“Cenizas a las cenizas, polvo al polvo”, dijo el predicador en el cementerio musgoso junto a una iglesia más bien musgosa y mohosa. Unas cuantas personas estaban de pie alrededor, vestidos con sus mejores galas. “Encomendamos a nuestra hermana a la tumba”, dijo, “con la esperanza segura y certera”, y aquí hizo una pausa para anticipar un poco el clímax, “de que la conservaremos siempre en nuestro recuerdo. Amén”.“Amén”, responden los participantes.¿Esperanza? Eso no es esperanza. Eso ni siquiera es optimismo. Es solo la forma en que los seres humanos son. Luego la gente que te conoció muere a su vez, y nadie se acuerda de ti, aunque tu nombre siga siendo conocido y la gente siga diciendo cosas sobre ti. Nadie se acuerda de Shakespeare. Nadie se acuerda de Miguel Ángel.
Esa escena pertenece a unos de los episodios de Star Trek, que ya tiene unos cuarenta años. No sé si los guionistas querían insultar al cristianismo y a la inteligencia de los cristianos. Tal vez sea un ejemplo de mal guion y estupidez. Hubo y hay mucho de eso por ahí. Pero me hace recordar otra escena de la que fui testigo hace unos meses frente al Capitolio.
Un grupo de los Caballeros de Colón había colocado un hermoso belén navideño en un terreno que está abierto a todos. Eso irritó a la gente de la sede local de Freedom from Religion Foundation. Así que pusieron un pesebre para competir, con George Washington, Thomas Jefferson y Benjamin Franklin de pie junto a un pesebre sin niño, pero con una copia de la Constitución.
Eso pretendía ser ofensivo, pero seguramente el chiste era para la Freedom from Religion Fundation porque mostraban, sin saberlo, lo parásitos que son ellos y otros secularistas poscristianos. Al igual que los guionistas de la aburrida y boba escena del programa de televisión no podían imaginar un entierro verdaderamente religioso sin referirse a la fe que habían rechazado o que esperaban dejar en la ruina, los que celebran un conjunto de normas nacionales no podían sentarse tranquilamente y dejar que los cristianos lo celebraran en público, ni podían dejar de inventar su propia solemnidad, o crear de manera deshonesta su propia alegría.
George Orwell y Aldous Huxley vieron el fenómeno y lo satirizaron; Orwell, sombríamente y sin piedad, Huxley, alegremente y sin piedad. Fueron los Dos Minutos de Odio en lugar del Ángelus. Era la Orgía-Porgía con helado de soma en lugar de la Eucaristía [referencia a Un mundo feliz, de Huxley, en el que la orgía-porgía es la actividad sexual con más de una pareja y soma la droga utilizada por la sociedad en la novela]. En ninguno de los dos mundos distópicos conseguimos un gran arte, ni siquiera una auténtica cultura popular. Y, si prescindimos de las exageraciones dramáticas, ahí es donde nos encontramos ahora mismo en el mundo occidental.
Traigo a colación estas cuestiones por la estrategia que la Iglesia ha adoptado, durante toda mi vida, para evangelizar el mundo actual. “Estrategia” es, en este sentido, un término feo. Pero si hay que ser un político calculador, al menos hay que saber calcular. Si vas a reducir la evangelización a una campaña publicitaria, al menos deberías saber cómo captar la atención de la gente. Hemos sido como tácticos que nunca han oído hablar de un ataque por el flanco; que juegan al tres en raya, y no muy bien, mientras el enemigo juega como [el campeón de ajedrez] Mijaíl Tal.
Nuestra estrategia ha sido acomodarnos a la cultura, invirtiendo las palabras de san Pablo; envejecemos y nos anquilosamos, conformándonos al mundo. Permítanme gritar esto desde los tejados. Hay un universo de diferencia entre una verdadera cultura pagana que espera la reforma, el rejuvenecimiento y el bautismo, y una cultura antiguamente cristiana, o más bien una cosa antiguamente cristiana que antes era una cultura.
La cultura pagana está viva, a menudo perversamente viva. Lo que antes era cristiano está en su estertor. Las propias virtudes de la cultura pagana son sangrientas, pero son virtudes. Lo que antes era cristiano ha renunciado en su mayor parte a la virtud. La cultura pagana respira fuego. La cultura cristiana respira enfermedad y decadencia.
Aunque solo sea por estrategia, aunque solo sea por el deseo de construir y no derribar, de ser recordados por los hombres y no olvidados, nuestros dirigentes eclesiásticos deberían hacer todo lo posible para que la práctica de la fe sea diferente de todo lo que la gente ve y oye y hace habitualmente.
Por supuesto, nuestro deseo debe ser difundir la Buena Noticia. El mundo solo tiene malas noticias; es el gran e ineludible mis-ángel, el predicador, en su peor momento, del hedonismo que no trae placer, del estudio que no trae sabiduría, del trabajo que no trae beneficios a la familia, de la política sin política, de la equidad sin equidad, y de una nube gris de amalgama global, a veces llamada -porque los demonios no pierden todo su sentido del humor- “diversidad”.
Así que llevamos la Buena Noticia. La llevamos, y nos confirmamos en ella, haciendo cosas que el mundo no hace. Son fáciles de enumerar. El mundo nunca se arrodilla. Nosotros sí nos arrodillamos, y cuanto más nos arrodillemos, mejor.
Ya lo he dicho muchas veces. Si un obispo dice: “Deberíamos ponernos todos de pie durante la comunión para mostrar nuestra solidaridad con los demás”, su motivo es bueno, aunque no es el mejor; tenemos algo más importante que mostrar que eso, algo llamado adoración, o humildad, o gratitud; y algo más importante que hacer, algo llamado oración. Pero aceptemos su motivo. Sigue estando equivocado en su estrategia porque se equivoca en los hechos.
El hecho de hacer cola para recibir la comunión, y seguir de pie después, no transmite lo que él quiere que transmita. El mundo hace cola. Hace cola, irritado, aburrido, en la terminal de autobuses. Hace cola para comprar donuts de producción masiva. Hace cola y desea que la cola sea más corta. Cuenta las personas que hay delante, comprueba su reloj y se alegra al ver que un par de ellas se impacientan y se marchan.
El mundo no se arrodilla. Entonces arrodíllate.
El mundo no canta. ¿Qué hay que cantar? Una de las cosas más sorprendentes de la música producida en masa en el mundo es que no se puede cantar. Las melodías populares están pensadas para ser cantadas. Son fáciles de recordar y transmiten algo del carácter del pueblo del que proceden.
Yo soy, étnicamente, italiano, pero me gustan mucho las canciones populares celtas, especialmente las galesas. Pero el último coro de hombres galeses que vi, cantando junto al gran barítono de ópera Bryn Terfel, era casi todo canoso: cincuenta hombres que pasaban de los cincuenta años. Gales se amoldará al mundo, y entonces no habrá más Gales.
Ya no existe una verdadera tradición de música folclórica estadounidense. Lo que los católicos de habla inglesa cantamos en la misa no es “folk”, sino melodías torpes e incoherentes que apenas se recuerdan, que caracterizan a los musicales de off-Broadway, con textos que no guardan ninguna relación con la verdadera poesía, ya sea culta o folclórica.
Así que debemos cantar, lo que significa que debemos aprender a cantar. Y debemos cantar himnos reales, con sus textos auténticos. No es culpa mía que en los últimos sesenta años solo se hayan escrito unos pocos himnos de verdad, como tampoco es culpa mía que casi nadie pueda escribir ya ni siquiera una poesía digna en metro y rima.
Y luego tenemos el canto. Una de las virtudes del canto, en este momento, es que es totalmente diferente a todo lo que la mayoría de la gente escuchará. Hagan tarjetas plastificadas para la gente en los bancos de la iglesia, con seis o siete cantos para cada una de las grandes oraciones de la misa.
Eso para empezar. El mundo poscristiano es un mundo posthumano. Su enfermedad es terminal. No es así para las personas individuales de ese mundo. Pero no pueden curarse con más enfermedad. Reformémonos con la renovación de nuestras mentes.
Publicado por Anthony Esolen en Crisis Magazine
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana
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