sábado, 21 de enero de 2023

EL CRISTIANO TIENE QUE SER TRADICIONAL, NO TRADICIONALISTA: ABIERTO A LA RENOVACIÓN, SIN CAER EN UN PROGRESISMO IMPRUDENTE 💕


“El cristiano tiene que ser tradicional, 
no tradicionalista: 
abierto a la renovación, 
sin caer en un progresismo imprudente”

“Estamos en la Iglesia y en el mundo para amar, porque ésa es la vocación humana y cristiana”. Mariano Fazio, vicario auxiliar del Opus Dei, habla en esta entrevista con Omnes de libertad y amor, temas de su último libro, pero también de pertenencia a la Iglesia, de la familia y de cómo los clásicos pueden ser preparación para la siembra del Evangelio en una sociedad secularizada.

Mariano Fazio Fernández, sacerdote nacido en Buenos Aires en 1960 y, en la actualidad, vicario auxiliar del Opus Dei, presentaba hace pocas semanas en la sede madrileña de la Universidad de Navarra su libro "Libertad para amar a través de los clásicos" (cuya reseña está abajo indicada). Una obra, la última de casi una treintena de títulos, en la que, a través de ejemplos contenidos en obras clásicas de la literatura de todos los tiempos, y especialmente entre ellas “el clásico de los clásicos, la Biblia”, el autor muestra cómo la libertad del ser humano está orientada al amor: al amor de Dios y al amor entre nosotros, especialmente en la vida de los miembros de la Iglesia.

De hecho, “estar en la Iglesia es amar a Cristo y, por Cristo, a los demás” señala Mariano Fazio en esta entrevista, en la que comparte su opinión sobre la secularización y el papel de la cultura actual, la tarea de las familias en la evangelización o la continuidad de magisterio en los últimos pontificados.
Hablar de libertad y amor en estos tiempos, en los que gran parte de la sociedad parece haber perdido el norte, no es fácil. ¿Hemos perdido el rumbo de la libertad o del amor?

—Creo que en lo que hemos perdido el rumbo es en el hecho de haber separado la libertad del amor.

Los seres humanos hemos sido creados libres para algo. Toda realidad tiene una finalidad. En algunas dimensiones de la cultura contemporánea se ha señalado mucho la libertad de elección, la posibilidad de elegir en cosas sin importancia. Por lo tanto, tenemos una visión de la libertad muy empobrecida.

En cambio, si caemos en la cuenta de que esa libertad tiene una dirección y esa dirección —de acuerdo con la antropología cristiana— es el amor de Dios y de los demás tendríamos una visión de la libertad infinitamente más rica.

Hoy se habla mucho de libertad y, sin embargo, me parece que hay una gran falta de libertad porque lamentablemente todos estamos sujetos a las adicciones de todo tipo. La principal adicción es el egocentrismo: el hecho de centrarnos en nuestra propia comodidad, nuestro proyecto personal, etc. Junto a esto, vemos adicciones más específicas presentes en muchos sectores, como la droga, la pornografía o la ambición de bienes materiales.

Estamos en una sociedad contradictoria en la que proclamamos la libertad como el valor humano más alto, pero vivimos esclavos de nuestras dependencias. Hemos reducido la libertad a elegir una cosa u otra y hemos perdido la visión de que es una visión orientada al amor.
Sin embargo, la sociedad vende muchas veces esa libertad basada en la multiplicidad de elegir, de “temporalmente” probarlo todo…

—No es posible hallar la felicidad en la simple opción. Para elegir hay que tener un criterio, -esa orientación de la libertad. Kierkegaard afirma que cuando una persona tiene todas las posibilidades delante de sí es como si estuviera delante de la nada, porque no tiene ningún motivo para elegir esto o lo otro.

Para ser felices hemos de orientar cada una de nuestras elecciones a que sean coherentes con el fin último del amor. Esto no es sólo una doctrina teológica o filosófica. Todo el mundo experimenta en su corazón el deseo de felicidad. Lo decía Aristóteles; y no es verdad porque lo diga Aristóteles, sino porque lo vivimos en todas las circunstancias de nuestra vida.

Muchas veces nos equivocamos en el lugar donde está la felicidad. Los tres lugares clásicos en los que caemos son los placeres, los bienes materiales o nuestro propio yo: el poder, la ambición de ser admirados. Y no es así.

La felicidad la encontramos en el amor, que implica donación. No la encontramos en la simple elección. Por experiencia universal, encontramos la felicidad cuando elegimos olvidarnos de nosotros mismos y darnos a Dios y a los demás por amor.
En Libertad para amar a través de los clásicos recurre no sólo esas grandes obras de la literatura, sino que vuelve a la Biblia de manera frecuente. Hay quien considera la Biblia un libro dogmático que poco tiene que decir sobre la libertad.

—Utilizo esas grandes obras clásicas porque son libros que, aunque hayan sido escritos siglos antes, nos siguen hablando hoy. Los clásicos presentan los grandes valores de la persona humana: la verdad, el bien la belleza, el amor. Además de todos ellos, tenemos un clásico que se puede llamar el clásico de los clásicos:la Biblia.

Es impresionante ver cómo todos los grandes clásicos de la literatura universal, por lo menos los modernos y contemporáneos, beben de la fuente bíblica. Lo hacen explícitamente o incluso sin saberlo, porque se encuentran inmersos en nuestra tradición cultural, que hemos de preservar porque se corre el riesgo de perderla.

El mismo Dios ha elegido una forma narrativa para presentarnos su proyecto para la felicidad humana. La forma narrativa es lo menos dogmático que puede haber: se nos ofrece una narración histórica. Jesucristo, cuando nos abre los caminos de la Vida lo hace a través de las parábolas; no presenta una lista de principios dogmáticos, sino que nos cuenta una historia: “Un padre tenía dos hijos…”; “En el camino que va de Jerusalén a Jericó…”. Incluso la misma forma es una propuesta, que cada uno puede decidir si la sigue o no.

Evidentemente, después, a lo largo de la historia de la Iglesia, ha habido que formular estas verdades cristianas que están contenidas en la Biblia, de una manera sistemática; pero no es una imposición, sino que siempre será una propuesta. Esto no quita que, en ocasiones, los cristianos hayamos querido imponer estas verdades por medios poco “edificantes”, pero sin duda ahí hemos traicionado el espíritu evangélico, que es ese proponer la fe, no imponerla.
Usted ha publicado casi una treintena de libros, entre los que encontramos semblanzas biográficas. Como la del Papa Francisco, san Juan XXIII o san Josemaría Escrivá, pero también libros sobre la cultura y la sociedad moderna. ¿Por qué esa mirada a los temas culturales y literarios?

—Tengo el convencimiento de que la crisis de la cultura contemporánea es tan grande que se han perdido los puntos de referencia. No sólo de la vida cristiana, sino de qué o quién es la persona humana.

Los hombres y las mujeres están hechos para la verdad, el bien, la belleza. Las grandes obras clásicas de la literatura universal proponen esa visión de la persona humana. No son libros buenistas o simples, ni mucho menos. En ellos se tratan todos los temas claves del drama de la existencia: el pecado, la muerte, la violencia, el sexo, el amor….

Leyendo grandes obras como Los Miserables, Los Novios o Don Quijote de la Mancha, uno se da cuenta de que la persona se realiza con el bien y no con el mal, o de que es mejor decir la verdad que mentir, o de que el alma se ennoblece contemplando la belleza. En resumen, los clásicos nos dan instrumentos para distinguir los grandes valores que son valores humanos y valores cristianos. Hoy en día, en muchas ocasiones, es más difícil ir directamente con el catecismo. En cambio, este estilo narrativo de los autores clásicos, ese que hemos visto que es el mismo que eligió Dios para transmitirnos sus verdades, puede ser una preparación para el Evangelio.

Vivimos una sociedad muy secularizada en la que hay que preparar el terreno para plantar el Evangelio. Todas mis obras sobre temas culturales tienen, por tanto, este afán apostólico, evangelizador.
Usted señala que hemos sido creados libres para amar. En este sentido, ¿podemos afirmar que estamos en la Iglesia para amar?

—Estamos en la Iglesia y en el mundo para amar, porque esa es la vocación cristiana y la vocación humana. Es una experiencia existencial.

Las personas que son verdaderamente libres, con una existencia plena, son las personas que saben amar.

Podríamos poner tantos ejemplos en la historia y en la literatura, donde los grandes personajes, los más atrayentes, son aquellos que están pensando siempre en los demás. Estamos en la Iglesia para amar a Dios y al prójimo con la medida del amor que Cristo nos dió.

Amor significa también cumplir una serie de obligaciones, es evidente, pero no por una simple cuestión de deber, sino porque nos damos cuenta que, a través de esos preceptos, materializamos una manera de amar.
Uno de los puntos clave en esta relación de amor, también dentro de la Iglesia, es el de sentirse o saberse correspondido. ¿Cómo amar a los demás, a la Iglesia, cuando no sentimos esta correspondencia?

—Es importante recordar, esto es una idea de san Josemaría Escrivá, que la Iglesia, es, sobre todo, Jesucristo. Somos el cuerpo místico de Cristo.

Puede ser que, subjetivamente, haya quien no se sienta bien dentro de la Iglesia en un momento u otro porque hay muchas sensibilidades, y considera que su sensibilidad no está aceptada o porque le escandalizan algunos sucesos poco edificantes que se dan en la Iglesia de hoy y de todos los tiempos. Pero no formamos parte de la Iglesia porque sea una comunidad de santos o de puros, sino que somos parte de ella porque seguimos a Jesucristo que sí es la santidad total. Estar en la Iglesia es amar a Cristo y, por Cristo, a los demás.
Y en el ámbito de la libertad, ¿cómo no caer en la falacia de intentar eliminar aspectos esenciales de la Iglesia en nombre de una falsa libertad?

—En este aspecto nos puede dar mucha luz todo lo que el entonces cardenal Ratzinger dijo sobre la interpretación del Concilio Vaticano II, que creo que sirve no sólo para este hecho concreto, porque la Iglesia esta renovándose continuamente siendo fiel a la tradición.

Los dos extremos equivocados serán, por un lado, aquellos que quieren un inmovilismo dentro de la Iglesia —quizás por temor a que se pierda lo esencial— y, por otro, aquellos que quieren que todo cambie a riesgo de que se olvide o incluso se elimine lo esencial.

Lo esencial es nuestra relación con Cristo, el amor de Dios…, etc. Las verdades que el Señor nos ha revelado serán siendo las mismas porque ya la revelación pública acabó con la muerte de san Juan.

La revelación es lo que tenemos que hacer creíble en las distintas etapas de la Historia. Ahora es el turno de la cultura contemporánea, por lo tanto, es lógico que haya una renovación, por ejemplo, en los métodos catequísticos.

El cristiano tiene que ser tradicional, pero no ha de ser tradicionalista. Ha de estar abierto a la renovación sin caer en un progresismo imprudente.
Ha apuntado a conceptos que, muchas veces, se usan para establecer “grupos o divisiones” dentro de la Iglesia: progresistas y conservadores, o tradicionalistas. ¿Existe realmente una división?

—Un católico tiene que ser católico cien por cien. Esto significa abrazar la totalidad de la fe y la vivencia cristiana en todas sus dimensiones y no elegir, por ejemplo, entre la defensa de la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte y entre la opción preferencial por los pobres y que todo el mundo tenga acceso a una casa, a comida, vestido…, etc.

En 2007 participé en la Conferencia General del Episcopado de América Latina y del Caribe en Aparecida. Allí se dieron cita distintas sensibilidades en un clima de gran comunión eclesial. En ese contexto, uno de los padres sinodales dijo: “Yo escucho aquí como muchos defienden la familia, la vida…etc. Otros tienen una gran sensibilidad social. Tenemos que llegar a una síntesis. Tenemos que defender la vida desde el momento de la concepción a la muerte natural y, en el medio, en todos esos años de vida de las personas, hacer posible que la gente tenga derecho y acceso a todos esos bienes”.

En este sentido, me parece que los pontificados de Benedicto XVI y Francisco son perfectamente complementarios. Cada uno hace hincapié en unos temas, pero no significa que Francisco no haya hablado de la defensa de la vida. Por ejemplo, Benedicto XVI tiene unas afirmaciones dentro de la Doctrina Social de la Iglesia, sobre economía y ecología, que Francisco ha continuado.

Hoy es el momento de establecer puentes, de no tener visiones unilaterales, de querernos y respetar todas las sensibilidades.
Hablando del peligro de quedarnos en visiones o categorías humanas en la Iglesia ¿hemos perdido el sentido de eternidad?

—Creo que no, porque la Iglesia es Jesucristo. La Iglesia en cuanto institución no lo ha perdido.

En este campo, recuerdo una anécdota que me contó quien fuera portavoz de Juan Pablo II más de veinte años, Joaquín Navarro Valls. En una ocasión, había concertado una entrevista del Papa con la BBC. En esa entrevista, el periodista le pidió a Juan Pablo II que definiera la Iglesia en tres palabras y el Papa respondió: “Me sobran dos. La Iglesia es Salvación”. Por tanto, la Iglesia es un instrumento para la salvación eterna.

Los católicos, claro, podemos tener el riesgo de mundanizarnos. Este peligro que el Papa Francisco ha subrayado tanto: la mundanidad, tanto en la jerarquía como en los fieles. El peligro de dar un valor absoluto a las cosas de esta tierra que tienen un valor relativo.
La familia, la vocación matrimonial, es un tema nuclear en la Iglesia, más aún en un año como este, dedicado a la familia. Pero, ¿sigue habiendo una percepción por ambos lados de ser los evangelizadores suplentes?

—Tengo la impresión de que aún no hemos sacado todas las consecuencias de la doctrina del Concilio Vaticano II. San Pablo VI destacaba en ese Concilio el mensaje fundamental: la llamada universal a la santidad. Universal, para todos, y, en particular, se subraya el papel de los laicos en la Iglesia y en la evangelización.

En concreto, creo que tenemos que iluminar aun más nuestra vocación bautismal. Por el Bautismo estamos llamados a la santidad, y la santidad implica el apostolado. La santidad sin apostolado no es santidad. Por lo tanto, lo natural es que los laicos, que están en medio del mundo, en todas las instituciones sociales, políticas, económicas…, sean el fermento que cambie la masa de nuestro mundo. Y en este campo, de forma muy particular la familia, Iglesia doméstica.

Todos los últimos Papas, san Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco se han llamado a sí mismos anticlericales porque subrayan, con este calificativo, este papel fundamental de los laicos. La jerarquía cumple un papel imprescindible, claro está, porque la Iglesia es una institución jerárquica; pero todos estamos llamados al apostolado desde nuestras funciones propias.

Hoy la familia está en crisis; pero si logramos una vivencia profunda de la fe en las familias, si hacemos posible que no sean familias autorreferenciales, como dice el Papa, sino que se abran a otras familias que vean en ellas un testimonio de perdón, generosidad, servicio… ese testimonio hará que otras familias quieran ser semejantes a estas familias cristianas. Creo que ése es un gran camino para la evangelización en el mundo de hoy.


«El hombre moderno necesita… 
no una fe nueva, no una religión nueva, 
no un código nuevo, sino: 
un corazón nuevo, un alma nueva, 
una generosidad nueva, 
un amor nuevo de la fe antigua».

La Iglesia Católica entre la tradición 
y el tradicionalismo

Los católicos están obligados, en virtud de su misma tradición, a articular su experiencia de fe y su obligación de dar razón de ella (Vaticano I y Vaticano II). La Iglesia Católica es fiel a su tradición en la medida que transmite (tradere) el Evangelio en contextos personales y culturales plurales. En dos mil años de historia ha habido innumerables interpretaciones del mensaje de Cristo.

Ellas comenzaron con cuatro evangelios. Dieron lugar a varios patriarcados. Hoy hay un esfuerzo ecuménico notable con las iglesias de la Reforma y la Ortodoxia. En todas las versiones del Evangelio ha debido ser decisivo que la Tradición actualice una "buena noticia" para los seres humanos. Hace dos mil años que la iglesia decanta su seguimiento de Jesucristo en enseñanzas que ha ido forjando trabajosamente para anunciar el Evangelio de un modo nuevo, epocal y culturalmente comprensible. No debiera extrañar, en consecuencia, que la misma tradición -el modo plural y provisional de transmitir la revelación de la cual la iglesia es custodia- obligue a los católicos a revisar su doctrina y a cambiarla si es necesario. Si en el presente las mediaciones culturales e históricas (los ritos, las instituciones y las doctrinas) hacen imposible que el Evangelio llegue a los contemporáneos ellas deben ser discernidas y, si es el caso, cambiadas.

El tradicionalismo, en cambio, opera como si el Espíritu Santo no existiera: es decir, como si la iglesia no dispusiera de la inspiración de Cristo para continuar transmitiendo el Evangelio en el futuro. El tradicionalismo no admite interpretaciones. Dice de cualquier mediación del Evangelio: "esto siempre ha sido así", "esto no puede cambiar porque es intocable". Es explicable que haya cristianos que piensen de este modo. Han de tener en cuenta empero que algunas tradiciones que encauzaron el cristianismo en el pasado, petrificadas, han asfixiado la vida de los católicos. Y que, de hecho, la iglesia ha cambiado varias de sus doctrinas.

El tradicionalismo, en realidad, no representa la originalidad del cristianismo. La traiciona. El parlamentario tradicionalista quiere verificar el cristianismo en el plano de la legislación como si él tuviera la verdad revelada y los demás vivieran en las tinieblas. Los católicos no poseen "verdades" que pueden hacer valer en el parlamento como "cruzados", como si los demás desconocieran el misterio de la cruz. Lo propio del dogma de la Encarnación que termina en la cruz pero que no se agota en esta, es exigir relacionar y conjugar ambos planos, el de la fe y el de normas que han de ser racionales. La identificación de Dios con la humanidad culmina en el misterio pascual, pero comienza con su apertura y asunción de la realidad humana en todas sus dimensiones. Esto impide confundir una cosa con otra y llegar rápidamente a conclusiones simples.

En suma, no hay que buscar la originalidad del cristianismo en la prevalencia de la doctrina de la Iglesia Católica en la legislación del país. La relevancia cristiana debe descubrírsela sobre todo en el testimonio voluntario de cristianos que, por ejemplo, estén dispuestos a defender la tolerancia y legislar desde esa convicción. Los parlamentarios católicos, en virtud de su propio Credo, no debieran considerarse voceros de las autoridades eclesiásticas ni aplicadores de doctrinas católicas que pueden mediar, pero jamás agotar, la Tradición de la Iglesia. Lo suyo es redescubrir el Evangelio con otros, incluso con no creyentes, como una "buena noticia" para todos y no solo para algunos, no solo para los de hoy sino también los de mañana.
***
Este último artículo de Jorge Costadoat lo introduje como comentario constructivo en respuesta al artículo del Sr. Pedro L. Llera de la tradicionalista INFOCATÓLICA: Progresistas, Conservadores y Católicos Tradicionales

Me dijeron de todo menos bonito... Estoy acostumbrado ya desde hace muchos años en el foro de "TEMAS CONTROVERTIDOS" de CATHOLIC.NET.  Como también me pasa con los del otro extremo, la de los progresistas. 


De Pedro L. Llera:
a Yanka

A ver voy a escribir algo aquí, no vaya a ser que alguien pueda pensar que el que calla otorga.
Ese texto del jesuita chileno es un despropósito, un cúmulo de heterodoxias y errores doctrinales, por no utilizar la palabra herejía.
Es un ejemplo paradigmático de lo que en el artículo llamo progresistas: es un texto que ejemplifica muy bien lo que es el modernismo.
Lo han puesto aquí como provocación y yo le he dado paso para dejarles en evidencia.
Retratados quedan. Carecen de temor de Dios. Pero ustedes y yo seremos juzgados y el Juez separará la cizaña del trigo. Y allí será el llanto y el rechinar de dientes.
Conversión y penitencia.

De Cristián Yáñez Durán:
A Yanka,

- Cristo fundó una sola Iglesia, la Católica Romana.
- La Fe Católica no se limita a los 4 Evangelios. Tiene 2 fuentes la Santa Tradición y la Sagrada Escritura, y esta última está contenida en ls Tradición.
- Los católicos somos lo mismo que los primeros cristianos, que no tenían los 4 Evangelios.
- En 2000 años ha habido solo una interpretación válida y consistente del Evangelio, la católica.
- Su hato de eslóganes inconexos, es manifiestamente falso y contradicho por la historia y la sola razón. De hecho está expresamente condenado en el Syllabus y la Pascendi. No es más que el falso cuenteo protestante y modernista, en forma de "relato", como le gusta a la progresía. Una mentira que suena bien.
- Si es que tiene buena voluntad, estudie y fórmese, para que no siga haciendo el ridículo.

De Yanka:
Hermano Cristián: mi comentario es constructivo. Yo no estoy prejuzgando ni te estoy menospreciando como haces tú.
Antes que nada, seamos fraternos...

"Con los dogmáticos y fanáticos no cabe ni el diálogo ni el pluralismo ni mucho menos la fraternidad universal. El que piensa de otro modo es para ellos un hereje o un enemigo".

"La cortesía es la flor de la caridad". San Francisco de Sales

Que El Señor te bendiga...
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De Pedro L. Llera:
A Yanka
Lobo con piel de cordero. Con el demonio no se debe ser cortés. Al lobo hay que darle hasta que deje a las ovejas en paz. Aquí somos dogmáticos (la Iglesia lo es) e intolerantes con el mal.

Libertas 23:

«cuando la Iglesia, columna y firmamento de la verdad, maestra incorrupta de la moral verdadera, juzga que es su obligación protestar sin descanso contra una tolerancia tan licenciosa y desordenada, es entonces acusada por los liberales de falta de paciencia y mansedumbre. No advierten que al hablar así califican de vicio lo que es precisamente una virtud de la Iglesia. Por otra parte, es muy frecuente que estos grandes predicadores de la tolerancia sean, en la práctica, estrechos e intolerantes cuando se trata del catolicismo. Los que son pródigos en repartir a todos libertades sin cuento, niegan continuamente a la Iglesia su libertad».

De Cristián Yáñez Durán:
A Yanka,

Un comentario como el suyo, directamente hostil a la Fe, no tiene nada de constructivo.

De Pedro L. Llera:
A Yanka
No se olvide de que no creo en las libertades modernas: aquí no hay libertad de expresión. Váyase con viento fresco a Religión Digital, que es la cloaca de todas las herejías.

De Yanka:
A Pedro L. Llera

El Fundamentalismo es una herejía cristiana.
"El peor pecado contra el Espírtu Santo es el espiritualismo espiritualista e individualista".
Los que mataron a Jesús fueron los fundamentalistas o espiritualistas.
A Él lo mataron por ser Radical (radical no es lo mismo que radicalista)
"No se accede a la verdad sino a través del amor". San Agustín


LIBERTAD PARA AMAR
a través de los clásicos

La palabra ‘libertad’ es realmente mágica. Levanta pasiones maravillosas, y ocasiona también errores dramáticos. Bastaría preguntarles a Adán y Eva por su felicidad interior, tras elegir libremente la manzana. No somos los primeros que nos preguntamos cómo usarla bien. Muchos lo han hecho antes que nosotros, y han concluido con enorme sabiduría o con enorme torpeza.
Este libro trata de mostrar cómo la libertad está orientada al amor. Y cómo esta afirmación tiene una enorme importancia para la vida cristiana. Fazio así lo muestra, de la mano de grandes autores clásicos de todos los tiempos.

PALABRAS DE UN LECTOR

ESTE LIBRO LLEGA PARA recor­darnos el viaje de nuestra propia vida, en el que esta­mos embarcados y del que a veces podríamos olvidarnos, y vuelve sobre él para adver­ tir sobre su clave principal, sobre su componente prodigioso: la libertad. Lo hace auxiliado de una brújula exacta, la de los textos clási­cos. Mariano Fazio nos mos­trará cómo la gran literatura narra mediante metáforas el viaje de ida y vuelta de la vida humana desde Dios y hacia Dios.

El libro recuerda la bús­queda de la felicidad y los fervientes medios que el hombre emplea para lo­grarla, los acertados y los equivocados. También ad­vierte que no basta una inte­ligencia clara: se necesita un corazón atento y dócil para leer las huellas del camino.
En "Libertad para amar a través de los clásicos" apare­cen las preocupaciones de Fazio: la persona en el mundo y su decurso histó­rico en clave trascendente. Aquí operará el teólogo, el historiador, el filósofo y el literato, cuatro miradas en una, la del sacerdote, que mira con comprensión y aconseja con cautela.
En el actual espacio secularizado, Fazio advertirá sobre las seducciones externas que nublan los talentos inte­riores y apelará a la dona­ción de sí como centro de la vida.

Metodológicamente, el li­bro no excluye a ningún lec­tor. Quien tenga un decurso literario, encontrará inme­diatas y ciertas las referen­cias; quien no lo tenga aún, se sentirá invitado a recorrer los argumentos con la cer­teza de hallar en ellos la cla­ ridad que busca.
Fazio muestra el problema de la libertad atravesando la vida en movimiento de las ficciones literarias, la mayo­ría extraídas de ilustrados y románticos. Pero las obras no anteceden, sino que con­ firman la arquitectura del mundo cristiano. Así, la lite­ratura se vuelve una se­gunda versión de verdades primeras, indivisas, necesa­rias, sirviendo de honroso auxiliar para postulados an­tropológicos y morales.

Fazio no teme introducirnos en las sinuosidades del error o de la dispersión, donde la ficción expone a sus héroes al sufrimiento causado por el mal, para que su repudio sea franco. Al acompañar a personajes de Dickens, Austen o Tolkien, nos dolerá su pérdida del bien y su semejanza con no­ sotros. 
Fazio parece invitar­ nos a una expiación previa a la caída, cuando nos cuenta cómo el error de un Macbeth o de un Raskolnikov arrasó su vida y la de los seres que­ridos. Nos muestra también la cara valiente de la virtud a través de seres como el prín­cipe Andrej Volkonski, quie­nes reciben lo dado, por cruel e incierto que sea, y lo convierten en vida nueva. Si somos capaces de ser testi­gos de los grandes pecadores y de los grandes virtuosos que los clásicos dejaron gra­bados en la excelsa litera­ tura, podríamos contar con una llave de conversión. Cer­vantes y Dante llevaron al gran viaje a sus protagonistas para que también noso­tros los acompañáramos. Pero la respuesta, como en todo buen aprendizaje, no está al principio sino al final de la lectura, una vez que, como Heathcliff, hayamos atravesado las "cumbres borrascosas".

Aunque este libro reúne numerosas lecturas, el tono promueve la meditación, fa­cilitada por el talante narra­tivo de Fazio y su modo de hacer accesible lo arduo; así, al terminar de escarbar en una ficción de Melville o Víc­tor Hugo, el lector querrá fortalecerse con la historia completa.

Gracias a la eficacia estilís­tica de Fazio, las parábolas del Evangelio dialogan con Dostoievski, Calderón y Tol­kien, san Agustín con Dic­kens, san Josemaría con An­dersen... Participaremos in­cluso en una tertulia en la que Chesterton tome la pala­bra para reírse -¿de sí mismo, de nosotros?- junto a Kierkegaard y a Osear Wilde. Es que Fazio confía en que podemos "tratar a los clásicos como amigos", cuya compañía nos llevará a cre­cer en humanidad.

Este no es un libro sobre li­teratura, sino sobre espiri­tualidad; quien busque en él un manual de buenas lectu­ras para las vacaciones, se equivoca gravemente. En cambio, quien busque pau­tas para su propio recorrido espiritual y humano, dis­pondrá aquí de una exce­lente guía de viaje.

ETHEL JUNCO DE CALABRESE
Universidad Panamericana,
México
INTRODUCCIÓN

«EL PRISIONERO DESEA DECIR una palabra», concede el juez a William Wallace al fi­nal de la épica película Bra­veheart. Mel Gibson, tum­bado sobre el patíbulo, toma aire y, con toda la fuerza de sus pulmones, emite un grito desgarrador, más im­portante que la propia vida: «¡¡Libertad!!».

Es realmente esta una pala­bra mágica, que levanta pa­siones maravillosas... y erro­res dramáticos. Bastaría pre­guntarles a Adán y Eva por su felicidad interior, tras ele­gir libremente la manzana. Algún marido puede esgri­mir esa misma palabra, para concederse "una segunda oportunidad'' al no encon­trar en su mujer el amor es­ perado. O puede pronun­ciarla ella, o ambos, de mu­tuo y libre acuerdo. Algún político puede esgrimirla ante millones de ciudada­nos, para luego construir un telón de acero para que nadie se vaya de su territorio... Los votantes son libres salvo que "se equivoquen" vo­tando al partido contrario...

La libertad es poliédrica: parece ir de la mano de la parece ir de la mano de la justicia, de la verdad y del amor. El adolescente la pro­nuncia ante sus padres para exigir más horas de fiesta, para elegir su destino profe­sional, la decoración de su dormitorio, su modelo de te­léfono móvil e incluso su sexo. Es una palabra compli­cada, que tilda de impositivo a quien no llame a la puerta antes de entrar: "mi territo­rio" es sagrado, y ni mis pa­dres, ni mis profesores, ni la Iglesia, ni mi propia con­ciencia, pueden pisar esa al­fombra sin antes pedirme permiso. Mientras mi deci­sión no haga daño a los de­más, puedo exigir a todos - y sin excepción- que se respete.

¿Es realmente así? ¿Cómo casa esa visión de la libertad con el amor, con el compro­miso, con la entrega generosa a los demás, con la amistad desinteresada? Es evidente que puedo elegir entre muchas opciones. Es también evidente que no puedo elegir lo que quiera, pues se presentan ante mi muchas posibilidades, pero no todas las que me gustaría. No puedo elegir ser rico si soy pobre. Ni ser alto, si soy bajo. No todo está a mi alcance, pero eso tal vez no sea una limitación... Puedo empeñarme en ser dios, "mi propio" dios, con "mis propias reglas, mis propias limites" (I choose) pero mi deseo y mi libertad no fabrican la realidad. Tampoco parece que la libertad se limite a la capacidad de elegir entre varias opciones, ni somos nosotros los primeros que nos formulamos estas preguntas tan interesantes. Lo han hecho mucho antes, y han concluído con enorme sabiduría o con enorme torpeza, dirigiendo a sus seguidores a un mayor grado de felicidad, o al más triste precipicio. 

Sobre la libertad se ha escrito mucho, desde hace siglos, y frecuentemente muy bien. 
El libro que el lector tiene en sus manos posee un objetivo: mostrar cómo la libertad está orientada hacia el amor, y cómo esta verdad tiene una enorme importancia para la vida cristiana. 
Hemos sido creados libres para amar, y cuando no alcanzamos el fin propio de la libertad nos encontramos frente a un fracaso existencial. Todos deseamos una vida lograda, plena, feliz. Para alcanzarla, la clave reside en hacerlo todo libremente, por amor.

La tesis parece bastante sencilla, todas las grandes verdades lo son. Ponerlas en práctica es más complicado. 
Abundan el corrientes culturales contemporáneas concepciones de la libertad alejadas de esta tesis. Se la concibe como mera capacidad de elección entre muchas posibilidades, o como prerogativa del individuo para hacer lo que le venga en gana sin otro criterio que su gusto o capricho. La  más de las veces se contrapone libertad a entrega, a deber, a obediencia, a cumplimiento de obligaciones, al atenerse a algunas normas de conducta. 

Espero que las siguientes páginas ayuden a descifrar el sentido profundo de este concepto alto de libertad. 

No quiero entrar en disquisiciones académicas -que son importantes en otro ámbito- sobre los diferentes tipos de libertad. 
En esta introducción diré lo esencial para que el lector pueda seguir la argumentación sin perderse. El resumen del libro podría ser el siguiente:
Dios, al crearnos, nos regala el don de la libertad. La vida humana sale de Dios, y a Dios retorna porque nos ha invitado a compartir la plenitud de su vida, donde encontramos la felicidad. En consecuencia, podemos comparar nuestra existencia a un camino de retorno a Dios, que hemos de recorrer libremente, y que tiene como meta su divino Amor. Dios invita, no constriñe. La libertad más radical -es decir, la que está en las raíces de nuestro propio ser- es una libertad que tiene una orientación. 
Con otras palabras, es una libertad "para". En concreto, "para" el amor de Dios.
La libertad de elección -de elegir entre esto o aquello- está al servicio de la libertad "para". Elijo teniendo en cuenta el fin que me propongo. Si acepto la invitación de Dios de participar de su amor, las elecciones que haga durante mi vida deberían ser coherentes con ese fin. Hasta aquí la primera parte del libro. 

Para vivir auténticamente la libertad radical -la líbertad "para"-, es necesario también ejercitar las liberta­des "de". No es un juego de palabras: para encaminarme libremente hacia mi fin úl­timo, a mi plenitud, a mi fe­licidad, que coincide con el amor de Dios, debo libe­rarme de los pesos que me impiden caminar decidida­ mente por la buena ruta. He de liberarme de mi egoísmo, de mi sentimentalismo, de mi voluntarismo, de mi ex­cesiva atención al juicio ajeno y de otros obstáculos en este marchar con soltura hacia mi fin. Este es el tema principal de la segunda parte del libro.

Todo lo dicho hasta aquí se encuadra en una visión cris­tiana de la vida. Esto implica que  somos  conscientes  de que la libertad humana ha quedado dañada por el pe­cado original y por los peca­dos personales , y a su vez, que esa misma libertad ha sido redimida por la Sangre de Cristo derramada en la cruz por amor. Aceptar la in­vitación del Señor a vivir en Él -la libertad "para"- y conquistar las libertades "de" -la liberación del pe­cado- implica necesariamente la gracia de Dios y la lucha por corresponderle. Lejos de una visión prome­teica del camino hacia el amor, los cristianos somos conscientes de que en nues­tras jornadas habrá deseaminos y tropiezos, pero con­tamos siempre con la mise­ricordia de Dios.

***
En los capítulos que siguen, se han utilizado con profu­sión textos de los clásicos de la literatura universal: ilus­tran de modo vivo el camino del cristiano hacia el amor de Dios. El "clásico" más ci­tado en este libro, no podía ser de otro modo, es la Biblia, y en particular el Evangelio. Aunque la razón sea obvia, quisiera añadír la justificación que nos ofrece Dreher. El escritor americano afirma que «si no nos entendemos a nosotros mismos como una parte de una historia más grande, o de una tradición, no tendremos ni idea de qué se supone que debemos ha­cer con nuestras vidas. En nuestro mundo moderno, hemos perdido la historia que durante siglos mostró a la mayoría de las personas un camino para  dar sentido a nuestras vidas: la narra­ción bíblica»[l]. Guardo la esperanza de que esta pe­queña obra ayude a recupe­rar «esta historia más grande».

Los clásicos de la literatura tienen una función análoga -es decir, en parte igual, en parte distinta- a la Biblia. Nos recuerdan que hay una serie de valores a los que la humanidad ha aspirado desde sus inicios y que me­recen protección y custodia. Los clásicos nos hablan de aquellas cosas que entran en el corazón del hombre y lo conmueven.  

«Hay una bella definición que Cervan­tes pone en boca del bachi­ller Carrasco haciendo el elo­gio de la  historia  de  Don Quijote: "Los niños la traen en las manos, los jóvenes la leen, los adultos la entien­den, los viejos la elogian". Esta puede ser para mí una buena definición de lo que son los clásicos»[2].

En un mundo caracteri­zado por la prisa, los deadli­nes impostergables y la sobreabundancia de medios para recibir una cantidad abrumadora de información al instante, cabe hacerse la pregunta: ¿para qué leer los clásicos?

Antes de responderla, de­bemos formular otra:  ¿qué es un clásico? 
Jorge Luis Bor­ges, que no creía mucho en ellos, los definió de la si­guiente manera: «Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo  tiempo  han  decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término (...) Clásico no es un libro (lo repito) que ne­cesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diver­sas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad»[3].

Pero, ¿por qué existe ese previo fervor y esa miste­riosa lealtad? Aventuremos una respuesta. Un clásico es un libro que, aunque haya sido escrito hace muchos si­glos, tiene algo que decirme hoy y ahora. Dante se sigue reeditando, lo mismo que Homero o Shakespeare. Pa­saron siglos, y nos siguen hablando. Intuimos que esto se verifica porque los clásicos nos interpelan sobre ese conjunto de nociones, con­ceptos, categorías existenciales, que establecen una relación directa con la naturaleza humana. Los clásicos abordan, de una manera u otra, lo referente a las pre­guntas existenciales de la persona humana: ¿de dónde vengo?, ¿hacia  dónde voy?,
¿cuál es el sentido de mi vida?, ¿qué diferencia hay entre   el  bien   y   el   mal?, ¿cómo debo afrontar  el do­lor?, ¿qué hay detrás de la muerte?

Otra forma de abordar a los clásicos es afirmando que se ocupan de presentarnos la verdad, la belleza y el bien (o el amor). Que es lo mismo que decir que se ocupan de las categorías existenciales, lo  que  nos hace  retornar  a nuestra primera afirmación. Los clásicos nos llevan, por lo menos, a atisbar la ver­dad, a sentir deseos de imi­tar la virtud, a facilitar la apreciación de lo bello, de lo que llena el alma.

El lector más o menos ex­perimentado podrá decir: "Pero Shakespeare habla continuamente de las pasio­nes humanas, que muchas veces producen consecuen­cias nefastas para la convi­vencia entre los hombres. Dante presenta imagenes grotescas, feas, aterradoras. Moliere juega con la avaricia, la vanidad, el engaño". 

Todo esto es cierto, como es cierto que en la vida están mezcla­dos el trigo y la cizaña. Pero los clásicos no se regodean en mostrar el error, el mal o la fealdad, sino que los colo­can en un contexto tal que el lector advierte una actitud viciosa porque se presenta en toda su validez la virtud; que algo es un error porque sus páginas nos llevan a entender la verdad sobre el hombre y el sentido de su existencia; que algo es feo en contraste con la luminosi­dad de la belleza. Otelo no es el elogio de los celos, sino su condenación; el Infierno de Dante nos hace anhelar el Paraíso; lo tétrico de las acti­tudes existenciales de la ma­yoría de los personajes de "Cumbres borrascosas" produ­cen una repugnancia salu­dable para aspirar a unos sentimientos dignos de la persona humana [4].

Si los clásicos superan la barrera del tiempo, también sobrevuelan las del espacio. Chesterton acierta cuando dice que «el escritor inmor­tal es comúnmente el que realiza algo universal bajo una forma particular. Quiero decir que presenta lo que puede interesar a todos los hombres bajo una forma propia a un solo hombre o a un solo país»[5]. Shakes­peare es inglés y universal, al igual que el español Cervan­tes o el ruso Dostoievski: es­criben desde sus circunstan­cias y perspectivas cultura­les, pero alcanzan a decir algo a la humanidad.

La tradición de los grandes libros nos enriquece, pues abre horizontes insospecha­dos y presenta posibilidades existenciales que no conoce­ríamos si no tuviéramos ac­ceso a esos universos de fic­ción que reflejan la grandeza del corazón humano. Anto­nio Malo, en un ensayo re­ciente, subraya su papel clave en la formación de las personas. Partiendo del con­cepto aristotélico de verosi­militud, sostiene que el encuentro entre el lector y la obra literaria «consiste en una relación máximamente personal. Y cuanto más grande sea el influjo en el lector la obra se enriquece con nuevos significados. Quizá aquí reside la fascinación de las grandes obras como Don Quijote, Hamlet, Los miserables, Los hermanos Karamazov, Anna Karenina, en las que el lector se siente "obligado" a identi­ficarse o a tomar distancias de estos universos de ficción»[6].

Los clásicos son capaces de transformar la vida de los lectores. No toda obra litera­ria tiene esta capacidad. Si un libro no logra transmitir humanidad, si presenta el mal como bien y el bien como mal, estamos frente a un fracaso de la comunicación literaria: por mas per­fección formal que tenga, no será un auténtico clásico.

Malo propone una idea au­daz, que comparto plena­mente: podemos establecer una relación de amistad con algunas obras literarias. Los personajes de ficción son cuasi personas que, como los amigos fieles, nos pueden señalar el buen camino. 
«La acción artística, en este caso la narración o la representación, es la producción de una obra de ficción que, siendo capaz de entrar en re­lación con nuestra vida, ac­ túa en nosotros como si fuera un amigo. Lo hace de modo que nos conozcamos mejor conociendo a los otros y nos hace reflexionar sobre el sentido de la vida humana la nuestra y la de los otros pudiendo de tal modo transformarnos»[7].

Las referencias literarias que el lector encontrará en este libro quieren ser tam­bién una invitación a tratar a los clásicos como amigos que nos pueden orientar en el camino de la vida.

«Un libro es una suerte de mundo abreviado, si se me permite robar la metáfora destinada de antiguo al ser humano. Porque, si en el principio existía el Verbo -el Logos-, y el Verbo se hizo carne, la palabra es metáfora del hombre, y el libro, su morada más apta»[8]. Y el Logos -Jesucristo- eligió la forma narrativa para comu­nicarnos su verdad. Los tex­tos citados -de autores re­conocidos universalmente como clásicos- manifies­tan, por un lado, que existe una naturaleza humana que aspira a la plenitud. Por otro, que las grandes verdades del hombre encuentran su cum­plimiento en aquel que dijo de sí mismo que era «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6).

Deseo acabar con un agra­ decimiento al Prelado del Opus Dei, Mons. Fernando Ocáriz, que está en el origen de este libro. En enero de 2018 publicó una carta pas­ toral sobre la libertad[9], que muchas veces he llevado a mi meditación personal. A principios de 2021 tuve que impartir un curso breve para universitarios y profesiona ­ les basado en ese texto. A medida que preparaba las lecciones, fue surgiendo casi espontáneamente el libro. Confieso que lo hice gustosamente, movido por el deseo de hacer lo más comprensi­ble posible este misterio del amor de Dios por los hom­bres: el don maravilloso de la libertad.
Roma-Dublín, abril 2021
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[1] DREHER, R., How Dante can save your Lije, Regan Arts, New York 2015,pp, 53-54.
[2] Entrevista de Antonio Spadaro al Papa Francisco, en La Civílta Cat­tolica, 2013, III,p.472.
[3]  BoRGES, J. L., Sobre los clásicos, en Otras inquisiciones, Debolsillo, Bue­nos Aires 1994, p. 124.
[4] Antonio Malo considera -si­ guiendo a Aristóteles-, que la re­presentación del mal, cuando se lo presenta en cuanto tal, tiene una función catártica o de purificación.
«Aunque la trama de la tragedia no es real ni el mal es verdadero, su representación no nos aleja de la realidad del mal. Lo simboliza en lo que tiene de más profundo: su presencia en el corazón humano y sus catastróficas consecuencias en la vida de las personas, de las familias y de la sociedad en general. Esta re­ferencia estética al mal consiente la catarsis, la purificación que la fasci­ nación del mal ejerce sobre noso­tros» (MALO, A., Svelare il M ístero. Fí­losofia e narrazíone a confronto, EDUSC, Roma 202 1, p. 102).
[5] CHESTERTON, G. K., Díckens, Edi­ ciones Argentinas Cóndor, Buenos Aires 1930,p. 366.
[6]  MALO, A., Svelare íl mistero, cit., p. 115.
[7]  MALO, A., Svelare íl mistero, cit., p. 244. Ethel Junco de Calabrese subraya el papel clave de los cuentos infantiles para la formación de la personalidad desde los primeros años. También podemos hablar de cuentos infantiles "clásicos", en los que se pueden aprender de modo in­ tuitivo los grandes valores de la existencia humana. Cfr. JuNco DE CALABRESE, E., Presencia de lo sagrado en el cuento maravilloso, Eunsa, Pamplona 2020.
[8]  BARNÉS, A., Elogio del libro de pa­pel, Rialp,Madrid 20 14, p. 18.
[9]  OcARIZ, F., Carta pastoral, 9-1- 2018.

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