LA MÁSCARA MORAL
Así ha titulado Edu Galán su más reciente obra, publicada por la editorial Debate, en la que disecciona un fenómeno que amenaza con esterilizar por completo a las sociedades contemporáneas. El derrumbe de la moral compartida que antaño vertebraba y cohesionaba a las sociedades propició un individualismo euforizante, un espejismo de autosuficiencia personal que las llamadas ‘nuevas tecnologías’ no han hecho sino agigantar. Y, en volandas de estas ‘nuevas tecnologías’, potenciada por las redes sociales, se ha impuesto una nueva forma de impostura o ‘postureo’ moral que desborda y deja chiquita la hipocresía de antaño (que no era más que el homenaje que el vicio rendía a la virtud), que se traduce en un exhibicionismo furioso de presuntas cualidades personales que implican la crítica de otros comportamientos que no se adaptan a ellas. De este modo, las redes sociales se convierten en herramientas para el control moral de las personas, a quienes se celebra cuando su conducta se adapta a los ‘valores’ impuestos desde Silicon Valley y se execra cuando osan apartarse de ellos.
Pero el embrujo tecnológico hace creer a estas personas alienadas que son ‘protagonistas’ de su vida, que sus automatismos morales son valiosas elecciones personales, cuando en realidad no hacen sino reproducir estereotipos y códigos gregarios de conducta impuestos globalmente. Así, el mundo se convierte –en palabras de Galán– en un «teatro con miles de máscaras donde todos los personajes quieren ser los protagonistas»; y para obtener el aplauso del público, todo estará permitido, desde airear nuestras intimidades hasta señalar al réprobo, en un remolino de ansiedad emotivista que, a la vez que nos hace sentir ‘buenos’, nos obliga a mimetizarnos con la impostura moral reinante, en una pantomima agotadora: pues por un lado nos empuja al autoritarismo y la simplificación, nos instala en el prejuicio y la superioridad moral; pero por otro lado nos llena de miedos y vergüenzas (puesto que íntimamente sabemos que estamos representando una mascarada) que acaban estallando, tarde o temprano. Puesto que nunca estamos a la altura del papel que representamos, acabamos quebrándonos interiormente, o recurriendo a las autojustificaciones más peregrinas para no ser señalados, como antes hemos hecho nosotros con otros cuya debilidad no hemos perdonado.
"Me molesta mucho que se castre la libertad de los humoristas"
Edu Galán nos propone diversos ejemplos de esta impostura moral que han adquirido carta de naturaleza. Así, por ejemplo, el amor desmedido a las mascotas, que en España ha alcanzado proporciones por completo desquiciadas (hasta un cuarenta por ciento de los españoles consideran que los animales merecen la máxima consideración moral, que ellos mismos son sujetos morales) y en algunos activistas se adentra en los «mágicos vericuetos del animismo», considerando incluso que en los animales existe sociedad política, biografía, personalidad o razonamiento complejo. También la consideración de la obra artística como un artefacto didáctico que reivindique causas en boga (el transgenerismo, la religión climática, etcétera), de tal modo que, al adherirnos a sus reivindicaciones, lleguemos a sentirnos coautores o coproductores del bodrio en cuestión. Huelga decir que en esta impostura moral el humor –y no digamos la sátira– resulta por completo inconcebible. Y, puesto que la vida se ha convertido en una competición individual por exhibir moralidad, se exige la deshumanización de quienes no comparten mis valores, que ipso facto se convierten en diana de las más crueles persecuciones. Así surge la moda de la ‘cancelación’, que condena al ostracismo a aquellas personas que se atreven a contravenir el postureo moral: no se trata de una crítica legítima, sino de destruir la carrera profesional y la vida personal del ‘cancelado’, a quien se etiqueta y demoniza, para que las personas que hasta entonces han trabajado con él sientan vergüenza de contratarlo, sientan como una obligación expulsarlo a un arrabal de descrédito y humillación del que le resulte por completo imposible salir.
En su ameno y clarividente ensayo, Edu Galán se centra en el análisis sociológico; aunque aquí y allá se apuntan algunas reflexiones filosóficas y se desliza la genealogía de este mal que está esterilizando por completo a nuestras sociedades. Un mal que tiene un cuño inequívocamente protestante, ligado en sus orígenes al ‘libre examen’, que proclama la suficiencia absoluta de la voluntad humana para erigirse en árbitro de su vida moral. Y ese árbitro acaba siempre desligándose de un orden moral objetivo, para ligarse emotivamente a principios que cree salidos de su caletre y que en realidad están dictados desde Silicon Valley.
La máscara moral
Por qué la impostura
se ha convertido en un
valor de mercado
La impostura moral define nuestra época. No pasa un segundo sin que veamos en nuestras pantallas a alguien (un político, un periodista, un influencer, un ser anónimo) exhibiendo sus cualidades personales o criticando las de otros. Y para ello vale cualquier artimaña: su propio cuerpo, su alimentación, sus causas benéficas, sus mascotas, sus hijos o sus mayores.
La máscara moral. Por qué la impostura se ha convertido en un valor de mercado trata de explicar cómo el neoliberalismo y la masificación de las nuevas tecnologías han redefinido nuestra forma de relacionarnos basándose en el control moral del otro, han esterilizado nuestra cultura y han trastocado la función evolutiva de la moral: desde la cohesión grupal hasta la actual exhibición individualista e hipócrita en un teatro con miles de máscaras donde todos los personajes quieren ser el protagonista.
La crítica ha dicho:
«Nos propone un ensayo serio y sociológico sobre el uso de la palabra "moral" y la prostitución de su actual empleo mercantil. Podría decirse que es éste un manual de auto ayuda para distinguir y protegerse de los ataques morales, ya que son insidiosos, traidores e hipócritas». Félix de Azúa, The Objective
Sobre El síndrome Woody Allen se dijo:
«Un libro de extraordinaria profundidad, inteligencia y valentía». Arturo Pérez-Reverte
«Un ensayo demoledor que tumba en el diván a una cultura desquiciada de sentimentalismo y victimismo». Sergio del Molino
«Una historia impresionante y un ensayo completísimo e incómodo que se lee sin respiro. Crónica y reflexión. De todos los Edu Galán que conozco, este es el mejor». Manuel Jabois
«Agudo y provocador. De cómo, queriendo ser buenas personas, nos hemos convertido en cazadores de brujas en Twitter». Santiago Roncagliolo
«Lucidísimo análisis del momento que nos ha tocado vivir. Imprescindible, no importa si te interesa el caso o no. Encima es divertido y absorbente. La única pega que le puedo encontrar es que el autor sea Edu Galán, pero es por buscarle un ángulo malo». Berto Romero
«Un ensayo demoledor». Raúl del Pozo, El Mundo
Prólogo
El comercio de la moral
Me recuerdo en 2012, plena resaca del 15M, de paseo por el barrio de Lavapiés de Madrid. Se sabe que en casi toda la memoria que uno puede tener de Madrid brilla el sol. Brillaba el sol, obligado, aunque fuese de noche. Pienso en aquel Lavapiés mezclándolo con el de ahora: un barrio de migrantes, con paredes permanentemente empapeladas, calles estrechas y edificios del siglo XX, la iglesia patólica de Leo Bassi, el Barbieri, el Teatro del Barrio, un supermercado abierto veinticuatro horas, la calle Argumosa —abrumada de terrazas—, la sala Mirador, las tiendas de los paquistaníes, el teatro Valle-Inclán, el restaurante indio donde José Luis Cuerda pidió «algo que no picase», el bar Portomarín, y eso. Entre miles de estímulos, entre toda la ebullición de entonces, estaba eso. Eso, quizá lo único importante que me ocurrió ese día, era una fotocopia de color rosa, en A4, pegada en una farola y con la parte inferior recortada como si fuese un bigote de morsa. En los pelos celulósicos de ese mostacho, un número de teléfono —sí, igual que en los miles de anuncios callejeros de «Clases de inglés», «Me ofrezco para trabajar» o «Veo el futuro y tú no»—. Destacado, en su zona superior, leí «APRENDE A BAILAR TANGO ANTIFASCISTA». Tipografía: una letra algo parecida a la Comic Sans. Debajo, un pequeño «Si te apetece, llama al XXXXXX893». Y en la última línea, a modo de certificación académica, «Rosa XXXXX, titulada en tango por la escuela XXX de Buenos Aires».
Quedé noqueado por la conjunción de términos y por la audacia de la tal Rosa al solo presentarse como experta en tango, ya que aún no se expiden certificados de experto en antifascismo. Sobre todo me sorprendió el modelo de venta de unas clases de danza a través de una moral determinada. Como si la motivación de la transacción radicase no en aprender tango, una habilidad que puedes adquirir en cualquier cuartucho de Rosario, sino en aprender a moverte de un modo antifascista, reservado a unos pocos. No entendí qué tenía que ver el tango —un tipo de baile prefascista, nacido en el siglo XIX— con la lucha antifascista, salvo para descansar de la segunda mediante el primero.
Rememorada una década después, tantas cosas atrás, hoy aquella fotocopia no me hubiese llamado la atención.
En el momento que escribo estas líneas la venta de uno mismo o de su mercancía apoyado en su moral se ha convertido en algo habitual. Hace unos días, el (entonces) ministro de Consumo del (entonces) Gobierno de izquierda, Alberto Garzón, hizo una crítica a las macrogranjas en un digital inglés, The Guardian. Una de las respuestas más celebradas por las dos Españas —una para criticarla, otra para llamar «progres catetos» a la anterior— se condensó en un vídeo colgado por un tuitero con el siguiente texto: «Esto se lo dedico con mucho cariño al ministro Garzón». Al inicio de la grabación —con un millón de reproducciones— un niño de unos seis años —disculpadme, solo sé adivinar la edad de los niños si los corto por la mitad, como los árboles— entraba en plano por nuestra derecha y, como un simiecito controlado por sus padres, izaba una bandera de España con un complejísimo mecanismo: una cuerda y un mástil. Al elevarse, situado estratégicamente debajo de esa enorme enseña, aparecía... ¡un jamón! Y en ese instante llegaban los fotogramas más escalofriantes: la cámara se deslizaba hacia aún mayor derecha, y allí estaban. Allí estaban otros miembros de la familia del imberbe, colocados en posición de saludo militar, niños delante —vestidos de internado suizo— y adultos detrás —vestidos de supervivientes de internado suizo—, firmes como vara de maestro mientras sonaba a todo trapo —perdonad la reiteración— el himno de España.
¿Cuándo los valores morales de estas personas —y su grupo social— se asociaron tan fuertemente a la bandera? ¿Cuándo se facilitó su exhibición hasta niveles impúdicos? Y, lo más importante, ¿cuándo lo anterior se asoció al consumo de jamón? ¿Qué proceso hemos vivido para que la pata de un cerdo se convierta en el reflejo de una moral ante la cual infantes y mayores deben cuadrarse con tal de oponerse a otra moral que baila tango antifascista?
Para comenzar he escogido, pensaréis, dos ejemplos extremos, pero es objetivo de este libro (de)mostrar cómo y por qué el comercio de la moral —es decir, su manufactura, su exhibición y el posterior refuerzo social o dinerario— va mucho más allá de estas anécdotas y emponzoña nuestras relaciones personales. A lo largo de un recorrido por diversos campos, este ensayo tratará de evidenciar que vivimos bombardeados por la ostentación moral —unas veces, lluvia fina, y otras, chuzos de punta— y que el influencer —junto con el emprendedor, la figura que resume nuestro tiempo, aspiración laboral de millones y millones de personas en nuestro mundo— vive instalado en su comercio. Como advertía el cómico político Bill Maher a las generaciones más jóvenes —esas que le llaman «señoro» o «boomer» por haber nacido en los cincuenta— en un segmento titulado con acierto «Ok, zoomer», sus principales referentes no mejoran en lo moral a los que idolatraba su quinta durante el descoque pop y reaganista de los ochenta norteamericanos. Razonaba Maher: a finales de 2021 los catorce millones de seguidores de Greta Thunberg en Instagram son una nimiedad al lado de los doscientos setenta y siete millones de la influencer Kim Kardashian. No bastan para sentirse superiores.
Residimos en una época que traslada cualquier detalle al plano moral. El agua mineral ya no sirve para beber: no solo te hidrata, sino que su ingesta se puede correlacionar con una buena conducta si viene embotellada en cartón en lugar de plástico. Los maratones y las carreras por el cáncer se han multiplicado: tu esfuerzo individual no solo te vale a ti, ayuda a los enfermos a través de la visibilización y la donación. Gracias a un anuncio protagonizado —sorpresa— por la influencer Kendall Jenner —y que posteriormente la compañía retiró ante las protestas—, atiborrarte de Pepsi se puede asociar al movimiento #BlackLivesMatter. En el vídeo la susodicha famosa emerge de una protesta con una lata de Pepsi en la mano hacia una fila de policías muy serios y muy blancos. Una mujer con velo le toma fotos. Parsimoniosa, Jenner entrega la bebida a un agente y, de pronto, este cambia su gesto adusto. Bebe del refresco: es decir, el madero sorbe de la moral de Jenner y de Pepsi, ya parásito del #BlackLivesMatter, mientras los actores manifestantes lo celebran con gran —y mal pagada, pues son extras— alegría. En uno de los últimos planos el policía vuelve la cabeza, sonríe cómplice a un compañero y vocaliza: «Wow». Wow. Entona «Wow», una expresión muy estadounidense y de aires perrunos, uno no sabe si por chupar Pepsi o por chupar algo —aunque solo sea la moral— de Jenner.
PRESENTACIÓN DEL LIBRO
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