sábado, 15 de octubre de 2022

👉 LIBRO "LA BATALLA CULTURAL": REFLEXIONES CRÍTICAS PARA UNA NUEVA DERECHA por AGUSTÍN LAJE 👈


AGUSTÍN LAJE 
Reflexiones críticas para una nueva derecha
El progresismo globalista desarrolla su agenda por vía de la cultura: modifica nuestro lenguaje, ridiculiza nuestras costumbres, niega nuestros valores, pisotea nuestras tradiciones. Este libro llama a confrontarlos en una batalla cultural sin precedentes.
La cultura ha dejado de ocupar el lugar secundario que antaño se le adjudicaba. Reflejo, epifenómeno, superestructura o mero condimento determinado por otras esferas sociales: la cultura estuvo condenada durante mucho tiempo a la marginalidad respecto de lo político y lo económico. Pero hoy esto ha dejado de ser así. La cultura se ha vuelto estructural. Se confunde con lo económico, penetra por completo lo político: la cultura atraviesa el corazón mismo del poder.

Agustín Laje, escritor, politólogo, intelectual y conferencista, presenta en este trabajo seis capítulos sobre la historia política de la cultura. A lo largo del libro, dialoga con los más reconocidos sociólogos, filósofos, politólogos, antropólogos e historiadores, posicionándose a la altura de los grandes intelectuales. El interés de Laje estriba en desvelar de qué manera la cultura, en el mundo moderno y, sobre todo, en nuestra fase posmoderna, se convierte en materia política. Esto mismo es lo que se denomina “batalla cultural”: una confrontación de carácter político cuyo fin es la influencia sobre los elementos de una cultura a través de los dispositivos y las instituciones culturales.
Pero a Laje no lo mueve únicamente un interés de carácter académico. Desde la primera página, el autor hace explícita su intencionalidad política: brindar herramientas teóricas para lo que denomina “Nueva Derecha”. Frente a la Nueva Izquierda, el progresismo y el globalismo, Laje propone esforzarse por construir nuevas derechas organizadas a través del concepto de “batalla cultural”.
Libertarios no progresistas, patriotas no estatalistas, conservadores y tradicionalistas no inmovilistas: con esta fórmula, Laje explora las posibilidades para una articulación hegemónica capaz de dar lugar a una nueva identidad política superadora: una Nueva Derecha.
«El más reciente libro de Laje es un texto importante en defensa de miles de años de valores y tradiciones que compartimos a lo largo del Occidente».

Ben Shapiro.
INTRODUCCIÓN

Desde hace bastante tiempo, la cultura parece ser un tema de las izquierdas. En ellas resuenan nombres como Antonio Gramsci, y destacan escuelas como la de Fráncfort. En ella se escruta la microfísica del poder con Michel Foucault a la cabeza, y se impulsan estrategias hegemónicas con los favores teóricos de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. En ellas se habla de revoluciones culturales, de deconstrucción, de «políticas identitarias», de «interseccionalidad», de sexo, de género, de raza, de etnias, de opresores y oprimidos, cada vez más definidos por la cultura en detrimento de la centralidad que alguna vez tuvo la economía en el discurso marxista. Porque la cultura, desde ya hace varias décadas, es sin duda el campo de los antagonismos políticos favoritos de las izquierdas hegemónicas. 

Desde hace mucho menos tiempo, sin embargo, la cultura empieza a ingresar en el discurso de las derechas. Concretamente, la noción de «batalla cultural» está hoy en boca de libertarios antiprogresistas, conservadores, tradicionalistas y patriotas. Todos ellos hablan hoy de «batalla cultural». Pero, hasta el presente, nadie ha especificado muy bien qué quiere decir semejante término. Sin esta precisión teórica, es difícil que eso signifique algo realmente importante en la práctica. 

Este libro constituye un esfuerzo por encarar esa tarea. Lo que pretendo, en resumen, es ofrecer una teoría sobre la batalla cultural, y mostrar por qué la cultura se ha vuelto central para la política. Si bien el estilo de mi trabajo es académico, y la honestidad intelectual es su guía, mis posiciones y mi compromiso político son explícitos desde la primera página. En efecto, mi interés teórico no está al servicio de la mera teoría, sino de una práctica política que sirva a las derechas en general, y a lo que al final de este estudio llamo «Nueva Derecha» en particular. 
Podría decirse, pues, que tras los esfuerzos académicos que insumió este libro subyace una ilusión cabalmente política. Así pues, el libro se divide en seis capítulos. 

En el primero discuto distintas acepciones de la palabra «cultura» y pienso con ellas el sentido de algo llamado «batalla cultural». Allí defino, entre otras cosas, las características de toda batalla cultural que habrán de considerarse para el resto del estudio. 

En el segundo capítulo abordo los componentes políticos, económicos y culturales de la modernidad, buscando distinguirla de contextos premodernos. Según entiendo, las batallas culturales solo tienen sentido en marcos modernos por razones que allí explico, y por eso resulta imprescindible explicitar algunas de sus características fundamentales. 

En el tercer capítulo conecto directamente la batalla cultural con el contexto de la modernidad, explorando asuntos bien concretos, tales como la emergencia de las ideologías, la ingeniería social, el declive de los lazos tradicionales, el rol de los intelectuales, la sociedad de masas, la democratización del sistema político y los medios de comunicación masiva. 

En el cuarto capítulo me sumerjo en la modernidad tardía, o lo que se ha llamado también «posmodernidad», tratando de comprender sus determinantes económicas. Así pues, exploro el paso del sistema industrial al posindustrial, el paso de la sociedad de masas a la sociedad del consumo, el posfordismo y las industrias culturales, y la irrupción de la economía digital. El foco está puesto en cómo interactúa todo esto con la cultura, y de qué manera esta última va recubriéndolo todo en este contexto histórico. 

En el quinto capítulo busco las características tecnológicas, mediáticas y políticas de la modernidad tardía o «posmodernidad». En concreto, analizo cómo las tecnologías de la información, la inteligencia artificial y las biotecnologías impactan sobre realidades saturadas de cultura, en las que se resuelven nuestras vidas y nuestros procesos políticos, que cada vez son menos nuestros. Además de la digitalización de lo individual, lo social y lo político y el consiguiente refinamiento del poder, este contexto ve surgir el globalismo como orden político que va trasladando la soberanía de las naciones a entidades supranacionales. Las batallas culturales, en este mundo, se muestran más necesarias que nunca. 

Finalmente, en el sexto y último capítulo, ingreso en la espinosa díada izquierda/derecha. Allí trataré de fijar su sentido, discutiendo distintas propuestas que se han ido esgrimiendo, y ofreciendo una propia. Además, defenderé que la díada no ha perdido vigencia, sino más bien todo lo contrario: ha mostrado de qué manera es capaz de actualizar sus contenidos a los más variados contextos históricos. 

En la actualidad, y desde 1968, el grueso de la díada se va definiendo en torno a la cultura. Por eso explico cuáles fueron los acontecimientos que estuvieron en la base de este desplazamiento, y cuáles fueron algunas de las más importantes teorías de las izquierdas que abrazaron la cultura como centro del conflicto político. Las derechas, por su parte, y al revés que las izquierdas, no elaboraron estrategias políticas en torno a batallas culturales, y eso me lleva a determinar algunos de los motivos de esta defección. 

Cierro el libro proponiendo una articulación entre distintas corrientes de derechas que pongan en el centro de un nuevo «nosotros» político sus batallas culturales, en lo que llamo «Nueva Derecha». 

Espero que este libro sirva a todos esos «guerrilleros culturales» que, por ahora dispersos y fragmentados, llevan con valentía sus batallas culturales. Espero que en algún momento podamos conformar algo más grande que nuestras meras células políticamente incorrectas.

CAPÍTULO 1

APROXIMACIONES CONCEPTUALES

I. TRES ACEPCIONES DE «CULTURA»

Cultura: palabra usada y re-usada, instrumentalizada y violentada, infinitamente repetida en este o en aquel contexto, con este o con aquel propósito, para decir esto o aquello. Palabra versátil, polisémica, de múltiples acepciones, manoseada por doquier, adaptable a las necesidades de un sinfín de caprichos. 
Palabra comodín, palabra talismán, palabra que configura la respuesta a todas las preguntas que se han formulado, y a las que no, también. 
Palabra fácil, palabra tendencia, palabra de moda actualmente en boca de todos, pues maravilla con sus revelaciones sobre nosotros mismos, sobre una conciencia vuelta sobre sí misma, que reconoce su absoluta contingencia en el movimiento de no reconocerse más que como pura «cultura», como mera «construcción cultural», como artificio resultante de la «artificialidad» constitutiva del hombre. Pero este es, en todo caso, un punto de llegada: lo que puede verse al final de un túnel cuyo origen podría rastrearse, al menos, hasta el proyecto de la Ilustración, al que se le debe en gran medida la idea de la cultura como proyecto. 

De aquí en adelante, el significante «cultura» fue extendiendo su significación, su campo semántico, y así dio lugar a la emergencia de diversas acepciones, en muchos casos contradictorias las unas con las otras. Que hoy sea posible decir tantas cosas tan distintas con la misma palabra «cultura» es una consecuencia del estiramiento incesante de su significación. La palabra cultura fue popularizada a partir del siglo XVIII como una propiedad de espíritus humanos elevados. En concreto, hacía referencia al depósito de conocimientos, gustos refinados y hábitos deseables que los hombres deberían esforzarse por adquirir, pero que no todos adquirían. Llegar a «ser culto» era el resultado de un proceso educativo signado por las enciclopedias, la filosofía, las ciencias, las obras de arte y la buena música. Así, no todo hombre tenía cultura. 

La cultura, en tanto que posesión que se fundía con el espíritu humano, realizando al hombre qua hombre, era el premio de aquellos que habían dedicado tiempo y esfuerzo a cultivarse. Y es que la cultura era al espíritu lo que la agricultura es a la tierra. Así lo sugiere su etimología: colere, del latín, significa «cultivar» y «dedicarse con esmero». De la misma manera como la tierra ha de ser laboriosamente cultivada —con esmero— para que dé su fruto, el hombre ha de cultivar su conocimiento, sus intereses, su gusto, su cuerpo y su espíritu para llevar adelante una vida enriquecida y plenamente humana. En La metafísica de las costumbres, Kant hace saber con claridad qué es la cultura para un ilustrado como él: 

«El cultivo (cultura) de las propias facultades naturales (las facultades del espíritu, del alma y del cuerpo), como medio para toda suerte de posibles fines, es un deber del hombre hacia sí mismo».1 

Las facultades del hombre deben ser labradas, deben ser cultivadas, para que este pueda realizarse en lo que se propone. Podría decirse que el hombre que ha alcanzado la «mayoría de edad», en el sentido ilustrado, es el hombre cultivado. Johann Christoph Adelung, filólogo alemán contemporáneo de Kant, definía en su Ensayo sobre la historia de la cultura de la especie humana (1782) ocho etapas del desarrollo de la cultura humana, que empezaba como «embrión», seguía como «niño», «joven», y así sucesivamente se iba perfeccionando hacia la adultez con arreglo al conocimiento y el refinamiento. 

«La cultura consiste en la suma de conceptos definidos y en la mejora y el refinamiento del cuerpo y de los modales», dice Adelung2. Es evidente que esta forma de concebir la cultura, propia del siglo XVIII, ha trascendido su propio tiempo histórico. Spengler adopta esta lógica de las etapas culturales en sus estudios sobre la civilización: esta última es el punto de llegada de aquella. Hegel, que sin embargo hablará más que nada del Geist, refiere al término en cuestión cuando señala que «el nombre de Grecia tiene para el europeo culto, sobre todo para el alemán, una resonancia familiar».3 

El «europeo culto» es el europeo que ha cultivado su espíritu (de entre quienes destacan los alemanes), y que por ello es capaz de seguir una genealogía que lo hace mirar, en este caso, a Grecia. En otro tipo de literatura de la época, como es el caso de El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, se lee asimismo que «quienes encuentran significados bellos en las cosas bellas son espíritus cultivados [...]. Son los elegidos, y para ellos las cosas bellas solo significan belleza»4. Otra vez, la misma noción: el «espíritu cultivado» se abre a una realidad humana —cerrada al inculto— donde es posible contemplar la belleza. Hay que regresar un momento al ethos de la Ilustración para comprender mejor esta acepción de cultura. 

El proyecto ilustrado postulaba la emancipación del hombre como una función del conocimiento. Su vocación universal demandaba una expansión cultural con los elegidos como agentes de transformación. La cultura, en singular, debía articularse en un proyecto universal emancipador. De este modo, la educación se convertía en la estrategia predilecta para hacer que los incultos dejaran de serlo, y el joven Estado moderno, a la par que se popularizaba el concepto de cultura, rápidamente puso sobre sus hombros la misión de cultivar el espíritu de los hombres que se ubicaban bajo su soberanía. El proyecto cultural se hizo proyecto político. Esto fue especialmente evidente en Francia, por su vocación universalista.

Zygmunt Bauman comenta al respecto que «el concepto francés de culture emergió como nombre colectivo para los esfuerzos gubernamentales en pos de fomentar el aprendizaje, suavizar y mejorar los modales, refinar los gustos artísticos y despertar necesidades espirituales que el público no había sentido hasta entonces, o bien no era consciente de que las sentía»5. La noción misma de «política cultural», derivada de la necesidad de gobernar la cultura, nos acompaña desde el surgimiento de las naciones modernas. Esta primeriza acepción de cultura, de cuño ilustrado, podría denominarse «elitista» o «jerárquica». 

Esto es así en la medida en que prevé la existencia de una jerarquía cognitiva, epistemológica, sapiencial (la ciencia supera al mito) y estética (el buen arte, la buena música, la buena literatura, por sobre las expresiones «vulgares» de sensibilidades «populares») que jerarquiza, a su vez, a quienes comprenden y respetan el orden de la escala y los códigos que la componen. La cultura es algo que se posee y que se puede transmitir sin perderlo, pero que no todos lo poseen y por tanto no todos lo pueden transmitir por igual. Así como existen personas cultas, existen también los incultos. Los unos deberían enseñar y los otros deberían aprender. 

La cultura es vista, en estos términos, como un registro de la actividad humana que trasciende las limitaciones naturales; que civiliza, por así decirlo, al hombre (en Francia, culture y civilisation iban de la mano: una generaba las condiciones de posibilidad de la otra). No por nada en Kant la naturaleza es fuente de las inclinaciones a las que se opone la ley moral: si el hombre es libre, eso se debe a su capacidad para determinar la voluntad no con arreglo al mundo de la causalidad natural, sino con arreglo al reino de la libertad al que su razón es capaz de acceder: 
«Es para el hombre un deber progresar cada vez más desde la incultura de su naturaleza, desde la animalidad (quoad actum) hacia la humanidad, que es la única por la que es capaz de proponerse fines»6. La naturaleza como prisión y la cultura como libertad, visiones tan corrientes hasta hoy día, tienen en alguna medida aquí un magistral antecedente.

La cultura es creación humana. La naturaleza no se cultiva a sí misma, sino que es el hombre el que, trabajándola, imprime en ella el orden que le sea conveniente para sus fines. La naturaleza no cultivada es salvaje, peligrosa, no responde a fines humanos, de la misma forma que el hombre no cultivado tampoco se pone fines a sí mismo, sino que es preso de su condición animal. Cultivar al hombre es volverlo «mayor de edad», parafraseando a Kant. Esta noción de cultura, si bien es jerárquica, pone su foco en la capacidad del hombre para la libertad, y lo convierte en amo y señor de su entorno, ordenador de su sociedad y dueño de su vida. 

La acepción elitista de la cultura se ajustó sin demasiados problemas a las condiciones sociales del siguiente siglo. La industrialización y el surgimiento de la clase obrera crearon pautas de comportamiento y formas de ser más bien distintivas de cada clase particular. Se vio, en concreto, que los efectos de conjunto podían ser ligados a las condiciones materiales de existencia: la sociología ya estaba asomando con fuerza. Los paralelos procesos de urbanización, asimismo, ponían en contacto a las clases, haciendo de sus diferencias culturales algo patente para todos. Así surgió la distinción entre «alta» cultura y «baja» cultura, sobre todo en las sociedades industrializadas, a partir de la cual ya no se suponía que un hombre no pudiera tener cultura, sino que la cultura tenía diversos grados de calidad. Del blanco al negro se encontró, pues, toda una gama de grises. 

El asunto no era tan simple como parecía. Ya no cabía hablar aquí de «incultos» en un sentido estricto, sino, más bien, de personas de «bajo nivel cultural». Todos tienen cultura, pero no de igual calidad: estiramiento de la escala, modesto estiramiento del significado. Estas nociones de cultura siguen operativas en la actualidad, al nivel de los usos del lenguaje cotidiano, aunque mezcladas a menudo con otras distintas. Así, por ejemplo, cuando se califica a una persona de «culta», cualquiera comprende que se está ponderando en ella la posesión de conocimientos, intereses y gustos propios de espíritus refinados. De la misma forma, cuando se dice que alguien es «inculto» se está indicando que carece de la formación que caracteriza a los hombres cultos; y lo mismo aplica para la distinción entre «alta» y «baja» cultura o «cultura popular», como más a menudo se utiliza.

Ahora bien, de la mano de la antropología empírica surgirá, en la segunda mitad del siglo XIX, una acepción bien distinta de cultura, hoy también ampliamente incorporada a nuestro lenguaje cotidiano. En este contexto, «cultura» empieza a significar toda regularidad social que distingue a la sociedad en la que el hombre se inserta: algo así como las marcas y las estructuras relativamente estables de la existencia social de un grupo concreto. 

Uno de los más importantes referentes de esta visión fue el antropólogo británico Edward Burnett Tylor, quien en 1871 ya utilizaba la palabra «cultura» (tomada del alemán «Kultur», influido por Gustav Klemm, influido a su vez por Voltaire7) para englobar el conjunto de los elementos que distinguen y ordenan a una sociedad dada y a sus miembros: «La cultura, tomada en su significado etnográfico más amplio, es ese conjunto que incluye conocimientos, creencias, arte, moral, leyes, costumbres y toda otra capacidad y hábito adquiridos por el hombre en cuanto miembro de una sociedad»,8 escribe Tylor. A diferencia de la concepción elitista o jerárquica de cultura, aquí la noción de incultura carece por completo de sentido. 

La cultura, definida por aquello que pertenece a la vida del hombre pero que no está directamente determinado por su patrimonio genético, sino más bien por la forma y las condiciones de la sociedad en la que vive, se vuelve de facto un universal. En esta instancia, la noción ilustrada de cultura se invierte en dos sentidos. Por un lado, todos los hombres tienen, por ser hombres, cultura, aunque no hay una sola cultura, sino que hay tantas culturas como grupos sociales existan. No hay una cultura universal, pero lo cultural en abstracto es universal en la medida en que el hombre siempre está sujeto a una cultura particular. Y, por otro lado, la cultura ya no refiere tanto a una realización individual del sujeto abstracto que cultiva su espíritu deliberadamente, sino que apunta a las realizaciones sociales que generan las condiciones de vida en las que un sujeto concreto se desenvuelve. 

La antropología de Ernst Cassirer se enmarca bien en esta noción y ayuda a entender el punto, sobre todo por su réplica a Kant en esta materia. Para Cassirer, cómo se había descrito al hombre y a la cultura no respondía más que a imperativos éticos. Lo que toca hacer es descender a la vida misma del hombre y encontrar cuál es el principio diferenciador, cuál es la índole de lo que el hombre es y de lo que el hombre hace. La conclusión de Cassirer es que «la razón es un término verdaderamente inadecuado para abarcar las formas de la vida cultural humana en toda su riqueza y diversidad, pero todas estas formas son formas simbólicas. Por lo tanto, en lugar de definir al hombre como un animal racional lo definiremos como un animal simbólico».9 

La relación del hombre con el mundo simbólico que él mismo ha edificado es lo que distingue al hombre de cualquier otra especie (como diría Weber: «el hombre es un animal suspendido entre telarañas de significados que él mismo ha tejido»). En estos términos, la cultura abarca toda creación simbólica que estructura el entorno de ese animal simbólico que es el hombre. Pero el acento no está puesto por lo general en la creación humana como acto de libertad, sino sobre todo en los efectos que esa red de normas, instituciones y relaciones llamada «cultura» tiene sobre la acción humana. Cassirer pone de manifiesto esta paradoja en la cual el hombre termina preso de su propia realización: 
«El hombre no puede escapar de su propio logro, no le queda más remedio que adoptar las condiciones de su propia vida; ya no vive solamente en un puro universo físico sino en un universo simbólico».10 

La antropología empírica podría verse como el intento de penetrar estos universos simbólicos particulares y comprenderlos desde su interior, desde las reglas que les son propias. Así al menos lo quería Bronislaw Malinowski, al describir lo que había de hacerse como «el hecho de captar el punto de vista nativo, su relación con la vida», percibiendo «su visión de su mundo».11 Las significaciones compartidas que llamamos «cultura» crean el mundo saturado de símbolos en el que la vida del grupo transcurre; para comprender ese mundo hay que sumergirse en esas significaciones; y, si bien muchos antropólogos tempranos —como el mencionado— establecieron un esquema teleológico de evolución social, dividido en fases y estadios, sobre los cuales es posible jerarquizar las culturas, el punto crucial es que el ser de la cultura (su ontología) ya no está en función de esa jerarquía. 

No hay «grados de ser», por así decirlo. Franz Boas, contemporáneo de Malinowski, también llamó la atención sobre la necesidad de estudiar las culturas a partir de los marcos interpretativos de estas mismas. Pero, más que significaciones, la antropología de Boas fue tras los comportamientos, influenciada por los paradigmas conductuales norteamericanos. En la relación del individuo con su cultura se hacía posible entender, pues, la conducta humana. Franz Boas buscaba en esta relación «las fuentes de una verdadera interpretación del comportamiento humano».12 

Cada cultura revestía elementos únicos y diferenciadores, y por cultura aquel entendió «todas las manifestaciones de los hábitos sociales de una comunidad, las reacciones de un individuo en cuanto afectado por los hábitos del grupo en el que vive, y los productos de las actividades humanas en cuanto determinadas por esos hábitos».13 

Independientemente de la diferencia filosófica de ambos autores clásicos de la antropología moderna, es evidente que ambos mantienen una noción de cultura que llega a nuestros días, y que apunta a significar el conjunto de elementos sociales que están en la base de la vida de los hombres concretos. Ciertamente, bajo la acepción antropológica no tiene sentido derivar el adjetivo «culto» del sustantivo «cultura». Todo hombre, por el solo hecho de nacer y crecer en una sociedad, sería parte de una cultura. Por lo tanto, hablar de un «hombre culto» sería algo así como una redundancia. 

El pedagogo izquierdista Paulo Freire, en su libro "La educación como práctica de libertad", comenta una anécdota sobre cómo le enseñó a un campesino lo que «verdaderamente» significaba ser «culto». «Sé ahora que soy culto —afirmó enfáticamente un viejo campesino—. Y al preguntársele cómo lo sabía, respondió con el mismo énfasis: “Porque trabajo y trabajando transformo el mundo”». 

Jorge Bosch hace una interesante crítica sobre este punto: Freire había enseñado a este humilde personaje que «ser culto» quiere decir «trabajar» (acepción pseudo-antropológica muy personal del señor Freire); y que además el trabajo transforma el mundo. Ergo, aquel viejo campesino era culto; el pobre hombre quedó (supongo) encandilado por esta revelación, y como las pautas tradicionales imperantes en su medio asignaban valor y prestigio a las personas cultas, se sintió orgulloso y realizado, sin advertir (precisamente porque no era culto) que había sido víctima de una perversa trampa semántica.14 

En efecto, la acepción antropológica de cultura ha sufrido a menudo estiramientos exacerbados de su campo semántico. Cuando todo lo no-biológico cabe dentro del significado de cultura, se tiene por resultado un significante que, al decir cada vez más cosas, cada vez dice menos. En la modernidad tardía, sobre todo, donde no parece quedar ningún sitio legítimo para lo «natural», lo «cultural» monopoliza todo discurso sobre el hombre y su sociedad. Pero cuando un significante pretende significarlo todo, su capacidad para significar algo particular se debilita. Quizás sea por esta razón por lo que la cultura ahora empieza a ser categorizada y clasificada, dado que, por sí misma, su significado, de tanto que se ha ensanchado, empieza a disolverse. 

Así, se habla de la «cultura gastronómica», de la «cultura religiosa», de la «cultura musical», de la «cultura vehicular», de la «cultura política», de la «cultura del trabajo», de la «cultura empresarial», de la «cultura deportiva», de la «cultura sexual», y un innumerable etcétera. Dicho con otras palabras: tan amplio se ha vuelto el dominio de la cultura que es imperioso especificar su concreta dimensión para hacerse entender. También hoy se hace necesario hablar de cultura no para designar rasgos propios de grandes grupos humanos, como son las naciones, sino también para referir a aquello que atañe a grupos más reducidos e incluso a subgrupos y subgéneros. 

Así, por ejemplo, la «cultura del punk», la «cultura del animé», la «cultura de la fiesta electrónica», la «cultura del fútbol» o la «cultura organizacional» de una determinada empresa, etcétera. Si tanto la acepción ilustrada como la antropológica llegan hasta nuestros días a determinar los usos —tan disímiles— que se le dan a la palabra «cultura», hay que agregar una tercera acepción también presente en el discurso sobre lo cultural. En efecto, lo cultural no solo aparece como el esfuerzo por refinar el espíritu, ni como las características no determinadas genéticamente que constituyen la estructura en la que la vida de un grupo se desenvuelve. 

Lo cultural también irrumpe con frecuencia como el campo de la creatividad y la recreación humana, como el campo de las creaciones artísticas y estéticas que caracterizan a la sociedad y en la que sus miembros realizan las dimensiones simbólicas más sensibles de sus vidas. Como se ve, esta acepción particular, que podría llamarse «acepción estética» o «humanista», está atravesada por elementos de las dos acepciones que previamente se han comentado. Sin embargo, la cultura aquí no sería la antítesis de la naturaleza ni la antítesis de la falta de educación y refinamiento, sino que se presentaría sobre todo como lo contrario de la razón instrumental, regida esta bajo el criterio de la utilidad de un medio respecto de un fin. 

La cultura, por el contrario, se configuraría bajo esta particular acepción como una dimensión que trasciende el «mundo del trabajo» y que lleva a quien en ella se sumerge más allá de él. ¿Cuál es la eficacia de una poesía, de un cuadro, o de la inquietud aristotélica por el primer motor inmóvil? ¿Qué podemos lograr con ello, si no es escapar por algunos instantes de las funciones sociales verdaderamente —esto es: materialmente— productivas? La cultura, al decir otra vez de Oscar Wilde, es «lo inútil». Semejante declaración resultaría aberrante tanto para la acepción elitista o jerárquica como para la antropológica. Más acá en el tiempo, en similar sintonía, Andy Warhol dirá que «un artista es alguien que hace cosas que nadie necesita», y, bajo esta acepción, el artista es uno de los representantes por antonomasia del campo cultural. 

Así, la cultura no tiene otra finalidad que la de embellecer la vida y hacerla más humana. La cultura como estética refiere al dominio del arte, del gusto, de lo bello. Precisamente sobre lo bello, Kant ya había señalado en su tiempo que las sensaciones que provocan las cosas bellas las provocan sin el concurso del interés: «sólo y exclusivamente el gusto por lo bello es un placer libre y desinteresado, pues no hay interés alguno capaz de arrancarnos el aplauso, ni el de los sentidos ni el de la razón». De ahí su definición de gusto: «Gusto es la facultad de juzgar un objeto o modo de representación por un agrado o desagrado ajeno a todo interés».15 

Tomás de Aquino distinguía entre las «artes liberales» y las «artes serviles», siendo estas últimas aquellas que se ordenan a un fin útil. 
En la Edad Media, las «artes liberales» se dictaban en la llamada «Facultad de los Artistas»: la actividad que aquí se desarrollaba era libre en la medida en que estaba liberada del trabajo, esto es, de la producción de lo utilizable; liberada de la materia, liberada de lo mundano. Hoy las «artes liberales» siguen designando todo aquello que no sabríamos bien cómo utilizar, pero que de alguna manera nos realiza. La crisis de las humanidades y las artes liberales en el mundo contemporáneo es propia de un mundo donde todo lo que existe es la materia, el consumo y la diversión, no como ocio, sino como distracción momentánea y preparativa para volver al quehacer materialmente productivo. En efecto, es bajo la actividad de la recreación donde se despliega este sentido estético de lo cultural. 

La cultura es la realización del ocio, y en nuestro tiempo ocioso, como interrupción de un día oficioso, nos realizamos culturalmente. No como descanso, —ya que este existe como una función del trabajo, en la medida en que se descansa para seguir trabajando y para hacerlo mejor—, sino como un plano vivencial donde la utilidad no tiene cabida: la realización se desenvuelve al margen de ella. Aristóteles habla en su Política del ocio como «libertarse de la necesidad de trabajar».16 

En la lengua de este último, scholê significa ocio y ascholia significa trabajo: el prefijo «a-» se usa como negación. El trabajo es algo así como «no-ocio». En el siglo XV, el humanista francés Nicolás Clamanges escribía a Juan de Montreuil: «No te avergüences de esa ilustre y gloriosa ociosidad en la que se deleitaron siempre los grandes espíritus» (Aristóteles entre ellos). En latín, a su vez, la negación de otium es neg-otium. El ocio es no-negocio, siendo el negocio una actividad utilitaria por definición. Pero el ocio no tiene fin alguno más que él mismo y por sí mismo.17 Josef Pieper, para quien el ocio es precisamente el fundamento de la cultura, escribe al respecto: «Lo normal es “trabajar”, lo cotidiano es el día de trabajo. Pero la cuestión es: ¿puede agotarse el mundo del hombre en ser “mundo del trabajo”?».18 

La cultura se levanta, bajo los términos de esta acepción, como ese espacio donde lo inútil puede legítimamente existir, para embellecer la existencia del homo laborans que lucha para ser algo más que solamente eso. El criterio de la utilidad no tiene por qué limitarse a la experiencia estética. Algunos pensadores lo han aplicado también a otras experiencias, como la de la verdad o la de la justicia. Estas últimas también, más que medios para algo, son su propio fin. José Ortega y Gasset ha caracterizado a la cultura precisamente en estos términos, comprendiendo elementos que trascienden al plano artístico y estético, para abrazar toda expresión del espíritu en general: «el sentimiento de lo justo, el conocimiento o pensar la verdad, la creación y goce artísticos tienen sentido por sí, valen por sí mismos, aunque se abstraigan de su utilidad para el ser viviente que ejercita tales funciones. Son, pues, vida espiritual o cultural».19 

La acepción estética-humanista de la cultura refiere, en concreto, al corpus de obras intelectuales y artísticas en general con las cuales el espíritu humano se puede regocijar de su creatividad y belleza, en sentido amplio, al margen de toda utilidad material o productiva. A diferencia de la noción ilustrada, esta noción no implica necesariamente tanto una jerarquización cuanto una delimitación del campo donde se expresa lo cultural; y, a diferencia de la noción antropológica, esa delimitación del dominio de lo cultural es muy concreta: no abarca la inmensa realidad no-natural del hombre, por así decirlo, sino campos bien concretos (arte, literatura, filosofía, etcétera). Sin embargo, y al igual que las acepciones jerárquicas y antropológicas, esta forma «estética» o «humanista» de concebir la cultura también llega hasta nuestros días y es parte de la manera cotidiana en la que nos referimos al dominio de lo cultural. 

Así, si alguien invita a un «paseo cultural», es casi seguro que no será para jugar a la pelota, de la misma manera que en un «café cultural» se espera no encontrar cosa distinta de libros u obras de arte. Es bajo esta acepción de la cultura como se tiende a considerar una galería de arte como un espacio cultural, y no así un aeropuerto o una tienda de verduras, independientemente de la calidad del arte que se exponga en dicha galería. Hay que notar que, en las tres acepciones mencionadas, la cultura emerge como concepto (y también como realidad mediada por el concepto) en la práctica de la comparación. 

La cultura es el fruto de la diferencia percibida. La acepción elitista de la cultura implica el ejercicio de un grupo amplio —como una nación o una civilización— de compararse sobre todo a sí mismo en sus elementos constitutivos. Dicha comparación se extiende no solo entre los subgrupos que componen el entramado social, sino también entre el pasado registrado y el presente vivido por el grupo, y, sobre todo, entre el futuro idealmente concebido y las condiciones reales de vida. El reloj de la cultura en la acepción ilustrada corre hacia adelante; la cultura es el nombre de lo que cumplirá, en su realización, las proyecciones delineadas. 

En el elitismo cultural, en efecto, es la selección la que da, en el marco de la comparación, sentido al concepto de lo cultural: aquello que sirve para cultivar nuestro espíritu (y así cumplir las proyecciones humanas) es lo estrictamente cultural, diferente de lo que no sirve para esos fines. La acepción antropológica, por el contrario, surge sobre todo de la comparación que se establece entre el grupo amplio de pertenencia y grupos extraños, exóticos, radicalmente diferentes.20 Claro que hubo sociedades antiguas, como la griega, que a menudo se compararon con otras sociedades sin haber por ello desarrollado el concepto de cultura que maneja la moderna antropología. Pero ello obedeció a que las condiciones de existencia premodernas, que naturalizaban y daban por sentado lo que mucho más tarde se llamará «cultura» y que será visto en consecuencia casi como un artificio, impedían en este tipo de sociedades una «mentalidad antropológica». 

Para esto habrá que esperar a la llegada del mundo moderno, en el que la aceleración de los cambios sociales, la disolución progresiva del orden comunitario y la búsqueda de nuevos principios del orden social desestabilizarán la naturalización de lo cultural. Bajo semejante aceleración histórica, la comparación entre los diversos grupos humanos genera nuevas interpretaciones. Ya no se compara hacia adentro, entre las partes constitutivas de lo mismo, sino sobre todo hacia afuera: lo propio con lo totalmente ajeno. Aquí, por supuesto, todo se vuelve novedoso, y lo cultural pasa a denotar no necesariamente lo mejor de nuestro grupo, sino todo lo que nos extraña de los extraños que —en el marco de las sociedades premodernas sobre las cuales posó su vista la moderna antropología temprana— suele ser todo. Además, el reloj no corre hacia adelante, sino más bien hacia atrás: preguntarse por la cultura es preguntarse por la sedimentación en el tiempo de ciertas formaciones, costumbres y relaciones sociales. No hay tanto proyección como retrospección. 

«La cultura es a la sociedad lo que la memoria es a los individuos», anotaba Clyde Kluckhohn.21 De tal suerte que, bajo la visión antropológica, no es la selección sino la extrañación la que da sentido al concepto de lo cultural. En cuanto a la acepción estética-humanista, por último, lo que en ella se compara son las dimensiones de la existencia social, tratando de identificar una esfera (la del otium) bajo la cual pueda ubicarse como realidad lo específicamente cultural. El tiempo, por lo tanto, no tiene mayor sentido en esta acepción. 

La pregunta no busca el cuándo de lo realmente significativo de la cultura (atrás o adelante; proyección o retrospección; sedimentación o humanización), sino el dónde. «Cultura» responde, pues, a la pregunta por el lugar legítimo de lo cultural; y ese lugar se encuentra en una esfera que, idealmente, está anclada en un presente puro, porque la realización ociosa —que no calcula eficiencia ni utilidad— solo tiene sentido como presente puro. Esta esfera se quiere separada de lo político y lo económico; se diferencia radicalmente de estas otras en la medida en que la utilidad y la eficiencia le resultan criterios totalmente ajenos. 

Estos esfuerzos conducen a un ejercicio en el que no es la selección de lo mejor ni la extrañación respecto de lo ajeno, sino la identificación de un lugar propio de y para la cultura la que se constituye en la forma de delimitar idealmente sus contornos, aunque en la práctica los «bienes culturales» terminen confundiendo las fronteras que quisieron para sí con las fronteras del poder político y la utilidad económica. Pero ese ya es otro cantar. Las distintas acepciones aquí abordadas (que no tienen por qué agotar un repertorio difícil de abarcar) generan, por la particular polisemia de «cultura», contradicciones entre sí. La misma palabra se utiliza para significar cosas diferentes en forma no analógica. Comer hamburguesas con queso en un local de comida rápida sería, para la acepción antropológica, un rasgo bastante común de la cultura global contemporánea; no así para la acepción elitista de la cultura, que no ve cómo el espíritu humano podría enriquecerse con un sándwich preparado en tiempo récord por una suerte de taylorismo gastronómico. 

De igual manera, la funda o carcasa con la que cubrimos nuestro teléfono móvil es, sin dudas, parte de la cultura material del siglo XXI para la acepción antropológica. No así para la acepción estética, a menos que la nuestra sea una funda de diseño que personalice «artísticamente» nuestro artefacto, o que se trate de una «obra» convenientemente exhibida en algún museo de arte contemporáneo, por ejemplo. No creo que haya necesariamente una fórmula correcta para conceptualizar la cultura. Lo ideal, claro, sería tener distintas palabras para significar cosas diferentes, pero se carece de esa ventaja y, hoy por lo menos, no se puede sino distinguir sus diferentes usos, que es lo que aquí he intentado hacer mediante la selección de tres acepciones fundamentales. Lo que debería hacerse, en efecto, es siempre aclarar qué significado de cultura se está adoptando, para no terminar como el campesino de Freire al que se le hinchaba el pecho de orgullo por «ser culto» precisamente porque se le había vendido una acepción antropológica, pero con las consecuencias axiológicas de la acepción elitista. 

Esa estafa intelectual conduce al relativismo propio de nuestros tiempos. Lo que sí creo es que el valor de la fórmula está en función de aquello que se quiere describir; y aquí, puesto que la propuesta consiste en describir algo llamado «batalla cultural», se hace necesario delimitar el dominio de la cultura bajo el cual una «batalla» constituye un hecho significativo.

II. QUÉ ES UNA BATALLA CULTURAL

La velocidad del cambio social es una función de las características técnicas, económicas, políticas y culturales de la sociedad de que se trate. Ni el cambio ni la conservación son datos permanentes. El hombre, en rigor, ha vivido durante la mayor parte de su existencia en contextos sociales donde el cambio era una rareza. Las cosas no resultaban muy distintas entre el nacimiento y la muerte de cualquier individuo. Lo que se veía y cómo se vivía durante los primeros años de vida no difería respecto de los últimos. 

Por razones que serán abordadas mejor en el próximo capítulo, con el advenimiento de la modernidad el cambio pasó a formar parte de la vida corriente de los hombres, al punto de constituirse en la naturaleza misma de su vida social, económica y política. La sociedad en la que nacemos no se nos presenta como la misma en la que morimos. Vivimos para presenciar cómo cambian nuestras condiciones de vida, a veces de manera radical. Además, lo que desde hace no mucho se ha empezado a denominar «posmodernidad» o «tardomodernidad», por su parte, aceleró todavía más el ritmo del cambio: la diferencia entre una década y otra entraña hoy mayor cantidad de elementos disímiles que siglos de existencia en épocas premodernas. 

Marx diría que, hoy más que nunca, «todo lo sólido se disuelve en el aire». Existe la tentación, producto de las propias condiciones de vida actuales, de suponer que el cambio siempre fue, y es, cosa permanente. Ello es producto de confundir el cambio, que implica una alteración relevante y visible de las condiciones sociales de vida, con el mero movimiento, interacción y diversidad dentro de una sociedad. Si el cambio estructural fuera efectivamente permanente, la sociedad devendría imposible: un estado permanente de revolución estropearía cualquier tipo de fijación social necesaria para la vida en común. 

Otra cosa es lo que se debería, siguiendo a Radcliffe-Brown, llamar «reajustes», es decir, modificaciones que mantienen a un mismo tipo social, y que son parte de la necesaria actualización de la vida en sociedad. Esta idea es compartida por Robert Nisbet, para quien la comprensión del cambio social depende de «un modelo que establece una distinción rigurosa entre los cambios menores, alternativos, tipo reajuste, normales de la vida social de todos los tiempos y lugares, y los grandes cambios, relativamente raros, que afectan a tipos, categorías y sistemas».22 

Las ideas de Kuhn sobre los procesos de cambio dentro del campo de la ciencia pueden ser de utilidad para ilustrar lo que se quiere decir con esto. En efecto, la división entre «ciencia normal» y «ciencia extraordinaria» está mediada por la idea de un cambio sustancial, un «cambio de paradigma», que reorganiza a la misma ciencia, sus normas, problemas y teorías. Durante tiempos de «normalidad», de «ciencia normal», las hipótesis se reajustan, se refutan, se reformulan, se acumulan datos, se prueba con unos y otros procedimientos. 

Es decir, se dan «reajustes», pero dentro de un mismo paradigma. A la inversa, el advenimiento de la «ciencia extraordinaria» lo provoca una crisis que prepara las condiciones para una revolución científica que termina en el desplazamiento de un paradigma y su reemplazo por otro. En la sociedad ocurre algo similar, y eso es precisamente lo que hace pertinente distinguir entre meros «reajustes» y «cambios» en sentido estricto. William Ogburn ha señalado algunos factores que explicarían lo excepcional del cambio social en ciertas sociedades.23 

Entre otros, destacó la dificultad a la hora de efectuar y difundir innovaciones, razones de aislamiento geográfico, el poder de grupos de interés, el peso de la tradición, el grado de conformidad social arraigada en normas y costumbres populares, el deseo de certidumbre, etc. Muchos de estos factores han ido perdiendo peso, y en el mundo de hoy el cambio encuentra cada vez menos resistencia. Así, las innovaciones tecnológicas constituyen en la actualidad el motor de las economías; la difusión se vehiculiza a través de tecnologías de la comunicación que permiten diseminar novedades por todo el mundo en fracciones de segundo; el aislamiento geográfico resulta una extrañeza en un planeta globalizado, y las tradiciones que todavía sobreviven están en peligro de extinción (y, cuando «vuelven», es solo como moda comercial pasajera). 

El cambio social y tecnológico que, respectivamente, era tan raro y suavemente escalonado en las sociedades premodernas, bajo las condiciones actuales de vida acontece sin pausa ni descanso. Estas transformaciones, ligadas en general a un statu quo moderno basado en el desarrollo, sí implican una forma de «cambio constante» cultural, en tanto la cultura se articula con el cambio de las técnicas de producción. Esta revolución técnica de infinidad de saltos pequeños y eventualmente grandes, así como su correlación compleja con las revoluciones culturales en el seno de la sociedad civil capitalista, no implican sin embargo una «revolución permanente» ni un sentido político de la «destrucción creativa» por fuera del mero sentido técnico-empresarial schumpeteriano, ni como puro cambio institucional que soslayara un necesario sustrato de orden, ni tampoco como ingeniería social (salvo, por supuesto, en los casos en que de forma anómala el proceso de desarrollo de la modernidad es intervenido desde fuera con la excusa de una evolución consciente o por saltos planificados desde el poder). 

Una teoría sobre la batalla cultural ha de posar su mirada sobre los cambios que se suceden, que se impulsan y que se resisten en la dimensión cultural de una sociedad. Con ello debe entenderse: los cambios que acontecen en el nivel de lo simbólico, de las costumbres, los valores, las tradiciones, las normas, los lenguajes, las ideologías. No son pocas las dificultades que emergen de inmediato: los factores que están en la base de los cambios culturales son variados y a menudo están interrelacionados. Los cambios culturales no tienen por qué ser siempre el producto de batallas. Más aún, los cambios culturales a veces ni siquiera suponen fricción alguna. Por ello, una teoría sobre la batalla cultural debiera no simplemente posar su mirada sobre los cambios culturales y las resistencias, sino también definir con claridad una serie de características que demarquen con precisión aquello que constituye en concreto una batalla cultural. Eso mismo se intentará a continuación. 

Primera característica: la cultura no es simplemente el fin de una batalla cultural, sino también su medio. Como sugerí más arriba, los cambios sociales sobrevienen por factores de diversa índole y que pueden ocurrir en distintas dimensiones de la vida social (política, económica, militar, familiar, etcétera). Una batalla cultural tiene por fin la promoción de un cambio, o bien la resistencia al mismo, que tendría lugar fundamentalmente en la dimensión cultural de la sociedad. Pero la batalla cultural no se determina solo por el fin de tipo cultural, sino también por el medio que se emplea, al menos de forma preponderante, para conseguir ese fin. En efecto, los factores que están en la base de los cambios culturales son variados y a menudo están interrelacionados. Una innovación tecnológica puede generar importantes cambios culturales, de la misma forma que los cambios culturales muchas veces allanan el camino para innovaciones tecnológicas. 

Las revoluciones políticas suelen proponerse cambios culturales, pero es raro ver revoluciones políticas triunfantes que no hayan estado precedidas por alteraciones culturales. Las guerras, por su lado, entrañan cambios culturales para las partes, aunque ciertas novedades culturales muchas veces están en la base de la propia guerra. Así, tan cierto es que introducir una tecnología de la producción, como por ejemplo el arado, puede generar toda una forma nueva de ver el mundo24 como que nuevas doctrinas religiosas, a su vez, pueden contribuir a consolidar una forma de producción, si se sigue aquello de Max Weber respecto de la ética protestante y el capitalismo. 

Tan cierto es que una revolución como la francesa, según describió magistralmente Augustin Cochin, desplegó tras su triunfo y durante su período de terrorismo estatal jacobino un proyecto de ingeniería cultural seguramente inédito hasta entonces como que los orígenes de dicha revolución no pueden ser explicados sin subrayar los cambios culturales que ya se venían sucediendo en el Ancien Régime, el cual hizo de los filósofos y escritores los nuevos líderes políticos de aquella sociedad, tal como enseñó Alexis de Tocqueville.25 Y tan cierto es que una guerra como la de Vietnam resultó ser el catalizador de nuevas formas contraculturales en los Estados Unidos como que el nazismo y la misma Segunda Guerra Mundial resultan inseparables de las novedades de la cultura de masas políticamente instrumentalizada.26 

Las fuentes del cambio cultural, como se aprecia, son variadas. Algunas veces es más fácil divisar las económicas, otras las tecnológicas, otras las políticas y otras las militares. A menudo se trata de un simple ejercicio analítico, tras el cual se esconden interrelaciones muy complejas que se desanudan al separar las partes para su correspondiente análisis. Pero, con independencia de la fuente, lo que aquí interesa verdaderamente cuando se habla de «batalla cultural» es la dimensión donde esa batalla se efectiviza, y para hablar de «batalla cultural» esa dimensión debe ser, desde luego, la cultura misma. Es decir, un cambio al que debería prestarse aquí especial atención es aquel que ocurre en la cultura fundamentalmente por la cultura. 

Así, no cae bajo el interés de una teoría de la batalla cultural aquel cambio cultural que se concreta a través de, por ejemplo, la presión armada que un ejército ocupante ejerce sobre una población para que esta adopte nuevos valores. La palabra clave aquí es «armada», porque si esa presión la llevara adelante ese mismo ejército, pero con arreglo no a sus armas, sino a medios de propaganda o al dominio sobre instituciones educativas, por ejemplo, entonces podríamos bien hablar de una «batalla cultural» no solo por el objeto de esa batalla (los valores, las formas de vida, etc.), sino también por el medio en el que ella se desenvuelve (instituciones culturales y esfuerzos simbólicos). De la misma manera, no caería tampoco bajo el interés de una teoría sobre la batalla cultural un cambio cultural que provenga de la introducción de una nueva tecnología, como pueden ser ordenadores conectados a una red mundial, a menos que esa tecnología sea puesta al servicio de generar cambios culturales conscientemente direccionados. Y así sucesivamente. 

Lo que a una teoría de la batalla cultural debiera interesarle, en efecto, son los esfuerzos por el cambio (o conservación) cultural. Pero no cualquier tipo de cambio o conservación, sino aquel que, ante todo, se opera preponderantemente dentro de la propia esfera cultural. La esfera cultural, a su vez, debe ser entendida como una dimensión social compuesta por instituciones y actores, tácticas y estrategias, específicamente culturales. Finalmente, lo específicamente cultural ha de entenderse como aquello que, sobre todo en un nivel simbólico e intangible en su contenido significativo, caracteriza el modo de ser de grupos humanos de diversos tamaños (como ya se ha dicho: lenguaje, costumbres, normas, creencias, valores, etcétera). 

Así pues, la primera característica de la «batalla cultural» es que el objeto de esa batalla es el dominio de la cultura, pero que no hay batalla cultural allí donde la esfera cultural no aparece, al mismo tiempo, como botín de la batalla y como terreno de su propio desarrollo. La cultura es, al unísono, aquello que está en juego y aquello donde se juega lo que está en juego. Segunda característica: la batalla cultural supone un conflicto de cierta magnitud (y en esta medida una batalla cultural es una forma o instanciación de lo político). Es evidente que hay cambios culturales que sobrevienen sin conflictos significativos. 

Durante los primeros años del decenio de 1930, los antropólogos norteamericanos pusieron de moda la palabra «aculturación» para referirse a los cambios culturales que ocurrían cuando dos culturas diferentes se ponían en contacto. La palabra «sincretismo», de manera similar, fue adoptada por la antropología para señalar aquellos casos donde la aculturación transcurre sin mayores sobresaltos en función de procesos de reinterpretación de los nuevos elementos culturales que son adaptados a la cultura que los recibe. 

Herskovits, por ejemplo, supo señalar cómo ciertas comunidades de negros en América adoptaron el catolicismo e identificaron divinidades africanas con santos católicos.27 Mutatis mutandis, dentro de una misma cultura las innovaciones culturales a veces son recibidas sin demasiadas fricciones y no redundan en un conflicto de ningún tipo de relevancia social. Por ofrecer un ejemplo contemporáneo, la música electrónica tuvo algunas resistencias por parte del mundo del rock y del pop en general, pero finalmente diversos músicos optaron por una suerte de sincretismo musical que redundó en extrañas mixturas que dieron lugar a nuevos «mainstreams» dentro de aquel mundo. Pero va de suyo que este tipo de casos no pueden ser de interés para una teoría sobre la batalla cultural, bajo la cual la propia noción de batalla sugiere la existencia de un conflicto de magnitud, de una «lucha» en el sentido weberiano,28 de una disputa a partir de la cual el cambio que sobreviene es entendido sobre la base de antagonismos y colisiones evidentes. 

El problema es claro. Es el conflicto cultural como base de una lucha cultural lo que aquí importa, pero ¿a qué se refiere aquello de conflicto cultural de magnitud? John Beattie ha explicado de forma muy clara que la antropología procura distinguir dos tipos de conflicto cultural. «Primero, existen aquellos conflictos y cambios que se mantienen dentro de la estructura social existente. [...] Operan dentro del marco normativo existente, se pueden resolver en función de sistemas compartidos de valores y no constituyen un reto para las instituciones existentes». 

Este tipo de conflicto cultural, que podría llamarse «conflicto cultural ordinario», activa los mecanismos de reajuste social a los que se hacía referencia más arriba. Su magnitud no es capaz de provocar ningún «cambio de paradigma», ningún cambio estructural. 

Por ejemplo, si dentro de los límites de la familia compuesta por un hombre, una mujer y sus hijos sobreviene un conflicto cultural dado por una relajación de las costumbres que ha aumentado los casos de infidelidad en la pareja, se tiene un conflicto, aunque no se ve cómo podría este generar un cambio significativo en la estructura de la misma institución familiar. Pero, continúa Beattie, el segundo tipo de conflicto que los antropólogos estudian puede provocar «un cambio de la índole del sistema mismo: algunas de las instituciones que lo componen se alteran de tal manera que ya no “engranan” como antes con otras instituciones existentes».29 

Este tipo de conflicto aparece allí cuando emerge con fuerza una visión radicalmente distinta respecto de los elementos culturales, que ponen en peligro la constitución misma de estos últimos. Siguiendo con el mismo ejemplo relativo a la institución familiar, el conflicto que se desencadena cuando aparece con fuerza la idea de que la familia ya no debería definirse como un grupo integrado por un hombre, una mujer y sus hijos, sino que dos hombres, dos mujeres, o lo que a cualquiera se le ocurra puede ser de idéntica manera considerado una «familia», interpela las mismas bases de la institución en cuestión, en sus funciones reproductivas en este caso, redefiniéndola por entero. La distinción puede quedar más clara todavía si pensamos lo propio en el campo de la política. Todo sistema político procura resolver conflictos. 

En la democracia representativa, por ejemplo, se establecen mecanismos electorales para dar resolución al conflicto que supone el recambio de las autoridades políticas. El conflicto, pues, es la base de toda contienda electoral, pero se trata de un conflicto que lejos de poner en crisis al sistema político, constituye su propio fundamento, su propia razón de ser, activando por ello los mecanismos de reajuste que quita a unos políticos del poder para colocar a otros. Frente a una rebelión o, más todavía, una revolución, el conflicto ya no se resuelve dentro de los marcos del propio sistema, sino que se apela a una redefinición de las estructuras políticas y sus instituciones, dando sentido a la noción de cambio social anteriormente discutida. 

La segunda característica, en suma, de toda batalla cultural, es la presencia de un conflicto cultural de magnitud, bajo el cual lo que está en juego no es el mero reajuste, sino el cambio cultural significativo.
Los conflictos culturales ordinarios pueden generar tensiones, pero nunca batallas. En una batalla existe la sensación de que efectivamente se está desarrollando un combate por la cultura y de que, en otras palabras, en una batalla no se disputan pequeñeces, sino cosas relevantes. Tercera característica: toda batalla posee un elemento consciente del cual surgen esfuerzos racionales para conseguir la victoria. En efecto, cuando se piensa en una batalla se piensa necesariamente en una cierta organización de la acción individual y colectiva, una cierta planificación y dirección consciente de lo que ha de hacerse si se pretende ganar. Sin estos componentes no podría hablarse de batalla, sino tal vez simplemente de escaramuza: de un mero chispazo inorgánico que se agotaría en sí mismo. 

La batalla, en cambio, tiene tácticas, estrategias y liderazgos que se despliegan a corto, mediano y largo plazo; no se trata de fuerza desnuda, sino de la aplicación de la fuerza orientada cuidadosamente por la razón, que la economiza, la distribuye, la alista y la ejecuta de una u otra manera, previendo esto o aquello, en virtud de una u otra meta. Si los animales no conocen las batallas (sino simplemente choques de fuerza bruta) eso es porque no conocen la razón ni el tiempo. Y la batalla es, en rigor, acción humana racional: sus objetivos y medios se despliegan racionalmente en el espacio y se mantienen y dosifican en el tiempo, procurando de manera consciente una victoria que, en el caso de la batalla cultural, por su propia índole, refiere a la capacidad de definir, aun contra toda resistencia, los elementos hegemónicos de una cultura. 

Así, en una batalla cultural hay por lo menos un grupo consciente de sí mismo que decide emprender la batalla. Este puede enfrentarse a otro grupo que más tarde o más temprano tome a su vez consciencia de sí mismo, o bien puede arrasar con la cultura, dominarla por completo, enfrentando meras resistencias inorgánicas.30 Tomar consciencia de sí mismo supone ubicarse en un plano de combate: se sabe por lo que se pelea, y se actúa en consecuencia. Por ejemplo, en 1958 en Argentina sobrevino un conflicto de magnitud cuando el gobierno del presidente Arturo Frondizi propuso autorizar a las universidades privadas la concesión de títulos habilitantes. Al calor del eslogan «laica» se gestó una feroz resistencia que reclamaba que el Estado conservara el monopolio de otorgar este tipo de títulos, frente a quienes se agruparon en torno al eslogan «libre», en apoyo de la medida descentralizadora. 

El proyecto de Frondizi era bien recibido por los sectores católicos, que no olvidaban que las primeras universidades del país habían sido fundadas por la Iglesia Católica y luego expropiadas por el Estado. Se organizaron numerosas manifestaciones tanto por unos como por otros. Los partidarios de «laica» prendieron fuego a una efigie de Frondizi, vestido con una sotana, en un gesto simbólico que quedó para la historia. Aquí se encuentra, con mucha claridad, un caso donde los involucrados en el conflicto toman consciencia de grupo al punto de identificarse en torno a determinados símbolos, y organizan sus estrategias y sus tácticas con el objetivo de vencer a sus rivales en una lucha que, en última instancia, es también simbólica (se despliega siempre en derredor de los símbolos culturales). 

La tercera característica de una «batalla cultural» es entonces, en resumen, ese elemento consciente que coloca al menos a un grupo frente a la intención de dirigir culturalmente a la sociedad, organizándose y actuando a esos efectos. Así las cosas, están dadas las condiciones para resumir y condensar lo expuesto. Para hablar de «batalla cultural» es necesaria, entonces, la presencia de tres elementos característicos. Primero, el objeto de la batalla en cuestión es la definición de los elementos hegemónicos de una cultura. En ella no se lucha directamente por dominar un Congreso, una empresa o un territorio por la vía militar, sino por dominar la cultura de una sociedad. Ahora bien, si la cultura es el fin de la batalla cultural, la cultura es al mismo tiempo su medio. 

Así, los medios a través de los que preponderantemente se desarrolla esta batalla están compuestos por las propias instituciones dedicadas a la producción y reproducción cultural de la sociedad (escuelas, universidades, iglesias, medios de comunicación, arte, órganos de propaganda del Estado, fundaciones, etcétera). Segundo, debe producirse un conflicto de magnitud en torno a la cultura que otorgue sentido al término «batalla». No hay batalla sin conflicto: se da batalla precisamente porque se nos agrede, o bien porque se nos ofrece resistencia. El conflicto puede darse en paridad de fuerzas relativas, o bien puede resultar arrollador contra una resistencia muy débil y efímera. Sin embargo, aunque débil y efímera, alguna resistencia siempre es condición necesaria de cualquier batalla. Tercero, la noción de «batalla» incluye un necesario componente de consciencia. 

En efecto, las batallas se llevan adelante con arreglo a estrategias y tácticas; las batallas se planifican y se direccionan racionalmente. Las batallas culturales se suelen emprender con el objeto de dirigir cosmovisiones organizadas de manera consciente, ideologías integrales y sistémicas, e ideas y valores articulados orgánicamente, que impactan a la postre sobre la cultura. Ahora sí, es factible volver a un punto que fuera abierto con anterioridad. Cuando se analizaron diversas acepciones fundamentales de «cultura», se dijo que la pertinencia de las nociones y de los elementos culturales que se pongan en juego en una teoría de la batalla cultural será una función de que esas nociones y esos elementos tornen significativa la noción de «batalla». 

Esto es, que se suscite en torno a ellos una lucha con las características ya mencionadas. Es evidente a esta altura que aquí reina la contingencia, y que dependerá de cada caso particular que un elemento u otro del conjunto cultural referido, que viene dado por una u otra noción de cultura, se inserten en un esquema agonístico, de batalla. Tal vez ilustrando con un ejemplo el problema se entienda mejor. Un baile típico en una comunidad, por caso, cae dentro de la esfera cultural tal como fuera definida por la acepción antropológica. Aquel se trata de una expresión social que entraña valores y tradiciones específicas. ¿Pero es dable concebir el movimiento de los pies y las caderas como cosa inserta en un contexto de batalla? Ello depende, precisamente, del contexto político en el que el baile se practique. 

Puede bien ser este un simple ritual para acercar a los sexos, en cuyo caso poco interés tendría (en principio) para ser enmarcado como parte de una «batalla», por más conflicto de tipo ordinario que genere entre ciertos miembros del grupo (a menos que el grupo esté bajo una guerra ideológica de sexos). Pero el mismo baile puede ser, en otro sentido, un acto de reafirmación nacional frente a nuevas modas extrañas al grupo en cuestión, en cuyo caso se vuelve significativo para la noción de batalla cultural. De la misma manera, un cuadro es un bien cultural según la delimitación estética del concepto. ¿Pero en qué medida dicho cuadro importa como parte de una «batalla cultural»? Pues en la medida en que su significado procure tomar partido en una disputa cultural. No es lo mismo retratar (siempre en principio) sobre el lienzo a Mickey Mouse que retratar al Che Guevara en un cuadro que terminará expuesto en la «galería de los próceres» de la Casa Rosada en la Argentina (tal como se vio durante el kirchnerismo). 

Asimismo, conocer la metafísica aristotélica es propio de espíritus elevados, y esto cabría bien decir bajo la acepción jerárquica de cultura. Pero ello, por sí mismo, no tendría mayores consecuencias para la noción de una batalla por la cultura, a menos que dicho conocimiento se utilice como parte de una resistencia a la deconstrucción, característica de la filosofía antiesencialista hoy tan de moda. En resumen: si la cultura, tal como aquí interesa, supone algo así como el orden de lo artístico y lo intelectual, y los valores, normas, creencias, costumbres, ideologías y signos que de aquel derivan, el interés que un libro en particular, un cuadro en particular, un valor en particular, un signo en particular, etcétera, tienen para una batalla cultural está en función de que ese elemento cultural en particular provoque un nuevo conflicto cultural o bien se inserte en uno ya existente con el fin de tomar partido, dar lugar a una resistencia, a un contraataque, inscribirse en una táctica, en una estrategia, o cualquier acción similar. 

Dicho de otra manera, lo que interesa aquí de lo cultural es aquello que puede ser materia para una batalla cultural: aquello capaz de encender los antagonismos, definirlos, redefinirlos u orientarlos sobre la base de diferencias culturales. Ahora bien, ¿qué hay en la cultura como para que esta se convierta en un fin y un medio, al mismo tiempo, de un conflicto que pueda ser llamado «batalla»? Dicho de otra forma: ¿en virtud de qué condición ontológica la cultura se convierte en un campo de batalla? La pista para responder a esta pregunta engorrosa se encuentra en la ambivalencia de las acepciones de cultura que se han repasado. Que la cultura se haya utilizado (y se utilice), al mismo tiempo, para referirse al producto de la praxis humana y las condiciones estructurales que la condicionan; para referirse a la creatividad y el hábito; la originalidad y la dependencia; la diferencia y la repetición; la singularidad y lo universal; la libertad y el orden; la indeterminación y la determinación; lo interno y lo externo; la contingencia y la necesidad... que la cultura se utilice, pues, para referirse a polos diametralmente opuestos de la experiencia humana revela una tensión permanente que la atraviesa por entero. 

La cultura es el fruto de esta tensión; ella es esta tensión. Bauman remarca con lucidez esta condición paradójica, explicando que «estar estructurado y ser capaz de estructurar parecen dos núcleos gemelos del estilo humano de vida, eso que llamamos cultura».31 Por lo tanto, «al margen de cómo se la defina y describa, la esfera de la cultura siempre se acomoda entre los dos polos de la experiencia básica. Es, a la vez, el fundamento objetivo de la experiencia subjetivamente significativa y la «apropiación» subjetiva de un mundo que, de otra manera, resultaría ajeno e inhumano».32 

Antes que Bauman, Georg Simmel había señalado algo parecido: «hablamos de cultura cuando el movimiento creador de la vida ha producido ciertas formaciones en las cuales encuentra su exteriorización, las formas en que se realiza, formas que, por su parte, aceptan en sí las ondas de la vida venidera dándoles contenido y forma, lugar y orden».33 La vida produce cultura, pero la cultura instituye formas que maniatan y dirigen la vida. La ambivalencia del concepto reluce con claridad. Por eso, cuando la vida advierte esto, emprende una lucha contra las formas, explica Simmel: «Aquí, pues, quiere la vida algo que absolutamente no puede alcanzar; quiere, pasando por encima de todas las formas, determinarse y aparecer en su inmediatividad desnuda». Estas son «manifestaciones de la más profunda contradicción íntima del espíritu»,34 concluye Simmel. 

Ahora bien, el punto en el que esta tensión constitutiva se revela y se vuelve evidente es el punto en el que la cultura se abre como batalla. En efecto, lo que revela esta tensión es el poder de la cultura, como objeto y como sujeto;35 es decir, el poder que el hombre tiene sobre la cultura, y el poder que la cultura tiene sobre el hombre. Este doble rostro de la cultura, una vez que es contemplado, es el que llama a la batalla. Al hacerse el hombre de una noción que supone, al mismo tiempo, una creación humana y una condición de la acción y de la vida de los humanos, lanzarse a combatir por definir los contenidos concretos de esa creación significa lanzarse a batallar por el control de las condiciones de la acción y de la vida de los demás. Siguiendo con la terminología de Simmel, la vida se lanza a la lucha consciente, a la resistencia o a la imposición de determinadas formas. 

La vida se lanza a la batalla cultural. Este punto se revelará concretamente con el advenimiento de la modernidad. La ambivalencia ontológica de la cultura es la ambivalencia de las condiciones modernas de existencia. Recién entonces, en el marco de una vida moderna, la cultura tomará consciencia de sí misma, delimitando un campo de juego distinguible de lo económico, lo político y lo militar, como para ser tomada por asalto en una batalla cultural. Es necesario entonces, a continuación, comprender las condiciones de la modernidad que habilitaron todo esto.
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1 Immanuel Kant, La metafísica de las costumbres (Madrid: Tecnos, 2008), p. 311.
2 Citado en Clyde Kluckhohn, Alfred Kroeber, Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions (Cambridge (MA): The Museum, 1952). Edición consultada de Pantianos Classics, (S/F), p. 19.
3 G.W.F Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía (México: FCE, 1995), p. 139. 
4 Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray (Buenos Aires: Hyspamérica, 1983), prefacio
5 Zygmunt Bauman, La cultura en el mundo de la modernidad líquida (México: FCE, 2015), p. 85.
6 Kant, La metafísica de las costumbres, p. 238.
7 Kluckhohn; Kroeber, Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions, p. 9.
8 Citado en Marco Aime, Cultura (Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2015), p. 20.
9 Ernst Cassirer, Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura (Ciudad de México: FCE, 2016), p. 60.
10 Ibíd., p. 58.
11 Bronislaw Malinowski, Argonauts of Western Pacific (Londres: Routledge & Sons, 1922), p. 25. Citado en Zygmunt Bauman, La cultura como praxis (Barcelona: Pai- dós, 2002), p. 131.
12 Franz Boas, Race, Language, and Culture (Londres: Macmillan, 1984), p. 258. Citado en Bauman, La cultura como praxis, p. 132.
13 Citado en Aime, Cultura, p. 22.
14 Jorge Bosch, Cultura y contracultura (Buenos Aires: Emecé, 1992), pp. 16-17.
15 Immanuel Kant, Crítica del juicio (Buenos Aires: Editorial Losada, 1961), pp. 51-52. 16 Aristóteles, Política, Libro II, 1269a.
17 Interesa al respecto la siguiente afirmación de un estudioso de Aristóteles y la cuestión del ocio: «El ocio es un estado en el cual la actividad se lleva a cabo como un fin en sí y por no otra razón que el realizarla» (Sebastián De Grazia, Tiempo, trabajo y ocio, Madrid: Tecnos, 1966, p. 4).
18 Josef Pieper, El ocio: fundamento de la cultura (Buenos Aires: Librería Córdoba, 2010), p. 170.
19 José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo (Madrid: Austral, 1987), p. 51.
20 Así puede entenderse que Hegel, explicando los orígenes de la cultura griega, diga que «es sabido que los comienzos de la cultura coinciden con la llegada de los extranjeros a Grecia» (Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid: 2001, p. 408).
21 Kluckhohn; Kroeber, Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions.
22 Robert Nisbet, «El problema del cambio social». En Robert Nisbet et al., Cambio social (Madrid: Alianza, 1979), p. 46.
23 Cf. William Ogburn, «Inmovilidad y persistencia en la sociedad». En R. Nisbet, R. et al., Cambio social.
24 Cf. Lynn White, Medieval Technology and Social Change (Oxford: Claredon Press, 1962). También se puede consultar George Foster, Las culturas tradicionales y los cambios técnicos (México: FCE, 1966).
25 Cf. Darío Roldán, «Posfacio. Epitafio para la idea de Revolución». En François Furet, La revolución francesa en debate (Buenos Aires: Siglo XXI, 2016), pp. 147-152. Y también Alexis De Tocqueville, El antiguo régimen y la revolución (Madrid: Istmo, 2004).
26 Cf. George L. Mosse, La nacionalización de las masas (Madrid: Marcial Pons, 2005), pp. 269-276.
27 Cf. Melville Herskovits, El hombre y sus obras. La ciencia de la antropología cultural (México: FCE, 1952).
28 «Debe entenderse que una relación social es de lucha cuando la acción se orienta por el propósito de imponer la propia voluntad contra la resistencia de la otra u otras partes. Se denominan “pacíficos” aquellos medios de lucha en donde no hay una violencia física efectiva» (Max Weber, Economía y sociedad, México: FCE, 2016, p. 169). La batalla cultural es una lucha que recurre idealmente a medios pacíficos, en donde la voluntad refiere a los contenidos culturales que dominan o que preten- den dominar.
29 John Beattie, Otras culturas. Objetivos, métodos y realizaciones de la antropología cultural (México: FCE, 1972), p. 318.
30 El grado de resistencia no define la batalla. La batalla cultural existe en la medida en que hay algún grado de resistencia, sin importar la magnitud y durabilidad de esa resistencia. Aun la más efímera de las resistencias ya constituye batalla, pues ya supone la colisión de voluntades que está en el centro de la noción de «lucha».
31 Bauman, La cultura como praxis, p. 167.
32 Ibíd., p. 258.
33 Georg Simmel, El conflicto de la cultura moderna (Córdoba: Universidad Nacional de Córdoba / Encuentro Grupo Editor, 2015), p. 37.
34 Simmel, El conflicto de la cultura moderna, p. 68. 
35 En otro lado, Simmel explica que «un tornarse-objetivo del sujeto y un tornarse-subjetivo de algo objetivo [...] constituye lo específico del proceso cultural» (Georg Simmel, De la esencia de la cultura, Buenos Aires: Prometeo Libros, 2008, p. 101).


⌛ Batalla Cultural en 8 minutos | Agustín Laje

QUERIDA RESISTENCIA - DOCUMENTAL DE AGUSTÍN LAJE

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