miércoles, 12 de enero de 2022

UNA LEYENDA LLAMADA DJOKOVIC y NO-VAC NO-COVID y QUEREMOS TANTO A NOLE por JUAN MANUEL DE PRADA

Una leyenda llamada 
Djokovic


Sólo cuando las hazañas deportivas
se injertan en la Historia se vuelven legendarias

Hace algún tiempo vi una entrevista a un futbolista inglés retirado de cuyo nombre no puedo acordarme. En un pasaje especialmente introspectivo comentó, entre consternado y perplejo, que los niños ya sólo se le acercaban para preguntarle por aquel gol mitológico en el que Maradona regateó a media docena de jugadores de su equipo, en el Mundial de 1986.

Maradona se convirtió aquel día en leyenda no porque metiera un gol pasmoso, sino porque ese gol se injertó en la Historia, borrando en el ánimo maltrecho de todo un pueblo lo que unos años antes había sucedido en las Malvinas. Las hazañas deportivas se disgregan en el olvido o se convierten en aburrida estadística, cuando se extingue la generación que las celebró; y sólo cuando esas hazañas se injertan en la Historia se vuelven legendarias. Le ocurrió a Maradona en el Mundial de México, le ocurrió a Jesse Owens en las Olimpiadas de Berlín, le ha ocu­rrido a Djokovic en el Open de Australia. Al ganador de esta edición del Open de Australia quizá lo recuerden unos pocos aficionados acérrimos del ténis durante unos pocos años; pero cuando esos aficionados hayan muerto, el Open de Australia seguirá arrastrando el baldón de haber impedido, en su edición de 2022, la participación de una leyenda. Y, dentro de cien años, Djokovic será recordado como Owens o Maradona. Seguramente habrá otros que cosechen más títulos o batan más récords; pero sólo dejarán detrás de sí una aburrida estadística que otros más dotados harán palidecer en el futuro. A Djokovic, en cambio, nadie podrá disputarle la glo­ria de haberse injertado en la Historia para siempre.

EL QUE LLEVA PARAGUAS SE QUEJA DEL QUE LO LLEVA


Hoy puede parecer que es la suya una gloria infame que sólo 'representa' a una minoría converti­da en chivo expiatorio por una generación sumisa y cobarde. También Owens representaba sólo a unos negros mugrientos; también Maradona representa­ba sólo a unos sudacas charlatanes. Pero pasarán los años, pasarán las hazañas deportivas de sus coetáneos; y resplandecerá la leyenda del hoy estigma­tizado Djokovic. Y, cuando esta generación sumisa, como los medios de cretinización de masas y los ti­ranuelos que la pastorearon, se vuelvan juntamen­te 'en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada'; seguirá honrándose la hazaña del hombre que, en un tiempo de tibios, se negó a inclinar la testuz. Y Dios, que ve en lo oscuro, lo recompensará.

Los aficionados al tenis saben -y no sólo porque la aburrida estadística así lo delate- que Djokovic es mejor tenista que cualquiera de los tenistas que han competido con él. También lo saben esos tenistas, incluidos quienes en estos días han hecho declara­ciones miserables, excitados ante la posibilidad de aventajarlo en la abrrida estadística que dentro de cincuenta años nadie recordará. Pero dentro de cincuenta años, cuando encorvados y decrépitos (aunque con el ridículo injerto capilar intacto) se paseen por un parque, habrá un niño que se les acerque y les diga: «¿Es verdad que usted tuvo el honor de ju­gar con Djokovic?».


No-Vac No-Covid

Un año después de convertirse en leyenda, Novak Djokovic (No-Vac No-Covid para los amigos) se convierte también en el tenista más laureado de la historia (su máximo rival, aunque lo empata en Grand Slams, no ha ganado ni un solo Torneo de Maestros). Lo logra, además, en Australia, para que la justicia divina resplandezca más hermosamente (y, como guinda del pastel, el filántropo genocida Bill Gates se hallaba en las gradas). Todos los sufrimientos de Djokovic, que asumió el papel de chivo expiatorio universal ante una generación sumisa y cobarde, fueron así recompensados.

Nada más consumar su aplastante victoria, después de señalarse la cabeza, el corazón y los cojones, Novak Djokovic elevó la mirada al cielo y dio gracias a Dios. Después se fundió en un abrazo con amigos y familiares y rompió a llorar. Pero Djokovic no imitó a esos planchabragas que lloran ante las cámaras por cualquier chuminada, sino que esquivó su escrutinio, para que no quedara registro de su llanto. En ese llanto viril, hermosamente hurtado a las cámaras, estábamos representados todos los que a lo largo de los últimos años hemos padecido persecuciones y hostigamientos; todos los que, estigmatizados por la chusma mediática y médica, acosados por gobernantes inicuos, abandonados o mirados con recelo por nuestros amigos y familiares más memos, decidimos arrostrar una vida de perros sarnosos a cambio de mantener nuestros cuerpos, que son templos del Espíritu, alejados de las terapias génicas experimentales. Gracias por cada una de tus preciosas lágrimas, Nole; ninguna fue derramada en vano.

Cualquier aficionado al tenis sabe que nunca ha existido un jugador con tan imperial gama de golpes y con tan felino instinto como Djokovic; pero para sobreponerse a un golpe tan ensañado como el que padeció hace un año en Australia, para no dejarse ahogar por la desesperanza o la rabia, hacen falta una fortaleza (cabeza), una magnanimidad (corazón) y una valentía (cojones) fuera de lo común. Djokovic no se estaba enfrentando tan sólo a sus rivales, sino a un cúmulo de circunstancias hostiles que sólo se podían vencer con la ayuda de Dios. Sin duda, su carácter terco y sufrido, forjado en una niñez terrible, lo ayudó; pero la mayor ayuda, en medio de un mundo acechado por las tinieblas, ha venido de lo alto. Djokovic lo sabe bien; y también lo sabemos quienes estábamos incluidos en su llanto.

Sorprende que las masas tragacionistas no se pregunten (o no se atrevan a preguntarse, temerosas de la respuesta) la razón por la que un tenista de treinta y cinco años derrota en sets corridos, un partido tras otro, a rivales que son diez o quince años más jóvenes que él, demostrando una velocidad de reacción y un fondo físico muy superior a todos ellos. Es la misma razón por la que un gordo maldito como yo escribe mejor que todos los escritores asténicos y sistémicos de España puestos en fila india. No nos hemos dejado envenenar la sangre y el alma; y Dios, que ve en lo oscuro, nos lo recompensa.


QUEREMOS TANTO A NOLE

¿Por qué Novak Djokovic es tan odiado por todos los imbéciles del planeta? En su biografía de Olivares, Marañón advierte que al Valido le faltó habilidad para «hacerse perdonar» sus capacidades, provocando las iras del populacho, que es «celoso hasta el paroxismo» del mérito ajeno. Djokovic tampoco tiene esa habilidad, tampoco sabe ni quiere hacerse perdonar sus insultantes dotes y sus proezas innumerables en la pista, que hoy lo consagran definitivamente como el mejor tenista de todos los tiempos.

Por estos pagos el odio a Djokovic se justifica por amor a Nadal; pero nada refleja más impotencia y miseria humana que consolarse con las derrotas o los infortunios del máximo rival de nuestros ídolos. También se justifica el odio a Djokovic alegando que tiene maneras insolentes, que gusta de provocar al público, que no se arredra ni achica cuando lo abuchea la jauría. Todo esto son farfollas. A Djokovic la chusma lo odia por la misma razón por la que Caín odiaba a Abel. Todo un mundo gris y rencoroso de caínes celosos hasta el paroxismo del mérito ajeno se revuelve contra la grandeza solitaria de Djokovic. Todos los mediocres del planeta, todos los mindundis de alma leprosa, todos los Pérez y los Smith envenenados de anonimato, todos los fracasados con halitosis, todos los victimistas profesionales, todos los feos que se matan a pajas, todos los planchabragas que van en patinete para salvar el planeta, todas las charos empoderadas con verrugas en las tetas, todos los tuiteros vociferantes que no se desgañitan en el casino de su pueblo porque así se ahorran el euro del café, todos los fabricantes de baba sistémica, todos los tragacionistas que se pincharon el mejunje y ahora sienten palpitaciones, todos los engorilados de gimnasio que arrastran lesiones, todos los gordos acomplejados que lloriquean ante el espejo, todos los flacos amarillos de envidia, todos los moderaditos que se la cogen con papel de fumar, todos los modositos que fluyen de género por miedo a coger, todos los memos, memas y memes que infestan el atlas se revuelven contra el campeón que no sabe ni quiere hacerse perdonar porque es el mejor de todos los tiempos, porque es un águila que vuela sola, porque desde el cielo de las leyendas puede sacarse la chorra y mear sobre la patulea que lo vitupera.

Nunca hay que tratar de halagar a los imbéciles; por el contrario, conviene azuzar su odio, porque el odio de la chusma da vida a quien es odiado. Someterse a la chusma por hacernos los simpáticos es como renunciar a nuestra primogenitura por un plato de lentejas. Ejércitos planetarios de la mediocridad, muchedumbres lóbregas del fracaso y del rencor, rebaño sin metáforas y sin risas, sabed que Djokovic es el más descomunal tenista que vieron vuestros ojos. Sabed también que los cuerpos (y las almas) se mantienen más sanos sin terapias génicas y que Kosovo es el corazón de Serbia y lo será por los siglos de los siglos. ¡Idemo, Nole!


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