DECADENCIA
"El valor de una civilización se mide
no por lo que sabe crear,
sino por lo que sabe conservar"
Eduard Herriot
Afirmábamos hace un par de semanas que progreso material y civilización son conceptos que nada tienen que ver entre sí; y que a veces, incluso, pueden resultar conceptos antípodas, si el progreso material no se subordina a las necesidades de orden moral y espiritual que fundan y sostienen una civilización. Cuando ocurre lo contrario (cuando el progreso se antepone a las necesidades morales y espirituales, llegando a sepultarlas, o manteniéndolas a modo de perifollos retóricos), la decadencia de esa civilización ya ha comenzado. He aquí una verdad infalible que, misteriosamente, los hombres de todas las épocas se obstinan en ignorar, pretendiendo que la civilización que los cobija está inmunizada contra el mal que a otras anteriores las corrompió, hasta aniquilarlas. Se trata, sin duda, del engaño más trágico y reiterado de cuantos recorren, a modo de estribillo aciago, la historia de la Humanidad.
A este engaño contribuye, en gran medida, otro hecho paradójico. Con frecuencia, las civilizaciones que han iniciado su decadencia muestran un aspecto falsamente saludable, como el del comensal que sonríe ahíto un segundo antes de que lo fulmine el infarto. En efecto, casi todas las civilizaciones que han sucumbido lo han hecho en un momento que, aparentemente, era el de su mayor esplendor; un esplendor con pies de barro, sostenido sobre un progreso puramente material, pero muy resultón y aparente, tan resultón y aparente que provoca engreimiento en quien lo padece. Hemos escrito «padece» porque tal esplendor aparente es la enfermedad más nociva de cuantas pueden aquejar a una colectividad humana: a veces se reviste de prosperidad económica, a veces de avances científicos y técnicos, a veces de formas políticas primorosas, a veces de todos estos oropeles juntos, en apoteosis esplendorosa que preludia un aparatoso derrumbamiento. A estas civilizaciones revestidas de esplendores de pacotilla les sucede como a las momias, cuyo aire hierático se puede confundir con un aire mayestático, cuyo aspecto amojamado se puede confundir con sobriedad y nobleza, cuya mirada fija y taladrante nos impide determinar si son jóvenes o viejas (aunque determinar tal cosa carece de importancia, pues ante todo están fiambres).
El progreso material, cuando no está animado por un impulso espiritual, arrastra a la decadencia. Y es una decadencia que nace del hastío, del cansancio, de un malestar sin forma, una gangrena que se va apoderando imperceptible, casi voluptuosamente, de personas e instituciones, un agostamiento paulatino e indoloro que las va enfermando de escepticismo y desesperanza. La etiología de esta enfermedad es muy sencilla, pues es la misma que la de la planta que ha sido arrancada del suelo que le daba sustento. Las civilizaciones siempre se agostan y pudren cuando son arrancadas de la fuente de su alegría y vigor, que en último extremo es religiosa; pero, absurdamente, piensan que podrán suplir esa fuente de alegría y vigor mediante ídolos diversos. El ídolo sucedáneo más socorrido a lo largo de los siglos ha sido el Dinero; en esta fase de la Historia, el Dinero se amalgama con una serie de fetiches políticos muy rimbombantes, todos ellos presentados con traje cívico y solidario, aunque en realidad inventados para satisfacer egoísmos particulares. Pero tales ídolos son alimentos que no nutren, medicinas que no curan, bendiciones que no bendicen; son placebos que, tarde o temprano, revelan su inoperancia ante las necesidades más sinceras y duraderas del ser humano, que son de índole espiritual. Entonces las sociedades, mientras avanza la gangrena del cansancio en sus organismos, se percatan de que tales ídolos son placebos inanes; pero como la fuente de la alegría les ha sido arrebatada, sólo pueden consolarse buscando otro placebo más 'intenso' y 'estimulante' (más destructivo, en realidad). Decía Chesterton que los hombres, una vez que han pecado, buscan siempre pecados más complejos que estimulen sus hastiados sentidos. El pornógrafo hastiado de contemplar imágenes sórdidas protagonizadas por adultos buscará imágenes sórdidas protagonizadas por niños; el drogadicto hastiado de los paraísos artificiales de la marihuana buscará los paraísos artificiales de la heroína; el hombre hastiado de los subsidios rácanos y entretenimientos plebeyos suministrados por la democracia buscará los subsidios más rumbosos del latrocinio y los entretenimientos más excitantes de la anarquía.
La decadencia siempre surge del hastío provocado por un progreso material desembridado de exigencias morales. Ha ocurrido en todos los crepúsculos de la Historia; está ocurriendo también en este, aunque nos neguemos a aceptarlo.
CIVILIZACIÓN
En una alocución ante el parlamento francés tras los viles atentados yihadistas de París, el presidente François Hollande afirmó: «Francia no está participando en una guerra de civilizaciones, pues estos asesinos no representan a ninguna civilización». La frase fue reproducida en titulares de prensa, glosada enfáticamente en las tertulias de encefalograma plano y suministrada como alfalfa a las masas; pero nadie se atrevió a señalar que se trataba de una falacia lógica de libro, pues emplea una premisa cierta para desembocar en una explicación falsa con la secreta intención de ocultar que la certeza de la premisa se funda en razones muy distintas a las que se enuncian.
Francia, en efecto, no está participando en una guerra de civilizaciones, porque para que se produzca una guerra de este tipo tiene que haber dos civilizaciones en liza; pero la dura verdad es que los asesinos que atentaron en París sí representan una civilización, extremo que no puede afirmarse de Francia. La falacia lógica de Hollande jugaba con la credulidad del oyente, tomando la palabra 'civilización' en el sentido que se ha extendido en Occidente, como sinónimo de 'progreso' democrático. Pero una 'civilización' nada tiene que ver con este concepto de fantasía, inventado con el propósito de engañar a las masas, que de este modo piensan que existe una 'civilización occidental', como existió una 'civilización cristiana'. Pero una civilización es «un conjunto de creencias y valores compartidos que conforman una comunidad»: de ahí que todas las civilizaciones que en el mundo han sido, son y serán hayan sido fundadas por religiones; de ahí que todas las civilizaciones, cuando las religiones que las fundaron se debilitan y oscurecen, se desintegren paulatinamente, hasta claudicar. No es posible conformar una comunidad sin una religión compartida, por la sencilla razón de que cuando no se reconoce una paternidad común, toda unión humana se torna imposible. En la mal llamada 'civilización occidental', que no está fundada sobre una religión sino sobre una apostasía y una posterior idolatría (la del progreso democrático), las uniones son en el mejor de los casos quebradizas, pues se basan en lo que Unamuno llamaba «la liga aparente de los intereses»; y, como los intereses suelen ser egoístas y cambiantes, la demogresca campea por doquier.
Sólo puede haber civilización allá donde hay una religión compartida; y cuando se esfuma el fundente religioso, o cuando tal fundente se hace añicos, la civilización desaparece lentamente, hasta ser sustituida por otra. Así ocurrió, por ejemplo, con Roma, que al perder la fe en sus dioses dejó de cultivar las virtudes que la habían hecho fuerte, para luego entregarse en su decrepitud a un hormiguero de sectas asiáticas devoradoras, del que la salvó el cristianismo. Pero que no haya posibilidad de civilización sin religión no quiere decir que toda forma de civilización sea buena o digna de consideración: ahí tenemos en la Antigüedad a los cartagineses, que fundaron una civilización aberrante e infanticida, venturosamente aniquilada por los romanos; y tenemos, como un turbio río de sombra recorriendo la Historia, la civilización islámica, que desde sus mismos orígenes, se expandió a través de la violencia, lanzando una formidable ofensiva contra una Cristiandad pululante de herejías que detuvo Carlos Martel en Poitiers, para que luego Pelayo iniciara una difícil reconquista de la Hispania visigótica. Y esta civilización islámica siguió dando muestras de su carácter expansivo y violentísimo con los turcos, que tomaron con masacres Constantinopla para ser luego frenados primero en Lepanto y después a las puertas de Viena. Esta civilización islámica es la que ahora vuelve a atacar (después de que la avaricia democrática haya jugado insensatamente a deponer dictadores que la contenían); sólo que enfrente ya no tiene una civilización cristiana dispuesta a hacerle frente, unida en torno a una fe común que actúa a modo de antídoto y reconstituyente, sino que sólo tiene a una multitud apóstata, feble y amorfa de gentes incapacitadas para el sacrificio que piensan ilusamente que defecando cuatro bombitas por control remoto van a conjurar el peligro.
Pero los pueblos que han renegado de su civilización siempre pierden a la larga las guerras contra los pueblos que conservan la suya. Y acaban siendo sus esclavos, porque sus gobernantes sin fe siempre los traicionan, primero dejando que el enemigo se cuele en sus tierras cual caballo multicultural de Troya, después haciendo lo mismo que el cobarde obispo Oppas, cuando el emir Muza entró en Toledo: entregando una lista con las cabezas que hay que cortar.
«Sin Historia no hay posibilidad de acometer el presente
»
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No te puedes mover por el presente, no puedes actuar en él. Conocer la Historia, sus mecanismos de análisis, de comprensión, te da la sabiduría del tablero. ¿Cómo te atreves a moverte sin saber las reglas del ajedrez? La Historia es cíclica. Hay dos grandes tendencias históricas. Una era de Spengler, que decía que la Historia es un movimiento circular, que volvemos al mismo sitio, se va repitiendo. Y Toynbee decía que es una situación de sube y baja, pero siempre igual. Es cíclica, en cualquier caso. Y es verdad: la Historia siempre tiene pequeños cambios, pero las grandes líneas se mantienen siempre. Entonces, vemos los mismos procesos en los imperios: civilizaciones de auge, de salida, de vigor, de consolidación, de decadencia, de bárbaros que llegan y actúan, de destrucción final. Ha ocurrido mil veces. Entonces, si lees, conoces los síntomas. Por eso sé que nos estamos yendo al carajo. El Imperio Romano tardó siglos en caer. No se puede saber cuándo va a pasar pero sé que, cuando suceda, no estaré aquí. Ni tú tampoco. Pero, igual, ¿qué más da? La cuestión es darte todas las herramientas para poder sobrevivir en la fase en que te ha tocado vivir. Y si tienes hijos o gente a la que ames, darles herramientas para que se estén defendiendo cuando llegue el turno. Y todo pasa por la biblioteca. Antes había élites cultas que, al menos, nos transmitían su análisis de lo que estaba ocurriendo. En este siglo están desapareciendo, por lo cual no habrá una transmisión a la posteridad de las circunstancias de esta decadencia. Arturo Pérez-Reverte
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