Comprendo que es muy difícil admitir la verdadera naturaleza de personajes que, hoy convertidos en víctimas de un régimen feroz, fueron en realidad verdugos sanguinarios, responsables y artífices de uno de los genocidios más sangrientos y cobardes de la historia reciente, ya no de España, sino de la humanidad y responsables últimos del, hasta ahora, último enfrentamiento civil – y por lo tanto entre hermanos – de la reciente historia de España.
Verdugos que convirtieron la fe, el pensamiento, la profesión, la contestación, el periódico del día, la propaganda leída o repartida, o ninguna de ellas – que tampoco necesitaban muchas excusas y bastaba el interesado testimonio de un portero de finca, para costarte la vida -en causa más que suficiente para sacarte de casa, descerrajarte dos- o más de treinta – tiros y abandonarte en una cuneta o apilado en una fosa común.
No dudo -pues es inherente al ser humano- que debieron cometerse desmanes puntuales, errores o aprovechamientos marginales de situaciones confusas y abusos de poder con uso torticero y criminal de la oportunidad, y es por esto por lo que concedo ese pequeño margen de “buena fe” a quienes de verdad pueda haber convencidos de que sus deudos son precisamente esos casos que deben ser hoy reconocidos y restañados.
La mayoría no, sin embargo. Sin ningún género de duda la mayoría, ni pertenecen a ese hipotético grupo descrito en el párrafo anterior, ni se mueven por la buena fe hacia sus deudos. Son otras las intenciones. La reescritura de la historia pretende, en la mayoría de los casos, hacer olvidar la verdad, ocultarla, hurtarla de la enseñanza y de la memoria colectiva de pueblo, para construir un relato paralelo en la que los crímenes propios queden convertidos en heroísmo resistente y en lucha por valores que desconocen o ignoran deliberadamente. Pretenden perpetuar su poder a base de mentiras y de relatos falsos y eliminar para siempre la posibilidad de respuesta, del testimonio veraz, de la investigación histórica objetiva. Pretenden la impunidad para sí y el descrédito, la multa, la persecución, la cárcel y el silencio – y también la muerte, como veremos - para quienes se convierten en puros objetos, estigmatizados con términos elegidos ad hoc y previamente introducidos en el lenguaje cotidiano durante generaciones, para convertirlos en eufemismos y conceptos rechazados y rechazables por parte de una sociedad adocenada, adormecida, hedonista y siempre dispuesta a olvidar el dolor de unos pocos, para garantizar su propio bienestar sin atender a principio moral alguno.
Y se preguntará el lector qué tiene que ver todo esto con el libro que prologo. Y debo responderle que lo tiene todo. Que es en los ejemplos actuales y a la vista de todos donde se certifica el escenario que acabo de describir y a que a la mayoría sonará a chino. O a la inversa, que es en ese pasado descrito y ahora prohibido y rescrito, donde se comprende qué está pasando ya no con la historia de hace casi un siglo, sino con la de hace una década escasa, si es que se puede dar por concluida.
Yo pienso que no. Estoy convencido, como el autor, que ni el tiempo transcurrido, ni la actual situación permiten hablar de esto en pasado, sino en un presente que, una vez más, se pretende olvidar y ocultar – rescribir - por parte de los asesinos, reconvertidos de nuevo en víctimas del régimen que no hemos nombrado y que ahora toca ya nombrar: del franquismo.
Y es que no puede haber final si la batalla emprendida resulta en derrota. No va con el carácter histórico del pueblo ibero. No todo el pueblo ibero, obviamente – ya hemos dicho en qué se ha convertido ese pueblo - sino con el carácter del pelotón de soldados a los que se refiriera Oswald Spengler o de la minoría elegida que señalara Chesterton. Es igual, con esos poco suele bastar para liderar una victoria, por dura que sea la batalla y larga que sea la guerra, aunque eso suponga regar de sangre, sudor y lágrimas el campo de batalla.
Ese campo de batalla está hoy repleto de ignominia, de traición, de olvido, de la doble muerte que supone ser víctima la primera vez y víctima del olvido, de la mentira, de la ocultación la segunda vez. Está repleta de homenajes – permitidos e incluso auspiciados desde las instituciones - a auténticos canallas en sus pueblos natales- allá donde aún malviven en el dolor, el miedo y el castigo social, las víctimas – entre el silencio cómplice o cobarde de unos y el aplauso bochornoso y criminal de otros. Repleto de los estandartes, símbolos, insignias y banderas bajo las cuales se cometieron los atroces crímenes. Ese campo de batalla tiene parlamentarios sentados en la Camara Baja, en infinidad de ayuntamientos y en las comunidades autónomas donde los criminales objeto de este libro, o los criminales de naturaleza análoga que no lo son por acotar el trabajo, pero que comparten intereses, modelo y sangre derramada – de otros - aunque el autor no haya extendido su trabajo a esa otra jauría. Y deciden los designios de esta triste nación abandonada. Y cierran sus presupuestos. Y convierten en luchadores por la libertad a cuantos criminales retrata el autor en este volumen durante los años transcurridos entre el inicio de sus crímenes y el año 1983, en que la repugnante ley de Memoria Democrática ha fechado el fin del franquismo y la dictadura por imposición directa de los herederos de ETA. O sea, Bildu Este campo de batalla tiene, como bien nos señala el autor, más de trescientos casos de terror sin resolver, sin voluntad de ser resueltos, sin fuerza política que lo exija con la contundencia necesaria y sin aparato judicial o policial que destine un solo segundo a la verdad y, por lo tanto, a la justicia y a la reparación de las víctimas y sus herederos.
¡Cómo va a haber terminado este relato….!
El autor ha tenido que escoger, que centrar el tiro, que cuidar también la espalda jurídica – que ahora la verdad es un deporte de riesgo – y centrar sus investigaciones y su relato en lo que estrictamente puede achacarse a ETA. No están los satélites, no están las otras organizaciones terroristas marxistas y asesinas que asolaron España durante buena parte del tiempo en que ETA mataba a balazos – ahora lo hace alegóricamente desde el parlamento de forma intangible – no están GRAPO ni FRAP, donde orgulloso militara el papá del exvicepresidente del gobierno Pablo Iglesias, emparentado con el terror no solo por vía consanguínea reciente, o por militancia en organizaciones herederas y análogas a las organizaciones marxistas responsables de las masacres referidas en la primera parte de este prólogo, sino incluso por el nombre y apellido coincidente, voluntariamente, con el del amenazante fundador de una de las organizaciones criminales más importantes de los siglos XX y XXI, el de Pablo Iglesias.
Tampoco están los criminales de ERC y todas sus formas recientes, como Terra Llure, y por supuesto las de menor implantación – que no las que lograron menores objetivos pues, a la larga, todas pueden considerarse vencedoras en lo que a objetivos políticos se refiere – como Exercito Guerrilleiro do Povo Galego Ceibe o el canario MPAIAC. Y faltan, por supuesto, las responsabilidades inherentes a recoger los frutos de árbol movido por otros.
Y no están aquellos que, pese al calvario recorrido por las familias hasta que lograron ser reconocidos como víctimas del terror, no han logrado una identificación oficial exacta con la organización criminal responsable del atentado, como por ejemplo las víctimas del hotel Corona de Aragón o las relacionadas con los atentados de Atocha, a los que se les ha adjudicado una autoría de origen islámico - que sin duda se dio - pero de la que algunos pensamos que hicieron falta algunos “especialistas” en crimen organizado detrás, quizá cubiertos por las tres letras. No se. Quizá es una especulación demasiado atrevida, pero como la formulé dos días después de producirse los atentados, por escrito desde mi blog personal, nadie puede acusarme de oportunismo político y nadie puede impedirme seguir pensando lo que pienso.
Igualmente están ausentes las del “accidente” de monte Orbea por razones análogas, tanto de reconocimiento legal, como de autoría explícita. Sea como fuere, no está todas las que son, pero son todas las que están y requieren un ejercicio de memoria, de verdad, de justicia, de reparación y de reconocimiento que no puede terminar cayendo en las garras de una ley de Memoria Democrática falsaria, que recuerda y reconstruye las nuevas biografías de hipotéticas víctimas de un conflicto civil y el régimen posterior subsiguiente, acaecidas hace casi un siglo, pero olvida las de aquellos que aun lloran a sus muertos en las fosas, porque hace poco más de una década que fueron asesinadas y en muchos casos no saben por quién, ni nadie ha pagado por ello. No están todas, pero están muchas. Muchísimas. Muchas más de las que cualquier sociedad decente puede permitirse el lujo de olvidar, mancillar o ignorar.
Por eso este volumen es no solo oportuno, sino necesario, imprescindible. Nada terminará hasta que no sean logrados estos objetivos de reconocimiento y reparación y hasta que nuestra sociedad pueda enterrar no solo a sus muertos en paz – sin profanaciones reales o virtuales - sino los sentimientos, ideologías y perversiones que los inspiran y que siguen vivos.
El autor propone un acto colectivo, el de completar virtualmente una obra de memoria con sus nombres, sus vidas, sus detalles… El de dejar de contar muertos como simples estadísticas y números y prestar especial atención a sus biografías, a lo que dejaron atrás, aquello por lo que fueron asesinados y perseguidos. Encontrarán, que lejos de ser asesinados por la nueva ola de supuestos valores irrenunciables, como la democracia o la Constitución, lo fueron por algo mucho más sencillo: por ser españoles y servir a España. O por vivir colateralmente en España como si fueran españoles, o porque pasaban por allí, por cualquier rincón de España, como si ese hecho los convirtiera en enemigos de un pueblo oprimido e inventado por dos tarados – el autor se refiere a ellos bien pronto – y como consecuencia merecieran una muerte que, ahora, resulta que fue en defensa de la libertad y en contra de la dictadura, una dictadura que – lo ha exigido Bildu y lo ha aceptado el PSOE - acabó en 1983.
Es curiosa la fecha y son curiosos los valores de unos y otros. Brutalidades enormes como el asesinato de un presidente de Gobierno haciéndolo saltar por los aires varios pisos (depende de quien seas ya sabemos que la memoria democrática te permite negar o admitir y celebrar con champagne) o como los de la calle del Correo, en los que estuvieron involucrados criminales comunistas más allá de ETA – hoy sus herederos ideológicos forman parte del gobierno de coalición – fueron perdonados, absueltos de facto, devueltos a la “normalidad democrática”, que justo es uno de esos valores por los que, por lo visto, morían las víctimas y también el apellido de la referida ley (qué término tan prostituido aquel que sirve para ilustrar simultáneamente las tres cosas) y amnistiados por el nuevo impulso democrático – otra vez el palabro - y conciliador de la Reforma Política, la Transición y por supuesto el Régimen del 78 y su constitución por la que también, por lo visto, morían las víctimas pese a no ser preguntadas jamás por ello.
Pero muchos de ellos volvieron inmediatamente a asesinar y, en todo caso, todos ellos siguieron profesando la misma fe criminal de secesión y separatismo que alimentó el odio de los Arana y de todos sus seguidores, ya fueran en partidos legales o ilegales, de marxistas o de derechas. La incapacidad para dar una respuesta por parte de los sucesivos gobiernos de la UCD primero y del PSOE, después, llevó a una inestabilidad notable en aquella Transición.
1980 – nos lo recuerda el autor – batió todas las marcas de crímenes por año (ateniéndonos a las víctimas oficialmente contabilizadas como víctimas de ETA, ya lo hemos dicho) y afloró pronto una respuesta - primero espontánea y luego mercenaria – que ha pasado a los anales de la ignominia como GAL, con un nombre genérico que atañó a muchas personas y organizaciones, además de los mercenarios del PSOE, pero cuya naturaleza detallada quizá deba ser objeto de otra obra o de otro prólogo, pero no de este. Una ignominia que corresponde no al sentimiento espontáneo sino al organizado desde el poder.
El Estado - o mejor dicho los miembros del partido de su Gobierno, que los estados no cometen crímenes, los cometen las personas - con todos las herramientas legislativas, jurídicas, policiales, militares y mediáticas a su alcance, decidieron dar una respuesta no sólo ilegal sino ilícita, ilegítima y miserable, contratando mercenarios de todo a cien y gastándose los fondos reservados para fines de lucha antiterrorista de las peores maneras, llevándose por delante a personas – culpables o no, que de todo hubo – sin las garantías procesales, de defensa y juicio justo, que los verdaderos estados democráticos (ejem…) procuran incluso a sus peores enemigos.
Vaya por delante que este no es un reproche a quienes de buena fe – equivocados o no, obligados por su honor o por su hartazgo o por otras causas – pudieran haber intervenido en esa lucha ilegal, sino a quienes la organizaron desde el poder haciendo dejación de funciones y convirtiéndola, por tanto, en ilegítima.
Pues bien, es curioso, decía más atrás, la elección de fechas de esa nefanda ley para circunscribir el final del franquismo a 1983. Porque a los crímenes ya amnistiados por el nuevo Régimen del 78, se une una nueva ola de amnistías de facto que son el reconocimiento de luchadores por la libertad y contra el franquismo, de todos esos canallas que asesinaron a cientos de personas en 1978, 1979, 1980, 1981, 1982 y 1983. Pero también se convierte en una excusa para los responsables de los gobiernos de la UCD primero y del PSOE inicial, después, implicados en esa tenebrosa guerra sucia pues, lejos de ser hoy los herederos de aquella ignominia vergonzante, en realidad nos encontramos que aquella guerra no fue llevada a cabo por los denominados “gobiernos democráticos” (otra vez la palabreja), sino, por lo visto, por las reminiscencias de un “franquismo” aún inconcluso.
¡Que magnífica forma de borrar, cancelar, destruir, modificar, reescribir la historia al antojo de cada cual! ¡Cómo no iban a ponerse de acuerdo Pedro Sánchez, Podemos, Bildu y todos los satélites del laboratorio Frankenstein! Solo tiene eso un problema, un punto de fuga, y es que a los demás nos obliga -más si cabe- a la lucha por la verdad. Porque convertir a los victimarios en luchadores por la libertad y a los criminales en franquistas, reduce a las víctimas reales a culpables y a reos de una muerte merecida. Y ¡hasta ahí podríamos llegar!, parece gritar el autor de este libro ¡Hasta aquí podríamos llegar afirmo yo con él!
El lector ya debe saber a estas alturas – y si no se lo voy a contar yo ahora – que el que suscribe estas líneas a modo de prólogo, es uno de esos casos en que la historia le ha permitido tejer un hilo conductor entre los dos períodos que he enfrentado en cuanto a tratamiento memorialistico. Mi familia, desde mi tatarabuelo, ha entregado desde hace dos siglos por lo menos, lo mejor de sus hombres en generaciones alternas, y ha consagrado a la lucha a las generaciones que no rindieron la vida a manos de asesinos. Así, mi tatarabuelo Ramón, general carlista (puede buscarse en la Espasa) entregó su espada a las órdenes del pretendiente y con él se retiró a Francia, donde nacería su hijo Ricardo, mi bisabuelo.
Mi bisabuelo, retornados ya a Madrid y comandante jubilado del ejército, sería asesinado por las hordas rojas en las sacas de noviembre de 1936, en las tapias del cementerio de Aravaca, aunque no procedía de una Checa, pues fue sacado en bata de su casa la misma tarde noche en que fue asesinado y conducido - por alguna extraña razón - a las fosas de Paracuellos, desde donde finalmente sería conducido en tiempo de paz y para su descanso al Campo Santo de la Basílica del Valle de los Caídos, hoy convertida en Cementerio Civil del Valle de Cuelgamuros por decisión de la repugnante ley de Memoria Democrática que – aún no lo he dicho hasta ahora - incumple un sinnúmero de normativas y códigos en tal número – empezando por la Constitución – que sorprende que no haya ninguna fuerza política o autoridad eclesial que alce la voz con la contundencia suficiente, como para impedir las tropelías asociadas tales como la profanación de cadáveres o la privación de un campo santo para los que fueron enterrados allí conforme a su fe. Especialmente teniendo en cuenta que esa fe, ese periódico ABC leído cada mañana, esa probable vinculación a Renovación Española o cualquier otra excusa le costó la vida a mi bisabuelo, merced a la denuncia del portero de la finca. Muchos fueron los disparos que recibió su cuerpo.
Mi abuelo Alfredo, en la generación siguiente, tuvo por tanto que combatir – ya he dicho que vamos alternando generaciones – y alzarse con los nacionales, si bien antes tuvo que usar la treta de alistarse a la FAI - pues pese a ser jonsista de la primera hora, le cogió en zona roja – y pasarse por el norte al lado nacional, desde donde combatiría y se haría pedazos en todos los frentes y batallas conocidos. Fue él quien acabada la guerra agarraría la mano de su hijo Ricardo – mi padre, nacido en 1935 – se presentaría ante la finca donde aún vivía el portero de la finca que propició la muerte de su propio padre y pronunció aquellas pocas palabras que, a mí, personalmente, me marcaron desde que las conocí: “ese hombre de ahí es uno de los asesinos de tu padre. No puedes olvidarlo. Por eso hemos combatido durante tres largos años, pero ahora la guerra ha terminado. Es la hora de la paz y de la reconstrucción.” No son literales, pero no albergo la menor duda acerca de su sentido. Aquella generación no quería olvidar, no podía olvidar, pero sí supo iniciar el camino de la reconciliación, hoy truncado con miserables leyes torticeras y con la ocultación de la verdad. No podemos olvidar, si queremos cimentar la paz y la reconciliación. Aquel hombre, el portero de la finca, murió cuando Dios determinara que habían acabado sus días, sin que nunca más supiéramos nosotros nada más de él.
Y aquel niño Ricardo, se convirtió en el hombre Ricardo, el teniente legionario Ricardo, el capitán de la Policía Armada Ricardo, el comandante del ejército Ricardo y finalmente en el Teniente Coronel Ricardo Ynestrillas, asesinado por el comando Madrid de ETA, que goza en su totalidad de libertad, un 17 de junio de 1986, ascendido a ese empleo a título póstumo como caído al servicio de España.
Así, sin otros apellidos que su amor a España, sin constitución de por medio y sin el menor atisbo de palabras prostituidas por el nuevo régimen, como la ya mencionada democracia. Vivió y murió por y para España. Cayó por Dios y por España a manos de ETA, tal y como reza el epitafio que adorna su lápida. Hijo de la generación del perdón y la reconstrucción, vivió sus peores días cuando descubrió que España, finalizado el franquismo, iniciaba una rescritura del relato que convertía en víctimas a los verdugos y en verdugos a las víctimas.
Por Juan Carlos Girauta sabemos que el Partido Socialista de Cataluña, reunido en aquellas fechas por algún motivo que no conozco, celebró la noticia brindando con cava.
Es la hora de nuestra generación y quizá se aprieten los límites. Nos toca luchar, en esas generaciones alternas que alumbran nuestros pasos. Dios no quiera que esa lucha obligue a nadie a tomar de nuevo las armas frente a ningún hermano, y espero que tampoco tengamos que pagar nuevos tributos de sangre, ni propia ni de nadie, pero no será jamás por haber caído en el olvido, por haber permitido que se ignore nuestra historia y que las leyes ilegítimas apaguen nuestra voz.
He querido contribuir a ese libro real y también al virtual que Jesús Longueira se ha propuesto escribir porque no cabe el olvido. El perdón es una decisión personal. Mi fe me lo demanda, pero aún no soy capaz de otorgarlo. Las generaciones precedentes sí lo hicieron y pese a todo hoy se ven abocadas no solo a concederlo sino a pedirlo. Yo no puedo concederlo aún. Quizá porque nadie me lo ha pedido. Quizá porque no hay contrición, ni arrepentimiento. Quizá porque me quieren convencer de que no solo no tienen que pedirlo, sino que tenían razón.
Longueira afirma, igual que yo, que el perdón es una decisión personal que solo nos compete a cada uno de nosotros, en tanto que víctimas. Puede ser. Pero el olvido no es individual ni optativo. Ninguna sociedad se puede permitir el lujo de olvidar, ni el de blanquear o manipular la verdad. Algunos no estamos dispuestos a permitirlo. Y a fe mía que Jesús Longueria es uno de los que no está dispuesto a hacerlo, y este libro es su demostración.
Siempre he afirmado que las víctimas del terror, no somos solo los que llevamos en nuestra carne el mazazo directo de la muerte, la pérdida o la mutilación. Las víctimas del terror lo somos todo el pueblo español, acongojado, perseguido, asesinado por el mero hecho de serlo y de no estar dispuesto a tolerar que una mentira, una manipulación y una esquizofrenia se convirtieran en realidad.
Es por tanto a todo el pueblo español al que es exigible, en su conjunto, que no olvide jamás y también, por qué no, que ponga las condiciones colectivas para otorgar un perdón que no le ha sido solicitado. En las próximas páginas sabrán por qué.
Martín Ynestrillas Villanueva de la Cañada
a 6 de noviembre de 2022
conmemoración de los mártires españoles
Nota: el texto precedente ha sido totalmente redactado por mi, Martín Ynestrillas, que por tanto asumo la autoría plena, de cara al análisis que pueda realizarse del mismo, merced a la tan mencionada Ley de Memoria Democrática. En ningún caso tiene por qué coincidir con las opiniones y creencias ni del autor del libro prologado ni de la editorial. Tampoco pretende menosprecio alguno respecto de víctima de ningún tipo. Sería absurdo: De la inmensa mayoría de las víctimas me considero deudor. Respecto de las que no, tampoco hay menosprecio alguno en mis palabras. Como Carlos I de España, yo le presento batalla a los vivos; a los muertos procuro dejarlos descansar. Nosotros no profanamos tumbas. Bastante tienen con haber tenido que rendir cuantas ante el Altísimo. Seguro que no fue fácil.
Los niños salvados que
se convirtieron en verdugos etarras
Cándido Azpiazu asesinó a Ramón Baglietto, que había evitado que fuera atropellado por un camión, y Manuel Miner , rescatado por la Guardia Civil en un tiroteo con ETA, terminó en el “Comando Madrid”
ETA asesinó a Ramón Baglietto Martínez el 12 de mayo de 1980, pero la historia de este crimen se remonta al 21 de septiembre de 1962, dieciocho años atrás. Su «delito», ser militante de Unión de Centro Democrático (UCD), el partido de Adolfo Suárez, que ganó dos veces las elecciones generales.
Lo ocurrido fue narrado por su hermano Pedro María en la película «Trece entre mil» (2005), de Iñaki Arteta y ha sido recogido en el libro «Vidas Rotas»: «en el año 1962, mi hermano estaba precisamente aquí, en la puerta de la tienda que tenía, cuando se dio cuenta de que venía una señora con un niño en brazos y otro agarrado de la mano. Éste llevaba una pelota, y en un momento dado se le escurrió de la mano, por lo que el niño salió corriendo. En ese momento venía un camión pesado y la madre, instintivamente, fue a proteger al chaval. Mi hermano, perplejo, no tuvo tiempo nada más que de quitarle el niño que llevaba en brazos y de observar con horror cómo la madre y el niño morían aplastados por el camión. Lo patético de esta historia es que el niño que quedó en sus brazos aquel día, el niño a quien él salvó la vida, fue precisamente quien, dieciocho años después, atentó contra su vida pegándole un tiro en la sien». Se llama Cándido Azpiazu.
Ramón Baglietto fue asesinado en el Alto de Azcárate, cuando regresaba a su domicilio de Azcoitia desde la tienda de muebles que regentaba en la vecina localidad de Elgoibar. La víctima circulaba en su automóvil, un Seat 124, cuando varios miembros de un «comando» etarra lo ametrallaron desde otro vehículo. Tras comprobar que estaba aún vivo, pese a que el automóvil se estrelló contra un árbol, lo remataron con disparos a bocajarro.
Pedro María le había advertido a su hermano: «Oye, Ramón, tienes que tener cuidado, porque fíjate tú lo que le ha pasado (acababan de atentar contra un amigo, también militante de UCD), y me dijo: «Bah, a mí en esa cuesta no me pillan». «Tenía la impresión de que le seguían, que le llevaban siguiendo varios días. Incluso a mi cuñada, a su mujer, María Pilar, le dijo el nombre de la persona que le estaba siguiendo […]. Cuando se dio cuenta de que Cándido venía detrás, en el coche, aceleró y le sacó una gran ventaja. Pero estos lo tenían todo bien organizado, porque en la siguiente curva estaban otros dos miembros del comando, bien armados, y cuando se quiso dar cuenta notó que le disparaban en el coche y dos balas se le incrustaron en el pecho, y violentamente chocó contra un árbol […]. No sabemos si Ramón estaba muerto o solo inconsciente, pero los terroristas no querían tener dudas. Entonces, Cándido aparcó tranquilamente, empuñó una pistola marca de la casa, 9 milímetros parabellum, apuntó fríamente a la sien de mi hermano y disparó».
El drama no terminó con el asesinato. Su viuda, Pilar Elías, una mujer valiente donde las haya, siguió la trayectoria política de su marido y fue elegida concejal por el Partido Popular en el Ayuntamiento de Azcoitia.
Cándido Azpiazu Beristain y Juan Ignacio Ziazolazigorraga Larrañaga fueron condenados a 49 años de cárcel por el crimen, así como a indemnizar a los herederos de la víctima con diez millones de pesetas. Salieron en libertad a los 12 años, gracias al Código Penal del franquismo y porque poco menos que se habían apartado de ETA. Está por ver.
Por si no bastaba con la sangre derramada por Ramón, a Azpiazu no se le ocurrió otra cosa que abrir un negocio de cristalería junto a la casa de Pilar Elías. Verdugo y víctima se cruzaban cada día. Y el dinero de la sentencia sin pagar. Por fin, la Audiencia Nacional ordenó la subasta del negocio y la esposa de Azpiazu se quedó con la tienda por una cantidad sensiblemente menor a la indemnización establecida. Fue en 2008. Pero, en aquellos años de terror, ¿quién iba a ir a pujar por la cristalería? El niño que fue salvado de la muerte se convirtió en el asesino de su benefactor. El mundo al revés.
Aquella noche, Manuel Miner, de 8 años, durmió, junto a sus hermanos, en el cuartel de Inchaurrondo, en el domicilio del entonces comandante Enrique Rodríguez Galindo, donde les atendieron hasta que unos familiares se hicieron cargo de ellos. La Guardia Civil les había salvado la vida en el tiroteo en el que fue desarticulado, en Hernani, en la calle de Navarra, 16, tercero B, el ·comando» que dirigía el siniestro pistolero Jesús María Zabarte Arregui, «Garratz». Con el paso del tiempo, aquel niño terminó formando parte del «comando Madrid» de ETA. Y, entre sus objetivos, figuraban los miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado, a las que tanto debía; su vida, nada más y nada menos.
Galindo, que, como jefe del Servicio de Información de la Comandancia de Guipúzcoa, dirigió la operación, lo cuenta en su libro «Mi vida contra ETA», publicado por la editorial Planeta.
Al entrar en el piso, tras ser derribada la puerta, «en un pequeño recibidor, (estaban) una pareja, hombre y mujer, con un niño de unos diez años, completamente aterrorizados». Tras iniciarse un tiroteo con los etarras, «se oyó el grito de la mujer que era retirada de allí junto a su marido y su hijo: mis niños, mis niños. Todo había ocurrido en escasos segundos. Ella estaba al principio de la escalera, donde se quedó clavada, con los brazos extendidos, ajena a los proyectiles que, con regular ángulo de tiro, procedente de aquella tercera habitación, rebotaban no muy lejos de donde se encontraba. En ese momento, la segunda puerta se abrió y quedaron perfilados en el umbral un niño y una niña, cogidos fuertemente de la mano, con los ojos abiertos, espantados. El chico tendría unos ocho años (Manuel); ella era menor. Se estremecían violentamente a cada ráfaga de disparos que, a menos de un metro, desde la siguiente puerta, una o varias personas dirigían contra nosotros. La situación no era dramática, era infernal. Aquellos dos niños petrificados en medio de un violento tiroteo que aún no había podido ser evaluado. y, al fondo, un guardia herido, que pedía auxilio y del que nos separaba una barrera de fuego infranqueable. El grito de la madre tocó el corazón de los que allí estábamos. Dos guardias enardecidos, despreciando el peligro, se lanzaron hacia los niños y los sacaron de aquel infierno con la velocidad de un relámpago. La madre, que había presenciado la escena, plantada a dos metros de la puerta, abrazó fuertemente a sus hijos. Vi su mirada, fugazmente, agradecida, y bajó con los demás a la seguridad de la calle y de un coche que los iba a recoger para trasladarlos a la Comandancia. Todos respiramos a pesar de que el intercambio de disparos era intensísimo».
La escena de la mujer que llora ante su marido abatido no responde a un atentado concreto, pero refleja la realidad de tantos otros. Por no salir del ámbito territorial en el que se desarrolla la novela, la localidad guipuzcoana de Hernani, cabe recordar el asesinato, el 6 de septiembre de 1983, de Arturo Quintanilla Salas, propietario de un bar. Subía a su coche tras salir del establecimiento de su propiedad, el bar «José Mari»; su único delito fue no haberse sometido al chantaje terrorista conocido como «impuesto revolucionario». La banda le pidió diez millones de pesetas y Arturo, como tantos otros empresarios, viajó a Francia para saber las razones por las que se le exigía a él, al dueño de un bar, una cantidad tan grande. No lo consiguió. El día del atentado viajaba con su mujer y su hija y, en el momento de arrancar el coche, se acercó otro desde el que le dispararon. Arturo fue alcanzado mortalmente, pero, milagrosamente, las mujeres salvaron la vida. El matrimonio tenía otros dos hijos. Nacido en Burgos, Arturo Quintanilla residía en Hernani desde niño. Por el atentado fue condenado José Antonio Pagola Cortajarena. Debía indemnizar a las víctimas con 12 millones de pesetas, dos más que los que exigía ETA .
Este atentado, perpetrado en un pueblo absolutamente dominado por el brazo político de la banda, que no movió un dedo en favor del burgalés asesinado ni por su familia, da idea del ambiente que se ha vivido en el País Vasco y Navarra, con una parte de la población absolutamente fanatizada y que ha producido casos de ingratitud como los que se relatan a continuación.
VER+:
DEL HÁBITO A LAS ARMAS
Los tres curas de sangre y pistola de ETA,
que nunca se arrepintieron
El capuchino ‘Igeldo’ le quitó la vida a un guardia civil jubilado hace 43 años. Ya libre, declara: “Sé que ningún cristiano puede matar, pero ese mandamiento también lo ha violado la Iglesia”. Otro benedictino fue ‘maestro’ de Josu Ternera y envió a Madrid al comando que terminó matando a Carrero Blanco.
“No tuve problemas de conciencia”, dice ‘Etxabe’, también sacerdote antes que etarra. La lista de nombres que vinculan a la Iglesia vasca con la banda terrorista es larguísima. Esa investigación no está abierta en el Vaticano, adonde acaba de llegar la de la pederastia con hábito en España
«En una lucha (la de ETA) como la nuestra no hay espacio para el remordimiento, ni el arrepentimiento… Me comprometí con el Evangelio al mismo tiempo que con una sociedad igualitaria y justa… No hay tanta diferencia… En las mismas circunstancias volvería a hacer lo mismo… Yo pedí a ETA formar parte de la organización y me aceptaron con todas las consecuencias… El jefe supremo era entonces José Miguel Beñarán Ordeñana (Argala)…».
Quien así habla en el documental de Iñaki Arteta Bajo el silencio es Fernando Arburua Iparraguirre (alias Igeldo), condenado por tres asesinatos, entre ellos, el del guardia civil retirado y enfermo de cáncer Félix de Diego Martínez.
El próximo 31 de enero se cumplirán 43 años de aquel día en el que Igeldo alcanzó con siete disparos a bocajarro el cuerpo del agente de la Benemérita mientras estaba sentado en el irrundarra bar Herrería, propiedad de su esposa, que se encontraba a su lado. En el suelo fue rematado sin miramientos, cubierto de sangre, por otro integrante del comando Txirrita, Manuel Ostolaza Alcocer, que volvió a entrar en el local al comprobar que la víctima se debatía entre la vida y la muerte.
DE HÁBITO CAPUCHINO A MATAR A TIROS
Arburua Iparraguirre compatibilizaba en aquellos años la jefatura del sangriento comando Txirrita con la titularidad, como sacerdote capuchino, de la parroquia San José Obrero, sita en el donostiarra barrio de Alza, donde sus feligreses le conocían como «el padre Fernando», ajenos a su actividad principal con la pipa. Entre 1978 y 1981, hasta su detención, Igeldo fue el terrorista más sangriento de la banda.
Cuarenta años después, tras pasar 24 años en una prisión de El Puerto de Santa María (Cádiz), el cura etarra Igeldo declara: «En nuestra lucha no hay espacio para el remordimiento…».
Fernando Arburúa había ingresado a los 11 años en el seminario de Alsasua (Navarra). A los 25 hizo profesión de votos en la orden de los capuchinos. Ya en libertad, con la pena cumplida pero sin asomo de contrición, reconoce: «Solicité en ETA el máximo compromiso… Sé que ningún cristiano puede matar, pero ese mandamiento también lo ha violado la Iglesia». Y concluye: «Seguramente hizo falta todo aquello, incluidas las casi 900 muertes de un lado y las nuestras».
En pleno periodo democrático ya, en 1981, Igeldo es detenido en su propia parroquia bajo la acusación de ser el jefe del comando Txirrita, que llevaba ya a sus espaldas tres asesinatos. Se le incautaron cinco pistolas, granadas, metralletas, explosivos y abundante munición.
Contumaz, Igeldo fue detenido de nuevo en 2015 por ser uno de los líderes del llamado frente de las cárceles. Ahora, que cumple 88 años, lejos de mostrar arrepentimiento parece estar orgulloso de su pasado. «Porque el tema moral es algo muy relativo», decía en el documental. Vive en San Sebastián.
La extensa investigación sobre los crímenes etarras [en los días en que una investigación sobre los abusos sexuales de religiosos a menores llega al Vaticano] deja aún 300 casos sin esclarecer. Resulta especialmente oscura cuando se intenta enlazar nombres y apellidos de activistas etarras con el olor de las sotanas de las pistolas.
DE FRAILE EN EL MONASTERIO A JEFE MILITAR DE ETA: ‘TXIKIA’
Ya el primer pretendido mártir etarra, venerado hasta el día de hoy, fue Francisco Javier (Txabi) Echebarrieta Ortiz, conecta la banda con las sacristías vascas. Cuando se cobró la primera víctima de ETA, el 7 de junio de 1969, en la joven vida del guardia civil de Tráfico José Antonio Pardines,
Etxebarrieta se dirigía, junto con otro miembro de la banda, Iñaki Sarasketa (cuya posterior condena a muerte en el Proceso de Burgos fue conmutada por intercesión del padre Arrupe, superior de los jesuitas), al monasterio benedictino de Lazcano, donde le esperaba el fraile Eustaquio Mendizábal Benito (Txikia).
Txikia fue un personaje peculiar. Permaneció durante 12 años en la abadía guipuzcoana, y de ella salió para convertirse en jefe militar de ETA en Guipúzcoa, previo paso de entrega del hábito.
El cambio del hisopo por la pistola le fue rentable a Txikia para medrar en su carrera como terrorista (1944-1973). Se convirtió en la mano derecha del jefe supremo militar de la banda, Juan José Etxabe, al que sustituye cuando éste se harta de sangre, pólvora y cadáveres. Mendizábal toma el relevo al frente de ETA-V en 1967.
El ex monje quiere demostrar que se ha sacudido su docena de años entre el ora et labora y exige a la banda «acción» por encima de cualquier otro predicamento teórico. Dirige manu militari una retahíla de secuestros de industriales vascos y navarros (Huerta, Zabala) con los que hace caja y más caja, sumando además atracos a sucursales bancarias por doquier.
Durante su liderazgo Txikia envía un comando a Madrid para preparar el atentado al delfín de Franco, el almirante Carrero Blanco, que se materializará en diciembre de 1973. Ese comando se llamaría Txikia en honor a su jefe, que caería fulminado por policías expertos en antiterrorismo al ser localizado al bajar del tren en Algorta (Vizcaya).
Una plaza del elitista municipio vasco fue bautizada con su nombre, decisión revocada luego por la Justicia bajo la sentencia de que hería «la dignidad de las víctimas». Se le imputan otros asesinatos directos y otros tanto producidos bajo sus órdenes.
Durante una misa celebrada en Sokoa (Francia), otro clérigo vinculado a ETA, el famoso padre Piarres Larzabal (Ascain, 1915), no invocó a Dios, sino al «héroe» abatido. «Eustaquio se nos ha ido… Soy el intérprete de los compañeros caídos del 36 y después del 36, y os pido que nos unamos para obtener la unificación y promoción de nuestro pueblo…
Yo te absuelvo». Cuando el comando etarra al mando de Txikia secuestra el cónsul alemán en San Sebastián, Eugene Beihl, en diciembre de 1970, Mendizábal lo esconde en la casa del citado cura galo… «Yo te absuelvo», pronunció antes y después Piarres Larzabal.
Uno de los subordinados preferidos del monje benedictino fue, por cierto, Josu Ternera, de misa diaria. La Audiencia Nacional acaba de abrir juicio oral contra él por el atentado contra la casa cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza, donde fueron asesinadas 11 personas, seis de ellas, niños.
Txikia no se arrepintió. Un disparo de los agentes policiales que lo cazaron lo mandó con el dios al que juró servir. El hombre que había sido formado bajo el lema benedictino pax había hecho de la guerra total su santo y guía.
EL CURA DE PUEBLO
«Fui ordenado sacerdote al final de la década de los años 50. Salí empapado de la mística sacerdotal. Cura de pueblo, se fue reforzando en mí la vivencia de servicio al mismo y la conciencia de mi responsabilidad con él como sacerdote. Paralelamente, se fue reforzando en mí el sentimiento de patriotismo, generado tanto en mi infancia como en mi juventud, sobre todo en el ambiente familiar…».
Así hablaba en euskera Jon Etxabe Garitacelaya el 3 de diciembre del 2020 en un acto en Éibar para conmemorar el medio siglo del Proceso de Burgos, en el que fue condenado por pertenencia a banda armada.
Continúa hablando en euskera: «En Éibar [donde nació en 1933], ya como sacerdote en los años 60, la influencia y repercusión de las acciones de ETA me producían contradicciones, dificultades para comprenderlo, pero también adhesiones y esperanza. Esa resaca me alcanzó de lleno… Una persona me propuso trasladar a militantes de ETA en mi coche. Acepté.
Sabía que atendiendo a la doctrina oficial de la Iglesia significaba asumir una contradicción enorme; sin embargo, pensé que no se podía negar amparo a los que actuaban a favor del pueblo, ni siquiera Dios se negaría a hacerlo. Ofrecer aquella ayuda estaba en el núcleo mismo del Evangelio. Cuando la policía me fichó, escapé.
ETA me propuso entonces convertirme en liberado. Dar el paso significaba para mí que actuar en una organización armada era algo muy distinto a la actividad sacerdotal, pero no tuve problemas de conciencia. No entré en consideraciones teológicas. No tuve problemas ni con la Iglesia ni con Dios. Acepté la organización de la propaganda y pedí ir armado. La policía se lo pensaría dos veces antes de acercarse a mí».
CÁRCEL CONCORDATARIA PARA SACERDOTES
Cuando es detenido, Etxabe pasa a la cárcel concordataria para sacerdotes de Zamora. Durante el Proceso de Burgos reafirma su fe en el pueblo vasco («Estoy seguro de que triunfaremos»), mientras reconoce su pistola entre muchas otras incautadas a la banda por la policía. Nunca fue probado que cometiera directamente delitos de sangre, pero sí que participó en la reunión donde se decidió el asesinato del inspector Melitón Manzanas, decisión tomada en un convento de los Padres Sacramentinos.
Etxabe fue condenado a 50 años de prisión y tras la sentencia pidió a la Iglesia su secularización. Hoy, con 88 años, vive en sus tierras guipuzcoanas sin que conste dolor de contrición alguno. Sus víctimas no lo acreditan.
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Ese es un hecho, como ese obispo famoso que justificaba a los asesinos con sus pastorales. Lo de la Iglesia vasca con ETA no tiene perdón de Dios.
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