Conjunto de normas y principios jurídicos que se derivan de la propia naturaleza y de la razón humana, que existen como principios inmutables y universales. El Derecho natural actúa como base para la elaboración e interpretación de las normas del Derecho positivo.
Su origen no estará en la voluntad de las personas, sino en la naturaleza, interpretada con arreglo a criterios diversos: naturaleza creada por un ser supremo, naturaleza racional del ser humano, etc. Para Hugo Grocio (1583-1645) «un dictado de la recta razón, que indica que alguna acción para su conformidad o disconformidad con la misma naturaleza racional, tiene fealdad o necesidad moral, y por consiguiente está prohibida o mandada por Dios, autor de la naturaleza. Los actos sobre los cuales recae el dictado son lícitos o ilícitos de suyo, y por lo tanto, se toman como mandado o prohibidos por Dios, necesariamente: en el cual concepto se diferencia este derecho no solamente del humano, sino también del divino voluntario, el cual no manda o prohíbe lo que de suyo y por su misma naturaleza es lícito o ilícito, sino que prohibiendo o mandando hace las cosas lícitas o ilícitas». El derecho natural responde a una razón tan universal y permanente, es tan inmutable «que ni aun Dios lo puede cambiar». Para Samuel Puffendorf (1632-1694), «todo lo que contribuye necesariamente a la sociabilidad universal debe ser tenido por prescrito en el derecho natural; y todo lo que le enturbia, debe, por el contrario, ser prohibido por el mismo derecho».
· Expresión susceptible de acepciones muy diferentes:
1º Investigación de lo justo por medio de un estudio racional y concreto de las realidades sociales, orientado por la consideración de la finalidad del hombre y del universo.
2º Principios inmutables, descubiertos por la razón, que permiten comprobar el valor de las reglas de conducta positivas admitidas por el derecho objetivo.
Filosofía del Derecho
El derecho natural es el ordenamiento jurídico que nace y se funda en la naturaleza humana, no debiendo su origen, por tanto, a la voluntad normativa de ninguna autoridad, como ocurre con el derecho positivo. Es un conjunto de preceptos que se imponen al derecho positivo y que éste debe respetar. El derecho positivo está establecido y sancionado, para cada tiempo y cada comunidad social, por la voluntad del legislador, que representa la voluntad social; por lo tanto, se trata de un derecho variable, contingente, mientras que el derecho natural es un orden jurídico objetivo, no procedente de legislador alguno, que se impone a los hombres por su propia naturaleza; es objetivo e inmutable y conocido por la razón.
Por encima del derecho positivo, dimanante de un legislador, existe un derecho independiente, que se justifica en la exigencia misma de introducir en el concepto del derecho y del estado el valor fundamental y original de la persona humana, y colocar este valor en el vértice de todo el sistema jurídico.
Es necesario señalar que las normas que integran el derecho natural son de carácter jurídico, una realidad jurídica objetiva y no unos principios de carácter moral o religioso. El derecho natural constituye un verdadero ordenamiento jurídico, con sus mandatos y prohibiciones, independiente de la voluntad humana y de toda reglamentación positiva.
El carácter jurídico de los preceptos del derecho natural ha sido negado por las posturas positivistas. El derecho natural carece de positividad, por lo que debe, según los iuspositivistas, negarse su realidad o su carácter normativo, ya que la positividad es una característica esencial del derecho. Frente a esto hay que distinguir entre derecho concreto, históricamente dado, que requiere efectivamente vigencia o positividad, y el derecho como realidad esencial e intemporal (A. FERNÁNDEZ-GALIANO). El derecho natural está vigente a través de los ordenamientos concretos que lo incorporan, por lo que habrá de afirmar su condición de tal derecho. El derecho natural es derecho, tanto por la estructura de sus normas (enunciados prescriptivos relativos a comportamientos) como por su obligatoriedad (el derecho natural es aceptado como objetivamente obligatorio).
Los principios del derecho natural se basan en la naturaleza humana. Pero actualmente, al hablar del concepto de derecho natural, se alude no sólo a la naturaleza del hombre, sino a un conjunto de realidades en las cuales se desarrolla la convivencia social (factores culturales, sociológicos, etc.).
El derecho natural es el fundamento del derecho positivo, es decir, éste está subordinado al natural. El derecho natural sirve al ordenamiento positivo de control y límite, y además de complemento. El derecho natural justifica la existencia y obligatoriedad del positivo, pero no es éste una mera repetición del primero, ya que los preceptos naturales son abstractos, generales y universales, de lo que nace la exigencia de la existencia de un derecho positivo concreto y adaptado a cada sociedad en cada tiempo, incorporando el valor de justicia subyacente en estos principios naturales.
Una expresión contemporánea -no única- del derecho natural se traduce con los derechos humanos fundamentales. Éstos se pueden definir como aquellos de los que es titular el hombre, no por graciosa concesión de las normas positivas, sino con anterioridad e independientemente de ellas, y por el mismo hecho de ser hombre, de participar de la naturaleza humana (A. FERNÁNDEZ-GALIANO).
El fundamento de los derechos humanos se encuentra en el derecho natural. El derecho a la integridad moral y física, a la libertad, a la defensa legal, etc., constituyen una dotación jurídica básica igual para todos los hombres, por encima de toda discriminación. El origen de los derechos humanos no puede ser la Constitución, ni un convenio internacional, ya que esto implicaría que pueden ser suprimidos o modificados libremente por el legislador constituyente o por las autoridades firmantes de ese convenio. Por lo tanto, dejarían de ser derechos fundamentales intangibles.
La teoría de los derechos fundamentales supone, cualquiera que sea la terminología empleada (derechos del hombre, derechos fundamentales, derechos naturales...), la existencia de un ordenamiento superior, el derecho natural, que es su fundamento y justificación.
Varias son las orientaciones que ha tenido, a través de la historia, la doctrina del derecho natural.
1) la expresión es originaria de Roma. Bajo la influencia de la filosofía griega, los juristas romanos afirmaron la existencia de un derecho superior al positivo, común a todos los pueblos y épocas. Pero se advierte cierta vacilación en la terminología.
Algunos llamaban derecho natural lo que la naturaleza enseñó a todos los animales, incluso el hombre y lo contraponian al derecho de gentes (jus gentium), usado por todos los pueblos.
Otros daban a éste último el nombre de jus naturae, sin precisar mayormente acerca de su contenido.
Y otros, como Paulo, forjaron la idea que después prevaleció de que el derecho natural est quod semper aequum et bonum est.
Ciceron, en varios pasajes de sus obras, perfeccionó el concepto de un ordenamiento superior, inmutable, "que llama a los hombres al bien por medio de sus mandamientos y los aleja del mal por sus amenazas", que no puede ser derogado por las leyes positivas, que "rige a la vez a todos los pueblos y en todos los tiempos", y formado no por las opiniones, sino por la naturaleza, por "la recta razón inscripta en todos los corazones".
En el último estado del derecho romano, cuando ya se nota la influencia del cristianismo, aparece en las institutas de Justiniano una nueva definición de ese orden jurídico:
sed naturalia quidem quae Apud omnes gentes peraeque servantur, divina quadam providentia constituta, semper firma atque unmutabilia permanente. (Pero los derechos naturales, que existen en todos los pueblos, constituidos por la providencia divina, permanecen siempre firmes e inmutables).
2) el cristianismo perfeccionó este concepto, que coincidía con sus orientaciones filosóficas y políticas. La necesidad de libertar a la persona humana de la tutela absorbente del estado debía conducir, lógicamente, a buscar un sistema jurídico que no fuera sólo la expresión de la voluntad de los gobernantes. En el siglo VII, San Isidoro de Sevilla recogió de la tradición romana la idea de un derecho commune omnium nationum... Numquam injustum, sed naturales, aequumque (común a todas las naciones..., Que nunca es tenido por injusto, sino por natural y equitativo).
Fue santo tomas de Aquino (1225-1274) quien dió a esta doctrina su más perfecto desarrollo. Hay tres clases de leyes o de sistemas jurídicos que derivan jerárquicamente el uno del otro: la ley eterna es la razón divina que gobierna al mundo físico y moral, y no puede Saer conocida sino a través de sus manifestaciones; la ley natural es "la participación de la ley eterna en la criatura racional", y podemos conocerla con "la luz de la razón natural, por la que discernimos lo que es bueno y lo que es malo"; y la ley humana deriva racionalmente de la anterior para "disponer mas particularmente algunas cosas".
Esta ley natural-que ahora nos interesa- es universal e inmutable, y superior a las leyes humanas. Sus preceptos son muy generales, y podrían reducirse a uno solo: hacer el bien y evitar el mal. Pero santo tomas da algunos ejemplos: pertenecen a la ley natural aquellas reglas por las cuales se conserva la vida del hombre y se impide lo contrario; las que permiten hacer lo que la naturaleza enseñó a todos los animales, como la Unión de los sexos, la educación de los hijos y otras semejantes; y las que coinciden con la inclinación del hombre a conocer la verdad sobre Dios y a vivir en sociedad. De esta última deriva la obligación de no dañar a otros.
Esta teoría fue desarrollada durante el siglo XVV por los teólogos españoles, especialmente domingo Soto (de justitia et iure, 1556) y Francisco Suárez (tractatus de legibus ac deo legislatore, 1612). Convertida en la doctrina oficial de la Iglesia catolica, ha encontrado en este siglo nuevos y brillantes expositores, que forman el movimiento que se ha llamado el renacimiento del derecho natural.
3) la escuela del derecho natural y de gentes debe su origen a Hugo grocio, que público en 1625 su libro de iure Belli AC pacis. Grocio reconoce la existencia de un derecho natural, pero se aparta de la escolástica al considerarlo como "una regla dictada por la recta razón", la cual nos indica que una acción es torpe o moral según su conformidad o disconformidad con la naturaleza racional.
Y esta regla existiría -agrega- aunque no hubiera Dios o no se ocupara de los asuntos humanos.
Grocio separó así netamente el derecho de su fundamento religioso y moral. El derecho natural ya no es una aspiración instintiva hacia la justicia, ni un reflejo de la sabiduría divina, sino un producto totalmente intelectual y humano. Más aun: el derecho natural no comprende solamente los preceptos fundamentales de la convivencia social, sino que puede llegar, por el esfuerzo racional de los hombres, a elaborar sistemas jurídicos completos. Y la diversidad que se advierte entre las legislaciones positivas solo revela que los pueblos no siempre han tenido una conciencia clara de lo que debe ser el derecho.
A pesar de su enorme predominio durante los siglos XVII y XVIII, la escuela del derecho natural y de gentes se encuentra hoy abandonada.
Su excesivo racionalismo la hizo apartarse de la realidad, convirtiendo el derecho es un producto puramente intelectual, que no tiene en cuenta la experiencia y las condiciones de la sociedad en donde va a imperar. Y la eliminación de todo vínculo entre el derecho y los demás órdenes normativos le quito ese fundamento ideal que lo justifica, para convertirlo en un simple resultado del esfuerzo racional del hombre, limitado y falible.
La doctrina del derecho natural -en su expresión tomista que podemos llamar tradicional- es, por lo tanto, la única que consigue dar un fundamento y una finalidad al orden jurídico. Ese fundamento reside en la existencia de principios superiores a la voluntad humana, y a los cuales debe esta someterse. Así como el hombre no se ha creado a si mismo ni a la sociedad, tampoco quedan enteramente a su arbitrio las leyes que deben gobernarlo y regir el desenvolvimiento colectivo. Hay principios generales que se imponen como una necesidad racional a las determinaciones de los legisladores, porque derivan de la naturaleza misma de los seres humanos y de las exigencias de su vida en común, y esos principios son universales e inmutables, porque dan las normas básicas de la convivencia social en todas las épocas y lugares.
Estos preceptos no derivan de una determinación mas o menos arbitraria de los hombres, sino que vienen impuestos por fuerzas que gravitan decisivamente en la elaboración de las normas, y que se presentan al espíritu como una exigencia natural. En otros términos, no son solamente principios racionales-pues en tal caso podrían variar con las circunstancias y los distintos criterios intelectuales-, sino que existen del mismo modo que las leyes naturales que rigen el mundo intelectual, pero se imponen a la razón humana, y ésta puede desarrollar progresivamente su conocimiento.
Si atendemos al contenido de este derecho natural, advertimos que se funda en exigencias de la vida humana en sociedad, y que deriva de las características comunes a todos los hombres, cualesquiera sean su raza o sus modalidades peculiares. El ser humano revela, ante todo tres instintos o tendencias, de los cuales provienen ciertas normas básicas de la vida social: el instinto de conservación, la tendencia a propagar la especie y la necesidad de vivir en sociedad con sus semejantes
Todo derecho debe, por consiguiente, fundarse sobre esos requerimientos de la naturaleza: debe proteger la vida y la integridad física de los hombres; favorecer la Unión de los sexos para la propagación de la especie y la educación de los hijos, haciendo del matrimonio y la familia dos instrumentos cuyos fines específicos merecen ser reconocidos y afianzados; y organizar un gobierno que mantenga el orden e la comunidad y oriente la conducta de sus miembros a fin de asegurar el bienestar colectivo. Con éste último fin e s preciso reconocer a la autoridad cierto imperio sobre los individuos, a los cuales puede exigir los sacrificios destinados a realizar el bien común.
Además, el derecho, establecido para regular la actividad humana en sociedad, no puede olvidar que las personas tienen fines particulares y supremos que cumplir, y debe por lo tanto asegurarlos. Para ello es preciso quae reconozca las libertades esenciales:
de conciencia, de culto, de acción en sus múltiples formas, de asociación y de intervención en el gobierno de la comunidad, sujetas todas ellas a las restricciones que derivan de los derechos de las demás personas y de los intereses colectivos. Estas restricciones, y los demás sacrificios que puede exigir el estado, deben naturalmente fundarse en la igualdad de tratamiento que merece todo ser humano, sin que puedan establecerse distinciones arbitrarias o injustas entre los grupos e las clases, sobre estos dos principios fundamentales, la libertad y la igualdad, reposan racionalmente las relaciones entre el estado y sus miembros.
Como las cosas y los bienes han sido creados para que el hombre pueda utilizarlos-y este uso constituye también una tendencia natural perceptible en todos los pueblos es lógico que exista el derecho de propiedad. El respeto por la vida y por los bienes ajenos justifica el axioma moral que exige no hacer daño a otro. Y reparar el que haya sido ocasionado por culpa o negligencia.
En las relaciones humanas cada uno debe recibir lo que le corresponde, de donde deriva, entre otras cosas, la regla que exige el cumplimiento de las obligaciones.
Tales son los principios fundamentales del derecho natural. Derivan de modos de será y normas de existencia inmutables y necesarias del género humano, se imponen a la reflexión, y pueden ser demostrados lógicamente, la razón no los crea, pero los reconoce y puede desarrollarlos y extraer de ellos nuevas conclusiones, antes ignoradas, la ciencia del derecho se encuentra obligada a admitir su existencia si efectivamente aspira a ser una ciencia normativa, es decir, a señalar las normas que deben racionalmente dirigir la conducta humana en sociedad. Pues si se limitara a la contemplación exclusiva del orden jurídico vigente en la realidad, olvidaría los principios y las bases en que este se apoya.
Estos principios fueron ya sintetizados por los romanos, al decir:
iuris praecepta sunt haec: honeste vívere, alterum non Laedere, suum quique tribuere. (Los preceptos del derecho son estos: vivir honestamente, no dañar a otros, dar a cada uno lo suyo). Vivir honestamente significa, en el caso, actuar de acuerdo con las normas morales que se incorporan al orden jurídico; no dañar a otros constituye una de las bases fundamentales de los derechos civil y penal; y dar a cada uno lo suyo es lo que exige la justicia como finalidad suprema del derecho.
Conjunto de normas ideales, justas y eternas, reguladoras de la conducta humana.
1. si por derecho se entiende el ordenamiento social justo, el derecho natural constituye el meollo o nucleo de ese ordenamiento que, conforme a la naturaleza humana, tiende a la instauración de la justicia en la Sociedad; y el derecho positivo es la concreción del derecho natural, es decir, la traducción del derecho natural y su adaptación a las circunstancias sociales concretas de un momento histórico determinado, hic et nunc. El derecho positivo es aquel que regula en forma efectiva la vida de un pueblo en un determinado momento histórico.
2. en tanto que el derecho positivo es el orden que procura una aproximación creciente a la justicia, el orden que tiende a su perfección sin alcanzarla por completo, el derecho natural es la orientación de esa transformación, de ese dinamismo; es el atractivo de la justicia. Por esta relación entre ambos órdenes, es dable comprender el derecho positivo-según el pensamiento de Renard-como la interpretación del derecho natural influida por: 1) las condiciones del medio social; 2) las posibilidades de la coacción, y 3) la preocupación de consolidar el orden establecido.
Una acción negativa que tiene el sentido de una barrera: significa la paralización del derecho positivo en la medida que este contradice sustancialmente al derecho natural, por resultar entonces un derecho injusto, es decir, un no-derecho. Y una acción positiva en cuanto el derecho natural es un manantial de orientación del derecho positivo, del que no organiza soluciones pero al que imparte directivas.
Desde este punto de vista el derecho positivo agrega al derecho natural una doble armadura de fórmulas y sanciones.
Por esa influencia del derecho natural sobre el derecho positivo, la historia jurídica muestra un continuo deslizamiento de las nociones generales de justicia y moral social hacia el derecho positivo. Recuérdense los ejemplos que suministra el derecho romano con la actio doli y el derecho contemporáneo con el reconocimiento de la propiedad intelectual: es que el progreso del derecho positivo se realiza mediante una invasión progresiva de la moral social.
4. las teorías del derecho natural se denominan jusnaturalistas y se dividen en dos grupos principales: a) unos lo consideran emanado de la voluntad divina (escuela escolástica) y b) otros lo aceptan como surgido de la naturaleza de las cosas.
5. Dentro de la segunda posición, la escuela del derecho de la naturaleza sostiene el derecho del hombre en estado de naturaleza (estado de aislamiento, por oposición al estado de sociedad); derecho inmutable (como la naturaleza del hombre), escrito en el corazón del hombre y que, por la reflexión e introspeccion, puede ser precisado hasta en sus detalles de aplicación.
6. para los enciclopedistas y durante el siglo XIX, se desarrolla el concepto precedente y se acentúa la noción de libertad individual llegando al principio de la autonomía de la voluntad: todo derecho proviene de un contrato, inclusive el derecho público (contrato social).
7. con posterioridad, reaccionando sobre la negación de la escuela histórica (positivista), solidarista y sociológica, se llega al derecho natural de contenido variado: el derecho se halla dominado por el sentimiento de justicia, natural en el hombre; pero ese sentimiento y el derecho que de el deriva, son esencialmente variables, según las épocas y los países.
8. finalmente se llega al derecho natural irreductible o de contenido progresivo, donde la idea de justicia esa fundamento del derecho y su finalidad, el bien común, variable según las épocas y los países, es descubierto por la razón humana al trabajar sobre los datos sociales (economía política, costumbre, tradiciones nacionales).
MICHAEL HUEMER
Un estudio del derecho a la coacción
y el deber de obediencia
Prefacio
Este libro aborda la cuestión esencial de la filosofía política: acreditar la autoridad del estado. Es ésa una noción que siempre me ha resultado chocante por parecerme un concepto desconcertante que plantea muchos problemas; ¿por qué 535 personas en Washington han de estar facultadas para dar órdenes a otros trescientos millones? ¿Por qué motivo tienen esos otros que obedecerles? En las páginas que siguen argumento que estas preguntas carecen de respuestas convincentes. ¿Y eso qué importancia tiene? En casi cualquier reflexión sobre política los argumentos se centrarán en cuáles han de ser las medidas que el estado debe poner en práctica, y en casi todas las polémicas —ya se susciten en ambientes académicos de filosofía política o en foros de debate más populares— se presupone que el estado disfruta de una clase peculiar de autoridad que le permite emitir órdenes al resto de la sociedad. Así por ejemplo, cuando debatimos sobre cuál ha de ser la política de inmigración, damos por sentado que el derecho de fiscalizar quién entra y sale de un país obra en poder del estado. O, si estamos deliberando sobre cuál es la mejor normativa fiscal, aceptamos que el estado goza de la prerrogativa de poder despojar a las personas de sus bienes. O, al discutir sobre la reforma del sistema de salud, suponemos que el estado tiene la potestad de decidir qué servicios sanitarios hay que proporcionar y cómo pagar por ellos. Si, como confío en ser capaz de convencer al lector, todas las anteriores presunciones yerran, entonces la práctica totalidad del discurso político actual está desencaminado y ha de ser repensado de raíz.
¿Quién debería leer este libro? Las cuestiones que aquí se abordan tendrán aliciente para aquellos a quienes interese la política y el papel del estado. Espero que el libro sea de algún provecho a mis colegas filósofos, aunque también confío en que rebase el ámbito de ese reducido grupo; así pues, he tratado de reducir al mínimo imprescindible el recurso a la jerigonza académica y mantener la redacción diáfana y directa. Su lectura no presupone ningún conocimiento especializado.
¿Contiene este libro ideología extremista? Sí y no. En las páginas que siguen, voy a defender algunas conclusiones radicales, pero aun siendo un extremista, siempre me he esforzado por ser un extremista razonable. Para razonar, me baso en lo que considero son juicios éticos de sentido común. No abrazo ninguna grandiosa y polémica teoría filosófica ni ninguna interpretación categórica de unos valores concretos ni ningún conjunto de afirmaciones experimentales discutibles. Lo que quiero decir con esto es que, aunque mis conclusiones sean sumamente polémicas, mis premisas no lo son; es más, me he afanado en examinar otros puntos de vista otorgándoles un trato imparcial y ajustado, y he atendido al detalle de las tentativas de justificación de la autoridad estatal más interesantes y, en principio, razonables. En cuanto a mi propia opinión política, planteo todas las objeciones importantes que se le han formulado, tanto en la literatura especializada como expresadas verbalmente. Aunque sabiendo cómo son los asuntos de política no puedo contar con persuadir a los más fervorosos partidarios de otras ideologías, mi intención, empero, pasa por convencer a quienes mantengan una actitud abierta y receptiva sobre el problema que plantea la autoridad política.
¿Cuáles son los contenidos del libro? Los capítulos dos al cinco analizan las teorías filosóficas referentes a la fundamentación de la autoridad del estado. El capítulo seis analiza los indicios psicológicos e históricos que delatan nuestras disposiciones hacia el poder. En el capítulo siete se plantea la cuestión de cuál debería ser el comportamiento de funcionarios y del resto de ciudadanos en ausencia de autoridad estatal; es aquí donde aparecen las sugerencias de índole más perentoriamente práctica. La segunda parte del libro presenta una alternativa de estructura social no basada en el concepto de autoridad. Los capítulos diez al doce examinan los problemas prácticos más evidentes que plantea tal tipo de sociedad. En el último capítulo se trata si acaso es posible que las modificaciones que yo aconsejo pudieran llegar a producirse y de qué modo.
Deseo mostrar mi reconocimiento a los amigos y colegas que me ayudaron durante la escritura de este libro: Bryan Caplan, David Boonin, Jason Brennan, Gary Chartier, Kevin Vallier, Matt Skene, David Gordon y Eric Chwang ofrecieron inestimables opiniones que contribuyeron a suprimir errores y a pulir el texto en muchos puntos y les estoy agradecido por su generosidad. En cuanto a los errores que pudieran restar, el lector deberá referirse a esa lista de profesores y exigirles una explicación por no haberlos enmendado. Este trabajo se llevó a cabo con la ayuda de una beca del centro de humanidades y de las artes de la universidad de Colorado —cuya colaboración agradezco— durante el año académico 2011-2012.
Primera parte
El espejismo de la autoridad
1 El problema de la autoridad política
1.1 Una parábola política
Comencemos narrando una pequeña parábola política. Supongamos que usted vive en un pequeño pueblo que soporta un elevado índice de criminalidad; hay vándalos que campan a sus anchas por el lugar saqueando y destruyendo propiedades, y nadie parece tomar cartas en el asunto. Así hasta que un buen día usted y los suyos deciden poner coto a la situación: empuñan sus armas y salen a la caza de malhechores. Cuando consiguen atrapar a uno, lo conducen hasta su domicilio a punta de pistola y allí lo encierran en el sótano. Los prisioneros son atendidos, pero la intención es mantenerlos en esa situación de encarcelamiento durante varios años para que así aprendan la lección. Después de proceder de este modo varias semanas, usted decide hacer una ronda de visitas por el vecindario, comenzando por su vecino de al lado. Cuando éste abre la puerta, usted le pregunta: «¿Ha notado cómo se ha reducido el vandalismo en las últimas semanas?». Él asiente. «Bueno, pues ha sido gracias a mí.» Y le expone su plan anticrimen. Al percatarse del recelo con que lo mira su vecino, usted prosigue:
«En fin, es lo mismo, estoy aquí porque ha llegado el momento de recaudar su contribución al fondo de prevención del crimen. Su cuota mensual es de 100 dólares». Como el vecino se queda mirándolo fijamente sin asomo de ir a darle el dinero, usted le explica pacientemente que, por desgracia, de negarse a cumplir con el pago que se le demanda, él mismo será calificado de criminal y estará expuesto a una larga condena de reclusión en el sótano, junto al resto de delincuentes. Y, haciéndole notar la pistola en la cadera, le señala que está decidido a llevárselo por la fuerza de ser necesario. ¿Qué recibimiento cabría suponer por parte de sus vecinos si ésta fuese su actitud para con ellos? ¿Serían mayoría los que alegremente le entregarían la aportación a los gastos de prevención del crimen? Probablemente no; probablemente lo previsible sería algo como lo que expongo a continuación. En primer lugar, casi nadie coincidiría con usted en que le deban nada; y aunque algunos llegasen a pagarle por miedo a terminar encarcelados en el sótano y otros pocos lo hicieran por pura animadversión hacia los criminales, casi ninguno consideraría estar obligado a ello. Los que se negasen a pagar serían más bien elogiados que censurados por haberse resistido a su pretensión.
En segundo lugar, la mayoría juzgaría sus intenciones como intolerables. Las exigencias de pago serían condenadas como pura extorsión, y la reclusión forzosa de los que rechazasen el pago, como secuestro. Lo indignante de su proceder, sumado a lo insensato de su pretensión de que el resto del pueblo reconozca tener el deber de financiarle, bastaría para que muchos pusieran en duda su juicio. ¿Y qué tiene que ver esta parábola con la filosofía política? Pues que en ella, usted se está comportando como una versión rudimentaria del Estado. Aunque no llega a asumir todas las tareas del típico Estado moderno, sí desempeña dos de sus funciones principales al sancionar a quienes atropellan los derechos de terceros o desoyen sus órdenes, y al recaudar una contribución forzosa para financiar sus actividades. Cuando se trata del Estado, estas tareas se denominan «aparato de justicia criminal» y «fisco»; cuando se trata de usted, se denominan «secuestro» y «extorsión».
Aparentemente, son el mismo tipo de ocupaciones, pero la mayoría de la gente se mostrará mucho más benévola al calificar las actuaciones del Estado que las suyas en la parábola: una gran proporción de la gente respalda que el Estado ordene el encarcelamiento de los delincuentes, siente como una obligación el hecho de pagar impuestos y juzga las represalias hacia los evasores como algo conveniente y como una de las prerrogativas del gobierno. Esto pone de manifiesto una característica general de nuestra postura frente al Estado: se considera que los gobiernos están éticamente justificados para emprender acciones que ningún particular ni organización no estatal podría realizar. Simultáneamente, se considera que los individuos tienen obligaciones para con sus gobiernos que no tienen hacia el resto de personas o de organizaciones no estatales; obligaciones que seguirían sin existir aunque estas personas o los agentes de estas organizaciones actuasen de modo similar al de un Estado.
No estamos hablando aquí solamente de la ley ni de los tejemanejes en los que un individuo concreto puede meterse y salirse con la suya, sino de que, en nuestros juicios morales, trazamos una frontera muy marcada para separar los actos que ejecuta el Estado de los del resto de personas o entidades no estatales. Así, actos que serían tenidos por injustos o moralmente inaceptables de ser emprendidos por agentes privados serán a menudo considerados como perfectamente admisibles —incluso dignos de encomio— si es el Estado quien los lleva a cabo. De aquí en adelante, utilizaré el término «obligación» para referirme a obligaciones de tipo moral que van más allá de lo meramente legal; y lo mismo digo para el término «derechos».1
¿Por qué otorgamos al Estado esta condición moral tan diferenciada? ¿Hay alguna justificación para actuar así? Éste es el problema que plantea la autoridad política.
1.2. El concepto de autoridad:
primeras pinceladas ¿De qué forma actúa el juicio moral común que nos lleva a distinguir entre sus acciones como protagonista de la parábola y las del Estado? En líneas generales, las explicaciones que se pueden aportar pertenecen a una de dos categorías. La primera sostiene que, pese a las similitudes, se trata de dos comportamientos verdaderamente diferentes. Lo que hace el Estado no es lo mismo que lo que hace el justiciero. Podría aducirse, por ejemplo, que su personaje en la parábola no está sometiendo a los delincuentes a un juicio justo tal y como el gobierno se encarga de hacer (en algunos países). Eso señalaría una posible vía de justificación del hecho de que el comportamiento justiciero tenga menos legitimidad que el del Estado. La segunda categoría argumenta que los dos agentes son distintos; 2 esto es, si bien puede que el Estado esté haciendo lo mismo que el justiciero, es el sujeto de la acción lo que marca la auténtica diferencia. El comportamiento de su personaje en la historia será reprobado, pero no porque su copia de la conducta estatal no sea fiel, sino por estar comportándose como un Estado cuando usted no lo es. Es precisamente esta segunda clase de argumentaciones lo que califico como una invocación de la autoridad política. La autoridad política (o simplemente «autoridad», en lo sucesivo) es la supuesta característica moral en virtud de la cual el Estado puede coaccionar a los individuos de un modo que el resto de personas tiene prohibido, y en virtud de la cual los ciudadanos tienen una obligación de obediencia en situaciones en las que no deberían obediencia a ninguna otra persona. La autoridad, pues, muestra dos facetas:
1. Legitimidad política: el derecho que tiene el Estado a dictar cierto tipo de leyes y a hacer que la sociedad las cumpla por la fuerza; en pocas palabras: el privilegio de mando.3
2. Obligación política: la obligación que tienen los ciudadanos de obedecer a su gobierno, incluso si en idénticas circunstancias no estuviesen obligados a obedecer mandatos similares de haber sido emitidos por un agente no estatal.
Si el gobierno disfruta de «autoridad», entonces tanto (I) como (II) designan conceptos reales: el Estado tiene derecho a ejercer el mando y los ciudadanos tienen la obligación de obedecerle. El hecho de tener obligaciones políticas no implica que baste con que cada uno adecúe su comportamiento a lo que exigen los mandatos del Estado.4 Así, por ejemplo: la ley prohíbe el asesinato y es verdad que estamos sujetos a la obligación moral de no cometer ninguno, pero eso no basta para afirmar que estemos sometidos a obligaciones políticas, porque en cualquier caso nos veríamos moralmente forzados a no asesinar aunque no hubiera ley que lo condenase. Sin embargo, en otros casos, la opinión popular avala la idea de que debemos hacer ciertas cosas precisamente porque hay una ley que así lo exige, y que, de no haberla, esa obligación no existiría. Por ejemplo, la mayoría cree que hay que pagar impuestos sobre las ganancias en los países que así lo exijan, y en los importes que demanden las respectivas normativas fiscales. Los que opinan que la carga fiscal es excesiva no se sienten por ello facultados a evadir parte del tributo; los que opinan que la cuantía de los impuestos es insuficiente no se sienten forzados a ingresar en la Hacienda estatal un importe extraordinario. Y si la ley se modificase de forma que dejara de demandar un impuesto sobre la renta, entonces cesaría la obligación de ceder al Estado esa fracción de los ingresos; así pues, según la opinión popular, el deber de pagar impuestos es una obligación política.5
No es preciso que quienes creen en la autoridad política la contemplen como algo incondicional o absoluto, ni tienen por qué sostener que todos los gobiernos están revestidos de ella. Se puede mantener, por ejemplo, que la autoridad del Estado es algo eventual sujeto a la contingencia de su respeto por los derechos humanos fundamentales y de cierto grado mínimo de participación ciudadana en la política. En este sentido, pues, las tiranías carecen de autoridad. También puede defenderse que ni siquiera un gobierno legítimo puede ordenar a nadie cometer un asesinato —por ejemplo—, y que ningún ciudadano debería sentirse afectado por una orden como ésa. De este modo, un partidario de la doctrina de la autoridad puede perfectamente pensar que esa autoridad queda limitada a ciertos Estados en ciertos ámbitos. Y a pesar de las restricciones anteriores, el poder que se atribuye el Estado constituye una característica moral formidable: tal y como vimos en la sección 1.1, este tipo de autoridad acredita el derecho a actuar de formas que serían tachadas de abusivas e injustas de ser ejecutadas por agentes no estatales.
Voy a proponer otra variación: los agentes estatales suelen detener a las personas sólo cuando se infringen unas reglas que han sido hechas públicas explícitamente —las leyes—, mientras que los individuos justicieros reparten castigos según les dicta su propia percepción del bien y del mal. También esta disparidad puede solventarse. Voy a suponer que usted emite una larga lista que contiene todos los comportamientos que juzga inaceptables, acompañados por la correspondiente relación de qué piensa hacer con quien se dedique a adoptar cada uno. Diversas copias de esa lista son exhibidas en un tablón de anuncios situado en el exterior de su casa. De nuevo nos encontramos con que esto tampoco aporta legitimidad a su proceder.
Una indicación más razonable señalaría que su comportamiento es inadmisible porque la comunidad no lo eligió a usted para ejercer esa función, mientras que, por el contrario, los ciudadanos de países democráticos sí eligen a sus dirigentes. (Esta justificación conlleva que únicamente los gobiernos democráticos son legítimos, así pues, la inmensa mayoría de gobiernos que la historia ha contemplado carecían de legitimidad. Y la inmensa mayoría de la gente no estaba ligada a ellos por ningún tipo de obligación política. Simplemente esa consideración seguramente esté ya introduciendo una enmienda de considerable calado en la percepción popular.) Pero dese cuenta de qué modo esa forma de dar razón de la diferencia entre el Estado y el justiciero recurre a la noción de autoridad: no pretende que la tarea que lleva a cabo el vengador que va por libre sea distinta a la del Estado, sino que esos actos
1.3. Acciones y agentes. El requisito de la autoridad
¿Es esta noción de autoridad una condición necesaria para explicar la diferencia moral que distingue al Estado del justiciero que actúa por su cuenta? ¿O acaso basta para ello señalar las disparidades que se dan entre los comportamientos de uno y otro?
De acuerdo con mi relato de la parábola, el comportamiento del protagonista diverge del del gobierno común en bastantes puntos, pero ninguna de esas diferencias es esencial. Es posible afinar el ejemplo para eliminar cualquier elemento de desavenencia que resulte pertinente y aun así, y mientras el vengador no sea un funcionario, la mayoría continuará juzgando su comportamiento con mucha mayor severidad que el de agentes del Estado que obren del mismo modo. De este modo, si tenemos en cuenta que muchas administraciones ofrecen un juicio justo a los acusados, podemos suponer que el justiciero hace lo propio: cada vez que atrapa a un delincuente, reúne a un grupo de vecinos y los obliga a constituirse en jurado. Tras la presentación de pruebas, hace que los vecinos dictaminen acerca de la culpabilidad o inocencia del acusado, y decidirá si aplica o no una sanción según sea la resolución acordada. ¿Transformaría esto sus acciones en aceptables? Tal vez así su forma de tratar a los delincuentes sea más ecuánime, pero apenas puede decirse que haga ganar algo de legitimidad a su plan; en realidad, acaba de añadir un nuevo delito a su lista de abusos: está sometiendo a algunos de sus vecinos a trabajos forzados.
1.4. La importancia de la coacción y el alcance de la autoridad
La necesidad de disponer de un argumento que sustente la idea de legitimidad política surge de la trascendencia moral de la coacción y de la naturaleza coactiva del Estado. Es importante llamar la atención sobre estos principios para tener una impresión clara de qué cosas requieren explicación antes de intentar explicarlas. En primer lugar, ¿qué es la coacción? En lo sucesivo, utilizaré el término «coacción» para indicar el uso o la amenaza del uso de la fuerza física de una persona contra otra. Cuando hable de coaccionar a una persona para que haga algo, querré significar el uso o la amenaza del uso de la fuerza física para instigarla a realizar esa acción. Utilizaré los términos «fuerza física» y «violencia» indistintamente. No voy a intentar aquí dar una definición de la expresión «fuerza física», bastará con el entendimiento intuitivo del término. No voy a valerme de ninguna opinión polémica para precisar qué puede y qué no puede ser calificado de fuerza física.
La definición que doy al término «coacción» no es el resultado de un análisis del uso de la palabra en el idioma corriente; se trata de una definición estipulativa que pretende evitar la repetición del enunciado «el uso o la amenaza del uso de la fuerza física». La manera que tengo de utilizar la palabra difiere del uso común que se le suele dar habitualmente al menos de dos formas: en primer lugar, en el lenguaje de la calle, cuando A coacciona a B, A está induciendo a B a comportarse de acuerdo con los deseos de A en algún modo. Sin embargo, tal y como yo empleo el término, A podría estar coaccionando a B cuando daña físicamente a B, independientemente de si A está modificando con ello el comportamiento de B. En segundo lugar, el significado corriente de la palabra admite como coacción una variedad más amplia de intimidaciones. En su acepción corriente, A podría estar coaccionando a B si A emplea amenazas de propagar rumores maliciosos sobre B.
Algo así no podría ser calificado como coacción en el sentido que yo aplico al término porque no conmina mediante el uso de violencia física. La idea corriente de coacción es útil en muchos contextos, pero yo presento una definición estipulativa porque hacerlo me permite tener en cuenta ciertas importantes y enjundiosas argumentaciones sobre la autoridad política a la vez que evito discusiones semánticas innecesarias.6
El estado es una institución coactiva. En términos generales, cuando el estado dicta una ley, va acompañada de sanciones a imponer a sus infractores. En principio sería concebible la promulgación de una ley cuyo incumplimiento no acarrease castigo alguno, pero en la práctica todos los gobiernos incluyen penalizaciones en prácticamente todas las leyes.7 En realidad, no todos los que transgredan la ley serán castigados, pero sí es cierto que el estado hará un prudente esfuerzo (fructífero en un buen número de casos) para sancionar a los infractores, habitualmente mediante multas o encarcelamiento. Este tipo de castigo está pensado como forma de sancionar a los transgresores y suele dar buenos resultados. Raramente es preciso recurrir a la abierta violencia física. No obstante, la violencia juega un papel decisivo en el ordenamiento, ya que sin esa amenaza los incumplidores podrían optar sencillamente por no cumplir ninguna sanción. Así por ejemplo, el estado ordena que los conductores se detengan ante los semáforos en rojo. Desobedecer este mandato conlleva una sanción de multa de 200 $.
Pero esto, a su vez, no es más que un nuevo mandato, y si usted no acatase la orden de parar en el semáforo en rojo, ¿por qué habría que actuar de otra manera ante la de pagar 200 $? Puede entonces que la segunda disposición se imponga mediante una tercera: el estado amenaza con la retirada del carnet de conducir en caso de no cumplir con el pago. Dicho de otro modo: puede que el estado le exija que deje de conducir. Pero si ya ha infringido dos órdenes, ¿por qué cumplir la tercera? Pues bien, el mandamiento de abandonar la conducción puede imponerse mediante una amenaza de pena de prisión si se continúa al volante sin carnet. Como aclara esta serie de ejemplos, las órdenes a menudo se hacen cumplir con amenazas de nuevas órdenes, si bien la cosa no puede terminar ahí. En algún punto de la sucesión debe blandirse una amenaza que el infractor literalmente no pueda desafiar.
El régimen debe contar con el punto de anclaje de una actuación forzosa, un perjuicio que el estado pueda imponer con independencia de las preferencias de cada uno. Ese punto de anclaje lo proporciona el recurso a la violencia física. Hasta el apercibimiento con pena de cárcel exige la posibilidad de aplicación efectiva: ¿cómo puede el estado garantizar que el desobediente termina en prisión? La respuesta es que mediante la coacción, que involucra el daño físico real o la amenaza con él. Cuando menos los empellones y zarandeos que sean necesarios para trasladarlo hasta la cárcel. Ésta es la actuación última que el individuo no puede permitirse desafiar. Se puede optar por no pagar una multa, por conducir sin permiso y hasta por no acudir al coche de la policía que se lo quiere llevar a uno, pero no se puede optar por no sufrir violencia física cuando los agentes del estado deciden valerse de ella. Por lo tanto, el ordenamiento jurídico descansa sobre la coacción violenta deliberada.
Para justificar la promulgación de una ley hay que acreditar los motivos que existen para someter a la población a su cumplimiento mediante la amenaza con el recurso a la violencia, que puede llegar realmente a traducirse en daños efectivos sobre quienes sean descubiertos incumpliendo la ley. Y según el juicio moral corriente, las amenazas agresivas o su puesta en práctica suelen ser algo malo; aunque esto no quiere decir que no pueda hallarse ninguna justificación, solamente que la intimidación y la violencia la demandan. Ello puede deberse a la forma en la que la coacción manifiesta desprecio por los individuos al procurar esquivar su entendimiento y manipularlos mediante el miedo, o tal vez al modo en que parece rechazar la igualdad y la autonomía de los otros.
No intentaré avanzar aquí ningún argumento exhaustivo que detalle cuándo está justificada la coacción, voy a basarme en la valoración intuitiva de que cualquier coacción agresiva exige una justificación, así como en otras intuiciones que sirven para determinar qué circunstancias particulares de cada caso pueden o no actuar como justificaciones convincentes. Por ejemplo, un argumento sólido lo aporta la defensa propia o la defensa de un tercero inocente: está permitido coaccionar a otro si proceder de ese modo es necesario para evitar que dañe injustamente a alguien. Otro motivo que acredita la coacción es el consentimiento. En un combate de boxeo en el que ambos contendientes participen voluntariamente, pueden darse de puñetazos.
Por otro lado, hay muchos posibles argumentos en favor de la coacción que son a todas luces deficientes. Si un amigo suyo no se alimenta de forma saludable, puede intentar convencerle de que modifique sus hábitos, pero si hiciera oídos sordos a sus consejos, usted no estaría facultado para imponerle otro régimen. Si le gusta mucho el coche de su vecino, puede hacerle una oferta de compra, pero que él rehúse vendérselo no le autoriza a usted a amenazarle físicamente. Si usted discrepa de las convicciones religiosas de un colega del trabajo, puede intentar convertirlo a las suyas propias, pero lo que no puede hacer es agredirle si él no le hace caso. Etcétera. De acuerdo con el razonamiento ético corriente, una abrumadora mayoría de argumentos en favor de la coacción no sirven. Los estados modernos están necesitados de explicaciones de la legitimidad política porque suelen coaccionar y actuar violentamente contra ciudadanos en circunstancias en las que una actuación similar de cualquier agente privado sería calificada de inapropiada. Tal cosa se puede poner de manifiesto adornando un poco la parábola de la sección 1.1.
Supongamos que usted hace una declaración manifestando que hay motivos para sospechar que la ciudad vecina está desarrollando cierto tipo de armamento letal, armamento que podría llegar a utilizarse para sembrar el terror sobre otras ciudades. Para impedir que eso ocurra, reúne a unos cuantos habitantes que comparten con usted esas ideas y viajan hasta la población vecina, y allí deponen por la fuerza al alcalde y vuelan diversos edificios, lo cual acarrea, como era de esperar, la muerte de inocentes. Al comportarse así sería tildado de terrorista y asesino, y lo más probable es que menudearan las exhortaciones favorables a su ejecución o a su reclusión a perpetuidad. Sin embargo, cuando el estado hace esto mismo, su conducta pasa a denominarse «guerra» y recibe numerosos apoyos. Mucha gente, ciertamente, rechaza la idea de guerra preventiva, pero sólo los extremistas etiquetan de terroristas o asesinos a sus soldados o a los dirigentes del estado que los envían a luchar. Incluso entre quienes se oponían a la guerra en Iraq en 2003, por ejemplo, pocos llegaron al extremo de calificar a George W. Bush de asesino de masas o de exigir su ejecución o encarcelamiento.
Estamos ante los efectos del concepto de autoridad política en acción: la sensación percibida es que, actúe bien o mal, el estado es la institución con la autoridad requerida para tomar la decisión de si ir o no a la guerra; nadie más puede arrogarse el derecho a desatar violencia a gran escala para lograr sus fines en circunstancias como ésas. Suponga ahora que, además del resto de tareas insólitas, usted resuelve dedicarse también a la caridad, así que se decanta por una determinada institución benéfica. Sin embargo, usted estima que, por desgracia, en su ciudad no se colabora económicamente con esa obra por propia voluntad tanto como convendría, así que pasa a dedicarse a sacarles el dinero a sus conciudadanos por la fuerza y a entregárselo a la institución. Si hiciera algo así sería tachado de ladrón y extorsionador, y las peticiones de cárcel e indemnización contra usted serían moneda corriente. No obstante, cuando es el estado quien adopta este comportamiento, se dice que está poniendo en práctica políticas sociales, y recibe un apoyo mayoritario. Sin la menor duda, habrá gente que esté en contra de los programas sociales, pero raros serán quienes opinen, incluso entre sus oponentes, que los agentes del estado que gestionan los planes o que los legisladores que los votaron son ladrones y extorsionadores. Muy pocos de entre ellos exigirán su encarcelamiento o que sean obligados a devolver el dinero que quitaron a los contribuyentes.
De nuevo se trata de la idea de autoridad en acción: creemos que el estado tiene la potestad de redistribuir la riqueza, pero los agentes no estatales no. Esto nos permite hacernos una idea de la variedad de tareas que se adjudican al gobierno merced a la noción de autoridad política. En el capítulo siete analizaré más extensamente cómo de amplia es esa variedad, baste por ahora esta breve incursión en el asunto para resaltar que, en ausencia de fe en la autoridad, tendríamos que repudiar gran parte de lo que ahora admitimos como lícito.
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1. Hay académicos que establecen una distinción entre obligaciones y deberes (Hart 1958, 100-104; Brandt 1964). Sin embargo, y en lo sucesivo, para mí, «obligación» y «deber» serán términos intercambiables para expresar una exigencia ética de cualquier clase.
2. Voy a mantener la distinción entre características del agente y características del acto en un plano intuitivo. Las «características del acto» han de ser tales que excluyan aquellas en la línea de: «Acto ejecutado por un agente de este o aquel tipo». Del mismo modo, entre las «características del agente» no pueden considerarse peculiaridades como: «El que ejecuta actos de este o aquel tipo».
3. Utilizo los términos «autoridad», «legitimidad política» y «obligación política» en sus sentidos técnicos estipulados. El uso que hago de «autoridad» y «legitimidad» está más o menos en la línea de lo definido por Buchanan (2002), aunque yo no exijo que se deba obligación política al Estado de forma específica. El presunto privilegio de mando del Estado debe entenderse como un derecho de justificación más que como un derecho de reclamación (Ladenson 1980, 137-139), esto es, sirve para permitir al Estado actuar de cierta manera más que para imponer exigencias morales sobre terceros. El empleo que doy a los términos «legitimidad» y «autoridad» difiere del que les dan otros teóricos (Simmons 2001, 130; Edmundson 1998, capítulo 2; Estlund 2008, 2)
4. La obligación política puede extenderse más allá de las leyes y dar cabida a otros mandatos estatales tales como decretos administrativos y órdenes judiciales; este aspecto ha de tenerse siempre presente, aunque a menudo me referiré simplemente a la obligación de cumplir la ley.
5. La investigación con grupo focal desarrollada por Klosko permite otorgar crédito a esta percepción de la opinión popular (2005, capítulo 9, en particular 198, 212-218)
6. Edmundson (1998, capítulo 4) razona que la ley habitualmente no es coactiva en el sentido corriente del término. El uso técnico que yo hago de la palabra «coacción» está concebido para evitar el argumento de Edmundson y a la vez conservar la presunción moral en contra de la coacción. 7 Existen algunas excepciones, como las leyes contra el suicidio, ciertos tratados internacionales y las constituciones de los estados.
El problema de la autoridad... by carlos nuñez
El problema de la autoridad política, de Michael Huemer
LEY: Norma dictada por el Parlamento o Cortes, aprobada con ese nombre y siguiendo el procedimiento legislativo establecido en los Reglamentos de las Cámaras, que contiene mandatos y ocupa una posición jerárquica inmediatamente inferior a la Constitución y superior a las demás normas.
MANDATO: Representación, contrato por el que se obliga una persona (mandatario) a prestar algún servicio o hacer alguna cosa por cuenta o encargo de otra (mandante).CC, art. 1709 .
Los codificadores civiles, siguiendo al derecho romano clásico, ubicaron el mandato entre los contratos. Ni las legislaciones civiles ni la canónica han introducido un régimen general de representación voluntaria de las personas físicas, ni una regulación a se del mandato. En derecho canónico, la representación se expresa con la palabra procuratio; procurador es el representante, que debe estar provisto de un mandatum, en el que consta su cualidad de representante y el objeto de su misión (c. 1485, para el mandato especial; c. 1105, para el mandato oral).
SUJETO DE DERECHO: Persona física, colectividad o entidad a la que se le atribuye legalmente capacidad jurídica (DNI = FICCIÓN JURÍDICA) CC, arts. 29-39.
PERSONA: Sujeto de derecho, susceptible de ser titular de derechos y de contraer obligaciones (DNI = FICCIÓN JURÍDICA). CC, art. 17 y sigs.
FICCIÓN JURÍDICA: Se denomina ficción jurídica al procedimiento de la técnica jurídica mediante el cual, por ley, se toma por verdadero algo que no existe o que podría existir, pero se desconoce, para fundamentar en él un derecho, que deja de ser ficción para conformar una realidad jurídica.
Es a través de una ficción jurídica como se fundamenta la existencia de las personas jurídicas, la representación, o los derechos que se pueden reconocer al que aún no ha nacido. También es una ficción jurídica la conmoriencia y la premoriencia, así como la incorporación de derechos en los títulos de crédito, la moneda y las tarjetas de crédito, etc.
CONTRATO SOCIAL: En filosofía política, ciencia política, sociología y teoría del Derecho, el contrato social es un acuerdo realizado en el interior de un grupo por sus miembros, como por ejemplo el que se adquiere en un Estado en relación con sus derechos y deberes y los de sus ciudadanos. Es parte de la idea de que todos del grupo están de acuerdo, por voluntad propia, con el contrato social, en virtud de lo cual admiten la existencia de una autoridad, de unas normas morales y de unas leyes a las que se someten. El pacto social es una hipótesis explicativa de la autoridad política y del orden social.
El contrato social, como teoría política, explica, entre otras cosas, el origen y el propósito del Estado y de los derechos humanos. La esencia de la teoría (cuya formulación más conocida es la propuesta por Jean-Jacques Rousseau) es la siguiente: para vivir en sociedad, los seres humanos acuerdan un contrato social implícito que les otorga ciertos derechos a cambio de abandonar la libertad de la que dispondría en estado de naturaleza. Siendo así, los derechos y los deberes de los individuos constituyen las cláusulas del contrato social, en tanto que el Estado es la entidad creada para hacer cumplir el contrato. Del mismo modo, los seres humanos pueden cambiar los términos del contrato si así lo desean; los derechos y los deberes no son inmutables o naturales. Por otro lado, un mayor número de derechos implica mayores deberes, y menos derechos, menos deberes.
El contrato social, como teoría política, explica, entre otras cosas, el origen y propósito del Estado (Un Estado es una organización política constituida por un conjunto de instituciones burocráticas estables, a través de las cuales ejerce el monopolio del uso de la fuerza (soberanía) aplicada a una población dentro de unos límites territoriales establecidos) y de los derechos humanos. La esencia de la teoría (cuya formulación más conocida es la propuesta por Jean-Jacques Rousseau) es la siguiente: para vivir en sociedad, los seres humanos acuerdan un contrato social implícito, que les otorga ciertos derechos a cambio de abandonar la libertad completa de la que dispondrían en estado de naturaleza. Siendo así, los derechos y deberes de los individuos constituyen las cláusulas del contrato social. El Estado es la entidad creada para hacer cumplir el contrato. Del mismo modo, quienes lo firman pueden cambiar los términos del contrato si así lo desean; los derechos y deberes no son inmutables o naturales. Por otro lado, un mayor número de derechos implica mayores deberes; y menos derechos, menos deberes.
A LAS FUERZAS Y CUERPOS DE SEGURIDAD
En ningún caso la obediencia debida podrá amparar órdenes que entrañen la ejecución de actos que manifiestamente constituyan delito o sean contrarios a la Constitución o a las Leyes. (Art. 5.1.d de la Ley Orgánica de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad).
Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley cumplirán en todo momento los deberes que les impone la ley, sirviendo a su comunidad y protegiendo a todas las personas contra actos ilegales, en consonancia con el alto grado de responsabilidad exigido por su profesión.
Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley no cometerán ningún acto de corrupción. También se opondrán rigurosamente a todos los actos de esa índole y los combatirán. (Arts. 1 y 7 del Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley. Asamblea General de la ONU de 17 de diciembre de 1979). Policías y Guardias Civiles, el pueblo os necesita. Si estáis con el pueblo, el pueblo estará con vosotros.
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