domingo, 4 de diciembre de 2022

🕂 LOS MÁRTIRES DE LA VENDÉE: CONOCE A TUS MÁRTIRES 🕂



Los Mártires de la Vendée
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Conoce a tus mártires

La Revolución francesa estalla en 1789 con un clima claramente hostil hacia la Iglesia. La expropiación de los bienes de la iglesia y la exclaustración de las órdenes religiosas no tardaron en llegar. En 1790 se aprueba la Constitución Civil del Clero, condenada por Pío VI, que convierte a la iglesia francesa en una iglesia nacional y cismática, separada de Roma. El clero se divide entre juramentados, sacerdotes que juran la Constitución Civil, que pasan a ser empleados del Estado, y refractarios, los que permanecen fieles a Roma. Estos últimos son depuestos de sus cargos y las parroquias son regentadas por curas juramentados. Los que no juraban tenían la amenaza de destitución, deportación o guillotina.

Muchos sacerdotes fieles a Roma se exilian y otros se esconden para atender en la clandestinidad a las ovejas a ellos confiados. Nace una iglesia de catacumbas: un granero, un sótano, el foso de un castillo, el bosque, son lugares para celebrar la Misa y recibir los sacramentos. Fieles y sacerdotes saben que su vida está en peligro pero prefieren la muerte a renegar de Cristo y de su Iglesia.

La República avanza inexorable para borrar cualquier vestigio cristiano de la sociedad francesa. Se entroniza a la «diosa Razón» en la catedral de París, los nombres cristianos de algunas poblaciones son sustituidos por otros que no tengan nada que ver con la fe. Se prohíbe la educación religiosa en las escuelas; cambian el calendario juliano por un calendario republicano. La semana pasa a tener diez días en lugar de siete, para quitar la importancia y descanso del domingo, día del Señor. En adelante, los días no harán alusión a los santos sino a animales, plantas e instrumentos de trabajo, se suplantan las fiestas religiosas por fiestas republicanas, se profanan las iglesias, se quitan las campanas, etc.

En septiembre de 1792 comienzan las matanzas de sacerdotes, se anima a los ciudadanos a delatarlos, ofreciendo cien libras al que denuncie a uno de ellos.

En toda Francia hay movimientos contra la República pero La Vendée, región al oeste de Francia, se levanta como en una nueva cruzada, para defender los derechos de Dios. Un viejo vandeano relatará más tarde: «No hicimos nada, a pesar de nuestra indignación, mientras nos dejaron a nuestros sacerdotes e iglesias; pero cuando vimos las maldades que se cometían contra Dios, nos levantamos para defenderlo».

La fe había enraizado con profundidad en el pueblo vandeano, especialmente tras las misiones realizadas por los monfortianos. El amor a la Cruz, al Santísimo sacramento y el rosario quedaron impresos en sus corazones. Por eso, cuando la Revolución desató el odio hacia Cristo en la sociedad y en su Iglesia, el pueblo se levantó para defender lo que amaba y respetaba, dispuesto incluso al martirio. No disponían de armas, pero entre sus manos se deslizaban las cuentas del rosario y en algunos batallones se rezaba hasta tres veces al día.

Ante los cañones republicanos, estos pobres solo tenían sus bastones. ¡Frente a los fusiles, solo poseían sus hoces! No tenían uniforme militar pero sí un distintivo que les aunaba a todos: el emblema del Sagrado Corazón bordado en rojo en su pecho, en el sombrero, con las iniciales de Jesucristo Rey.

El ejército republicano aúlla con saña infernal sobre los vandeanos. Las órdenes de París son tajantes: exterminar La Vendée y hacer de ella un inmenso cementerio que sirva de escarmiento a toda Francia. Marchan hacia La Vendée las llamadas «columnas infernales», columnas del ejército republicano que hicieron honor a su nombre, llenando de horror y muerte La Vendée, masacrando a la población vandeana de forma indiscriminada. El General Westermann, conocido como el carnicero de La Vendée, cuenta así lo ocurrido, después de la batalla de Savenay en diciembre de 1793, donde fueron exterminados 6.000 prisioneros vandeanos: «siguiendo las órdenes que me dieron, aplasté a los niños bajo las patas de los caballos, masacré mujeres... No tomé ni un solo prisionero... los exterminé a todos». Trescientos mil hombres, mujeres y niños fueron víctimas del Terror. Se registraron extremos de crueldad increíbles como las perpetradas por el general Amey en Mortagne, que asó en hornos de pan a vandeanas con sus hijos, «para que no alumbren a más bandidos»; Más de veinte puestos de ahogamiento fueron creados a lo largo del Loira. Solo en Pont-au-Baux fueron lanzadas al agua y ahogadas 3.000 mujeres.

Los vandeanos se habían lanzado al combate con generosidad, ofreciéndose como sacrificio. Algunos incluso se vestían con traje de fiesta como si fueran a la boda, porque estaban seguros de que más allá de la muerte el Corazón de Jesús sería su única patria.

«Son algunos de los numerosos mártires que en tiempos de la Revolución Francesa aceptaron la muerte, porque quisieron conservar su fe y su religión con firme adhesión a la Iglesia católica y romana; sacerdotes que se negaron a prestar un juramento que consideraban cismático, y que no quisieron abandonar su cargo pastoral; laicos que permanecieron fieles a estos sacerdotes, a la Misa celebrada por ellos y a las manifestaciones de culto a María y a los santos».
«El corazón de cada familia, de cada cristiano, de cada hombre de buena voluntad, debe librarse una “Vendée interior”. ¡Todo cristiano es espiritualmente un vandeano! No dejemos que se ahogue en nosotros el don generoso y gratuito. Sepamos, como los mártires de La Vendée, extraer este don de su fuente: el Corazón de Jesús. ¡Oremos para que una poderosa y alegre Vendée interior se alce en la Iglesia y en el mundo! Amén» (Cardenal Sarah).




Cardenal Sarah:

En adelante, en el corazón de cada familia, 
de cada cristiano, de cada hombre de buena voluntad, 
debe librarse una “Vendée interior”. 
¡Todo cristiano es espiritualmente un vandeano! 
No dejemos que se ahogue en nosotros el don generoso y gratuito. Sepamos, como los mártires de la Vendée, 
extraer este don de su fuente: el Corazón de Jesús.

¡Oremos para que una poderosa y alegre Vendée interior
 se alce en la Iglesia y en el mundo!

Amen.



En relación con la guerra de la Vendée una tesis doctoral vino a cambiar el estado de la cuestión definitivamente: me refiero a la de Reynald Secher, publicada en Francia en 1986 con el título de "La Vendée-Vengé". Le génocide franco français 1. A partir de enton­ces, al menos quienes quisieran conocer la verdad más profunda de la Revolución francesa disponían de un trabajo de investiga­ción inapelable por su rigor. Ciertamente, no ha tenido -aunque haya sido bastante- toda la difusión que merecía; tanto desde el poder -político y mediático- como dentro el mundo académico se hizo lo posible por minimizarla. Y es que la corrección política de una sociedad ya gobernada por el relativismo moral no podía tolerar que aquella revolución, madre del régimen liberal tanto como de la laicidad masónica establecida de su mano, se presenta­ra con su verdadero rostro: el de un sistema totalitario que, a fin de establecer su propia religión, había tratado de erradicar el cato­licismo sobre la faz de la tierra francesa para extender después al resto del mundo su nuevo sistema de valores y creencias; comple­tamente opuestos a la fe revelada. Sin detenerse ante el genocidio, empleado, ya entonces, como un aviso de lo que podía ocurrirles a los individuos o naciones que se opusieran al designio espiritual de la hecatombe revolucionaria. Y los autores de dicho genocidio, a su vez, tampoco habrían de entretenerse en consideraciones de
tipo humano o legal -acababan de proclamar unos derechos que serían conculcados de la manera más atroz- para castigar y pre­venir a los católicos de toda la nación; hasta extremos que podrían considerarse exagerados por parte de quienes se acerquen por vez primera a aquellos sucesos.

El libro de Secher no se tradujo al español, por lo que mi editor, consciente de su importancia, me propuso darlo a cono­cer al lector de lengua española en sus principales aportaciones documentales. Así surgió "La guerra de la Vendée". Una cruzada en la Revolución 2, donde sostengo, a diferencia de Secher, que sin la menor duda dicha contienda tuvo, por parte del bando sublevado, ese carácter de cruzada por encima de cualquier otra consideración. Y esa es la tesis que se desprende precisamente de la lectura de "Una familia de bandidos", como podrá confirmar el lector que acaba de terminarla. No dudé por tanto en aceptar también la re­ciente proposición del responsable de esta nueva edición de la ya clásica obra que narra lo sucedido a la familia de Serant durante el período revolucionario en aquella región, mítica referencia del legitimismo francés. Y aquí está este epílogo, en el que hablaré de lo que vino detrás del huracán que barrió la Francia del Antiguo Régimen; en más de un sentido esa doucer de vivre que se entrevé en el comienzo de la narración había desaparecido para siempre. Esa es una de las primeras conclusiones.

Las consecuencias de la barbarie republicana incluso va­rios años después del final de la guerra eran claramente visi­bles: disminución de la población y ruina económica; ese era el legado de los gobernantes de la República, tanto de los que ya habían controlado el país años antes, durante el período de la Asamblea, como de los que vinieron después con mayor en­sañamiento: los del Comité de Salud Pública; los de aquel pe­ríodo justamente recordado como El Terror; los que firmaron la sentencia de muerte para toda aquella población que vivía en una de las regiones de su propia patria; la patria que decían defender autoproclamándose precisamente «patriotas»; como si los defensores del trono y el altar no fueran «ciudadanos» ni franceses. Como si no fueran ni siquiera humanos se les trató.
«Insectos dañinos» como calificaba Lenin a los rusos contra­ rrevolucionarios; insectos que debían ser exterminados en la "nueva Rusia". Eso ya se había visto antes; en la Francia que fue el escenario de la obra que comentamos. Aparte de tanta desolación como reflejan las cifras, resultará interesante sin duda para quienes acaben de leer estas páginas, sin conocer a fondo la materia, saber qué fue de la Vendée, qué de los des­ cendientes de aquel heroico pueblo que lo sacrificó todo a la fe que profesaba. Pues bien, tras El Terror, con el Directorio, la persecución religiosa se mantuvo, aunque en un tono menor; es decir, sin las masacres de períodos anteriores. Pero inmedia­ tamente después, con el principio del Consulado, parecía ter­ minar la pesadilla; o al menos su peor parte, -porque ya nada sería igual que antes de la galerna-: por fin en 1799 volvían los sacerdotes refractarios. Uno de los documentos que Secher incluyó en su tesis nos resume la situación anímica y material del país, en aquellos esperanzadores momentos, relatando el regreso de uno de aquellos «buenos curas» a la región; concre­tamente al Loreaux-Bottereau:

«La población entera, en traje de fiesta había acu­ dido a la carretera de Nantes [...] Todos habían querido rodear algunos instantes antes a aquel cuya ausencia había sido tan amargamente llora­da. A la vista de aquellas caras conocidas, de esta multitud que hacía retumbar el cielo de gritos de alegría, de esos niños que pedían de rodillas su ben­dición, el santo anciano [el abate Peccot, refugiado en España] olvidó los sufrimientos del exilio. La in­mensa alegría que inundaba su corazón no podía traducirse en palabras. Recibía en sus brazos a sus buenos labradores, lloraba, sonreía a su alrededor y no dejaba escapar más que estas palabras: inin tinesupas. Buenos días hijos míos, buenos días mis queridos hijos, iré a veros. (...)

El pastor no puede dominar su emoción ante los desastres y las desapariciones acumuladas por el terror: a su llegada a la calle Des Forges, las lá­grimas bañaron de golpe su rostro. Una sola mi­rada lanzada sobre todas esas ruinas acababa de revelarle la extensión de las desgracias que habían abrumado a su parroquia. Buscaba en vano a su alrededor aquella muchedumbre de jóvenes cuya cuna había bendecido o cuya unión había consa­grado, que había dejado llenos de fuerza y salud en el principio de la vida. Apenas osaba pronunciar sus nombres o pedir noticias a sufamilia. Para un gran número, desgraciadamente, la respuesta ha­bría sido la misma. La vista de su iglesia incen­diada le arrancó profundos suspiros; esos muros ennegrecidos y esas casas sin techo le anunciaban que desde hacía tiempo el fuego del hogar se había apagado y que no había, en su lugar, más que ceni­zas y lágrimas3».

Dos años después la situación mejoraba ostensiblemente: en 1801 el Primer Cónsul, Napoleón Bonaparte, firmaba un concorda­to con Pío VII, el sucesor del papa que había muerto prisionero en la Francia revolucionaria, Pío VI; el mismo que había condenado la Constitución Civil del Clero. Con el concordato se restablecían las relaciones Iglesia-Estado al tiempo que se recuperaba el calen­dario tradicional, suprimido por los que quisieron erradicar el Cristianismo para introducir a la nación en una era republicana sin Dios; sin el del Evangelio por lo menos. Pero aquello no fue más que un ejercicio de pragmatismo; Napoleón, que a través de la masonería controlaba las instituciones de lo que pronto conver­tiría en un Imperio, sabía que el trauma revolucionario no podría superarse, ni por tanto reconstruir la unidad nacional, sin restau­rar la religión mayoritaria de los franceses; al menos aparente­mente y por el momento, ya que después aspiraría a trasladar la sede de la Iglesia a París para, de ese modo, controlarla también. En 1809 llegaría a invadir los Estados Pontificios, convirtiéndolos en un nuevo departamento francés -el del Tíber-, mientras que el propio papa era llevado a Francia como prisionero, al igual que su antecesor. Ese fue uno de los mayores errores del corso: des­velar ante los franceses su propio juego. Por eso, además de otras obvias razones, la Restauración fue recibida en la Vendée con el mayor entusiasmo; otro de los testimonios recogidos por Secher lo refleja:

«{...} el día de Pascua, a las ocho de la mañana, está­bamos desayunando cuando el señor de Mauvillain acudió corriendo a casa gritando: "¡Viva el Rey! El Emperador ha sido destronado, Luis XVIII es pro­clamado rey de Francia". Cómo expresar el asom­bro, la alegría, la felicidad de nuestros padres que no se esperaban en absoluto un acontecimiento semejante. ¡Francia era liberada de su tirano! ¡Sus hijos, sus queridos niños estaban salvados! El entusiasmo de la población llegaba al colmo. Nunca olvidaré con qué arranque de felicidad se cantó el "Dómine, salvum fac Regem", por primera vez en la iglesia4».

Habían pasado más de veinte años desde la primera rebelión vandeana; la nación se había convertido en cabeza de un imperio que controló la mayoría de las naciones europeas, y la religión, en parte, se había restaurado, a pesar del golpe asestado a los cató­licos en 1809, y los sentimientos de los vandeanos seguían siendo los mismos; por eso exultaban de alegría ante el regreso del Conde de Provenza -hermano del Rey guillotinado y tío de Luis XVII, el niño prisionero del Temple por el que se luchó en la Vendée­ convertido en Rey de Francia, mientras que Pío VII, libre de su cautiverio de años, podía regresar a Roma y volvía a gobernar sus Estados, al tiempo que restauraba la Compañía de Jesús disuelta, medio siglo antes, mediante una conspiración de ministros euro­peos tan "ilustrados" y regalistas como impíos. Parecía cerrarse un ciclo infernal con el establecimiento, en el Congreso de Viena, de unos principios que deberían alumbrar una nueva etapa histó­rica, superadora del caos de los últimos años: era la Restauración.

Pero en 1830 otra revolución liberal terminaba con la mo­narquía restaurada; al tiempo que la Virgen revelaba en la calle Du Bac de París a una joven religiosa -Santa Catalina Labouré-­ que tiempos detribulación se acercaban nuevamente para Francia y para la Iglesia; en realidad no le hablaba solamente de sucesos puntuales sino de todo un siglo de persecuciones religiosas más o menos visibles, según los instrumentos y la violencia utilizados. Dos años después, en 1832, la impulsiva Duquesa de Berry5, madre del último Borbón de la rama primogénita, acudiría, no por casua­lidad, a la Vendée esperando que volviera a levantarse a favor de la legitimidad. Pero no lo logró, y su aventura acabó como un tris­te vodevil. Acaso su imprevista llegada a Sainte-Croix fue dema­siado precipitada; o los vandeanos no apreciaran claramente las amenazas que a la larga representaba el gobierno de Luis Felipe; a pesar de ser hijo de aquel Duque de Orleans que votó por la muerte de su primo el Rey, además de haber gobernado el Gran Oriente de Francia. No les faltaban motivos de desconfianza hacia la rama menor de los Borbones, pero la situación, desde luego, no era la de 1793. Los tiempos de las persecuciones sangrientas y el genoci­dio dirigido contra los católicos habían pasado. Salvo momentos bien visibles como fue la Comuna, en 1870, cuando el Arzobispo de París, monseñor Darboy fue asesinado, las técnicas utilizadas por los enemigos de la Iglesia serían más "inteligentes" y sutiles. Quizá fueran ya más plenamente conscientes de que «la sangre de los mártires es semilla de cristianos»6, en todo tiempo y lugar. Por eso, entre otros motivos, el desmantelamiento del Catolicismo se vestiría con el disfraz de «libertad, igualdad Y fraternidad», y durante la III República el asalto dirigido contra la Fe por masones como Ferry o Gambetta, resultaría mucho más eficaz y duradero. Tanto que aún hoy se considera su corrosiva labor una gran aportación a la República. Empezando por la enseñanza como es ha­bitual; tal como denunciara lúcidamente León XIII en Humanum Genus, su gran encíclica condenando la masonería por aquellas mismas fechas (1884). Lo mismo que denunciaría su sucesor San Pío X, en 1906, en otra encíclica histórica, Vehementer Nos, dirigi­ da a los franceses, cuando ya la separación de la Iglesia y del Es­tado -por no llamarlo proscripción de la primera- era un hecho en Francia. Y señalaba también a la masonería como responsable de aquel proyecto:

«Ustedes conocen el objetivo de las sectas impías que ponen sus cabezas bajo su yugo, porque ellos mismos han proclamado con cínica valentía que están deci­didos a "descatolizar" a Francia. Quieren extirpar de sus corazones el último vestigio de la fe que cubrió a sus padres con gloria, que hizo a su país grande y próspero entre las naciones, que lo sostiene en sus pruebas, que trae tranquilidad y paz a sus hogares y que abre el camino a la felicidad eterna7».

Ya en 1880, Jules Ferry8, desde su ministerio de Instrucción Pública, que él mismo llamó "de las almas", asestaba dos mazazos a la Iglesia como recogí en mi libro sobre la masonería, citando la publicación de Antonio Martín Puerta relativa a este período: «El primero disolvió la Compañía de Jesús, dándole tres meses para dispersarse; el segundo otorga otros tres meses a las demás con­gregaciones bajo amenaza de disolución, para solicitar ser autori­zadas. Ya presidente del Gobierno desde 23 de septiembre de 1880, entre el 16 de octubre y el 9 de noviembre se hace cerrar a 261 con­ventos y se expulsa a cerca de 6.000 religiosos»9. Pero la ley decisi­va vendría en 1882, prohibiendo a los religiosos, sin excepciones, entrar en las aulas; tampoco podrían ya dirigir o supervisar las escuelas primarias, públicas o privadas. No; aquella legislación no tuvo nada de neutral; era tan violentamente anticlerical que logró ahondar la brecha que separaba a las dos Francias: las que estaban a favor o en contra de una laicidad impuesta desde el po­der como un objetivo prioritario siempre que la masonería tenía el gobierno en sus manos o podía condicionar sus políticas. Igual que sucedería después y ocurre actualmente. Aunque siempre, desde 1880, lo hayan presentado como una garantía de las liberta­des republicanas, cuyo eje central era, aparentemente, la separa­ ción Iglesia-Estado. Algo supuestamente neutral que ocultaba, en realidad, otros propósitos.

Ese divorcio, convenientemente utilizado, se ha mantenido de manera inflexible desde 1880, pero no puede negarse que antes se había producido en Francia una revitalización del Catolicismo, después de la devastación revolucionaria. Sin hogueras, "colum­nas infernales" o "deportaciones verticales", los dirigentes de la Tercera República buscaban imponer un régimen tan contrario a la Iglesia como el diseñado por los de la Primera, aunque no cam­biaran ya el calendario ni la era; sus gobernantes se habían pro­puesto, ante todo, neutralizar esa pujanza católica que se apreciaba en el viejo solar de «La hija mayor de la Iglesia». Y eran conscientes de que debía obrarse de manera muy distinta a la empleada por el Comité de Salud Pública. Todo mucho más "discreto". Y esa es­ trategia, al servicio del mismo designio laicista, ha perdurado: el todavía presidente Hollande, en febrero de 2017, visitaba la sede del Gran Oriente de Francia para reconocer la deuda que, según él, la Francia "laica" -la oficial- tiene con la masonería, llegan­do a decir: «Si se cree, como es mi caso, en la República, en al­ gún momento hay que pasar por la masonería», e identificaba la ideología masónica con la constitución republicana 10. Años antes su ministro de Educación, Vincent Peillon, desde el estrado del templo Groussier del mismo Gran Oriente, proclamaba: «Quere­mos refundar la República. ¡Y queremos refundarla desde la es­cuela!»11. Claro que en su libro "La Revolución no ha terminado" 12, el ministro Peillon iba más lejos, concretando más cuando afirmaba: «La laicidad puede considerarse como la famosa religión de la República buscada después de la Revolución».

Éste es actualmente el estado de la cuestión. Así que, desde nuestra perspectiva histórica, podría considerarse fallida en to­dos los aspectos la rebelión vandeana; pero sería muy precipitado hacerlo así: el ejemplo de aquellos héroes mayoritariamente des­conocidos, resplandece para los católicos como el de tantos otros que a través de los siglos han antepuesto su Fe a cualquier otra cosa. Como ha escrito el profesor de Historia de la Iglesia Enrique de la Lama, refiriéndose a la Vendée: «... Merecía la pena difundir estos contenidos que nos hablan de héroes cristianos anónimos, pero que miraron a la muerte sin temor. Por amor a la Virgen y a Cristo, como los testigos de todos los tiempos» 13. Aparte de que el valor de su oración de intercesión por la Iglesia ante el Padre Eter­ no es imposible conocerlo en este mundo. La narradora de "Una familia de bandidos" dice en una de sus páginas: «Mi único objeto al emprender este trabajo fue daros a conocer mejor vuestra fa­milia y los beneficios de que Dios la ha colmado, beneficios amar­gos, sin duda, pero preciosos a la vez». 
Esa es la perspectiva que el lector no debe perder para comprender el comportamiento de los protagonistas de esta historia. Es doctrina de la Iglesia que en ocasiones resulta moralmente imposible esquivar el martirio, san Juan Pablo II dijo al respecto: «... puede ser lícito, loable e incluso obligatorio dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor al prójimo o para dar testimonio de la verdad» 14. Los vandeanos, buenos cono­cedores del Evangelio, estaban avisados antes de levantarse con­tra los enemigos de Cristo: «...Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; el que persevere hasta el final se salvará» 15, leemos en la festividad de san Esteban, protomártir del Cristianismo.
Alberto Bárcena
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1 Ed. PUF,París, 1986; Perrin, 2006.
2 Ed. San Román, Madrid, 2016.
3 Reynald Secher, o. c., pp. 302-303, en Alberto Bárcena, o. c., pp.243-244.
4 Reynald Secher, o. c.. p. 304, en Alberto Bárcena, o. c., p. 244.
María Carolina de Borbón Dos Sicilias, princesa de Nápoles, había casado en 1816 con Carlos femandode Borbón, Duque de Berry, hijo de Carlos X, último rey de la Casa de Borbón que reinó en Francia. El Duque murió asesinado en 1820, antes de que su padre accediera al trono, y siete meses después María Carolina daba a luz al Conde de Chambord; para los legitimistas Enrique V de Francia. Su fallido intento de sublevar la Vendée terminó con la detención de la princesa, que, vuelta acasar, murió en Austria en 1670.
6 Tertuliano (C.155·2Z5 d.C.)
7 San Pío X, Vehementer Nos, 16.
8 Iniciado en 1875 en la logia parisina Clemente Amistad.
9 Antonio Martín Puerta, "Antecedentes históricos de Educación para la Ciudadanía", Aportes 75. XXVI, (1/2011), p. 26, en Alberto Bárcena,Iglesia y Masonería. Las dos ciudades, p. 168.
10 Carmelo López·Arias/Religión en Libertad, 27 de febrero de 2017
11 Carmelo López·Ar ias/Religión en Libertad, 9 de diciembre de 2012
12 La Révolution framaise n'estpas terminée, Ed. Seuil, 2008.
13  Enrique de la Lama, reseña de "la guerra de la Vendée. Una cruzada en la Revolución", de Alberto Bárcena, Anuario de Historia de la Iglesia. Revista del Instituto de Historia de la Iglesia, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, Vol. 26/2017, p. 594.
14 San Juan Pablo II, Veritatís Splendor, 50.
15 Mt 10,17-22.



NUESTRA SEÑORA DE LA MEDALLA MILAGROSA

ORACIÓN

Santísima Virgen María, que habéis sido concebida sin pecado, os elijo hoy por Señora y Dueña de esta casa, y os pido por vuestra Inmaculada Concepción os dignéis preservarla de la peste, del fuego, del agua, del rayo, de los terremotos, de los ladrones, de los impíos, de los bombardeos, de los peligros de la guerra.

Bendecid y proteged a las personas que habitan, y vivirán en ella, y concededles la gracia de evitar el pecado y todas las demás desgracias y accidente.

¡Oh María concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a vos!

Las casas donde esta Oración ha sido expuesta delante de una imagen de la Virgen María durante las guerras de las Vendee (Francia) han sido preservadas.


VER+:


La película narra, a través de la figura del jefe militar Charette, las masacres que padecieron los católicos y monárquicos que se rebelaron contra el terror revolucionario.
«Vencer o morir»: la épica de Charette, 
el héroe de la Vendée, conmueve a los propios actores



La Vendée. El lado más tenebroso de la revolución francesa | Jorge Manuel Rodríguez

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