JAUME VICENS VIVES
(1919-1945)
GENERALIDADES
El último capítulo de la Historia, el que hoy está viviendo la humanidad, se caracteriza por una confusión general en todos los valores sociales, como el hombre no había conocido jamás, con las posibles excepciones del período anterior al establecimiento del Imperio romano y del correspondiente a la iniciación de la Edad Moderna, con el desarrollo del Renacimiento y la escisión religiosa protestante. Pero ni la crisis del siglo i antes de Jesucristo ni la del siglo XVI tuvieron el alcance, la profundidad y la difusión de la actual. En tanto nos los permite considerar la perspectiva histórica, los primeros decenios del siglo xx, y de modo concreto, a partir de 1914, llevan en sí el engendro de un mundo nuevo, cuyas características se irán dilucidando en el futuro, a compás de la extinción o modificación de los valores que, desde el Renacimiento, habían vertebrado la evolución humana.
Las grandes conflagraciones bélicas—la primera y la segunda guerras mundiales—, separadas por un período de agitadas convulsiones políticas, denotan en el mecanismo de los hechos externos el desajuste profundo de las más íntimas capas de la civilización y de la cultura. Este derrumbamiento de la Historia Moderna se produce, sin embargo, mucho antes que halle testigos tan claros en el orden de la política interna y externa de las naciones. A lo largo del siglo XIX y en mayor abundancia desde 1870 a 1914, el historiador va recogiendo indicios que revelan la inminencia y gravedad de la próxima tormenta, ya en el apasionamiento con que los Estados dirimen sus querellas, ya en la virulencia con que se produjeran los conflictos sociales. Pero lo más alarmante no son aún estos hechos. Lo amenazador es la desviación del pensamiento occidental del cauce profundo que siempre lo había albergado, el encono antirreligioso y la confusión ideológica en que se sume un mundo que, apartándose de la fe, había creído en la panacea universal del imperio de la diosa razón y del ininterrumpido progreso científico. De este modo, la humanidad abrió las puertas del conflicto de 1914, igual que las abrirá veinticinco años más tarde, con el alma vacía de todo gran ideal con la alegre inconsciencia de jugar una pequeña partida en el seno de la competencia internacional, cuando, en realidad, se empeñaba en el más temible de los caminos: el de la destrucción de su propio ser. Y decimos destrucción no sólo en el sentido material, que sucesivas guerras han evidenciado en lamentable prodigalidad, sino también en el espiritual, pues en el transcurso del último y doloroso decenio los hombres han ido dejando en los pavorosos garfios de los recodos históricos jirones de lo que antes más honraban, de lo que desde la difusión del Cristianismo en la Tierra había constituido la base mínima de la cultura: respeto al individuo y a su círculo familiar, respeto a los frutos de su trabajo, respeto a su derecho a creer en Dios.
Amenazado en su existencia por entes cósmicos que no abarca ni comprende, sujeto a los temores de una lucha política y social despiadada; estrujado por unos progresos materiales que ora le hacen siervo de una máquina, ora víctima de un nuevo y poderoso elemento de muerte; carente de fe en la Providencia y en sí mismo; así se nos aparece el hombre de este siglo, y en consecuencia, voluble, irracional, apasionado, inculto y bárbaro. La debilidad e inconsistencia de esta célula implica el bambolearse del conjunto, y el largo debate en torno a la seguridad personal, nacional e internacional, característico de este período, no es más que el adecuado reflejo de lo que otros hombres de Europa sintieron ante las invasiones de los pueblos germánicos, eslavos y mongoles: la impotencia ante el cúmulo de circunstancias que, determinando la trayectoria histórica, laboran cada día en nuestro propio destino.
PERTURBACIONES ECONÓMICAS
El historiador no tiene aún entre sus manos todos los elementos que le son precisos para determinar las causas de la crisis del siglo XX. Sin embargo, ya le es posible rastrear en el pasado inmediato los fenómenos más singulares y característicos de este complejo histórico.
Como último eslabón de la cadena en la evolución capitalista iniciada con el Renacimiento y los grandes descubrimientos geográficos, el mundo había conocido a fines del siglo xix el esplendor del capitalismo industrial. Durante esta época, la expansión de las fuerzas económicas fue tan considerable, que no cabe duda de que se había logrado una meta en los propósitos colectivos de la humanidad. La técnica continuaba proporcionando nuevos medios de actuación a la industria, el transporte y el comercio. Con los primeros años del siglo XX nace la radiocomunicación, que define y lleva a la práctica el italiano Guglielmo Marconi; se difunde el empleo del motor de gasolina y aceite pesado, obra de colaboración internacional en la que descuellan los nombres de los alemanes Nicolaus Otto y Rudolf Diesel; y da sus primeros pasos la aeronavegación con los hermanos Orvil y Wilbur Wright, norteamericanos, el brasileño Alberto Santos-Dumont y el francés Louis Blériot. La reducción de las distancias beneficia el tráfico de ideas y de mercancías, y así se llega a la comercialización de todos los productos de la Tierra, en un acuerdo que, de momento, no dictan más que las leyes reguladoras de la demanda y de la oferta. El librecambismo, aun contando con las tarifas protectoras que dictan diversos Estados para proteger sus intereses económicos, rige, en definitiva, las relaciones entre todos ellos. A su amparo crecen y prosperan las grandes organizaciones capitalistas, los trusts, cárteles y sindicatos, elementos de un complicado juego económico en que preponderan un reducido número de personas. Estos «creadores de riqueza», que a menudo llegan a la cumbre por la ley biológica de selección de los más fuertes y mejores, aun dejando tras de sí una estela de odios, conciben el mundo como un gran teatro económico, en el cual todo valor humano y nacional ha de ser sacrificado no ya a un mejor proceso de obtención y distribución de productos naturales, sino, en algunos casos, a los simples intereses inmediatos de las empresas que regentan. Los nombres de estos grandes capitalistas, un Rockefeller, un Morgan, un Carnegie, un Nobel, etc., adorados por los fanáticos del individualismo económico, y detractados por los agitadores sociales, son el más claro exponente de la perfección de la técnica capitalista y de la economía del librecambio.
Pero este capitalismo internacionalizado obraba según reglas mecánicas y racionalistas. En primer lugar, no le importaba confundir al hombre con una de las tantas máquinas que intervenían en el proceso de la producción. A excepción de los técnicos, ídolos de este período, para el gran industrial el hombre sólo era un salario, que, en el trabajo en serie o en cadena, ejecutaba un gesto matemático. La taylorización enseñó a los empresarios el método más perfecto para utilizar al máximo las energías humanas; pero acordó que el obrero no era un mero conjunto muscular, sino que tenía necesidades sentimentales que satisfacer. En segundo lugar, el Gran Capitalismo desconoció la fuerza espiritual de las colectividades nacionales, a las que quiso someter a su arbitrio, bien mediante el juego de la «diplomacia del oro» o bien por la presión de las bayonetas. Por último, y aunque no se cumplió la profecía de la escuela comunista relativa a la concentración final de la riqueza económica en manos de unas pocas personas, es lo cierto que el Gran Capitalismo laboraba, en definitiva, por su propia ruina, arrebatando a la mayoría el espíritu de empresa, la iniciativa laboral y la autonomía del negocio que son sus postulados esenciales.
La primera Guerra Mundial, atizada en parte por la competencia en las colonias y los mercados del mundo, fue el primer grave contratiempo que experimentó la economía en el siglo XX. Al colapso económico producido por aquel conflicto, siguieron el empobrecimiento de los erarios públicos, la inflación monetaria, el dislocamiento en el ritmo de la producción, la fiebre de los negocios lucrativos y el acaparamiento del oro por las potencias vencedoras, en particular, de los Estados Unidos. Los principios económicos de circulación y venta de mercancías fueron afectados por la nueva coyuntura; todo Estado, incluso la propia Inglaterra, defensora tradicional del librecambismo, tuvo que recurrir a medidas de defensa de la economía nacional, a un proteccionismo cada vez más cerrado. Las barreras aduaneras dividieron el mundo en compartimentos estancos, y cada frontera política pudo representarse en el mapa cual nueva gran muralla china. Así se creó el neomercantilismo y apuntó a la vida histórica de la «economía dirigida», o sea, la sujeción de la vida económica de un país a los principios impuestos por el gobierno. La difusión de este principio, preconizado por los sistemáticos del socialismo de Estado, se vio favorecida por las experiencias derivadas de la contienda de 1914 a 1918 y el irreductible antagonismo internacional del llamado Período Intermedio. Por esta razón los gobiernos procuraron independizarse en lo posible del extranjero, instalaron en sus países respectivos las industrias básicas, aun a costa de aumentar el nivel de coste de los productos, y reducir las importaciones de materias primas. Así se desarrolló y prosperó el nacionalismo económico, que había de difundirse muy pronto con el nombre de «autarquía».
Proteccionismo y autarquía mermaron el tráfico intercontinental de mercancías y bienes. El Gran Capitalismo había sido audazmente internacionalista y cosmopolita. Para sus proyectos necesitaba, en efecto, contar con todos los mercados del mundo. Pero he aquí que éstos empezaron a faltarle, a causa de las referidas barreras económicas, de la industrialización progresiva de las antiguas colonias y países de segundo orden. Mientras el mundo reparó los desastres—en cierto modo, localizados—de la primera Guerra Mundial, hubo una etapa de prosperidad ficticia, de producción en gran escala e ininterrumpida. Este período correspondió a una radicalización de los sistemas capitalistas, al denominado Supercapitalismo. Crédito y especulación alcanzaron topes máximos. Pero muy pronto la realidad dio un duro golpe a los optimistas cálculos de los grandes industriales y financieros. Tanto mayor la inflación, tanto más profundo el abismo por donde se despeñó la economía mundial. En 1929 se produjo una gravísima crisis bursátil en los Estados Unidos. A partir de la jornada del 24 de octubre, se produjo un descenso en vertical en los valores de especulación. El pánico financiero trajo, como consecuencia, la retracción de créditos y la rarefacción de la producción industrial. Al paro en la industria siguió el agobio en la vida agrícola, y la crisis se extendió en pocos meses por todo el país. Como en los Estados Unidos, durante esta época de prosperidad, habían prestado enormes sumas a Europa, esta masa de dólares refluyó a su lugar de origen para hacer frente a la crisis, lo que, sin aliviarla, causó su extensión por toda Europa. Numerosas instituciones de crédito quebraron en Austria (Allgemeine Öster reichische Boden-Kredit-Antsalt), y poco después, en 1931, los bancos alemanes, para hacer frente a la evasión de oro, suspendían sus pagos al exterior e inauguraban la política antieconómica de los denominados «créditos congelados». A pesar de estas medidas, en julio de 1931 se declaraba en quiebra una de las más poderosas instituciones de crédito alemanas: el Darmstädter und Nationalbank. Esta catástrofe fue decisiva, pues conmovió la finanza inglesa. El Banco de Londres, a pesar del auxilio que recibió de Francia y los Estados Unidos, se vio impotente para hacer frente a la riada de peticiones de reembolso de crédito que se le dirigían de todas partes, y, en consecuencia, el gobierno inglés decidió, en septiembre de 1931, desligar a la libra de su valor oro. Esta trascendental medida, que implicaba la renuncia a un sistema que había hecho la prosperidad financiera de la Gran Bretaña durante más de tres siglos, implicó el abandono del patrón oro por parte de Suecia, Dinamarca, Noruega, Portugal, el Japón, los Dominios británicos, etc. Un nuevo elemento de desorden se añadía, de este modo, al desbarajuste económico mundial.
La extensión de la crisis demostró muy pronto que no se trataba de una de las tantas enfermedades crónicas de la economía capitalista, sino que esta vez el mal estaba tan arraigado que podía acabar con este mismo sistema. Mientras en los grandes centros industriales el paro obrero aumentaba sin cesar, en las regiones agrícolas, ante el hundimiento vertical de los precios, se procedía a la destrucción de las cosechas (café, en el Brasil; azúcar, en Cuba) o a la limitación del área de los cultivos (trigo y algodón en los Estados Unidos). Estas medidas antieconómicas fueron acompañadas por la implantación de la ley de trueques en el comercio mundial, sistema que recordaba la primitiva organización del cambio en los siglos bárbaros.
La gran crisis económica de 1929 a 1932, aunque abarcó a todos los países del mundo, dejó sentir su peso, sobre todo, en aquellos que, por no disfrutar de amplios mercados coloniales, carecían de regiones abastecedoras de materias primas y de centros de absorción de sus productos industriales. En particular, fue Alemania la potencia que más sufrió la dureza de la vida durante aquel período. Este hecho tuvo enormes consecuencias de todo orden, pues influyó en el éxito político del partido nacionalsocialista, en cuyo credo figuraban, entre otros puntos, la implantación de un sistema de autarquía nacional, la sustitución del valor oro por el valor trabajo en la economía interna y el desarrollo al máximo de la economía de trueque en el comercio internacional. Por otra parte, se hicieron los propagandistas de la división del mundo en potencias privilegiadas y potencias proletarias, aquéllas defensoras del capitalismo y éstas de una economía socializante. Así pues, la crisis económica acentuaba la gravedad de la tensión política internacional y preparaba la segunda conflagración bélica de 1939-1945.
PERTURBACIONES SOCIALES Y POLÍTICAS
Heredera de los problemas sociales del siglo XIX, la primera mitad del siglo XX asistió a su radicalización a consecuencia de las perturbaciones registradas en la vida económica por la decadencia del capitalismo y la repercusión de la guerra de 1914-1918. Hasta el desencadenamiento del conflicto europeo en julio de aquel año, el nivel de vida de los trabajadores europeos había aumentado sin cesar, y aunque no habían cesado los conflictos sociales en el seno de las grandes potencias, en general presentaban una clara tendencia a remitir gracias a la implantación de la jornada de ocho horas y la aplicación de una legislación social eficiente y previsora sobre enfermedades, paro, vejez y accidentes. Los partidos socialistas, perdida la virulencia revolucionaria de sus primeros días, no desdeñaban de colaborar en el gobierno o la administración de un país para obtener ventajas prácticas e inmediatas para los grupos que representaban.
La crisis económica provocada por la guerra y el paro forzoso desarrollado a partir de 1929 acarrearon la miseria y el malestar en el proletariado de los grandes países industrializados de Europa y América. Sus filas se vieron acrecentadas por los trabajadores del campo y las huestes de la pequeña burguesía, arruinada por la crisis de las haciendas estatales. El paso de esta última clase social al proletariado es de suma importancia, porque en los pequeños burgueses los obreros no sólo hallaron los jefes capaces que hasta entonces les habían faltado, sino también un contenido espiritual distinto a la pura materialización imperante en las doctrinas socialistas. De este modo, las masas fueron imponiendo sus reivindicaciones en el marco de la política nacional, pero con sensibles diferencias respecto a lo anterior, pues mientras el siglo XIX había considerado como misión básica en lo social dar a cada hombre la posibilidad de lograr su ascensión a niveles cada vez más altos cualquiera que fuese su procedencia (el new made man americano), ahora se buscó la realización absoluta del dominio efectivo de las masas para lograr su supuesta liberación completa en los dos aspectos político y económico. En resumen, la socialización, manifestada en formas más o menos radicales, se convirtió en el hecho más claro de la historia contemporánea.
En la vida política fue enorme la repercusión que tuvo esta subversión de valores.
(...)
Historia General Moderna To... by Rocio P.H
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