jueves, 10 de febrero de 2022

EL SENTIDO CRISTIANO DE LA HISTORIA: LO SOBRENATURAL EN LA HISTORIA



«En diversas ocasiones, Juan Pablo II nos recordó a los españoles la conveniencia de investigar en nuestras raíces para conseguir comprender los fundamentos de la europeidad, resultado de una fusión que el cristianismo fue capaz de realizar entre tres herencias que afectan a la naturaleza humana: Trascendencia absoluta, Antropocentrismo helénico y Jurisprudencia romana que hizo del hombre persona. Europa es patrimonio cultural, y no tan sólo una estructura política o económica». Los creadores de Europa, cuatro protagonistas gigantes: san Benito, san Gregorio Magno, san Isidoro y san Bonifacio, que se enfrentaron a un mundo arruinado para reconstruirlo. A esto es a lo que debe llamarse progreso, que no consiste únicamente en acumular recursos materiales, sino en un crecimiento de la capacidad humana. Importa mucho en nuestros días rescatar su visión humana y cristiana, verdaderamente grandiosa, y descubrir, para tratar de seguirlos, los pasos decisivos que ellos supieron dar.

Es difícil calificar una institución –como la Iglesia Católica que, en sus dos mil años- nos ofrece con sus bibliotecas, monasterios y universidades, nada menos que el ‘patrimonio intelectual de la humanidad’.

¿Dejará Europa que en el futuro sólo hablen del cristianismo las piedras?

«Allí donde está Dios, allí hay futuro». En ese futuro, es, por tanto, esencial la responsabilidad de los cristianos, que no proponen sólo «una moral», sino «el don de la amistad» con Cristo. Desde esa óptica, el Papa anima a releer el Decálogo del Sinaí... Es ante todo un sí a Dios, a un Dios que nos ama y nos guía, que nos apoya y que además nos deja nuestra libertad; es más, la transforma en verdadera libertad. Es un sí a la familia, un sí a la vida, un sí a un amor responsable, un sí a la solidaridad, a la responsabilidad social y a la justicia; un sí a la verdad, y un sí al respeto del prójimo y a aquello que le pertenece. En virtud de la fuerza de nuestra amistad con el Dios viviente, nosotros vivimos este múltiple sí , y al mismo tiempo lo llevamos como indicador del recorrido por nuestro mundo en esta hora».

«Si para el hombre no existe una verdad, en el fondo, no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal. Entonces los grandes y maravillosos conocimientos de la ciencia se hacen ambiguos: pueden abrir perspectivas importantes para el bien, para la salvación del hombre, pero también -y lo vemos- pueden convertirse en una terrible amenaza, en la destrucción del hombre y del mundo», explicó. «Nuestra fe -dijo- se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad, como si ésta fuera demasiado grande para él».
La propuesta del Santo Padre estaba impregnada de realismo:

«Europa ha vivido y sufrido también terribles caminos equivocados. Forman parte de ellos: restricciones ideológicas de la filosofía, de la ciencia e incluso de la fe, el abuso de religión y razón con fines imperialistas, la degradación del hombre mediante un materialismo teórico y práctico y, en fin, la degradación de la tolerancia en una indiferencia privada de referencias y valores permanentes».



Recuperación de un texto que retoma una idea que quiere que se olvide

Lo sobrenatural en la historia

"Todo sistema histórico que hace abstracción 
del orden sobrenatural en el planteamiento 
y la apreciación de los hechos, 
es un sistema falso que no explica nada, 
y que deja a los anales de la humanidad en un caos
y en una permanente contradicción 
con todas las ideas que la razón se forma...".

Así como para el cristianismo la filosofía separada no existe, así también, para él no hay historia puramente humana. El hombre ha sido divinamente llamado al estado sobrenatural; este estado es el fin del hombre; los anales de la humanidad deben ofrecer su rastro. Dios podía dejar al hombre en estado natural; plugo a su bondad el llamarlo a un orden superior, comunicándose a él, y llamándolo, en último término, a la visión y la posesión de su divina esencia; la fisiología y la psicología naturales son pues impotentes para explicar al hombre en su destino. Para hacerlo completa y exactamente, es preciso recurrir al elemento revelado, y toda filosofía que, fuera de la fé, pretenda determinar únicamente por la razón el fin del hombre, está, por eso mismo, atacada y convicta de heterodoxia. Sólo Dios podía enseñar al hombre por la revelación todo lo que él es en realidad dentro del plan divino; sólo ahí está la clave del verdadero sistema del hombre. No cabe duda de que la razón puede, en sus especulaciones, analizar los fenómenos del espíritu, del alma y del cuerpo, pero por lo mismo que no puede captar el fenómeno de la gracia que transforma el espíritu, el alma y el cuerpo, para unirlos a Dios de una manera inefable, ella no es capaz de explicar plenamente al hombre tal como es, ya sea cuando la gracia santificante que habita en él hace de él un ser divino, ya sea cuando habiendo sido expulsado este elemento sobrenatural por el pecado, o no habiendo éste aún penetrado, el hombre siente haber descendido por debajo de sí mismo.

No hay, pues, no puede haber, un verdadero conocimiento del hombre fuera del punto de vista revelado. La revelación sobrenatural no era necesaria en sí misma: el hombre no tenía ningún derecho a ella; pero de hecho, Dios la ha dado y promulgado; desde entonces, la naturaleza sola no basta para explicar al hombre. La gracia, la presencia o la ausencia de la gracia, entran en primera línea en el estudio antropológico. No existe en nosotros una sola facultad que no requiera su complemento divino; la gracia aspira a recorrer al hombre íntegramente, a fijarse en él en todos los niveles; y a fin de que nada falte en esta armonía de lo natural y de lo sobrenatural, en esta creatura privilegiada, el Hombre-Dios ha instituido sus sacramentos que la toman, la elevan, la deifican, desde el momento del nacimiento hasta aquél en que ella aborda esa visión eterna del soberano bien que ya poseía, pero que no podía percibir sino por la fe.

Pero, si el hombre no puede ser conocido totalmente sin la ayuda de la luz revelada, ¿es dable imaginar que la sociedad humana, en sus diversas fases a las que se llama la historia, podrá volverse explicable, si no se pide socorro a esa misma antorcha divina que nos ilumina sobre nuestra naturaleza y nuestros destinos individuales? ¿Tendría acaso la humanidad otro fin distinto del hombre? ¿Sería entonces la humanidad otra cosa distinta del hombre multiplicado? No. Al llamar al hombre a la unión divina, el Creador convida al mismo tiempo a la humanidad. Ya lo veremos el último día cuando de todos esos millones de individuos glorificados se formará, a la derecha del soberano juez, ese pueblo inmenso “del que será imposible, nos dice San Juan, hacer el recuento”. (Apoc. 7, 9). Mientras tanto la humanidad, quiero decir la historia, es el gran teatro en el cual la importancia del elemento sobrenatural se declara a plena luz, ya sea que por la docilidad de los pueblos a la fe domine las tendencias bajas y perversas que se hacen sentir tanto en las naciones como en los individuos, ya sea que se postre y parezca desaparecer por el mal uso de la libertad humana, que sería el suicidio de los imperios, si Dios no los hubiera creado “curables” (Sap. 1, 14).
La historia tiene que ser entonces cristiana, si quiere ser verdadera; porque el cristianismo es la verdad completa; y todo sistema histórico que hace abstracción del orden sobrenatural en el planteamiento y la apreciación de los hechos, es un sistema falso que no explica nada, y que deja a los anales de la humanidad en un caos y en una permanente contradicción con todas las ideas que la razón se forma sobre los destinos de nuestra raza aquí abajo. Es porque así lo han sentido, que los historiadores de nuestros días que no pertenecen a la fe cristiana se han dejado arrastrar a tan extrañas ideas, cuando han querido dar lo que ellos llaman la filosofía de la historia. Esa necesidad de generalización no existía en los tiempos del paganismo. Los historiadores de la gentilidad no tienen visiones de conjunto sobre los anales humanos.
La idea de patria es todo para ellos, y jamás se adivina en el acento del narrador que esté por nada del mundo inflamado con un sentimiento de afecto por la especie humana considerada en sí misma. Por lo demás, solamente a partir del cristianismo es cuando la historia ha comenzado a ser tratada de una manera sintética; el cristianismo, al hacer volver siempre el pensamiento a los destinos sobrenaturales del género humano, ha acostumbrado a nuestro espíritu a ver más allá del estrecho círculo de una egoísta nacionalidad. Es en Jesucristo donde se ha develado la fraternidad humana y, desde entonces, la historia general se ha convertido en un objeto de estudio.

El paganismo nunca habría podido escribir sino una fría estadística de los hechos, si se hubiera encontrado en condiciones de redactar de una manera completa la historia universal del mundo. No se lo ha señalado suficientemente que la religión cristiana ha creado la verdadera ciencia histórica, dándole la Biblia por base, y nadie puede negar que hoy en día, a pesar de los siglos transcurridos, a pesar de las lagunas, no estemos más adelantados, en resumidas cuentas, en los acontecimientos de los pueblos de la antigüedad, de lo que lo estuvieron los historiadores que esa antigüedad misma nos ha legado.

Los narradores no cristianos de los siglos XVIII y XIX han pues copiado al método cristiano el modo de generalización; pero lo han dirigido contra el sistema ortodoxo. Muy pronto se dieron cuenta de que apoderándose de la historia y cambiándola a sus ideas, asestaban un duro golpe al principio sobrenatural; tan cierto es que la historia declara a favor del cristianismo. Bajo este aspecto su éxito ha sido inmenso; no todo el mundo es capaz de seguir y de paladear un sofisma; pero todo el mundo comprende un hecho, una sucesión de hechos, sobre todo cuando el historiador posee ese acento particular que cada generación exige de aquellos a quienes otorga el privilegio de encantarla.

(...)

La iglesia está siempre de pie: Dios la sostiene directamente, y todo hombre de buena fe, capaz de aplicar las leyes de la analogía, puede leer en los hechos que la conciernen esa promesa inmortal de durar siempre, que ella tiene escrita en su base por la mano de un Dios.

Las herejías, los escándalos, las defecciones, las conquistas, las revoluciones, nada han conseguido; rechazada de un país, ha avanzado en otro; siempre visible, siempre católica, siempre conquistadora y siempre sufriente. Este tercer hecho, que no es sino la consecuencia de los dos primeros, termina por dar al historiador cristiano la razón de ser de la humanidad. Él concluye con la evidencia de que la vocación de nuestra raza es una vocación sobrenatural; que las naciones, sobre la tierra, no solamente pertenecen a Dios que ha creado la primera familia humana, sino que también son, como lo ha dicho el Profeta, el dominio particular del Hombre-Dios. Entonces, basta de misterios en la sucesión de los siglos, basta de vicisitudes inexplicables; todo se dirige a la meta, todo problema se resuelve por sí mismo con este elemento divino.

Sé que hoy hace falta coraje, sobre todo cuando no se es del clero, para tratar la historia con este tono; se cree sinceramente, no se quisiera por nada del mundo adoptar el sentido y las maneras de las escuelas fatalistas y humanitaria; pero la escuela naturalista es tan poderosa por su número y su talento, es tan benevolente con el cristianismo, que es duro desafiarla en todo y no ser a sus ojos nada más que un escritor místico, a lo sumo un hombre de poesía, cuando se aspiraría a la reputación de ciencia y de filosofía.

Todo lo que puedo decir, es que la historia ha sido tratada, desde el punto de vista que me he permitido exponer, por dos poderosos genios cristianos y que su reputación no ha naufragado por ello. "La ciudad de Dios" de San Agustín, el "Discurso sobre la historia universal" de Bossuet, son dos aplicaciones de la teoría que he adelantado.

La ruta está pues trazada con mano maestra, y es posible exponerse en seguimiento de tales hombres a los fútiles juicios del naturalismo contemporáneo. Es mucho, sin duda, regular su vida íntima por el principio sobrenatural; pero sería una grave inconsecuencia, una alta responsabilidad, el que ese mismo principio no condujera siempre la pluma. Veamos a la humanidad en sus relaciones con Jesucristo su jefe; no la separemos nunca de Él en nuestros juicios ni en nuestros relatos, y cuando nuestras miradas se detengan en el mapa del mundo, recordemos ante todo que tenemos ante los ojos al imperio del Hombre-Dios y de su Iglesia.

La acción de la santidad en la historia

El historiador cristiano, satisfecho de haber marcado así en rasgos generales el carácter sobrenatural de los anales humanos, ¿se creerá dispensado de registrar las manifestaciones de menor importancia que la bondad y el poder divinos han sembrado en el transcurso de los siglos, con el fin de reavivar la fé en las generaciones sucesivas? El se cuidará de semejante ingratitud, y así como se habrá sentido encantado al reconocer que el Redentor del mundo no prometió en vano a sus fieles los signos visibles de su intervención hasta el final, igualmente se mostrará solícito por iniciar a sus hermanos en la alegría que sintió al encontrar en su ruta miles de rayos de una luz inesperada que, aun cuando se vinculen más o menos directamente a los tres grandes centros, no dejan de ofrecer, cada uno de ellos, el testimonio de la fidelidad de Dios a sus promesas y una preciosa confirmación que repercute sobre todo el conjunto. Los milagros de detalle pueden pues pertenecer a la historia humana, cuando han tenido un alcance más que individual y han repercutido a lo lejos. Inútil agregar que para entrar en su relato grave y verdaderamente histórico, deben estar seguros desde el punto de vista de una crítica imparcial. Así la aparición de la Cruz a Constantino tiene derecho a figurar seriamente en los anales del siglo IV.

Diré lo mismo, para la misma época, de los prodigios que se operaron en Jerusalén cuando Julián el Apóstata quiso reedificar el templo de Salomón.

Los milagros de San Martín que han tenido tanta influencia en las Galias para la extinción de la idolatría, no deben tampoco ser silenciados al igual que los de San Felipe Neri en Roma y de San Francisco Javier en las Indias, que atestiguaron de manera tan manifiesta en el siglo XVI que la Iglesia papal, a pesar de las blasfemias de la Reforma y de la decadencia de las costumbres, no dejaba de ser la única heredera de las promesas y el asilo de la verdadera fe.

¿No sería acaso dejar una laguna en la historia desde el punto de vista cristiano, el callar los hechos prodigiosos que acompañaron casi en todas partes la introducción del Evangelio en los diversos países donde fue predicado, por ejemplo, los milagros del monje San Agustín en el apostolado de Inglaterra, y los que señalaron los misión de los ilustres promotores de la vida religiosa, tanto de Oriente como de Occidente, desde San Antonio en los desiertos de Egipto hasta San Francisco y Santo Domingo, entre nuestros padres del s. XIII?

La cadena de estas maravillas prosigue hasta nuestros tiempos; sería pues comprender mal el papel del historiador cristiano pensar que se ha hecho lo suficiente señalando los hechos de esta naturaleza en el origen del cristianismo. Ellos han sido, por decirlo así, permanentes y continuarán siéndolo; son la prenda de la presencia sobrenatural de Dios en el movimiento de la humanidad; en fin, han tenido una real influencia en los pueblos; debéis pues tenerlos en cuenta, si los estimáis verdaderos, vuestro deber es el de registrarlos y el de asignarles su papel y su alcance.

Me apresuro a decir que no toda forma de historia exige la investigación minuciosa de los hechos sobrenaturales, y no pienso que la Historia eclesiástica propiamente dicha deba ser la única a la cual el cristiano consagre su talento de escribir y de narrar. Que este talento se ejerza pues bajo todas las formas; que la historia sea general o particular; que adopte el género de las memorias o el de la biografía, todo está bien, con tal de que sea cristiana; pero el historiador debe esperar encontrarse muy pronto y a menudo en su camino al elemento sobrenatural; ¡ojalá pueda entonces no faltar nunca a su deber!

¿Queréis escribir la historia de Francia? Nada mejor si sois capaces; pero esperad a encontraros frente a Juana de Arco. Ahora bien, ¿qué haríais con esa maravillosa figura? No iréis a negar o a contar en una forma ambigua hechos que estén de ahora en más aclarados en sumo grado. ¿Buscaréis explicarlos naturalmente? Sería perder el tiempo; ¡nada menos explicable que la misión y los gestos de la Doncella de Orleáns!

¿Veréis allí acaso la aplicación de una ley providencial que rige los acontecimientos humanos, o incluso en particular los destinos de Francia? Pero aquí, todo escapa al régimen providencial, las leyes ordinarias están invertidas; no vemos nada, ni antes ni después, que dé lugar a pensar que Dios hace tales cosas en el gobierno general del mundo. ¿Diréis entonces con estilo académico que, todo bien pensado, la misión de Juana de Arco sigue siendo inexplicable y que aquellos que han querido explicarla humanamente se han metido en dificultades de las que no pudieron salir? Llegad hasta el final, creedme; confesad francamente que hay milagros en la historia, y que la misión de Juana de Arco es uno de ellos. Convenid pues lisa y llanamente en que la pastora de Domrémy verdaderamente vio a los santos y escuchó las voces; que Dios la revistió con su fuerza invencible; que él mismo la hizo victoriosa en las murallas de Orleáns; que la asistió con la virtud sobrehumana de los mártires en el sublime sacrificio que debía terminar esa milagrosa carrera. Pero, después de esto, cuidaos de no sacar las inducciones que se presentan por sí mismas de resultas de esos hechos maravillosos.

¿Qué es entonces al fin de cuentas Juana de Arco? ¿Es un meteoro con el que Dios se complació en deslumbrar nuestras miradas, sin otro fin que el de mostrar su poder?

"Si no es cristiana, no es Europa"

El cristianismo es una religión, un mensaje de salvación dirigido a todos los hombres. Ningún continente, región, pueblo, ideología o partido político, nadie en suma, puede apropiárselo sin injusticia. La vigencia del cristianismo, como la de toda religión, depende de la existencia de auténticos cristianos y, como consecuencia de ella, de su capacidad para impregnar las vidas personales y la vida colectiva. No hay una cultura cristiana sin cristianos, aunque pueda haber cultura cristiana sin que muchos de sus miembros lo sean. Quiero decir que existe una cultura cristiana, pero el cristianismo no es una mera cultura.

Quienes se atienen a lo más visible de la historia, a lo superficial, tienden a pensar que la clave de la difusión del cristianismo y, para quienes tienen fe, la obra de la Providencia, residió en su nacimiento en el ámbito universalista del Imperio Romano. Por mi parte, me permito apuntar otra clave, y otra interpretación de la Providencia.

Europa es la síntesis entre la filosofía griega y la religión cristiana. Europa, es decir la Cristiandad, es imposible sin ambas. No soy, en absoluto, original al adherirme a esta primacía griega. Husserl, por ejemplo, afirma que Europa tiene lugar y fecha de nacimiento: Grecia y los siglos VII y VI antes de Cristo. Éste es su origen remoto. Pero, sin el ingrediente cristiano, no habría surgido propiamente Europa sino sólo la Hélade. Nuestra civilización es el resultado de la síntesis entre Atenas y Jerusalén, y su misión, dar razón de lo Absoluto. Sea esto dicho sin demérito para el Derecho romano ni para la ciencia moderna, hija al cabo del pensar griego. La esencia de Europa se encuentra en la filosofía y el cristianismo. La muerte de la filosofía o del cristianismo sería la muerte de Europa.

Lo que me gustaría sugerir es que, si esto es cierto, y pienso que lo es, el cristianismo no constituye sólo una de las raíces espirituales de Europa, sino que es también parte de su esencia. Entonces, la posibilidad misma de una Europa no cristiana sería una contradicción en los términos. «Europa cristiana» vendría a ser una expresión tan obvia como «círculo redondo». Todo lo que nuestra civilización es y ha hecho en la historia es sencillamente ininteligible sin el cristianismo. Para bien y para mal, y creo que, en justo balance, más para bien. Podemos elegir el ámbito que queramos: político, social, cultural, incluso económico. Pensemos en lo más superficial y, por ello, fundamental para los superficiales: la política. Allí donde no anidó la semilla del cristianismo germina con dificultad, próxima a la imposibilidad, la democracia. Sin la idea de Dios y la creación del hombre a su imagen, la dignidad de éste se resquebraja y se reduce a la animalidad. Sin la común paternidad divina, la fraternidad entre los hombres es pura quimera. Y, sin fraternidad no son posibles la igualdad ni la solidaridad. Incluso la Ilustración no es sino un fruto tardío y extraviado de la idea de Dios. Suprimido el cristianismo, la cultura europea quedaría reducida casi a la nada.

La incultura y la ignorancia, es decir la barbarie, entienden otra cosa: que Europa sólo llega a ser lo que es cuando logra despojarse del cristianismo. Su desconocimiento de la Edad Media carece de límites. No les importa que todo lo que defienden como laicistas conversos se tambalee en cuanto se prescinde del cristianismo. En este sentido, Nietzsche fue un genial vidente. La muerte de Dios vuelve todo del revés. No queda en pie ni la moral cristiana, ni la dignidad del hombre, ni los derechos humanos, la democracia, el socialismo, el liberalismo y el anarquismo. Sólo quedan los valores vitales propios del superhombre, su jerarquía y su autoridad. Vano es el intento de quienes suprimen a Dios y pretenden apuntalar todo el edificio con sucedáneos como la razón o la justicia. El edificio, inexorablemente, se desmorona. Por eso, quizá Nietzsche sea la única alternativa seria al cristianismo. San Pablo afirmó que si sólo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres. O Dios o el nihilismo. No hay alternativa. Otra cosa es que, como Max Scheler magistralmente demostró en El resentimiento en la moral, la crítica nietzscheana a la genealogía de la moral cristiana resulte equivocada.

Quienes se empeñan en esta tarea imposible de sustentar sus convicciones en el aire, sin su único fundamento posible, al menos deberían reconocer la inmensa labor social de la Iglesia en beneficio de los pobres y marginados. Pero nadie puede ver lo que no quiere ver. Sólo se fijan en los errores, y apenas les importa que sea precisamente la Iglesia la institución que más se ha empeñado en reconocerlos y pedir perdón por ellos, a pesar de que no se le reconozcan los muchos bienes que ha producido. Las mezquindades, agresiones e injusticias actuales no son sino síntomas de un mal mucho más hondo. Éste es el que debe ser tratado, más que aquellas. En España, cualquier estupidez compartida con otros pueblos adquiere proporciones ciclópeas. Toda politización del cristianismo fracasa necesariamente, tanto la de unos como la de los otros. Acaso el pasaje evangélico de la adúltera perdonada muestre el camino. Unos se obstinan en la lapidación; otros, se quedan con el perdón. Aquellos suelen olvidar la distinción entre la moral y el Derecho y propugnan una especie de «juridificación» de la moral. Éstos olvidan que Cristo, después de renunciar a condenar a la adúltera, le dijo: «Vete y no peques más». No declara, pues, abolidos el mal y el pecado. Por lo demás, sin la falta es imposible el perdón. También manipulan algunos su presencia entre prostitutas, publicanos y pecadores, pues no se trata de adhesión a su forma de vida ni de complacencia en su compañía, sino, por el contrario, de cumplir su misión de salvar a los pecadores. La Iglesia cumple su tarea, si no me equivoco, cuando condena el pecado y perdona al pecador arrepentido, no si insiste sobre todo en condenar jurídicamente al pecador ni si declara abolido el pecado.

La tragicomedia que vivimos es más obra de la ignorancia que de la maldad, aunque acaso ambas caminen, como enseñó Sócrates, de la mano. Lo que resulta más difícil de entender es el empeño, deliberado o no, de suscitar un problema donde no lo había. No hay en España una cuestión religiosa. La aconfesionalidad del Estado, que no el laicismo, está reconocida y garantizada por la Constitución y nunca ha sido puesta en entredicho, ni con los gobiernos de la UCD, ni con los del PSOE, ni con los del PP. La libertad de expresión de la Iglesia no se encuentra limitada por la conformidad forzosa con las propuestas legislativas del Gobierno. Criticar a la mayoría nunca es antidemocrático. Silenciar a las minorías sí que lo es. Es sólo cierto ingenuo y fatal adanismo, que parece haber invadido a los actuales gobernantes, el que les sugiere que todo está por estrenar: la democracia, la libertad y la aconfesionalidad del Estado. Incluso se diría que aspiran a estrenar una nueva Constitución. Sólo cabe esperar que lo que el Gobierno no rectifique por convicción, al menos lo haga por propio interés. España forma parte de Europa. Y ésta, si no es cristiana, no es Europa, sino que queda reducida a la condición geográfica de continente o a mero espacio para el libre comercio.

Ignacio SÁNCHEZ CÁMARA

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¿Cuánto habrá pasado desde que por primera vez un hombre opinó de distinta manera a otro y argumentó? Aunque hoy día más interesante sería ¿cuánto queda hasta que esto deje de suceder? ¿Por qué tantos gobiernos detestan la filosofía?

¿No será para mejor dominar al hombre bajo un neo-totalitarismo? 

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“Jamás lo antiguo por antiguo ha sido bueno, como lo nuevo por nuevo, mejor.” S.S. Benedicto XVI.



Para el catolicismo no existe la historia puramente humana. El hombre ha sido elevado al orden sobrenatural, y éste es su fin. Pues bien, los anales de la humanidad deben ofrecer su rastro.
En efecto, si el hombre no puede ser conocido en su totalidad sin la ayuda de la verdad revelada, ¿podrá ser explicada la sociedad humana en su historia, si no se pide auxilio a esa misma antorcha divina? ¿Tendría acaso la humanidad otro fin distinto al del hombre individual?
La historia es el gran teatro en el cual la importancia del elemento sobrenatural se declara a plena luz, ya sea por la docilidad de los pueblos a la fe, ya sea que se perviertan por el mal uso de la libertad, dando la espalda a la religión.
La historia, si quiere ser verdadera, tiene que ser católica; y todo sistema histórico que hace abstracción del orden sobrenatural en el planteamiento y la apreciación de los hechos, es un sistema falso, que no explica nada.
La Encarnación del Verbo es para la historia católica el punto culminante de la humanidad, y por ello la divide en dos grandes secciones: antes de Jesucristo, después de Jesucristo.

Antes de Jesucristo, muchos siglos de espera, la depravación, las tinieblas, la idolatría…
Después de Jesucristo, una duración de la que ningún hombre posee el secreto, porque ningún hombre conoce la hora de la concepción del último elegido.

Con estos datos ciertos, con esta certeza divina, la historia ya no tiene misterios para el católico.
Pero no sólo se aplica en buscar y señalar en la historia el aspecto que relaciona cada uno de los acontecimientos con el principio sobrenatural, sino que, con mayor razón, destaca los hechos que Dios produce fuera de la conducta ordinaria, y que tienen por meta certificar y hacer más palpable todavía el carácter maravilloso de las relaciones que ha fundado entre El mismo y la humanidad.

Entre éstos, uno llama la atención y reclama toda la elocuencia del católico: la conservación de la Iglesia a través del tiempo.
La existencia de la Iglesia hasta el fin de los tiempos, termina por dar al católico la razón de ser de la humanidad.

Entonces, él concluye, con evidencia palmaria, que la vocación de la humanidad es una vocación sobrenatural; que las naciones sobre la tierra, no solamente pertenecen a Dios, sino que también son el dominio particular del Verbo Encarnado y de su Esposa Inmaculada, la Santa Iglesia Católica Romana.
Por lo tanto, ¡basta de misterios en la sucesión de los siglos!, ¡basta de vicisitudes inexplicables!
Todo lo que sucede en la tierra, todo acontecimiento se dirige al fin: completar el número de los elegidos, el honor de la Iglesia, la gloria de Jesucristo, la alabanza de la Santísima Trinidad.

Miremos a la humanidad bajo el punto de vista de sus relaciones con Jesucristo y su Iglesia; no la separemos nunca de Ellos en nuestros juicios ni en nuestros relatos. Y cuando nuestra mirada se detenga sobre el planisferio, recordemos que tenemos ante los ojos al Imperio del Verbo Encarnado y de su Iglesia.
A la luz de estos claros principios, entresacados principalmente del libro de Dom Guéranger “El sentido cristiano de la Historia”, debemos juzgar el hecho colosal del descubrimiento y evangelización de América por España, el acontecimiento providencial de la Fe Católica en América.


LA MISIÓN PROVIDENCIAL DE ESPAÑA

En la noche del 1 al 2 de enero del año 40, la Santísima Virgen María, viviendo aún en carne mortal, se apareció a Santiago Apóstol a orillas del Ebro para consolarlo y animarlo ante las dificultades de su apostolado y el escaso fruto de su predicación.
Esa noche, al mismo tiempo en que Santiago Apóstol se entregaba a una profunda contemplación de los divinos misterios, oraba María Santísima en su oratorio del monte Sión, en Jerusalén; y presentándosele su glorioso Hijo, le comunicó su voluntad de que fuese a visitar a su discípulo.
Unos ángeles la colocaron en un brillante Trono de luz y la trajeron a Cesaraugusta (Zaragoza), cantando alabanzas a Dios y a su Reina; otros tallaron una imagen suya de una madera incorruptible y labraron una columna de mármol jaspe, que le sirvió de base.
Nuestra Señora le dijo que “era voluntad de su Hijo edificase un oratorio en aquel sitio y lo dedicase en gloria de Dios y en su honor, erigiendo por título su imagen sobre la columna. Que éstas permanecerían hasta el fin del mundo; que aquel templo sería su casa y heredad; que nunca faltarían cristianos en Cesaraugusta que le tributasen el debido culto; y que prometía su especialísima protección a cuantos la venerasen en él”.

El 2 de enero de 1492 culmina la épica lucha de la Reconquista contra los musulmanes, con la toma de Granada por los Reyes católicos.
¿Cómo no ver una bendición particular de María Santísima y una especial providencia de Dios que quisieron que tal gesta se concretase justamente en el día conmemorativo de la aparición de la Virgen del Pilar?
Nueve meses más tarde, la católica España, que incubó en su seno durante ocho siglos la Cristiandad, dio a luz para la Iglesia las tierras americanas cuando la proa de las carabelas de Cristóbal Colón besaron la tierra virgen de este continente, reservado por Dios para ser redimido y ser instrumento de redención en momentos de apostasía y de traición.
En efecto, “la excelencia de la magna gesta -dice el Papa León XIII- aparece ilustrada de una manera maravillosa por las circunstancias del tiempo en que se realizó. Colón, a la verdad -continúa el Pontífice-, descubrió América poco antes de que la Iglesia fuese agitada por una violenta tempestad. En cuanto, pues, es lícito al hombre apreciar, por los acontecimientos de la Historia, las vías de la divina providencia, parece -concluye León XIII- que verdaderamente vio la luz aquella gloria de Liguria, por singular designio de Dios, para reparar los males infligidos por Europa al nombre católico”.

Quinientos años han corrido desde el día en que América, obedeciendo a la voluntad de Dios, salió al encuentro de la Cruz de la Redención y de la Bandera de Castilla, repitiendo aquellas palabras que pronunciaron los mundos en el firmamento: “Ecce adsum”.
Tamaña gloria, concedida por Dios a la noble España, fue digna recompensa de un pueblo que durante ochocientos años había luchado contra el poder otomano por conservar intacto el depósito de la fe cristiana.
Dispuso el cielo que aquellas mismas manos que habían sostenido los derechos de la Cruz en el viejo mundo, fuesen marcando con ella sus descubrimientos y conquistas en un nuevo continente; la misma sangre que había derramado el pecho generoso del noble español en aquella lucha gigantesca de la Edad Media, debía multiplicarse con sus propios gérmenes de vida en la descendencia americana.

Dejemos a los hermanos de Portugal sus gestas, cuyas legítimas glorias nos relatarán los amigos que me acompañan. A España le corresponde la mayor y mejor, porque Colón fue Adelantado de los mares, a quien siguió la pléyade de navegantes y misioneros.
Hasta su mismo nombre es providencial y encierra un extraordinario simbolismo, profetizando su misión: Christophorus Colombo = Paloma portadora de Cristo.
Y esta gloria de Colón es la gloria de España, porque España y Colón están como consustanciados en el momento inicial del hallazgo de las Américas.
En efecto, Colón, desahuciado en Génova y Portugal, visita a los Reyes Católicos, y la Reina Isabel, que encarnaba todas las virtudes de la raza hispana, oye a Colón, cree en sus ensueños, fleta sus carabelas y envía sus hombres a la inmortal empresa.
Colón sin España es genio sin alas; sólo España tuvo la gracia de incubar y dar vida al pensamiento del gran navegante.

Nos lo asegura el Papa León XIII cuando dice: “Isabel había entendido a Colón mejor que nadie. Consta que la religión cristiana fue el motivo que abiertamente fue propuesto a esta piadosísima mujer, de espíritu varonil y recio corazón. Ella había asegurado que Colón se lanzaría un día animosamente al vasto mar «para realizar por la gloria de Dios una grandísima proeza»”.

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