Mero Cristianismo está formado a raíz de tres series de conversaciones radiofónicas y refleja en todo su esplendor la agudeza del razonamiento del autor, así como su especial capacidad para "conectar" con sus oyentes.
Lewis se define a sí mismo como laico ordinario de la Iglesia de Inglaterra, que entiende que el mejor servicio que puede donar a su prójimo no creyente es exponer la fe que ha sido común denominador a casi todos los cristianos a lo largo de la historia; lo que él llama "mero cristianismo". Su propósito no es enseñarlo como una alternativa a los credos de las confesiones cristianas, sino destacar lo mucho que éstas tienen en común frente a lo que aún hoy las divide.
Prefacio
El contenido de este libro fue primero emitido por la radio y después publicado en tres partes separadas: Argumento a favor del cristianismo (1942), Comportamiento cristiano (1943) y Más allá de la personalidad (1944). En la versión impresa añadí algunas cosas a lo que había dicho ante los micrófonos, pero aparte de esto dejé el texto más o menos como estaba. Una «charla» por la radio debe asemejarse tanto como sea posible a una charla auténtica, y no a un ensayo leído en voz alta. En mis alocuciones, por tanto, utilicé todas las contracciones y coloquialismos que normalmente utilizo en la conversación. Y cuando en las charlas había acentuado la importancia de una palabra por el énfasis de mi voz, la escribía en letra cursiva. Ahora me inclino a pensar que esto es un error, un híbrido indeseable entre el arte de hablar y el arte de escribir. Un conversador debe utilizar las variaciones de la voz a guisa de énfasis porque su medio se presta naturalmente a ese método, pero un escritor no debe valerse de la cursiva para el mismo fin. Tiene sus medios propios y distintos de resaltar las palabras clave y debe utilizarlos. En esta edición he expandido las contracciones y reemplazado la mayoría de las palabras en cursiva redactando nuevamente las frases cuando ha sido preciso, pero sin alterar, espero, el tono «popular» o «familiar» que siempre había sido mi intención utilizar. También he añadido o suprimido allí donde pensé que comprendía una parte de mi tema mejor que diez años atrás, o donde sabía que la versión original había sido mal comprendida por algunos.
El lector debe quedar advertido de que no ofrezco ayuda alguna a aquellos que dudan entre dos «denominaciones» cristianas. No seré yo quien le diga si debe convertirse en un anglicano, un católico, un metodista o un presbiteriano. Esta omisión es intencionada (incluso en la lista que acabo de dar el orden es alfabético). No hay misterio acerca de mi propia posición. Soy un laico ordinario de la Iglesia de Inglaterra ni muy «alto» ni muy «bajo», ni ninguna otra cosa en especial. Pero en este libro no intento atraer a nadie a mi propia posición. Desde que me convertí al cristianismo he pensado que el mejor, y tal vez el único, servicio que puedo prestar a mis prójimos no creyentes es explicar y defender la creencia que ha sido común a casi todos los cristianos de todos los tiempos. Tenía más de una razón para pensar esto.
En primer lugar, las cuestiones que separan a los cristianos unos de otros a menudo implican temas de alta teología o incluso de historia eclesiástica que nunca deberían ser tratados salvo por auténticos expertos. Yo habría estado fuera de mi jurisdicción en ese terreno: más necesitado de ayuda que capacitado para ayudar a otros.
En segundo lugar, creo que debemos admitir que las discusiones sobre estos disputados temas no tienden en absoluto a atraer a un «forastero» a la congregación cristiana. Mientras hablemos y escribamos sobre ellas es mucho más probable que lo disuadamos de ingresar en cualquier comunión cristiana que lo atraigamos a la nuestra. Nuestras divisiones jamás deberían ser discutidas salvo en presencia de aquellos que ya han llegado a creer que hay un solo Dios y que Jesucristo es Su único Hijo.
Finalmente, tuve la impresión de que tenemos muchos más, y más talentosos, autores ya dedicados a esos temas controvertidos que a la defensa de lo que Baxter llama el «mero» cristianismo. Aquella parte del terreno en la que pensé que podía servir mejor era también la parte que me pareció más desatendida, y allí naturalmente me dirigí.
Por lo que sé, estos fueron mis únicos motivos, y me sentiría muy contento si la gente no extrajera elaboradas conclusiones de mi silencio con respecto a ciertos temas en disputa.
Por ejemplo, tal silencio no necesariamente significa que yo mismo me sienta indeciso. A veces me siento así. Hay cuestiones en liza entre los cristianos para las cuales no creo tener la respuesta. Hay algunas para las que tal vez nunca conozca la respuesta: si las planteara, incluso en un mundo mejor, podría (por todo lo que sé) recibir la misma respuesta que recibió un interrogador mucho más grande que yo: «¿Y a ti qué te importa? Tú sígueme.» Pero hay otras cuestiones sobre las cuales me siento definitivamente seguro, y sin embargo no las menciono. Porque no estoy escribiendo para exponer algo que podría llamar «mi religión», sino para exponer el «mero» cristianismo, que es lo que es y era lo que era mucho antes de que yo naciera, me plazca o no.
Algunas personas extraen conclusiones injustificables del hecho de que nunca digo más sobre la Virgen María de lo que implica afirmar el nacimiento virginal de Cristo. ¿Pero no es sin duda evidente la razón por la que no lo hago? Decir más me llevaría inmediatamente a regiones en extremo controvertidas. Y no hay controversia entre los cristianos que necesite ser más delicadamente tratada que esta. Las creencias católicas sobre este tema se sostienen no sólo con el fervor inherente a toda creencia religiosa sincera sino (muy naturalmente) con la peculiar y, por así decirlo, caballerosa sensibilidad que un hombre experimenta cuando el honor de su madre o de su amada están en cuestión. Por eso es muy difícil diferir de ellos sin aparecérseles como un grosero además de un hereje. Por el contrario, las opuestas creencias protestantes en lo que a este tema se refiere inspiran sentimientos que van hasta las mismas raíces del monoteísmo por excelencia. A los protestantes radicales les parece que la distinción entre Creador y criatura (por sana que ésta sea) se ve amenazada: que el politeísmo ha vuelto a resurgir.
Por tanto es difícil disentir de ellos de modo que uno no parezca algo peor incluso que un hereje: un idólatra, o un pagano. Si hay algún tema que podría arruinar un libro acerca del «mero» cristianismo —si algún libro constituye un lectura totalmente improductiva para aquellos que aún no creen que el hijo de la Virgen es Dios— con toda seguridad es éste. Por extraño que parezca no podréis sacar la conclusión, a partir de mi silencio sobre puntos en controversia, ni de que los creo importantes ni de que los creo sin importancia. Una de las cosas sobre la que los cristianos están en desacuerdo es la importancia de sus desacuerdos. Cuando dos cristianos de diferentes denominaciones empiezan a discutir no suele pasar mucho tiempo antes de que uno de ellos pregunte si tal o cual punto de la discusión «importa realmente», y el otro contesta: «¿Importar? ¡Es absolutamente esencial!».
Digo todo esto sencillamente para dejar claro qué clase de libro he intentado escribir, y en absoluto para ocultar o evadir la responsabilidad de mis propias creencias. Acerca de ellas, como he dicho antes, no hay ningún secreto. Para citar al tío Toby: «Están escritas en el Libro de la Plegaria Común».
El peligro era claramente que yo presentara como cristianismo común cualquier cosa que fuese peculiar de la Iglesia de Inglaterra o (aún peor) de mí mismo. Intenté protegerme de esto enviando el manuscrito original de lo que ahora es el Libro II a cuatro clérigos (uno anglicano, otro católico, otro metodista y otro presbiteriano) para pedirles su opinión. El metodista pensó, que no había hablado lo suficiente sobre la fe, y el católico que había ido demasiado lejos en lo referente a la comparativa poca importancia de las teorías en la explicación de la Redención. Aparte de esto los cinco estábamos de acuerdo. No sometí a examen los libros restantes porque, aunque en ellos podían suscitarse diferencias entre cristianos, estas serían diferencias entre individuos o escuelas de pensamiento, no entre denominaciones.
Por cuanto puedo deducir de las críticas y las numerosas cartas recibidas, el libro, por imperfecto que sea en otros aspectos, ha conseguido al menos presentar un cristianismo convenido, común, central: un «mero» cristianismo. En ese sentido es posible que sirva de alguna ayuda para silenciar la opinión de que, si omitimos los puntos en controversia, sólo nos quedará un factor común más alto. El factor común más alto resulta ser algo positivo y estimulante, separado de todas las creencias no-cristianas por un abismo con el cual las peores divisiones dentro del cristianismo no son comparables en absoluto. Si no he ayudado directamente a la causa de la unión, tal vez haya dejado claro por qué debemos unirnos. Ciertamente me he encontrado con muy poco del renombrado odium theologicum por parte de convencidos miembros de comuniones distintas a la mía. La hostilidad ha venido más por parte de personas situadas en las zonas limítrofes, ya sea en la Iglesia de Inglaterra o fuera de ella: personas que no obedecían exactamente a comunión alguna. Esto me resulta curiosamente consolador. Es en su centro donde habitan sus hijos más auténticos, donde cada comunión está más cerca de cada uno en espíritu, si no en doctrina. Y esto sugiere que en el centro de cada una hay algo, o Alguien, que, contra cualquier divergencia de creencias, contra cualquier diferencia de temperamento o cualquier recuerdo de mutua persecución, habla con la misma voz.
Eso en lo que respecta a mis omisiones en cuanto a la doctrina. En el Libro III, que trata sobre moral, he pasado también en silencio por encima de ciertas cosas, pero por una razón diferente. Desde que serví como segundo teniente de Infantería en la primera guerra mundial he sentido una gran antipatía por los que, hallándose cómodos y a salvo, lanzan exhortaciones a los que se encuentran en la línea de batalla. Como resultado me resisto a decir gran cosa acerca de las tentaciones a las que yo mismo no me veo expuesto. A ningún hombre, supongo, le tientan todos los pecados. Ocurre que el impulso que hace a los hombres jugar por dinero ha quedado fuera de mi constitución, y no cabe duda de que pago por esto careciendo de algún impulso bueno del cual aquel otro impulso es el exceso o la perversión. Por ello no me sentí cualificado para dar consejos acerca del juego, permisible o no permisible, si es que existe el juego permisible, porque ni siquiera puedo afirmar saber esto último. Tampoco he dicho nada acerca del control de la natalidad. No soy una mujer, ni siquiera un hombre casado, y tampoco un sacerdote. No me pareció que me correspondiera asumir una actitud de firmeza con respecto a dolores, peligros y cargas de los que estoy protegido, al carecer de un oficio pastoral que me obligase a hacerlo.
Objeciones mucho más profundas pueden expresarse —y han sido expresadas— en contra de mi utilización de la palabra cristiano como alguien que acepta las doctrinas comunes al cristianismo. La gente pregunta: «¿Quién es usted para dictaminar quién es o quién no es un cristiano?» o «¿No podrían muchos hombres que no creen en estas doctrinas ser mucho más cristianos, estar mucho más cerca del espíritu de Cristo, que otros que sí las creen?» Bien: esta objeción es, en cierto sentido, muy acertada, muy caritativa, muy espiritual, muy sensible. Tiene todas las cualidades salvo la de ser útil. Sencillamente no podemos, sin arriesgarnos al desastre, utilizar el lenguaje como estos objetores quieren que lo utilicemos. Intentaré aclarar esto por medio de la historia de otra, y mucho menos importante, palabra.
La palabra caballero significaba originalmente algo reconocible: un hombre que tenía un escudo de armas y era propietario de tierras. Cuando a alguien se le llamaba «un caballero» no se le estaba haciendo un cumplido sino simplemente estableciendo un hecho. Si se decía que no era «un caballero» no se le estaba insultando sino que se estaba dando información. No había ninguna contradicción en el hecho de decir que John era un mentiroso y un caballero, del mismo modo que tampoco la hay ahora cuando se dice que James es un imbécil y un M.A.
Pero luego llegaron gentes que dijeron —tan acertadamente, tan caritativamente, tan espiritualmente, tan sensiblemente, tan cualquier otra cosa menos útilmente—: «Ah, pero, ¿no es bien cierto que lo importante de un caballero no son su escudo de armas ni sus tierras, sino su comportamiento? ¿No es cierto que el verdadero caballero es el que se comporta como debería comportarse un caballero? ¿No es cierto que en ese sentido Edward es mucho más caballero que John?» Sus intenciones eran buenas. Ser honorable y cortés y valiente es por supuesto algo mucho mejor que tener un escudo de armas. Pero no es lo mismo. Y lo que es peor, no es algo sobre lo cual todo el mundo estará de acuerdo. Llamar a un hombre «un caballero» en este nuevo y refinado sentido se convierte, de hecho, no en un modo de dar información acerca de él sino en un modo de alabarlo: negar que es «un caballero» se convierte sencillamente en una manera de insultarlo. Cuando una palabra deja de ser un término descriptivo y se transforma simplemente en un término elogioso, deja ya de comunicar hechos acerca del objeto. (Una «buena» comida sólo significa una comida que le gusta a la persona que la describe.) Un caballero, una vez que ha sido espiritualizado y refinado a partir de su antiguo sentido más tosco y objetivo, significa poco más que un hombre que le gusta a la persona que lo describe. Como resultado, caballero es hoy una palabra inútil. Ya teníamos muchos términos de aprobación, de modo que no se necesitaba para eso; por otra parte, si cualquiera (digamos en un libro de historia) quiere utilizarlo en su antiguo sentido, no puede hacerlo sin explicaciones. Para esa finalidad, el término ha sido desvirtuado.
Pues bien; si alguna vez permitimos que la gente empiece a espiritualizar y refinar o, como ellos dirían, a «profundizar» el sentido de la palabra
cristiano, ésta también se convertirá rápidamente en una palabra inútil. En primer lugar, los cristianos mismos jamás podrán aplicarla a nadie. No es a nosotros a quienes corresponde decir quién, en el sentido más profundo, está o no está más cerca del espíritu de Cristo. Nosotros no vemos en el corazón de los hombres. No podemos juzgar, y, de hecho, se nos ha prohibido juzgar. Sería una perversa arrogancia por nuestra parte decir si un hombre es, o no es, un cristiano en este sentido refinado. Y evidentemente una palabra que no podemos aplicar nunca no va a ser una palabra muy útil. En cuanto a los no creyentes, no hay duda de que utilizarán alegremente el término en el sentido refinado. En sus bocas se convertirá simplemente en un término de alabanza. Al llamar a alguien un cristiano querrán decir que lo consideran un buen hombre. Pero esa manera de utilizar la palabra no será un enriquecimiento del idioma, puesto que ya tenemos la palabra bueno. Entretanto, la palabra cristiano habrá sido estropeada para lo que hubiera podido servir.
Debemos por lo tanto adherirnos al significado obvio y original. El nombre de
cristianos fue dado por primera vez en Antioquía (Hechos XI, 26) a los «discípulos», a aquellos que aceptaban las enseñanzas de los apóstoles. No cabe duda de que estaba restringido a aquellos que se beneficiaban de esas enseñanzas tanto como debían. No cabe duda de que se extendía á aquellos que de algún modo espiritual, refinado, interior estaban «mucho más cerca del espíritu de Cristo» que los menos satisfactorios de los discípulos. No se trata de un hecho teológico, ni moral. Se trata de utilizar las palabras de manera que todos podamos comprender lo que se está diciendo. Cuando un hombre que acepta la doctrina cristiana vive de un modo que no es digno de ésta, es mucho más claro decir que es un mal cristiano que decir que no es un cristiano.
Espero que ningún lector suponga que el «mero» cristianismo se presenta aquí como una alternativa a los credos dé las distintas confesiones, como si un hombre pudiese adoptarlo en preferencia al congregacionalismo o a la ortodoxia griega o a cualquier otra cosa. Se parece más a un vestíbulo desde el cual se abren puertas a varias habitaciones. Si puedo hacer que alguien entre en ese vestíbulo habré conseguido lo que intentaba. Pero es en las habitaciones, no en el vestíbulo, donde hay chimeneas encendidas, y sillones, y comidas. El vestíbulo es un lugar donde se espera, un lugar desde el cual pasar a las diferentes puertas, no un lugar para vivir en él. Para eso la peor de las habitaciones (sea cual sea) es, en mi opinión, preferible. Es verdad que algunos pueden descubrir que tienen que esperar en el vestíbulo un tiempo considerable, mientras que otros están seguros, casi inmediatamente, de a qué puerta tienen que llamar. No sé por qué existe esta diferencia, pero estoy seguro de que Dios no hace esperar a nadie a menos que vea que esperar es bueno para él.
Cuando entréis en vuestra habitación comprobaréis que la larga espera ps ha proporcionado un bien que de otro modo no habríais obtenido. Pero debéis considerarlo como una espera, no como una acampada. Debéis seguir rezando para pedir luz y, por supuesto, incluso en el vestíbulo, debéis empezar a obedecer las reglas que son comunes a la casa entera. Y sobre todo debéis preguntar cuál de las puertas es la verdadera, no la que más os gusta por sus paneles o su pintura. En lenguaje común, la pregunta nunca debería ser: «¿Me gusta esa clase de servicio?» sino «¿Son verdaderas estas doctrinas? ¿Está aquí la santidad? ¿Me mueve hacia esto mi conciencia? ¿Mi resistencia a llamar a esta puerta se debe a mi orgullo, a mis simples gustos, o a mi desagrado personal por este guardián de la puerta en particular?».
Cuando hayáis llegado a vuestra habitación, sed amables con aquellos que han elegido puertas diferentes y con aquellos que siguen aún en el vestíbulo. Si están equivocados, necesitan mucho más de vuestra oraciones, y si son vuestros enemigos, entonces se os ha mandado rezar por ellos. Esa es una de las reglas comunes a toda la casa.
Cuando al cristianismo se le despoja de todo sectarismo lo que queda es una Joya deslumbrantemente bella. Hela aquí descrita. Hasta donde puedo juzgar por las críticas en periódicos y revistas y por las numerosas cartas que me han escrito, este libro, cualesquiera sean sus fallas en otros aspectos, ha logrado presentar un cristianismo con el que todos han de estar de acuerdo, un cristianismo común, un cristianismo central, un "cristianismo ... ¡y nada más'" Espero, sin embargo, que ninguno de mis lectores supongan que CrIstIanismo. .. IY nada másl es presentado como una alternativa frenté a los credos de las comuniones ya existentes... Es más bien un gran salón con puertas que dan a varios cuartos. Si logro que alguien penetre en ese salón habré logrado lo que me propuse. Pero es en los cuartos, no en el salón, donde están las estufas, las sillas y la comida. El salón es un lugar de espera, un lugar desde el cual se llega a los cuartos, y no un sitio para vivir en él.
Prefacio
El contenido de este libro se transmitió primero por la radio y luego fue publicado en tres partes separadas con los títulos de The Case for Christianity (1943) (Se publicó en Inglaterra bajo el título de Broadcasí Talks), Christian Behaviour (1943), y Beyond Personality (1945). En su forma impresa le hice unas cuantas adiciones a lo que dije por los micrófonos, pero el texto esencial no fue alterado. Pienso que una “charla” en la radio debe ser en lo posible una charla, y no debe sonar como una conferencia leída. Por ello usé en mis charlas todas las contracciones y modismos que de ordinario empleo en la conversación. En la versión impresa reproduje esta forma de hablar; y cuando en mis charlas, para destacar la importancia de una palabra, puse cierto énfasis en la voz, esto lo destaqué en lo impreso empleando letras cursivas.
Ahora casi me hallo inclinado a pensar que esto fue una equivocación: un híbrido indeseable entre el arte de hablar y el arte de escribir. Quien habla debe modular la voz para dar énfasis porque este medio de expresión se presta para tal método; pero un escritor no debe utilizar cursivas con este mismo propósito. El escritor tiene sus propios y diferentes medios de destacar las palabras claves, y debe emplearlos. En esta edición he reemplazado la mayoría de las cursivas dándoles nuevas formas a la frases, pero sin alterar, espero, el tono “popular” o “familiar” que intenté darles. También he añadido o suprimido cosas donde pensé que alguna parte de mi tema lo entendía mejor ahora que hace diez años, o en donde me di cuenta que la versión original había sido mal interpretada.
El lector debe entender desde ahora que no ofrezco ayuda alguna para quien está vacilando entre dos confesiones cristianas. No sabrá por mí si debe hacerse anglicano, católico romano, metodista o presbiteriano. Esta omisión es intencional (y aun al mencionar estas confesiones religiosas me he ceñido a su orden alfabético). No existe misterio alguno en cuanto a mi propia posición. Soy un simple feligrés laico de la Iglesia de Inglaterra (anglicana), sin ningún énfasis particular en ninguna de las tendencias teológicas y litúrgicas de tal iglesia. Pero en este libro no estoy tratando de convencer a ninguno para que abrace mi propia posición. Desde que me hice cristiano he pensado que el mejor, y quizás el único servicio que puedo prestar a mi prójimo que no cree, es explicar y defender la fe que ha sido común a todos los cristianos de todos los tiempos. Me asiste más de una razón para pensar en esta forma.
En primer lugar, los asuntos que dividen a los cristianos a menudo tienen que ver con puntos de teología avanzada o aun de historia eclesiástica, cosas que nunca deberían ser tratadas sino por verdaderos expertos. Tales aguas son demasiado profundas para mí; en ellas tengo más necesidad de ser ayudado que capacidad para prestar ayuda.
Y en segundo lugar, creo que debemos reconocer que la discusión de estos puntos que se debaten no son los más apropiados para inducir a alguien que se encuentre fuera a que entre al redil de Jesucristo. Mientras nos mantengamos escribiendo o hablando sobre ellas, es más probable que estemos haciendo que se arrepienta de integrarse en cualquiera de las comuniones cristianas que induciéndolo a entrar en la nuestra. Nuestras divisiones no deben ser discutidas sino sólo en presencia de los que ya han creído que existe un solo Dios y que Jesucristo es su unigénito Hijo.
Finalmente, tengo la impresión de que hay más autores, bien calificados por cierto, empeñados en asuntos controversiales que ocupados en la defensa de lo que Baxter llama “Cristianismo y nada más”. Esta parte de la línea donde pensé que podía prestar mis mejores servicios es también la parte más débil. Y a ella naturalmente acudí. Hasta donde sé, éstos fueron mis únicos motivos, y me sentiría muy feliz si no sacaran conclusiones fantásticas de mi silencio sobre ciertos temas en disputa.
Por ejemplo, tal silencio no significa necesariamente que yo me halle mirando los toros desde la barrera. Algunas veces así es. Hay asuntos y divergencias entre los cristianos para los cuales no creo tener la respuesta. A algunas de estas cosas puede que nunca llegue a encontrarle la respuesta. Si pregunto, aun en un mundo mejor, es muy probable que reciba la respuesta que alguna vez recibió un interrogador mucho mayor que yo: “¿Qué te importa a ti? Sígueme tú”. Sin embargo, hay otras cosas acerca de las cuales estoy definitivamente al otro lado de la cerca, y aun así no digo nada. Porque no estoy escribiendo para exponer algo que podría llamar “mi religión”, sino para exponer el cristianismo “y nada más”, el cual es lo que es y era lo que era mucho antes de que yo naciera, me guste o no me guste. Algunos llegan a conclusiones sin fundamento alguno por el hecho de que yo no digo más en cuanto a la bienaventurada virgen María que lo que tiene que ver con el nacimiento virginal de Cristo. La razón por la que procedo así, ¿no es obvia?
Si me atreviera a decir más, esto de inmediato me haría penetrar en regiones altamente controversiales. Y entre los cristianos no existe controversia que necesite ser tratada con mayor delicadeza que esta. Las creencias católicas romanas en cuanto a este asunto son sostenidas no sólo con el fervor ordinario que lleva consigo toda sincera creencia religiosa, sino también, y en forma muy natural, con la sensibilidad caballeresca de un hombre cuando se pone en juego el honor de su madre o de su amada. Es muy difícil disentir del tal sin aparecer ante sus ojos como un grosero y como un hereje. Y por otra parte, lo que el protestante cree sobre este tema suscita sentimientos que van hasta las raíces mismas del monoteísmo.
Para los protestantes radicales parece que se halla en peligro la distinción entre el Creador y la criatura (por santa que ésta sea) y que el politeísmo surge de nuevo. Por lo tanto, es bien difícil disentir de ellos sin quedar como algo peor que un hereje: un idólatra, un pagano. Si existe algún tema que puede hacer naufragar un libro en cuanto a “Cristianismo y nada más”, si existe un tema que carezca de interés alguno para los que aún no creen que el Hijo de la virgen es Dios, con toda seguridad que es este tema. Por extraño que parezca, de mi silencio sobre puntos en disputa no se puede siquiera llegar a la conclusión de que los considero importantes ni de que los considero sin importancia. Porque esto en sí mismo es precisamente uno de los puntos de disputa.
Una de las cosas sobre las cuales todos los cristianos no están de acuerdo es en cuanto a la importancia de sus desacuerdos. Cuando dos cristianos de diferentes denominaciones empiezan a discutir, por lo general no pasa mucho tiempo antes de que uno de ellos pregunte si tal o cual punto “realmente tiene alguna importancia” y que el otro replique: “¿Que si tiene importancia? Claro; es absolutamente esencial”.
Todo esto lo digo sencillamente para dejar en claro qué clase de libro trato de escribir; de ninguna manera para esconder o evadir responsabilidades en cuanto a mis propias creencias. En cuanto a ellas, como antes dije, no existe secreto alguno; para citar a mi tío Toby: “Ellas están escritas en el Libro de Oración Común”.
Claramente el peligro se hallaba en que yo pudiera presentar como cristianismo común cualquiera cosa que fuera una peculiaridad de la Iglesia de Inglaterra o, lo que es peor, una creencia muy mía. Traté de evitar esto enviando el manuscrito original de lo que es ahora el Libro II a cuatro clérigos:
un anglicano, un metodista, un presbiteriano y un católico romano, para que me dieran sus opiniones críticas.
El metodista me dijo que yo no había dicho lo suficiente en cuanto a la fe, y el católico romano pensó que yo había ido demasiado lejos en cuanto a la comparativa falta de importancia de las teorías en cuanto a la expiación. En todo lo demás, tanto los cuatro clérigos como yo estuvimos de acuerdo. En cuanto a los otros libros no busqué esta “censura” porque en ellos, aunque puedan presentarse diferencias entre los cristianos, éstas son diferencias entre individuos o escuelas de pensamiento, y no entre denominaciones.
Hasta donde puedo juzgar por las críticas en periódicos y revistas y por las numerosas cartas que me han escrito, este libro, cualesquiera sean sus fallas en otros aspectos, ha logrado presentar un cristianismo con el que todos han de estar de acuerdo, un cristianismo común, un cristianismo central, un “cristianismo ¡y nada más!”.
En este sentido es posible que sea útil silenciar el punto de vista de que, si omitimos los puntos que se hallan en disputa, nos hemos de quedar con una vaga y anémica S.F.C. (santa fe cristiana). La S.F.C. resuta ser algo que es no sólo positivo sino punzante, distanciada de todas las creencias no cristianas por un abismo que no es comparable en realidad a ninguna de las peores divisiones dentro de la cristiandad. Si no he ayudado en forma directa a la causa de la unión, tal vez he dejado establecido claramente por qué debe efectuarse esta unión.
Por cierto que he encontrado poco del fabuloso odium (heologicum en miembros convencidos de comuniones distintas a la mía. La hostilidad ha provenido más de gentes que se hallan en las fronteras de la Iglesia de Inglaterra o fuera de ella; hombres que no militan exactamente dentro de comunión religiosa alguna. Esto lo encuentro curiosamente consolador. Es en el centro, donde moran sus más verdaderos hijos, donde cada una de las comuniones cristianas se hallan más próximas las unas de las otras en espíritu, si no en doctrina. Y esto sugiere que en el centro de cada una hay algo, o Alguien, que a pesar de todas las divergencias de creencia, de todas las diferencias de temperamentos, de todas las memorias de persecusiones mutuas, habla con la misma voz. No hablemos más en cuanto a las omisiones mías en asuntos doctrinales.
En el Libro III, que trata de los asuntos morales, he guardado también silencio sobre algunas cosas, pero por una razón diferente. Desde que serví como soldado de infantería en la Primera Guerra Mundial, he detestado en gran manera a los que, en puestos resguardados y seguros, exhortan a quienes se hallan en las líneas de fuego. Como resultado de esto me siento casi cohibido de hablar de tentaciones a las cuales yo mismo no me hallo expuesto. Supongo que no todos los hombres se sienten tentados por todos los pecados. El impulso que lleva a algunos a entregarse a los juegos de azar está fuera de mi temperamento; y, sin dudas, por esto yo pago el precio de carecer de algún buen impulso de lo que es el exceso o la perversión. Por ello no me siento calificado para dar consejo en cuanto al juego permisible y el que no lo es: porque si es que hay alguno que sea permisible, no pretendo saberlo.
Tampoco he dicho nada en cuanto al control de la natalidad. No soy mujer, ni tampoco soy casado, ni soy sacerdote. No pienso que yo deba tomar una posición firme en cuanto a dolores, peligros y gastos de los cuales me hallo exento; no ocupo oficio pastoral alguno que me obligue a hacerlo. Puede que haya objeciones muy profundas, y ya han sido expresadas, contra el uso que hago de la palabra cristiano en el sentido de alguien que acepta las doctrinas comunes del cristianismo.
Algunos me dicen: “¿Quién eres tú para decir quién es cristiano y quién no lo es?” o “¿No hay más de uno que, aunque no acepta tales doctrinas, es más cristiano, está más cerca del espíritu de Cristo, que otros que sí las aceptan?” En un sentido esta objeción es muy correcta, muy caritativa, muy espiritual y muy sensata. Tiene todas las cualidades excepto la de ser útil Sencillamente no podemos, sin que ello nos lleve al desastre, usar el lenguaje que nuestros críticos quisieran que usáramos. Trataré de esclarecer esto por medio de la historia de otra palabra de mucho menor importancia.
Originalmente un caballero era algo reconocible: poseía escudo de armas y alguna propiedad territorial. Cuando de alguien se decía que era un “caballero”, no era un cumplido, sino el reconocimiento de un hecho. Si se decía que no era un “caballero”, no se le estaba insultando, sino dando información. No existía contradicción alguna al decir que Juan era un mentiroso y un caballero como no la hay cuando decimos que Jaime es un tonto y un licenciado en filosofía. Pero luego vinieron algunos que dijeron muy caritativa, apropiada, espiritual y sensatamente, pero sin utilidad alguna: “Ah, pero lo importante acerca de un caballero no es que tenga escudo de armas y posea tierras, sino su manera de proceder”.
Un verdadero caballero es aquel que se comporta como un caballero. En este sentido Eduardo es más caballero que Juan. Claro que sí. El ser honorable, cortés y valeroso ciertamente es mejor que tener un escudo de armas. Pero no es la misma cosa. Y todavía peor, no es algo en lo cual todos estén de acuerdo. Llamar a un hombre “caballero” en este nuevo y refinado sentido viene a ser, en efecto, no una forma de dar información en cuanto a él, sino una manera de alabarlo. Negar que sea un “caballero” se convierte sencillamente en una forma de insultarlo.
Cuando una palabra deja de ser un término de descripción y se convierte en un término de alabanza, ya no establece hechos en cuanto al sujeto; ya sólo dice cuál es la opinión de quien habla en cuanto al sujeto. (Una comida es “buena” cuando agrada al que habla).
Un caballero, una vez que el término se ha espiritualizado y refinado, despojándolo de su antiguo sentido material y objetivo, es un individuo que es del agrado de quien así lo llama. Como resultado, el vocablo caballero es ahora una palabra inútil. Ya tenemos muchos términos para expresar aprobación y no es necesario añadir uno más; por otra parte, si alguien, en un sentido histórico, quiere emplear tal palabra en su sentido antiguo, no lo podrá hacer sin explicaciones. Ya no sirve para expresar aquello. Y una vez que permitimos que se empiece a espiritualizar y a refinar, y como algunos dirían a “profundizar”, el sentido de la palabra cristiano, también rápidamente se convierte en algo ya no utilizable.
En primer lugar, los cristianos mismos nunca estarían en capacidad de aplicarla a nadie. En el sentido más profundo, no nos corresponde a nosotros juzgar quién está o no está más próximo al espíritu de Cristo. No podemos ver dentro de los corazones humanos. No podemos juzgar, y en efecto se nos prohíbe juzgar. Sería arrogancia de parte nuestra decir que un hombre es cristiano en este sentido refinado de la palabra. Y es obvio que una palabra que nunca puede ser empleada viene a ser una palabra inútil. Y en cuanto a los incrédulos, no hay duda alguna de que la emplean en el sentido refinado. En sus labios es simplemente un cumplido.
Al decir de alquien que es un cristiano quieren decir que es una buena persona. Pero al usarla en este sentido no estamos enriqueciendo el lenguaje, pues ya existe la palabra bueno. Con esta tendencia se echa a perder el buen empleo que se hacía antes de la palabra cristiano. Por lo tanto, hemos de aferrarnos al sentido original y obvio. El nombre de cristianos por primera vez les fue dado en Antioquía (Hch. 11:26) a los “discípulos”, a los que aceptaban las enseñanzas de los apóstoles. No cabe duda de que se aplicaba restringidamente a quienes se beneficiaban al máximo de las doctrinas de los apóstoles.
Tampoco hay duda de que se extendiera para aplicarla a quienes en una forma refinada, espiritual e interior estuvieran “más allegados al espíritu de Cristo” que los menos satisfactorios de los discípulos. El punto no es ni teológico ni moral. Es solo cuestión de utilizar bien las palabras para que podamos entender lo que se está diciendo. Cuando alguien acepta la doctrina cristiana pero no vive conforme a ella, es mucho más claro decir que es un mal cristiano que decir que no es cristiano.
Espero que ninguno de mis lectores suponga que “Cristianismo y nada más” es presentado como alternativa frente a los credos de las comuniones ya existentes, como si alguien pudiera aceptarla en lugar del congregacionalismo o la ortodoxia griega o cualquiera otra cosa. Es más bien un gran salón con puertas que dan a varios cuartos.
Si logro que alguien penetre en ese salón, habré logrado lo que me propuse. Pero es en los cuartos, no en el salón, donde están las estufas, las sillas y la comida. El salón es un lugar de espera, un lugar desde el cual se llega a los cuartos; no es un sitio para vivir en él. En ese sentido, creo yo, el peor de los cuartos (cualquiera que sea), es preferible.
Es verdad que algunos encontrarán que tienen que esperar en él un tiempo considerable, al paso que otros se sentirán casi enseguida seguros de en cuál de las puertas deben tocar. Yo no sé el porqué de esta diferencia, pero estoy seguro de que Dios no deja a nadie esperando por largo tiempo a menos que El crea que le sea mejor esperar. Cuando hayas entrado en tu habitación hallarás que la larga espera te produjo algún bien que de otra manera no habrías logrado. Pero debes considerar esto como una espera y no como un lugar de acampar.
Debes mantenerte orando en busca de iluminación; y, por supuesto, aun en el salón debes tratar de obedecer las reglas que son comunes a todos los de la casa. Y, sobre todo, debes mantenerte investigando cuál es la puerta verdadera; no cuál es la que más te agrada por su color y su empandado. En lenguaje sencillo, la pregunta no debe ser:
“¿Me gusta este tipo de culto?”, sino: “¿Son estas doctrinas verdaderas? ¿Existe aquí santidad?¿Me impulsa mi conciencia a escoger esta habitación?
El que no me decida a tocar a esta puerta, ¿se debe a mi orgullo, al mero gusto personal o a que no me gusta el portero?” Cuando hayas escogido tu propia habitación, sé amable con quienes han escogido diferentes puertas y con quienes aún permanecen en el salón de espera. Si se han equivocado necesitan de tus oraciones mucho más; si son enemigos tuyos, tienes órdenes de orar por ellos. Esta es una de las reglas comunes para todos los moradores de la casa.
C. S. Lewis - Cristianismo ... by MrLuka40
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Juan Carlos (Yanka)