HIJOS DE DIOS
Bienaventurados los que procuran la paz,
pues ellos serán llamados hijos de Dios. Mt 5,9
SACERDOTE: "Fieles a la recomendación del salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos ATREVEMOS a decir... PADRE NUESTRO..."
Atrevernos a llamar así al Padre, implica también atrevernos a ser hijos como lo fue Jesús, dejando que su Espíritu nos moldee a su imagen y semejanza: la mente de Cristo en nosotros, sus mismos sentimientos y opciones, y la misma orientación de la vida.
Y, de la oración a la vida: atrevernos a ser y sentirnos hijos e hijas de Dios, a ser y reconocernos hermanos en la vida de cada día.
Hoy, que vivimos una crisis profunda de los vínculos humanos, atrevernos a llamar Padre a Dios, significa animarnos a encarnar también en nuestra vida la misma opción de Jesús: ser, hasta el final, hijo y hermano. Sin dudas, el que se atreva a vivir así conocerá, como Jesús, la sombra de la cruz. Pero también su fecundidad.
Un mundo que excluye a Dios es un mundo sin Padre y, por eso, sin hermanos. Es un mundo injusto, donde pocos tienen mucho, y la mayoría, casi nada. Un mundo donde prevalece la prepotencia del más fuerte y la arrogancia de los que tienen en corazón enceguecido por el egoísmo. Un mundo vacío, triste y sombrío, donde cada persona se resigna a su propia soledad, con el riesgo de ver en el otro, más que a un semejante a quien respetar, a un potencial adversario o enemigo a quien humillar y, llegado el caso, también eliminar.
Ser Hijo de Dios es el mayor de los logros al que el ser humano debe aspirar.
El hecho de nacer no aporta ese divino título, sólo el de ser creaturas de Dios. Que Él aporte a cada persona un espíritu, lo que le da la opción de ser Templos del Espíritu Santo, no le da necesariamente una adopción filial sino que le confiere el derecho a ser Su imagen y semejanza.
San Pablo, en su Carta a los Romanos, nos lo recuerda: “Hijos de Dios no son los hijos de la carne, sino que los hijos de la promesa son los que se cuentan como descendencia.” (Romanos 9,8)
Existe una idea equivocada al respecto, porque se confunden ambos conceptos, nacer al Mundo y nacer a Dios; en el primero, la familia nos adopta dándonos un nombre, en el segundo, Dios nos proclama hijos suyos.
Así, se hace indispensable encontrar el camino por el que pasemos del primer concepto al segundo. San Juan Evangelista, nos abre la puerta a nuestra futura redención y dice: “A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.” (Juan 1, 12)
Y también “Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!». Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él.” (Romanos 8, 14-17)
El espíritu que se nos dio en nuestra concepción, debe unirse al de Dios para poder nacer en su Divina Paternidad, éste es el auténtico nacimiento. Quien no sigue este camino, no puede ser recibido en Santa Morada, porque no podrá llegar a ella sin la verdadera adopción filial.
El Nacimiento en Cristo comienza en el sacramento del Bautismo, como nos dice el numeral 1213 del CIC: por el Bautismo somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión.
Por tanto, ser hijo de Dios no es una filiación carnal sino espiritual y Jesucristo nos enseña el principal cometido de esa Divina Misión, como dispone el numeral 460 del CIC: el Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2Ped 1, 4): “Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (S. Ireneo, haer., 3, 19, 1).
Con el Bautismo, nacemos a la vida espiritual en Cristo, y, como Él, hechos a Su imagen y Semejanza, debemos imitar su vida y mantener la fe.
El que pretenda adquirir tan preciado título, no lo va a tener nada fácil, como Él, en su vida como hombre, no será agasajado ni aplaudido, como tampoco lo fue Él, no eliminará ni un punto ni una coma de las Escrituras, como ya nos advirtió Él, y padecerá sufrimientos, porque “solamente en el misterio pascual es donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título Hijo de Dios“. (CIC num. 444).
Entonces nuestra historia estará escrita en renglones de gloria y dolor, los talentos a nosotros confiados, se habrán multiplicado y habremos vaciado las alforjas del amor en prójimo beneficio.
La Creación sabe quiénes somos, y, “expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. (Rom 8, 19-22).
Sólo Dios otorgará tan maravilloso privilegio a los que edifiquen y salven en su nombre.
Tenemos la vida como reloj y a Cristo como Maestro; sin Él, nada, con Él, la plenitud de la vida eterna.
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