EL Rincón de Yanka: OBISPOS PARA EL SIGLO XXI

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sábado, 15 de octubre de 2011

OBISPOS PARA EL SIGLO XXI



"De los números 365 a 370 los Obispos nos insisten con fuerza en la necesidad en una Conversión Pastoral, pero como dice el N° 367, primero es urgente una renovación eclesial, y más que renovación, es urgente una verdadera Conversión Eclesial al Evangelio. Todos somos conscientes de que las relaciones en el seno de nuestras Comunidades no es evangélica, pero de eso no hablamos; hay que cambiar lo de fuera, lo de adentro vivimos tapándolo no nos animamos a enfrentarlo; no “agarramos al toro por las astas”, no le “ponemos el cascabel al gato”; no queremos problemas:
“Nuestra mayor amenaza “es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad” (Aparecida 12)


El papa Benedicto XVI dijo que el obispo católico no puede ser 'superficial', sino que ha de ser 'humilde' y ejemplo para los demás.

El obispo está llamado a "anunciar a Jesús al mundo" en nombre de una Iglesia experta en humanidad.
El prelado debe desenmascarar las falsas antropologías y discernir y proclamar la verdad. Tiene que ser operador de justicia y de paz y debe promover el diálogo entre las religiones.

Ante la globalización, el obispo debe saber tomar sus aspectos positivos y promover una "globalización de la caridad", basada en la dignidad de la persona, la solidaridad y la subsidiariedad.
Esto requiere que el obispo tenga preferencia por los pobres y los más desheredados de la tierra, dice la exhortación.

El obispo del tercer milenio no puede ser un burócrata o un funcionario, sino un pastor con un estilo de vida similar al de Cristo, pobre y humilde, afirmó el Papa Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica "Pastores Gregis".



VER:
DECÁLOGO DEL OBISPO DEL SIGLO XXI
http://www.pastoralsantiago.org/2009/12/decalogo-del-obispo-del-s-xxi.html


OBISPO POR Y PARA EL PUEBLO DE DIOS

MONSEÑOR OSCAR ARNULFO ROMERO

Obispos para el siglo XXI*
Ignacio González Faus

Somos cristianos para nosotros y obispos para vosotros. En lo primero está en juego nuestro propio bien, como obispos sólo ha de preocuparnos vuestro bien". (San Agustín, Sermón 46,2; PL 38,271).

A PEDRO Casaldáliga, a PABLO E. Arns, a SAMUEL Ruiz, con indecible gratitud.


Escribí hace un tiempo que el antiguo problema de "El Jesús histórico y el Cristo de la fe" estaba dando paso a otro problema nuevo sobre "la comunidad histórica y la Iglesia de la fe". No es exactamente un problema nuevo, ni tan virulento como lo fue el otro en sus orígenes. Pero hoy es posible afirmar que al igual que para el caso del Jesús histórico gozamos de unos mínimos muy importantes y con suficiente garantía histórica que han ayudado a purificar nuestra imagen de Jesús también en el caso de la Iglesia se dan determinados consensos que pueden ayudar a purificar nuestra fe y nuestro sentido eclesial, como deben ayudar a la misma Iglesia a purificarse y ser más Iglesia de Jesús.

Esta observación me parece fundamental para el tema que se me ha pedido, aunque éste se refiera sólo a los obispos y no a la totalidad de la Iglesia. Se dijo que Vaticano II había sido el concilio del episcopado. Pero esto sólo parece verdad en lo referente a la afirmación de la colegialidad episcopal (casi inédita en la práctica), y en cuanto contraposición a un Vaticano I calificado como concilio del papado.

Queda pues pendiente una reflexión sobre la naturaleza histórica del episcopado, que debe hacerse en el seno de otra visión más amplia sobre la constitución histórica de la Iglesia, y servir de base a la reflexión teológica.
Por eso comenzaré este artículo con un breve resumen de esa visión, dado en forma de tesis. [1]

I. TESIS SOBRE LA CONSTITUCIÓN DE LA IGLESIA
A. Origen y naturaleza de la Iglesia
1. La Iglesia se fundamenta en Jesús, pero nace de la Pascua y es fundada por ella. En el Jesús histórico no hay intención de fundar una iglesia. Por tanto, difícilmente pudo haber instrucciones o prescripciones dadas a los apóstoles sobre las estructuras de la Iglesia. Lo que sí hubo es una comunidad de seguidores en torno a Jesús, creada por Él, y que, lógicamente, habrá de servir de espejo a la iglesia nacida de la Pascua.
2. No se puede equiparar el Reino de Dios con la Iglesia. Ésta sería una de las herejías más frecuentes y más nocivas para la eclesiología.
3. La Iglesia está bajo la Palabra de Dios. Aunque la lectura de la Biblia es comunitaria, esto no significa que la comunidad (y menos aún sus representantes solos), estén por encima de la Palabra, sino que han de ser obedientes a ella. Esta doble afirmación puede ser fuente de conflictos. Pero sería heterodoxo rehuir esos conflictos a base de eludir uno de los dos miembros de la afirmación.
4. La Iglesia es comunidad de los llamados a la fe. Es sencillamente herético creer que la Iglesia se identifica con "el papa y los obispos" como poder sagrado, de modo que el llamado "pueblo de Dios" sea sólo un campo necesario para el ejercicio de ese poder sagrado. La Iglesia es sólo el pueblo creyente, el cual necesita unos "ministerios" para su vida como pueblo de Dios (cf. LG 2).

5. Pero la Iglesia tampoco es una institución universal de la que las llamadas iglesias locales sólo sean "una pequeña parte": cada iglesia local es, a su vez, "la iglesia católica" ("la iglesia de Dios que está en ...."). Y el verdadero sentido universal de la palabra iglesia es el de una comunión de iglesias.
B. Estructuración de la Iglesia
6. La eclesiología del Nuevo Testamento (NT) es enormemente plural. Aunque en tiempos históricos de crisis pueda ser necesario reforzar la unidad, sería contrario al NT institucionalizar una sola visión de la Iglesia, sacrificando la pluralidad.
7. Lo que decide sobre el carácter cristiano de una iglesia es que sus estructuras favorezcan la igualdad, la fraternidad y "la eminente dignidad de los pobres", desde la experiencia del Dios de Jesús. "Cuando esto falta, padece la comunidad cristiana aunque no falte ninguna estructura eclesiológica" (E. 81).
8. Los ministerios eclesiales están presentes en todo el NT. Pero su estructura es enormemente imprecisa y cambiable. En los evangelios no hay alusión directa a los diversos ministerios, porque éstos no provienen de Jesús. A lo que se atiende en los evangelios es a que aquellos ministerios, que entonces comenzaban a nacer, se asemejen a Jesús y se desarrollen en consonancia con Él.
9. A partir del s. III la Iglesia necesitó institucionalizarse debido a su crecimiento. Como no tenía modelos para ello, recurrió unas veces a imitar la estructura de la sociedad civil romana, y otras a recuperar instituciones o normas del Antiguo Testamento (entonces es cuando se generaliza la terminología "sacerdotal" inexistente al principio). Este doble proceso es muy comprensible; pero no es obligatorio ni está exento de peligros para la iglesia posterior. Su mayor peligro, en frase de Karen Torjesen, es que "el concepto de dirección pasó de la esfera del ministerio a la del gobierno"[2] .
10. Como consecuencia de lo anterior, en el proceso de institucionalización de la Iglesia fue desapareciendo la presencia de carismáticos y profetas, que había sido mucho más viva en la iglesia primera. Al estructurarse así, los "ministerios" se van convirtiendo en "cargos" y acumulando funciones que, en los orígenes, estaban más diversificadas.

11. La evolución de los ministerios acaba cuajando muy pronto en la tríada obispo presbítero diácono que, en los orígenes, era de fronteras bastante imprecisas. Lo que en ningún caso hay es "un plan establecido de antemano y mucho menos unas directrices dadas por Jesús" (E. 179).
12. En la Iglesia del NT, la presidencia de la eucaristía y el llamado "poder de consagración" no aparecen todavía vinculados a la ordenación y a la imposición de manos. Ignacio de Antioquía requiere, para que la eucaristía sea válida, la autorización (no la "ordenación") del obispo (Smirn. 8,1) Ello parece deberse a la concepción hoy perdida de que, en una eucaristía válida (bebaia en terminología de san Ignacio) el presidente no es el único que consagra, sino que todo el pueblo que le rodea consagra y ofrece con él.
En la iglesia posterior, aún perdura algo de esto en los llamados "confesores"[3]. Algunos de ellos incluso fueron elegidos como obispos sin que se hable nunca de una ordenación presbiteral previa. Y hasta uno como Calixto llegó a papa. Esta regla se mantiene todavía en los cánones de Hipólito (336 340) (cf. E. 143). El primero del que consta que, habiendo sido elegido obispo de Roma como diácono, se hizo ordenar antes de presbítero, fue Gregorio VII en el s. XI.
En este marco, no tiene sentido argumentar que Jesús "no ordenó mujeres", puesto que tampoco ordenó varones. Para el tema del ministerio femenino sería más pertinente la pregunta de si El Resucitado eligió a mujeres como testigos de su Resurrección.
Este marco es indispensable para poder entrar ahora en el ministerio de los obispos.

C. Sobre el ministerio episcopal
13. Hablando con estricta propiedad histórica, los obispos no son "sucesores" de los Apóstoles. "Iglesias apostólicas" eran sólo aquellas pocas que habían sido fundadas por algún apóstol. Pero en un sentido teológico, con carácter más "sacramental" que jurídico, puede hablarse de una especie de analogía o correspondencia dinámica, que permite usar aquel título en un sentido válido, pero más amplio.

14. Precisamente por lo anterior, "según san Ireneo, los presbíteros tienen también la sucesión apostólica" (E.183)[4]. La idea de cierta igualdad inicial entre obispos y presbíteros se extiende como mínimo hasta san Isidoro de Sevilla en el s. VII (E.188).

15. Una vez estructurados, hay dos elementos inseparables que deben considerarse esenciales tanto en el episcopado como en el presbiterado. Y son: a) la entrada en el colegio (episcopal o presbiteral) y b) la vinculación a una iglesia particular. Es decir: colegialidad y localidad.
16. En la iglesia antigua no es concebible ni una eucaristía celebrada sin comunidad, ni un obispo sin iglesia y que no ejerce como pastor. La actual figura jurídica de los obispos "in partibus" (sin diócesis), es una ruptura con la mejor tradición eclesial (a la que hipócritamente rinde homenaje con esa designación sólo nominal)[5].
Y lo dicho hasta aquí sobre el ministerio episcopal, necesita otro marco de referencia, que proviene de aquel que es el "primus episcoporum": el obispo de Roma.
D. Sobre el ministerio de Pedro

17. Pedro murió mártir en Roma pero no fue nunca obispo de Roma. Además, es muy probable históricamente que la iglesia de Roma fue gobernada durante bastantes años por un colegio de presbíteros (como todavía se adivina en la llamada "carta de Clemente"), y que la "sucesión episcopal" no surja en Roma hasta mediado el siglo II.

18. El Vicario de Pedro puede tener, como obispo de Roma y como patriarca de Occidente, unas atribuciones geográficamente limitadas que no tiene como papa. La iglesia universal no es una diócesis del papa ni el estado del papa.
19. La designación de los obispos durante todo el primer milenio y parte del segundo no fue competencia de los papas sino de las iglesias locales (o circunvecinas). Las formas concretas pudieron variar, pero el principio se consideraba voluntad de Dios y derecho apostólico. Las primeras desviaciones de este proceso se debieron a situaciones excepcionales, para evitar la intervención de los reyes y señores feudales. Más tarde (en la época de Avignon) a motivos muchos menos nobles[6]. Finalmente en Trento se generalizó la práctica actual, que debe seguir siendo mirada como "excepcional"[7] .

E. En conclusión
20. Se puede decir que la Iglesia tiene una estructura ministerial (apostólica) por obediencia al ejemplo de Jesús y los suyos. Pero la configuración concreta de esa estructura es creación de la Iglesia y no de Jesús. Y se crea respondiendo a los "signos de los tiempos".

Buena prueba de lo anterior puede ser la fundamentación del papado que daba en el s. XVII el cardenal Bellarmino, y que no argumenta a partir de la voluntad de Jesús o de la obediencia a la Escritura, sino de que Dios quiere para Su Iglesia lo mejor; y la mejor forma de estructurar una sociedad (según Bellarmino) es la monarquía.

21. En este contexto el pecado de la Iglesia puede consistir muchas veces en que todo aquello que es fruto de una evolución histórica comprensible (que unas veces será obra del Espíritu y otras también del pecado), pretende convertirlo en resultado de una voluntad de Jesús históricamente expresada.
De este modo la Iglesia se incapacita para responder a las exigencias de la evangelización, y convierte a Dios en responsable de su propia pereza.

II. OBISPOS PARA EL SIGLO XXI

Si este marco es cierto, nos permite concluir que la Iglesia, a la hora de estructurar su ministerio más constitutivo para una nueva etapa de la historia, en la que el cristianismo va a ser minoritario, y en donde los estados son laicos y ella no va a contar ya con apoyos sociológicos ni políticos, debe sentirse en una situación similar a la de la primitiva iglesia. Con la misma libertad, y con la misma llamada a la creatividad responsable y a la eficacia apostólica y evangelizadora.

Con todo respeto, y sin más autoridad que la de la verdad que pueda decir, creo que esto implicaría al menos cuatro puntos, por lo que hace a los obispos del s. XXI: que sean obispos, que sean evangelizadores, que sean creadores de comunidad y que sean colegio.

1. Que los obispos sean obispos
Al decir que "sean obispos" quisiera devolver a la palabra toda la dignidad que tiene en la mejor tradición de la Iglesia, por su vinculación teológica con el grupo de los Doce. Que sean obispos significa, por tanto, que no sean meros peones movidos por la curia romana. Que se cumpla de veras la enseñanza del Vaticano II: "los obispos no deben ser considerados como vicarios del romano pontífice" (LG 27).

San Bernardo ya avisaba al papa Eugenio III de que una Iglesia que fuese sólo "cabeza y dedos" sería "un monstruo", más que el Cuerpo de Cristo[8]. Como explicaron los obispos alemanes del s. XIX en su carta a Bismarck sobre el Vaticano I, "el papa es obispo de Roma, no de Colonia o de Breslau" (DS 3113) ni de Sao Paulo[9]. Y el mismo Vaticano I señala como constitutivo del ministerio de Pedro el "afirmar, robustecer y vindicar" la potestad de los obispos (DS 3061). Pero no puede afirmarse que la situación haya mejorado mucho desde la época de san Bernardo[10].
En la actual estructura de la Iglesia hay algo que impide a los obispos actuar misioneramente como enviados, y les fuerza a actuar como funcionarios. De ese "algo" da razón probablemente una confesión de un obispo de mi país, cuando se le preguntó porqué los obispos, en sus apariciones por la televisión, resultaban tan poco estimulantes: "debo reconocer confesó el obispo que cuando salimos en la tele no estamos pensando en los espectadores sino en el Nuncio"[11].

No creo que haga falta añadir a nuestro marco histórico anterior, que la curia romana no fue fundada por Jesucristo. Y que es, junto con los Cardenales y los Nuncios, uno de los elementos más contingentes de la estructura eclesial. Su configuración, por tanto, ha de depender de su eficacia evangelizadora y de su servicio a la colegialidad episcopal, que son dos principios eclesiológicos muy superiores a ella.
Quede claro que estoy hablando de la curia y no de la sede romana. En el s. XXI será fundamental que la curia no interfiera en las relaciones entre Pedro y el colegio apostólico, impidiendo así la verdadera colegialidad. Imponer por ejemplo, a quienes van a ser consagrados obispos, un juramento previo de que no hablarán nunca públicamente en contra del celibato ministerial o a favor del sacerdocio de la mujer sería (si es que eso se hace) un abuso de autoridad que, además, no generaría ninguna obligación verdadera. Tal abuso de autoridad sería más reprobable si luego se pretende utilizarlo como muestra de que se da en la Iglesia un verdadero consenso sobre esas materias.
2. Que los obispos sean apóstoles (Pastores y Pescadores) 
Creo que, en la actual situación eclesial, recobra un significado y una importancia nuevos la transposición que hace el evangelista Mateo de la parábola jesuánica de la oveja perdida, aplicándola a los ministros de la Iglesia. Pero habría que añadir que hoy ya no se trata de "una" oveja contra noventa y nueve, sino de noventa contra diez...
Si la Iglesia debe seguir fiel a su misión evangelizadora, no puede seguir dejando ir (y condenando) a todas "las ovejas perdidas de la Casa del Padre" (Mt 15,24), mientras acaricia (y se deja acariciar) por el pequeño rebaño de quienes se consideran fieles. Dicho sin parábola, esto significa que los obispos del s. XXI deberán ser hombres de frontera y no hombres de barreras. La iglesia del s. XXI necesitará muchos más "pablos" que "timoteos. Y sin embargo, ya señaló R. Brown con ironía feliz que, con los criterios de las Pastorales (que son los únicos que parecen constituir la eclesiología católica), Pablo nunca podría ser designado obispo[12].

Ello implicará, en mi opinión, el esfuerzo por liderar comunidades alternativas, que puedan ser vistas como señales ("sacramentos") de salvación, como "sal de la tierra" y como "luz de las gentes". Alternativas porque en ellas se intenta vivir "la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia" (Bossuet), frente a la eminente dignidad de los ricos, de los poderosos y de las estrellas que vige en el mundo circundante. Alternativas no meramente por la doctrina que en ellas se enseña, sino por las "virtudes" con que se vive. Entendiendo lo de "virtudes" no en sentido ascético, sino en el sentido etimológico de "fuerzas" (virtutes). En ese contexto, los obispos no serán tanto "guardianes de un depósito" cuanto "testigos de una buena noticia". Y esa buena noticia es, en apretado resumen, "el amor de Dios que se ha manifestado en Jesucristo" (Rom 8,39), y el desenmascaramiento del pecado de este mundo que necesita crucificar a los inocentes y a los profetas, para seguir manteniendo "su puesto y su casta" (cf. Jn 11,48).
Todo esto, los obispos del s. XXI habrán de hacerlo sin poder, pero también sin ingenuidad: desde la condición del enviado que lo es "como ovejas entre lobos" (Mt 10,16). Habrán de saber ser sencillos como las palomas y, a la vez, sagaces[13]como las serpientes. Para ello tratarán lo mínimo posible con los grandes de este mundo (si es que algún mínimo es aquí posible). Y si han de presidir alguna ceremonia religiosa, funeral o sacramento, serán normalmente las de los presos y de los sin techo, no las de los poderosos de la tierra. Tampoco pretenderán montar grandes plataformas propias, con la excusa de evangelizar. Porque esas plataformas millonarias acaban suponiendo unos precios y unas reglas de juego contrarias al evangelio. Habrán de plantearse seria y razonadamente qué significa hoy todo aquello de ser enviados "sin bastón, ni alforja, ni pan, ni plata, ni dos túnicas de recambio" (cf. Lc 9,3). Sin pretender que la inviable simplicidad de esos consejos los vuelve totalmente faltos de vigencia en una sociedad tan compleja como la nuestra. Sino buscando, más allá de una literalidad imposible, el significado evangélico que tienen en nuestro mundo aquellos consejos dados por Jesús a los que él enviaba.
3. Que los obispos sean "creadores de comunidad"

Como ya es sabido, el término griego "epi skopos" no designa ningún tipo de poder sagrado, sino una tarea sencilla de "supervisor" de la comunidad. Antes que responsables de la ortodoxia, los obispos son responsables de la comunión: porque en las iglesias cristianas no cabe ninguna verdad al margen del amor (Ef 4,15), el cual es la verdad más profunda de Dios y del hombre. Se podría traducir hoy esa supervisión definiendo a los obispos como "constructores de comunidad": responsables hacia dentro, de esas comunidades que acabamos de describir como alternativas y misioneras. Comunidades donde se vaya haciendo "carne" una capacidad intuitiva para encontrar a Dios en todas las cosas, y no sólo (ni principalmente) en los aspectos o momentos "religiosos" de la vida. Comunidades que, desde esa sintonía con Dios, sean capaces de soportar la difícil diferencia y pluralidad de todos los grupos humanos, sin convertirla mecánicamente en motivo de disensiones, de exclusiones ni de enfrentamientos.
La historia de la iglesia primitiva es en este punto ejemplar. La Iglesia conoció desde sus inicios, la pluralidad y la amenaza de división. A pesar de su tono edificante, Lucas no puede menos de reconocer que los altercados y discusiones no fueron leves (cf. Hch 15,2). Pero en aquella iglesia todavía pesaba más la plegaria de Jesús por la unidad, que la idólatra fijación en la propia verdad.
El ejemplo duró poco, ya lo sabemos. Pero, tratando de aprender de él para el mañana, deberíamos decir que los obispos del s. XXI habrán de tener la obsesión por "crear verdadera comunidad" en vez de hacer triunfar una determinada línea, entre otras posibles y legítimas en la Iglesia. Uno de los pecados de la iglesia romana es que ha ido invalidando el sabio consejo de Agustín ("unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso y caridad en todo") porque, desde el momento en que se pierde el sentido de "la única cosa necesaria" (Lc 10,42), todo se vuelve necesario y todo queda justificado para sacar adelante esa falsa necesidad del propio egotismo.
La comunidad sólo se crea desde dentro, no desde fuera de ella. La ya famosa exclamación de Agustín "soy un cristiano con vosotros"[14] , o la de la primera carta de Pedro ("copresbítero con vosotros") ayudarían a impedir que los obispos aparezcan ante la sociedad (y ante la misma Iglesia) como una especie de "objetos sagrados no identificados", en los que ya ha dejado de cumplirse aquel soberbio juego de palabras, también agustiniano, de presidir para aprovechar ("praesint ut prossint")[15]. Y para aprovechar a la comunidad que presiden, no a otros intereses de política eclesial, exteriores a ella, por muy respetables que pudieran ser.
Como tendencia general, estos hombres creadores de comunidad habrán salido de la iglesia que presiden, aunque esta tendencia no pueda convertirse en ley, en un mundo tan móvil y tan plural como es el nuestro. Esto facilitará la devolución a las iglesias locales de su participación en la designación de los obispos. El benemérito J. M. Tillard, acaba de escribir que "la lenta desaparición de la elección por el pueblo y luego por un grupo del clero local, es una herida que se ha hecho a la verdad eclesial de la "diakonía"[16]. Desgraciadamente, ha habido nuncios que hicieron un enorme daño a las iglesias, bien por los obispos que nombraron o bien por las consignas que les dieron. El resultado ha sido que, en lugar de crear comunidades, han desenganchado a muchos. En lugar de sembrar esperanza sembraron más decepción, en lugar de evangelizar, impusieron una política eclesiástica contingente. Por eso no estará de más recordar las palabras del cardenal de Guisa en el concilio de Trento: "de rodillas le daría a nuestro santo Padre el consejo urgente de liberarse de esta carga [N.B.: de designar él los obispos]; así correría menos peligro la salvación de su alma, pues a menudo no se hace buena elección para las iglesias. Así él no tendría que dar cuenta de ello"[17].
Como consecuencia de lo anterior, estos obispos creadores de comunidad serán, por lo general y según la mejor tradición teológica , hombres "casados" con sus iglesias, ligados a ellas con un vínculo que sea sacramento del amor de Cristo a la Iglesia. No estarán en sus iglesias "de paso" y mirándolas sólo como meros peldaños de ascenso en su carrera. San Agustín no necesitó salir de su minúscula diócesis para tener el mayor influjo en la iglesia y la sociedad de su época. No aspiró nunca a llegar hasta Milán (donde había conocido y admirado a Ambrosio), ni midió los pasos que daba y los compromisos que contraía, por si podían impedirle ascensos. Con todos sus defectos (que los tuvo como todo ser humano), conoció a sus ovejas y éstas le conocieron (cf. Jn 10,14). Las amó y fue amado por ellas. En esto sigue siendo hoy un ejemplo muy válido de futuro, como algunos otros a los que la fidelidad a su ministerio les ha convertido hoy en obispos "marginales" a los ojos del mundo eclesiástico, pero quizás también en buenos pastores, a los ojos misteriosos y subversivos de Dios.

4. Que los obispos sean "colegio"

En la Iglesia se da una extraña relación entre localidad y universalidad que, de cumplirse en estos momentos, podría quizá ser una gran señal para un mundo dividido y zaherido por la lucha entre localismos y universalismos. La iglesia local no es una parte de la iglesia católica: es toda ella "la iglesia católica" en la medida en que sea iglesia en plenitud (cat holou). La iglesia universal no es la suma de todas las iglesias locales, sino la comunión de todas ellas. Esta extraña relación proviene de la configuración eucarística de la Iglesia: las especies consagradas en una eucaristía particular no son "una fracción" del cuerpo de Cristo que ha de sumar con otras partes, sino que son sin más "el cuerpo de Cristo".

Y esta relación se refleja en la figura del obispo, en quien no deben separarse las dos características antes enunciadas de localidad y universalidad. Por ser cabeza o representante de su iglesia, el obispo es miembro del colegio episcopal. Y viceversa. De ahí la célebre frase antitética de San Cipriano: "hay un solo episcopado y de él participa cada obispo por entero" ("in solidum pars tenetur")[18].

Vaticano II, el concilio de la colegialidad, enseñó el carácter sacramental de la consagración episcopal. Este carácter de "plenitud del sacramento del orden" (LG 21) no lo tiene la consagración del vicario de Pedro. Por eso escribe un comentarista: "sólo en conexión con la sacramentalidad adquiere su pleno sentido la idea de la colegialidad"[19]. Esto quiere decir que la primacía de Pedro no pertenece al ámbito sacramental sino, por así decir, al terreno funcional. Y por ello significa también que el ministerio petrino no puede ser una entidad "exterior" al colegio episcopal (y que habrá que especular cómo se reparte con él la primacía), sino que nace y forma parte del colegio episcopal. Es en cuanto miembro del colegio, como debe ejercer su misión primacial. No anulando al colegio.

Puede ser oportuno evocar aquí una imagen eclesiológica muy antigua y frecuente a lo largo de la historia, cual es la de la "sinfonía" o polifonía. Y que ya la intuía san Ignacio de Antioquía, en el s. II, con repetidas alusiones a la sintonía de las cuerdas de una cítara (vg. en Ef 4,1). El reconocimiento del primado de Pedro no puede convertir a la Iglesia en un solo sin voces o en un violín con una sola cuerda, ni aunque ésta sea la llamada "prima".

Esto debería tener consecuencias palpables en la iglesia del s. XXI. En el pasado sínodo europeo, habló de ello el cardenal Martini, en una declaración que fue desautorizada por varios miembros de la curia romana, que probablemente desconocen aquellas palabras de Francisco de Vitoria, escritas en el s. XVI: "desde que los papas comenzaron a temer a los concilios a causa de las nuevas opiniones de los doctores, la Iglesia se ha quedado sin concilio, y así seguirá para desgracia y ruina de la religión"[20] .

Martini, como se recordará, evitó cuidadosamente la palabra "concilio" y habló sólo de "un instrumento colegial más pleno y autorizado"[21]. Lo decisivo aquí es la alusión a la colegialidad. En las actuales dimensiones de la Iglesia, los concilios pueden resultar entidades de tal magnitud (¡y de tales gastos!) que no sea posible pensar en ellos como formas habituales de funcionamiento de la colegialidad. Bastaría en cambio con dar poder deliberativo al sínodo de obispos (una institución que suscitó esperanzas tras el Vaticano II y que parece ir convirtiéndose en un organismo con sólo vida vegetativa). Pero habría que hacerlo de tal manera que la designación de los participantes en ese sínodo quedara en manos de las conferencias episcopales, aunque no por una simple ley de mayorías excluyentes, sino de tal manera que pudiesen estar representadas todas las tendencias que conviven en la Iglesia.
Pero no creo que sea tarea de este apunte, entrar en concreciones jurídicas o canónicas, sino más bien apuntar principios teológicos. Sobre esas concreciones ya sugerí algo (no todo) en otro lugar, y allí me remito[22]. Ahora, al concluir, me parece mejor evocar agradecidamente algunos nombres de aquellos que, en mi modesta opinión, supieron anticipar ya algo de lo que aquí se sugiere. Limitándome sólo a los ya fallecidos, surgen nombres como O. Romero, Pironio, Angelleli, H. Câmara, Proaño, Lercaro, Hume y, en mi país, el denostado cardenal Tarancón, junto con otros todavía vivos, y para quienes las cosas no son hoy precisamente fáciles.

A todos ellos un recuerdo agradecido y, por todo ellos, gracias al Señor.
Sant Cugat del Vallés, mayo 2000.
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NOTAS:

*.- Este articulo se publicó originariamente en portugués (Belo Horizonte) en mayo del 2000 y en catalán en Qüestions de Vida Cristiana. Nos complace ofrecerlo ahora por primera vez en castellano.


1.- Para este resumen, me serviré sobre todo del libro de J.A. Estrada, Para entender cómo surgió la Iglesia, (citado como E), y de otros títulos míos como: Ningún obispo impuesto, y Hombres de la comunidad. Apuntes sobre el ministerio eclesial. También es importante la obra de K. Schatz, El primado del papa: su historia desde los orígenes hasta nuestros días.

2.- Cf. Cuando las mujeres eran sacerdotes, Córdoba 1996, p. 150.
3.- Mártires que no habían muerto, y a los que se concede después presidir la eucaristía sin imposición de manos, como testifica la Tradición Apostólica de Hipólito, para el s. II.
4.- Cf. AH IV, 26,2; IV, 32,1; III, 3,3.
5.- Ver sobre este punto las sabias reflexiones de J.M. Tillard, La Iglesia local. Eclesiología de comunión y catolicidad, pp. 298-318. Tillard llega a afirmar que esta situación "lesiona la naturaleza auténtica del episcopado" (p. 250).
6.- Como la célebre cuestión de las "annatas" (o impuestos de un año) que se pagaban al papa.
7.- Y si alguien pensara que estas tesis pueden favorecer un cierto conciliarismo como la referencia más originaria en la estructura eclesial, bastará con que lea el prólogo al magnífico libro de K. Schatz, Los concilios ecuménicos, Madrid 1999, para que vea hasta qué punto la venerable institución de los concilios está también sometida a la misma oscuridad de origen y a la misma ley de irse abriendo camino entre las posibilidades de la historia.
8.- Ver De consideratione, III,4,7: "monstrum facis si manus submovens digitus facis pendere de capite".
9.- Vaticano II, al hablar de la jurisdicción "plena, suprema y universal" del obispo de Roma sobre las demás iglesias, ha suprimido el adjetivo "verdaderamente episcopal" que usara Vaticano I (cf. LG 22, con DS 3060).
10.- Y buen indicio de ello pueden ser estas palabras que cita J.M. Tillard, y que son casi un siglo posteriores a las de los obispos alemanes: "no debemos extrañarnos de ver que poco a poco, lo que fueron los obispos en sus diócesis, hoy será asumido como misión por el papa, ya que no sería bueno para la Iglesia y para el mundo que en todos los obispados y en cada obispado haya posiciones diferentes y a veces contradictorias" (ver la cita completa en La iglesia local, Salamanca 1999, p. 305). Este afán por conseguir la unidad a base de eliminar lo diferente, es una de las mayores tentaciones a que está sometido nuestro mundo. Triste sería que la Iglesia fuese aquí un mal ejemplo.

11.- Permítaseme evocar también la ironía valenciana del fallecido cardenal Tarancón, cuando afirmaba públicamente que "algunos obispos padecen tortícolis de tanto mirar a Roma".
12.- Las iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986, pp. 40 41.

13.- La traducción habitual de "fronimoi" por prudentes, puede valer en el sentido antiguo de la palabra que asimilaba la prudencia a la habilidad, no en el sentido actual que la asimila más bien al temor.
14.- "Me asusta lo que soy para vosotros, me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con vosotros cristiano. El primero es nombre de obligación, el otro de gracia; el primero de peligro, el otro de salvación" (Sermón 340, PL 381483).

15.- O "non tan praeesse quam prodesse" (Sermón 340. Ibid.1484). Y en La Ciudad de Dios, "no es obispo el que ama presidir y no aprovechar" (praeesse et non prodesse: XIX, 19). La versión castellana de la BAC elude la seriedad del texto cuando se limita a traducir "designa una actividad, no un honor" (p. 606).
16.- Op. cit. 261.
17.- C.T. III, 1,613. Subrayado mío.

18.- De unitate ecclesiae, 5
19.- K. Schatz, Los concilios ecuménicos, Madrid 1999, p. 258.
20.- De potestate papae et concilio, prop. 21 (BAC, ed. 1960, p. 485).

21.- Ver el texto completo en Razón y Fe, noviembre 1999, 356 58.
22.- Cfr. "Para una reforma evangélica de la Iglesia", en la obra en colaboración: Iglesia, ¿de dónde vienes? ¿A dónde vas? (ed. "Cristianismo y Justicia", Barcelona 1989)
Publicado en papel en «Iglesia Viva» 208(2001)133-144, Valencia, España.